Emaús (9 page)

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Authors: Alessandro Baricco

Ponme un ejemplo.

Tú, yo, como de verdad somos, y no como fingimos ser.

Ponme otro.

Andre, y también toda esa gente que está a su alrededor.

¿Te parece que gente como ésa
tiene un significado
?

Sí.

¿Por qué?

Son auténticos.

¿Nosotros no lo somos?

No.

Quería decir que, aun en ausencia de significado, el mundo sigue acaeciendo, y que en esa acrobacia de existir sin coordenadas existe una belleza, incluso una nobleza, a veces, que nosotros no conocemos —como una posibilidad de heroísmo en la que nunca habíamos pensado:
el heroísmo de una determinada autenticidad
. Si reconoces esto, con tus ojos, al contemplar el mundo, aunque sea una única vez, entonces estás perdido —ahora existe otra batalla para ti. Crecidos en la certidumbre de ser unos héroes, en otras leyendas nos convertimos en memorables. Se esfuma Dios, igual que un recurso infantil.

Bobby me dijo que aquel pedregal, en la montaña, le había parecido, repentinamente, lo que quedaba de una fortaleza en ruinas. No había manera de caminar por ella, dijo.

Vimos entonces su lento desplazarse hacia lo lejos, sin darnos nunca la espalda, con sus ojos todavía puestos en nosotros, sus amigos. Se diría que iba a volver, al cabo de un tiempo. Tampoco llegamos a pensar que lo veríamos desaparecer de verdad. Pero se olvidó de las larvas, las del hospital, y de todo lo demás. Todavía vino a tocar algunas veces, a la iglesia, luego ya nunca más. Los bajos los hacía yo, con el teclado. No era lo mismo, pero sobre todo ya no era el mismo crecer, el nuestro, sin él. Él tenía levedad: nosotros no la teníamos.

Un día volvió a hablarnos de su espectáculo con Andre, si de verdad queríamos ir a verlo o no. Nosotros le dijimos que sí, y fuimos, y eso cambió nuestras vidas.

Era un espectáculo en un teatro de las afueras, a una hora en coche, hasta llegar a una pequeña ciudad de calles y de casas apagadas, rodeada por el campo. En la provincia. Pero con un teatro de otros tiempos, en el centro, con palcos y todo —hierro forjado. Tal vez hubiera gente del lugar, pero sobre todo eran amigos y familiares los que habían ido a ver, como si se tratara de una boda, todo el mundo saludándose en la entrada. Nosotros, en un rincón, porque había mucha gente de aquélla —los que Bobby decía que eran auténticos, mientras que nosotros no. En cualquier caso, me dieron asco de nuevo.

Tampoco el espectáculo nos pareció mucho mejor. Con toda su buena voluntad. Pero no se trataba de algo que nosotros pudiéramos entender. Aparte de Andre, estaba Bobby, que tocaba; diapositivas que se proyectaban al fondo, y otros tres bailarines que, no obstante, eran gente normal, incluso deformes, cuerpos desprovistos de belleza. No bailaban, a no ser que aquello fuera bailar, el moverse según reglas y un plan preciso. De vez en cuando, con el bajo de Bobby se mezclaban otros sonidos y ruidos, grabados. Gritos, de repente —y al final.

Sobre el bajo de Bobby seguía el adhesivo de Gandhi, eso me gustó. Pero era verdad que tocaba de forma distinta, no sólo las notas, sino también la colocación de los pies, la curva de la espalda y, sobre todo, la cara, que exploraba, y en la que no se veía vergüenza, como olvidada del público —una cara privada. En ella se veía, si uno lo quería, cómo era Bobby desde que había dejado de ser Bobby. Lo mirábamos fascinados.

El Santo de vez en cuando se reía, pero en voz baja, como incómodo.

Luego estaba Andre. Estaba en sus movimientos, total —un cuerpo. Lo que podía yo entender es que buscaba una determinada necesidad al poner los gestos en fila, como si hubiera decidido sustituir al azar, o a la naturaleza: una especie de necesidad que los mantuviera unidos, el dictar el uno al otro, inevitablemente. Aunque vete tú a saber. Se podía decir algo más, y es que allí donde estaba ella se formaba una intensidad particular, a ratos hipnótica —lo sabíamos, ya lo habíamos visto en las representaciones del colegio, pero no es algo a lo que sea posible acostumbrarse, le coge a uno por sorpresa en cada ocasión, y también fue así esa vez, mientras ella bailaba.

Tengo que añadir que era exactamente como lo había explicado Bobby: no quería decir nada, no había historia, ni mensaje, nada, tan sólo esa aparente
necesidad
. De todas formas, en un momento dado Andre se tendió en el suelo, de espaldas, y cuando se levantó lo hizo dejando caer la túnica blanca que llevaba, la muda de una serpiente, y se quedó desnuda ante nuestros ojos. Así se nos había concedido, sin dar nada a cambio, lo que siempre habíamos pensado que quedaba fuera de nuestro alcance —dejándonos anonadados, sin saber cómo actuar. Desnuda, Andre se movía, y cualquier postura nuestra, en la butaca del teatro, era repentinamente inapropiada, hasta incluso dónde poníamos las manos. Los ojos los mantenía yo en el esfuerzo de contemplar toda la escena; pero ellos, en cambio, buscaban el cuerpo en sus detalles, para aprehender ese regalo imprevisto. Existía además la vaga sensación de que aquello iba a durar poco y, por tanto, una prisa, también, y la desazón de cuando ella volvía a acercarse a su túnica. Que, a pesar de todo, dejaba siempre tirada por el suelo, alejándose de nuevo —la evitaba. No sé si sabía qué estaba haciendo con nuestros ojos. Es posible que no le importara lo más mínimo, que aquello no fuera el meollo del asunto. Pero lo era para nosotros —es necesario recordar que yo, por ejemplo, había visto desnuda a una chica sólo cuatro veces en mi vida, de modo que llevaba la cuenta. Y ella era Andre, no una chica. Por eso mismo la mirábamos y lo curioso es que no obteníamos de ello nada de carácter sexual, nada que tuviera que ver con el deseo, como si la mirada se hubiera separado del resto del cuerpo, y eso me pareció algo de magia: que se pudiera mostrar así un cuerpo, desnudo, como si fuera una fuerza pura, y no un cuerpo, desnudo. Incluso cuando la miré entre las piernas, y osé hacerlo, porque ella dejaba que lo hiciera, ya no había allí sexo desde hacía un montón de tiempo, como si hubiera desaparecido, sino únicamente una inaudita proximidad, impensable. Y esto, me pareció entender, era el único mensaje, la única historia, que me había sido relatada sobre ese escenario. Ese asunto del cuerpo desnudo. Antes del final, Andre se volvía a vestir, pero lentamente, con un traje de hombre, incluida la corbata —algo simbólico, me imagino. Desapareció al final el triángulo rubio entre los muslos, en los pantalones oscuros con dobladillo, y fue durante ese largo proceso de vestirse cuando se escucharon golpes de tos, en la sala, como de gente que regresara desde lejos —así fue como nos dimos cuenta del silencio especial, previo.

Luego había que ir a los camerinos. Bobby parecía feliz. Nos abrazó a todos los que estábamos allí. ¿Os ha gustado?, preguntó. Es extraño, dijo Luca. Pero en cuanto hubo acabado de decirlo cogió la cabeza de Bobby entre las manos, y apoyó su frente contra la suya, frotándolas ambas un poco —no solemos hacer gestos semejantes: entre varones, no ponemos en juego el cuerpo, cuando cedemos a la ternura, a la emoción. ¿Y el Santo?, ¿qué dice el Santo?, preguntó Bobby. El Santo estaba un paso atrás. Sonrió con gracia y se puso a mover la cabeza. Qué grande eres, dijo entre dientes. Ven aquí, capullo, dijo Bobby, y fue a abrazarlo. No sé, todo era raro —éramos mejores.

Se acercó Andre, entonces, vino ella hacia nosotros, había decidido hacerlo. Aquí mis amigos, dijo Bobby, impreciso. Ella se había detenido a un paso de nosotros, dijo que sí con la cabeza, estaba envuelta en un albornoz, azul. Los pies desnudos. La banda, dijo, pero sin desprecio —indicaba algo. Bobby me presentó primero a mí, luego a Luca, y finalmente al Santo. Sostuvo su mirada sobre el Santo, y él no la bajó. Parecían a punto de decirse algo, ambos. Pero alguien que pasaba por allí abrazó a Andre por detrás, era uno de aquéllos, todo él sonrisas. Le dijo lo bonito que había sido, se la llevó de allí. Andre nos dijo todavía algo más, como Os quedáis, ¿verdad? Un instante después ya se había marchado.

Lo de quedarnos —eso era algo en lo que Bobby nos había liado. No nos atrevíamos a decirle que no, en esa época, y nos había invitado a ir con él, después del espectáculo, a una casa de Andre, grande, en el campo, para dormir, donde también habría una fiesta, y luego una cama para dormir. No es fácil que vayamos a dormir a casa de nadie, no nos gusta la intimidad con objetos ajenos, los olores, los cepillos usados en el baño. Tampoco vamos de muy buena gana a las fiestas, que guardan escasa relación con nuestra particular forma de heroísmo. Pero, sin embargo, le habíamos dicho que sí —sin duda alguna encontraríamos la forma de escaparnos, eso era lo que pensábamos.

Pero fueron muchos los que se encaminaron hacia aquella casa, a pocos kilómetros, en una procesión de coches, muchos de ellos deportivos. Por tanto no nos fue posible encontrar el atajo por donde escaparnos. Un atajo educado. Así que nos encontramos en la fiesta, que no sabíamos muy bien cómo utilizar. El Santo empezó a beber silenciosamente, y nos pareció una buena solución. Entonces las cosas fueron más fáciles. Había gente a la que conocíamos, yo por ejemplo me encontré con una amiga de mi novia. Me preguntó por ella, que por qué no había ido: es que ya no salimos juntos, le dije. Entonces vamos a bailar, me dijo ella, como si fuera una consecuencia natural, la única. Me llevé conmigo a Luca, al Santo no, porque estaba hablando con un viejo de pelo largo —se echaban el uno sobre el otro cada vez para horadar la música, altísima. En esa música nos metimos nosotros a bailar. Vi allí a Bobby, y parecía contento, como tras un problema resuelto. Yo, tras cada canción que pasaba, me decía que era la última, pero luego seguía —se me acercó Luca y me gritó al oído que dábamos risa, pero para decirme lo contrario, que éramos bellísimos, por primera vez, y tal vez tuviera razón. No sé cómo, pero acabé sentado, al final, y a mi lado estaba la amiga de mi novia. Completamente sudados, mirando cómo bailaba la gente, llevando el ritmo con la cabeza. No había forma de poder hablar, no hablábamos. Ella se volvió, me puso los brazos alrededor del cuello y me besó. Tenía unos bonitos labios, suaves, besaba como si tuviera sed. Siguió así un rato, me gustaba. Luego ella volvió a mirar a la gente, tal vez cogiéndome de la mano, no lo recuerdo. Estaba pensando en aquel beso, ni siquiera sabía lo que era. Ella se levantó y volvió a bailar.

Nos fuimos a dormir cuando la droga empezó a circular en exceso: o te drogabas tú también o es que de verdad estabas fuera de órbita. Nos marchamos de allí, en fin, porque aquello no iba con nosotros. Nos tocó ir en busca de Bobby, para saber dónde podríamos encontrar una cama, pero él ya estaba bastante colocado de hierba, a nosotros no nos apetecía verlo de aquella manera —no era propio de él tirarlo todo por la borda a causa de una historia como ésa. Como si se hubiera dado cuenta, vino Andre, entonces, para sacarnos de allí, su tono amable, sus gestos controlados —surgida a saber de dónde, en la fiesta no estaba. Nos llevó a una habitación, en la otra punta de la casa. En un momento dado dijo Lo sé, yo también me canso de bailar al cabo de un rato. Parecía el principio de una conversación, y entonces Luca dijo que él nunca bailaba, pero que, a decir verdad, cuando lo hacía le parecía chulísimo, y se rió. Sí, lo es, dijo Andre, mirándolo. Luego añadió Ni siquiera lo sabéis, pero vosotros tres sois guapísimos. Bobby también lo es. Se marchó, porque no era el principio de ninguna conversación, era algo que quería decir, y basta.

Tal vez fuera aquella frase, tal vez el alcohol y el baile, pero luego, cuando nos quedamos solos, estuvimos bastante rato hablando, los tres, como para llegar a alguna parte. Luca y yo, echados en una cama grande, el Santo colocado en un sofá, al otro lado de la habitación. Hablábamos como si tuviéramos un futuro por delante, recién descubierto. También de Bobby, y de que teníamos que llevárnoslo de nuevo con nosotros. Y de un montón de historias nuestras, sobre todo inconfesables, pero a una luz distinta, sin remordimientos nos sentíamos capaces de todo, algo que les ocurre a los jóvenes. Los oídos nos zumbaban y cuando cerrábamos los ojos nos entraban náuseas —pero seguíamos adelante con nuestra charla, mientras que por las persianas se filtraba la luz del jardín, acababa en forma de franjas sobre el techo, nosotros observándolas, siguiendo con la charla, sin mirarnos. Le preguntamos al Santo adónde iba cuando desaparecía. Él nos lo dijo. No teníamos miedo de nada. Y Luca nos contó lo de su padre, al Santo por primera vez, a mí historias que no conocía. Pero parecíamos capaces de cualquier cosa, y decíamos palabras que parecíamos entender. Ni una sola vez siquiera dijo nadie Dios. Muchas veces nos quedábamos en silencio, durante un rato, porque no teníamos prisa, y queríamos que aquello no terminara nunca.

Pero estaba hablando el Santo cuando se oyó un ruido, cercano —y luego la puerta abriéndose. Aparte de callarnos, nos pusimos la sábana por encima —el pudor de costumbre. Podía ser cualquiera, pero era Andre. Entró en la habitación, cerró de nuevo la puerta, llevaba puesta una camiseta blanca y nada más. Miró un poco a su alrededor, luego vino a meterse a nuestra cama, entre Luca y yo, como si ése fuera el pacto. Lo hacía todo con tranquilidad, sin decir ni una palabra. Apoyó su cabeza sobre el pecho de Luca, quedándose un rato inmóvil, de costado. Una pierna sobre las suyas. Luca al principio no hizo nada, luego empezó a acariciarle el pelo, todavía se oía la música de la fiesta, a lo lejos. Luego se habían estrechado un poco más y entonces yo me senté en la cama, con idea de marcharme, la única idea que se me había ocurrido. Sin embargo, Andre se volvió tan sólo un poco y me dijo Ven aquí, cogiéndome de la mano. Así que me eché en la cama detrás de ella, con mi corazón pegado a su espalda, manteniendo las piernas un poco hacia atrás, primero, pero luego apretándome algo más, con mi miembro contra su piel, rotunda, que empezó a moverse, lenta. La besaba en la nuca, mientras ella pasaba sus labios sobre los ojos de Luca, suavemente. Así notaba la respiración de Luca y, muy cerca, su boca entrecerrada. Pero donde yo hacía que se deslizaran mis manos, él retiraba las suyas —tocábamos a Andre sin tocarnos, inmediatamente de acuerdo en que no íbamos a hacerlo. Mientras ella nos tomaba con suavidad, todo el rato en silencio, y mirándonos cada vez.

Ella era el secreto —eso hacía mucho tiempo que lo habíamos comprendido, y ahora el secreto estaba allí, y sólo nos faltaba dar un paso. Nunca habíamos querido nada más que eso. Por eso dejábamos que nos guiara, y todas las cosas resultaban sencillas, incluidas las que, para mí, nunca lo habían sido. No conocía nada semejante, pero era tal la desaparición de cualquier clase de oscuridad que sabía ya qué iba a ver cuando, en un momento determinado, me volví hacia el lado del Santo, para verlo allí sentado, en el sofá, con los pies apoyados en el suelo, observándonos, sin expresión —una figura de cuadro español. No se movía. Apenas respiraba. Habría tenido que asustarme, porque su mirada era parecida a la que ya conocía, pero no sucedió. Todas las cosas resultaban sencillas, ya lo he dicho. No se le ocurrió hacerme una señal, no había nada que quisiera decirme. Aparte de aquel estar suyo, sin apartar la mirada. Pensé entonces que si él lo veía, todo era verdad —era verdad, y no culpable, si él callaba.

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