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Authors: Alessandro Baricco

Emaús (12 page)

No puede venir, dije.

¿Ah, no?

No. Tiene problemas.

Me miró como si hubiera sido culpa mía.

¿De qué tipo?

Yo estaba sentado allí, en aquella silla de hierro, inclinado hacia él, con los codos apoyados en las rodillas.

Se droga, dije.

¿Qué demonios me estás diciendo?

Las drogas. ¿Sabe lo que son?

Claro que lo sé.

Bobby se droga, por eso ya no viene.

Si le hubiera dicho que tenía que levantarse inmediatamente y marcharse llevándose de allí sus cosas, incluida la bolsa llena de meados, habría puesto la misma cara.

¿Pero qué demonios me estás diciendo?, repitió.

La verdad, dije. No puede venir porque en este momento está en algún lugar diluyendo un polvo marrón en una cuchara calentada por la llama de un mechero. Luego succiona el líquido con una jeringuilla y se aprieta una goma hemostática en el antebrazo. Se mete la aguja en la vena e inyecta el líquido.

El viejo me miraba. Le señalé la vena, en el pliegue de su brazo.

Mientras se libra de la jeringuilla, la droga corre por la sangre. Cuando llega al cerebro, Bobby siente ese maldito nudo deshacerse, y otras cosas que no sé. El efecto dura un rato. Si te lo encuentras en esos momentos habla como un borracho y se entera de poco. Dice cosas que no cree.

El viejo asintió.

Al cabo de un rato se pasa el efecto, lo hace lentamente. Entonces Bobby piensa que tiene que dejarlo. Pero pasado un tiempo el cuerpo vuelve a pedirle otra vez eso, entonces él busca dinero para comprarse más. Si no lo encuentra empieza a estar mal. Tan mal como usted, que está en esta cama, ni se imagina. Por eso no puede venir aquí. A duras penas es capaz de ir al colegio. Yo lo veo únicamente cuando necesita dinero. Así que no espere usted verlo venir por aquí, váyase haciendo a la idea, nada de risas por un tiempo. ¿Me ha entendido?

Asintió con la cabeza. Tenía una de esas caras raras, a las que parece que les falta algo. Como esa gente que se afeita el bigote por una apuesta.

¿Qué, vaciamos esa bolsa o qué?, dijo, bajándose las mantas. Me agaché hacia el tubito de siempre. Él empezó a barbotar.

Pero ¿de qué pasta estáis hechos?, dijo entre dientes.

Saqué el tubito pequeño de dentro del grande, con cuidado.

Tomáis drogas, venís aquí como si fuerais buenos chicos y luego tomáis drogas, coño.

Balbuceaba, pero poco a poco iba siendo capaz de levantar la voz.

Pero ¿puedes decirme quién demonios pensáis que sois?

Yo había desenganchado la bolsa del lateral de la cama. El meado era oscuro, había sangre depositada en el fondo.

Te lo estoy diciendo a ti, ¿quién puñetas os pensáis que sois?

Yo permanecía allí, de pie, con aquella bolsa en la mano.

Tenemos dieciocho años, dije, y lo somos todo.

Cuando estaba en el otro lado, vaciando la bolsa en el lavabo, lo oía gritar: ¿Pero qué coño quiere decir eso?, ¡sois unos drogadictos, eso es lo que sois, venís aquí como si fuerais buenos chicos, pero sois unos drogadictos! Gritaba que nos podíamos quedar en casa si queríamos, que allí dentro a los drogadictos no los querían. Se lo había tomado como un agravio personal.

Pero antes de terminar y de irme pasé también por delante de uno nuevo, muy muy pequeño, que parecía haberse escapado por dentro de su cuerpo, hasta algún lugar donde tal vez se sentía seguro. Cuando lo coloqué todo de nuevo en su sitio, la bolsa vacía y enjuagada, colgada del lateral de la cama, le pasé una mano por el pelo, que tenía ralo y canoso —últimos cabellos. Él se incorporó un poco, abrió el cajón de su mesita metálica, y de una cartera reluciente sacó quinientas liras. Toma, eres un buen chico. Yo no quería cogerlas, pero él insistía. Dijo: Quédatelas, cómprate algo bonito. No tenía la más mínima intención de cogerlas, pero luego se me vino a la cabeza la imagen de él haciendo ese mismo gesto con un nietecito, un hijo, no sé, algún chico, se me vino a la cabeza que era un gesto que ya habría hecho un montón de veces, con alguien a quien quería. Fuera quien fuera, no estaba allí. Allí sólo estaba yo.

Gracias, le dije.

Luego, al salir, estaba intentando darme cuenta de si me volvía aquella sensación de firmeza que siempre sentía al bajar por las escaleras del hospital, pero no tuve tiempo para percibir nada, porque al final de los escalones vi al padre de Luca, de pie, elegante me estaba esperando precisamente a mí.

He ido a buscarte a tu casa, dijo, pero me han dicho que estabas aquí.

Me tendió la mano, se la estreché.

Me preguntó si me apetecía dar una vuelta con él.

Yo iba empujando la bicicleta, él con el maletín del trabajo en la mano. Caminando. Llevaba clavada desde hacía tiempo aquella espina en la garganta, de manera que le dije casi de inmediato que lamentaba no haber ido al funeral de Luca. Hizo un gesto en el aire, como para apartar algo. Dijo que había actuado bien, y que para él había sido una auténtica tortura asistir —no soportaba de ninguna manera a la gente cuando «exhibe sus propias emociones». Querían que dijera algo, dijo, pero yo me negué. ¿Qué se puede decir?, añadió. Luego, al cabo de un rato de silencio, me explicó que el Santo, por el contrario, había salido para decir unas palabras, se había acercado hasta el micrófono y con una serenidad sin fisuras había hablado de Luca, y de nosotros. Qué era lo que había dicho, exactamente, el padre de Luca no lo recordaba porque, me dijo, no quería emocionarse allí, delante de todo el mundo, y que por tanto se había concentrado en otros pensamientos distintos, intentando no escuchar. Pero recordaba bien que el Santo estuvo magnífico, allí, en el micrófono, solemne y antiguo. Al final dijo que Luca se había llevado consigo toda la muerte, y que ahora a nosotros nos quedaría el puro don del vivir, en la deslumbrante luz de la fe. Toda la muerte y todo el miedo, precisó el padre de Luca, me parece recordar que dijo exactamente eso: toda la muerte y todo el miedo se lo ha llevado Luca. Esa frase la había escuchado y la recordaba bien.

Qué chico más raro, dijo.

Yo no dije nada, estaba pensando en aquella ocasión, en su casa, la historia aquella de la oración en la mesa.

Durante un rato seguimos adelante sin palabras, o hablando de naderías. Había, naturalmente, que afrontar el tema de los motivos de Luca y estuvimos dándole vueltas un rato. Al final llegó él por el camino principal —me preguntó por Andre.

Es una chica especial, ¿verdad?, me preguntó.

Sí, lo es.

Vino al funeral, fue muy amable, dijo. En la salida, añadió, estaba Bobby sentado en un peldaño, llorando. Ella se le acercó, lo cogió de la mano, lo hizo levantar y se lo llevó de allí. Me sorprendió porque caminaba erguida, y caminaba también por él. No sé. Parecía una reina.

¿Lo es?, me preguntó.

Yo sonreí. Sí, es una reina.

Me dijo que era una forma de hablar suya, de cuando eran jóvenes. Había chicas que eran unas reinas.

Luego me preguntó qué había entre ella y Luca.

Lo que él sabía era que Luca estaba enamorado de ella. No es que hablara del tema, en casa, pero se había dado cuenta por ciertas cosas —y luego, además, por los comentarios de la gente. También sabía que Andre esperaba un hijo. Había oído muchas cosas, aquellas semanas, y una de ellas es que ese niño tenía algo que ver con Luca. Pero no sabría decir muy bien en qué sentido. Se preguntaba si yo podía ayudarle a comprenderlo.

No se mató por eso, dije.

No era eso exactamente lo que yo pensaba, pero se trataba de lo que tenía que pensar él. A todo lo demás tendría que llegar él por su cuenta.

Esperaba. Insistió de nuevo para saber si ese niño podía ser de Luca, esa historia lo atormentaba.

No, dije. No es suyo.

En realidad, me habría gustado mantenerlo en ascuas, pero no lo hice por Luca, se lo debía, no le habría hecho eso a su padre, en definitiva.

De manera que le dije que no, que no era suyo.

Era la respuesta por la que había acudido hasta mí. Entonces algo en él se deshizo, y durante todo lo que quedaba de camino fue un hombre distinto, al que nunca había visto. Empezó a explicarme cosas de cuando su esposa y él eran jóvenes. Le interesaba hacerme comprender que habían sido felices. Nadie, en sus familias, quería que se casaran, pero ellos lo habían deseado fuertemente, e incluso cuando por un tiempo renunciaron a ello, él nunca había dejado de saber que iban a conseguirlo, y así fue. Procedían ambos de familias horrorosas, dijo, y el único tiempo que no daba asco era el que pasaban juntos. Dijo que había un montón de moralismos, por aquel entonces, pero era tal su deseo de huir que de inmediato empezaron a hacer el amor en cada ocasión que podían, a escondidas de todo el mundo. Me salvaba lo hermosa que era ella, de una belleza limpia, la misma de Luca, dijo. Luego debió de darse cuenta de que esa clase de confesiones me resultaba incómoda —se interrumpió. La vida sexual de nuestros padres es, de hecho, una de las pocas cosas sobre las que no queremos saber nada. Nos gusta pensar que no existe y que no ha existido nunca. No sabríamos dónde meterla, en el seno de la idea que nos hemos hecho de ellos. Así que pasó a hablarme de los primeros tiempos, ya de casados, y de lo mucho que se habían reído aquellos años. Ya no lo escuchaba con atención. Por regla general, son historias siempre iguales, todos nuestros padres han sido, de jóvenes, felices. Me esperaba más bien oír cuándo habían empezado a torcerse las cosas, y dónde había empezado esa miseria educada que en cambio conocíamos. A lo mejor me habría gustado saber por qué, en un momento dado, se habían puesto
enfermos
. Pero no habló de ese asunto. O tal vez lo hiciera, pero de un modo que no quedaba claro. Volví a prestar atención cuando, con un tono incluso simpático, me dijo que su esposa había cambiado mucho desde la muerte de Luca, era evidente que le echaba la culpa a él, de ese hecho, no se lo había perdonado. Me las hace pasar canutas, dijo. A veces vuelvo a casa y ni siquiera ha preparado la cena. Me estoy acostumbrando a abrir latas. Congelados. La sopa de verduras congelada, ésa no está mal, dijo. Tendrías que probarla. Se hacía el simpático.

En un momento determinado se detuvo, alzó una pierna y apoyó en ella el maletín, para abrirlo. He pensado en traerte esto, dijo. Sacó del maletín unos papeles. Creo que son canciones, escritas por Luca, las encontramos entre sus cosas. Estoy seguro de que a él le habría gustado que te las quedaras tú.

Se trataba en efecto de canciones. O de poemas, aunque era más probable que se tratara de canciones, porque había acordes por allí, a veces. Pero la melodía se la había llevado consigo Luca para siempre.

Gracias, dije.

¿De qué?

Llegados hasta debajo de mi casa, tan sólo nos quedaba despedirnos. Pero tenía la extraña impresión de que no nos habíamos dicho nada. Entonces, antes de buscar una manera de despedirnos, le pregunté si podía hacerle una pregunta.

Claro, dijo. A esas alturas estaba completamente seguro de sí mismo.

Una vez Luca me explicó que durante la cena, en su casa, usted de vez en cuando se levanta y sale al balcón. Me dijo que se queda allí, apoyado en la barandilla, mirando hacia abajo. ¿Es verdad?

Él me miró un tanto sorprendido.

Puede ser, dijo. Sí, es posible.

Durante la cena, repetí.

Seguía mirándome sorprendido. Sí, es posible que eso haya ocurrido. ¿Por qué?

Porque me gustaría saber si, cuando está ahí, mirando hacia abajo, alguna vez se le pasa por la cabeza tirarse. Matarse de esa manera, quiero decir.

Era increíble, pero me sonrió. Abriendo los brazos de par en par. Estuvo un rato buscando las palabras.

Se trata tan sólo de que me relaja mirar las cosas desde arriba, dijo, lo hacía siempre cuando era niño. Vivíamos en el tercer piso, y yo me pasaba horas mirando por la ventana para ver pasar los coches, y pararse en el semáforo, y volver a marcharse. No sé por qué. Es algo que me gusta. Es una cosa de niños.

Lo dijo con una voz simpática, y hasta pude verle en la cara algo que nunca antes había visto, algo del niño que había sido, hacía un montón de tiempo.

¿Cómo se te ha podido pasar algo así por la cabeza?, me preguntó, pero con dulzura —él, con dulzura.

Nada, dije. Estaba pensando que si alguna verdad existía en toda aquella historia, ni siquiera él la conocía ya. Estaba pensando que no tenemos ninguna posibilidad de comprender nada, sobre nada, en ningún momento. Sobre nuestros padres, sobre nuestros hijos —tal vez sobre todas las cosas.

Al despedirnos, me estrechó entre sus brazos, con el maletín de la oficina golpeándome la espalda. Yo permanecía rígido, en ese abrazo. Así que él dio un paso atrás y me tendió la mano.

Copiaba el gesto, pero del campesino me faltaba la sabiduría —el ojo experto que comprende el cielo, y mide su descontento.

Pasado algún tiempo, que no recuerdo, apareció en los periódicos la noticia de que el cuerpo de un travesti había sido hallado al amanecer, en las afueras, enterrado de manera apresurada en el lecho de un río. El hombre había sido asesinado de un disparo en la nuca. La muerte se remontaba a cuarenta y ocho horas atrás. El travesti tenía un nombre y un apellido, que aparecían en el artículo. Pero también se decía que Sylvie era su nombre. Por Sylvie Vartan.

La noticia me asombró, porque nosotros lo conocíamos.

Es difícil recordar cuándo pero empezamos a revolotear alrededor de las putas, por la noche, ligeros sobre nuestras bicicletas. Al principio, nos sorprendían irresistibles camino de casa, de vuelta de la catequesis o de alguna reunión. Pero luego ya empezamos a remolonear, esperando la hora que las ve aparecer, en las esquinas de las calles. O nos volvíamos hacia atrás, y pasábamos de nuevo hasta que aparecían, de la nada —apagada ya la vida de la ciudad. Nos atrae algo que no sabemos definir, pero que quede bien claro que nunca se nos pasaría por la cabeza pagarles nada —ninguno de nosotros tiene dinero para hacerlo. Por ello no nos mueve la idea de ir con ellas —lo que nos gusta es pedalear hasta unos metros cerca y luego levantarnos sobre los pedales, y pasar delante de ellas habiendo ganado la progresión, altos sobre nuestras piernas y ligeros en el zumbido de la rueda libre. Lo hacemos todo sin prudencia alguna, con la convicción de ser invisibles —estamos en un mundo paralelo que ni siquiera nosotros mismos percibimos. Ocurre a veces que volvemos a pasar por las mismas esquinas durante el día, casi no las reconocemos. Es otra ciudad, la nuestra nocturna.

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