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Authors: Alessandro Baricco

Emaús (7 page)

Sí, respondió el Santo.

¿Y por qué tendría que hacerlo?

Para hacer las paces consigo misma. Y con Dios.

¿Es por eso por lo que uno se confiesa?

Para borrar nuestros pecados, y encontrar la paz.

Entonces ella asintió con un gesto de su cabeza. Como si fuera algo que podía comprender.

Luego se levantó.

Debía de existir alguna forma de hacer que terminara todo aquello y la más sencilla era darnos las gracias, cerrar la puerta tras nosotros, olvidar. Reírse de todo, más adelante. Pero aquella mujer tenía tiempo, y hacía tiempo que había dejado de ser sometible. Así que se quedó en silencio, de pie, como al borde de una despedida, pero luego se sentó de nuevo, en la misma postura exacta de antes, pero distinta la mirada, de una dureza que había mantenido en reserva, y dijo que se acordaba bien de la última vez que se había confesado, se acordaba bien de cuando se había acogido a confesión por última vez. Era en una iglesia muy hermosa, de piedra clara, donde todas las proporciones y simetrías inclinaban hacia la paz. Le había parecido natural entonces buscar un confesor, a pesar de que no tuviera familiaridad alguna con ese acto, ni confianza en los sacramentos, en ése en concreto. Pero le había parecido que eso era lo apropiado para complementar aquella inusitada belleza. Vi a un monje, nos dijo. La túnica blanca, las mangas anchas, sobre delgadas muñecas, pálidas manos. No había confesionario, el monje estaba sentado, ella se sentó delante, se avergonzaba de su vestido demasiado corto, pero se olvidó de ello con las primeras palabras, que fueron del monje. Le preguntó qué era lo que pesaba sobre su alma. Ella respondió sin pensárselo, dijo que era incapaz de mostrarse agradecida con la vida y éste era el mayor de los pecados. Estaba tranquila, nos dijo, pero mi voz no quería saber nada de aquella tranquilidad, parecía estar viendo un abismo que yo no veía, temblaba de esa forma. Dije que aquél era el primer pecado y también el último. En mi vida todas las cosas eran maravillosas, pero yo no sabía sentirme agradecida, y me avergonzaba de mi felicidad. Si no es felicidad, le dije al monje, es por lo menos alegría, o fortuna, dispensada como a otras pocas personas les es concedida, pero a mí sí, sin que yo consiga nunca, a pesar de todo, traducirla en alguna forma de paz del alma. El monje no dijo nada, pero quiso saber si rezaba. Era más joven que ella, con el cráneo completamente rasurado, un leve acento extranjero. No rezo, le dije, no voy a la iglesia, quiero contarle mi vida. Se la conté, algo de ella. Pero no me arrepiento de esto, dije al final. Es de mi felicidad de lo que quisiera arrepentirme. No tenía sentido, pero estaba llorando. Entonces el monje se inclinó hacia mí y me dijo que no tenía que sentir miedo. No sonreía, no era paternal, no era nada. Era una voz. Dijo que no debía tener miedo, y luego otras muchas cosas que no recuerdo, recuerdo la voz. Y el gesto del final. Las dos manos acercándose a mi cara, y una que me roza luego la frente y dibuja la señal de la cruz. Apenas.

Durante todo su relato, la madre de Andre había mantenido los ojos hacia abajo, clavados en el suelo. Buscaba las palabras. Pero luego quiso mirarnos, para lo que todavía tenía que decirnos.

Al día siguiente volví a buscarlo. Nada de confesiones, un largo paseo. Luego volví otra vez, y luego otra. No podía prescindir de ello. Volví incluso cuando él empezó a pedirme que volviera. Era todo lentísimo. Pero en cada ocasión algo se iba consumando. La primera vez que nos besamos fui yo quien lo quiso. Todo lo demás lo quiso él. Habría podido detenerme en cualquier momento, tampoco lo amaba demasiado, habría podido hacerlo. Pero, por el contrario, lo acompañé hasta el final, porque era inusual: era el espectáculo de una perdición. Quería ver hasta dónde pueden hacer el amor los hombres de Dios. Así que no lo salvé. Nunca hallé una razón que fuera lo bastante buena para salvarlo de mí. Se mató hace ocho años. Me dejó una nota. Tan sólo recuerdo que hablaba del peso de la cruz, pero de una manera incomprensible.

Nos miró. Todavía le quedaba algo por decir y era precisamente para nosotros.

Andre es su hija, dijo. Ella lo sabe.

Hizo una pequeña, pérfida, pausa.

Me imagino que también Dios lo sabrá, añadió. Porque nada escatimó en el castigo.

Pero no me turbó su mirada, fue la del Santo, por el contrario, que conocía: tenía que ver con los demonios. Parece un ciego, en esos momentos, porque lo ve todo, pero en otra parte —dentro de sí mismo. Había que marcharse de allí. Me levanté y encontré las palabras apropiadas para desdramatizar las repentinas prisas —no parecía que hubiera ido yo allí para otra cosa, debía de ser lo que mejor se me daba. La madre de Andre fue impecable, hasta consiguió darnos las gracias, sin asomo de ironía. Se despidió de nosotros estrechándonos la mano. Antes de salir tuve tiempo de ver, apoyado en la pared, en la entrada, algo que no tenía que estar allí, de ninguna de las maneras, pero que sin duda alguna era el bajo de Bobby. Él toca el bajo, en nuestra banda —su bajo es de un negro brillante, con un adhesivo de Gandhi pegado encima. Ahora estaba allí, en casa de Andre.

Que podíamos volver cuando quisiéramos, dijo la madre de Andre.

¿Qué diablos pinta tu bajo en casa de Andre? —ni siquiera esperamos al día siguiente para ir a preguntárselo. En la parroquia, por la noche, tocaba que ni pintada una reunión del grupo de catequesis, estábamos todos allí, tan sólo faltaba Luca, las historias de siempre en su casa.

Bobby se puso colorado, la verdad es que no se lo esperaba de ninguna manera. Dijo que tocaba con Andre.

¿Tocas? ¿Qué tocas?

El bajo, dijo.

Ya estaba intentando tomárselo a cachondeo. Él es así.

No digas chorradas, ¿qué tocas con ella?

Nada, es para un espectáculo suyo.

Tú tocas con nosotros, Bobby.

¿Y eso qué quiere decir?

Pues quiere decir que si te pones a tocar con otra persona tienes que decírnoslo.

Iba a decíroslo.

¿Cuándo?

Fue entonces cuando se vio que se había mosqueado.

Pero ¿qué coño queréis de mí?, no me he casado con vosotros, ¿verdad?

Dio un paso adelante.

¿Por qué mejor no me explicáis qué hacíais
vosotros
allí, y qué es eso de presentaros en su casa?

Tenía razón en preguntar. Se lo expliqué. Le dije que habíamos ido el Santo y yo, para hablar con la madre de Andre. Queríamos explicarle lo de su hija, que tenía que hacer algo, que se estaba arruinando a sí misma y a sus amigas.

¿Habéis ido a ver a la madre de Andre para decirle esas cosas?

Añadí que el Santo le había hablado de nosotros, de la Iglesia y de lo que pensábamos de toda esa historia. Le había aconsejado que llevara a Andre a confesarse, a hablar con algún sacerdote.

¿Andre? ¿A confesarse?

Sí.

Pero vosotros estáis locos, habéis perdido la chaveta.

Era lo que teníamos que hacer, dije.

¿Lo que teníais que hacer? Pero ¿qué estás diciendo? Pero ¿qué sabrás tú de Andre?, ella es su madre, ya sabrá lo que tiene que hacer.

Eso no es seguro.

Es una mujer adulta, tú eres un crío.

Eso no tiene nada que ver.

Un crío. ¿Pero tú quién te crees que eres para ir dándole lecciones?

Es el Señor quien habla, con nuestra voz, dijo el Santo.

Bobby se volvió para mirarlo. Pero no se dio cuenta de su mirada de ciego. Estaba demasiado cabreado.

Todavía no eres cura, Santo, eres un crío; cuando seas cura, entonces vuelve y te dejaremos que nos eches tu sermón.

El Santo le saltó encima, tiene una agilidad infernal, en esos momentos. Acabaron por los suelos, se estaban arreando de verdad. Todo había sucedido tan deprisa que lo único que podía hacer yo era mirar. Lo hacían todo con un silencio ilógico, concentrado, las manos en la cara. Duras, alrededor del cuello. Luego el Santo se golpeó la cabeza con fuerza en el suelo, y Bobby se lo encontró desfallecido entre los brazos. Tenían sangre los dos, encima.

Así que acabamos en urgencias. Nos preguntaron qué nos había pasado, nos hemos sacudido, dijo Bobby. Asunto de faldas. El médico asintió, no le importaba. Se los llevó a los dos tras una puerta acristalada, el Santo en una camilla, Bobby por su propio pie.

Sentado en el pasillo, esperaba, yo solo, bajo un cartel de Avis —esos autobuses a los que va uno a donar sangre. De pequeño, acompañaba allí a mi padre. Estaban aparcados en el centro. Mi padre se quitaba la chaqueta y se arremangaba la camisa. Era evidentemente un héroe. Al final le daban un vaso de vino y él me dejaba mojar los labios. Tengo dieciocho años y la felicidad ya tiene el sabor de la memoria.

Salió Bobby, con dos tiritas en la cara, nada complicado, una mano vendada. Se sentó a mi lado. Era tarde.

Ni que decir tiene que nos queríamos, pero le di un golpe con el hombro, así no era posible el error. Sonrió.

¿Qué tocas con Andre?, le pregunté.

Ella baila, yo toco. Me lo pidió ella. Es para un espectáculo suyo. Quiere hace un espectáculo con eso.

¿Y qué tal?

No lo sé. No tiene nada que ver con lo que nosotros hacemos. No quiere decir nada.

¿Y eso qué significa?

Significa que no quiere decir nada: lo que hacemos no significa nada, no hay ninguna historia, ninguna idea, nada. Ella baila, yo toco, eso es todo.

Se quedó un rato pensando. Yo intentaba imaginármelo.

Por eso no se trata de un acto bueno, dijo, es un acto y ya está. No tiene nada que ver con hacer algo bueno.

Dijo que tenía que ver con hacer algo
bello
.

Le costaba trabajo explicarse, y a mí entenderle, porque nosotros somos católicos y no estamos acostumbrados a diferenciar entre el valor estético y el valor moral. Es lo mismo que con el sexo. Nos han enseñado que se hace el amor para comunicarse y para compartir la alegría. Se toca música por las mismas razones. El placer no tiene nada que ver, es una resonancia, una reverberación. La belleza es tan sólo un accidente, necesario únicamente en dosis mínimas.

Bobby dijo que
se avergonzaba
de tocar de esa forma; cuando lo hacía, en casa de Andre, le parecía que estaba desnudo, y eso le había hecho pensar.

¿Sabes cuando hablamos de
nuestra
música?, dijo.

Sí.

¿Que tendríamos que decidirnos a tocar
nuestra
música?

Sí.

Como no hay ningún objetivo, tan sólo yo que toco y ella que baila, no hay pues una auténtica razón para hacerlo, salvo que queremos hacerlo, que nos gusta hacerlo. La razón somos nosotros. Al final, el mundo no es mejor, no hemos convencido a nadie, no hemos hecho que nadie entendiera nada —al final ahí estamos nosotros, como al principio, pero auténticos. Y, por detrás, una estela —algo que permanece,
auténtico
.

Se había tomado en serio el asunto ese de lo auténtico.

Tal vez se trate de eso mismo, de tocar
mi
música, dijo.

Yo ya no estaba muy convencido de seguirlo.

Dicho así, suena a rollo descomunal, ¿sabes?, dije.

Lo es, dijo. Pero a Andre no le importa, es más, parece que le molesta todo lo que puede llegar a ser
emocionante
. Ella ha sido la que ha querido que fuera un bajo, precisamente porque es el mínimo de la vida. Y baila de la misma manera. En todas las ocasiones en que podría llegar a ser emocionante, ella se detiene. Se detiene siempre un paso antes.

Lo miraba.

De vez en cuando, dijo, me sale algo que a mí me parece hermoso, con fuerza, y entonces ella se vuelve hacia mí, sin dejar de bailar, como si hubiera oído algo desafinado. No le importa lo más mínimo que sea hermoso de esa manera. No es eso lo que ella busca.

Sonreí. ¿Te has ido a la cama con ella?, le pregunté.

Bobby se echó a reír.

Capullo, dijo.

Venga, te has ido a la cama con ella.

Vamos, que no te has enterado de una mierda, ¿verdad?

Sí, te has ido a la cama.

Se levantó. Dio unos pasos por el pasillo. Estábamos nosotros dos solos. Siguió caminando arriba y abajo, hasta que pensó que habíamos acabado con esa historia.

¿Y Luca?, preguntó.

Le he llamado por teléfono. A lo mejor viene, tenía problemas en casa.

Tendría que largarse de ahí.

Tiene dieciocho años, a los dieciocho años nadie se larga de casa.

¿Eso quién te lo ha dicho?

Venga, hombre…

Se lo están cocinando a fuego lento allí. ¿Viene al hospital, a ver a las larvas?

Los llamamos las larvas, a los enfermos del hospital.

Sí. Eres tú quien ya no viene.

Se sentó.

La semana próxima vendré.

Lo mismo dijiste la semana pasada.

Asintió con un gesto de la cabeza.

No sé, ya no tengo ganas.

Nadie tiene ganas, pero es que ellos están ahí, esperándonos. ¿Los dejamos que naufraguen en sus propios meados?

Se quedó un rato pensando.

Por qué no, dijo.

Que te den por culo.

Nos reímos.

Luego llegaron los padres del Santo. No nos hicieron demasiadas preguntas, tan sólo cómo estaba Bobby, y cuándo iba a salir el Santo. Hacía ya tiempo que habían dejado de intentar comprender, se limitaban a esperar las consecuencias y a poner orden cada vez que algo pasaba. De manera que habían venido para arreglar las cosas, y parecían tener la intención de hacerlo con amabilidad, sin molestar. El padre se había traído algo para leer.

En un momento determinado Bobby dijo que lo sentía, que no quería hacerle daño.

Claro, claro, dijo la madre del Santo con una sonrisa. El padre levantó la vista del libro y dijo con un tono amable algo que dicen a menudo nuestros padres. Faltaría más.

No obstante, el Santo, al final, no estaba demasiado bien. Quisieron quedárselo allí, en observación —la cabeza, nunca se sabe. Nos llevaron a donde estaba, sus padres parecían preocupados más que nada por la ropa interior. Las mudas. Que en los detalles reside la salvación del mundo es algo en lo que creemos ciegamente.

El Santo le hizo una señal a Bobby y él se acercó. Se dijeron algo. Luego uno de aquellos gestos.

Me quedé con Bobby firmando el papeleo, para el hospital, para anotar la medicación —los padres del Santo ya se habían ido. Cuando salimos, Luca estaba fuera.

¿Por qué no has entrado?

Odio los hospitales.

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