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Authors: Alessandro Baricco

Emaús (3 page)

Eso nos hará para siempre menores, privados e inasibles.

Pero Andre procede de ese mundo, y cuando miró el agua oscura vio pasar un río cuyas fuentes conocía desde que era pequeña. Como empezamos a entender, toda una red de muertos tejió la suya y en la suya se prolonga la urdimbre de una única muerte, labrada en el telar de sus privilegios. Y así había superado ella la barandilla de hierro, cuando nosotros a duras penas conseguíamos asomarnos un poco sobre el cieno negro. Se había dejado caer. El golpetazo del frío seguro que lo notaría, luego el lento anegarse.

Así que nos fuimos hasta el puente, y nos quedamos asustados. Al volver a casa, en bicicleta, éramos conscientes de que era tarde, y pedaleábamos con fuerza. No intercambiamos palabra. Bobby dobló hacia su casa, luego el Santo. Nos quedamos Luca y yo. Pedaleábamos el uno al lado del otro, pero seguíamos mudos.

Ya lo he dicho, de entre todos es mi mejor amigo. Podemos entendernos con un gesto, a veces nos basta una sonrisa. Antes de que aparecieran las chicas, pasamos juntos todas las tardes de nuestra vida —o por lo menos eso es lo que nos parece. Sé cuándo está a punto de marcharse y a veces podría decir un instante antes cuándo empezará a hablar. Lo encontraría en medio de una multitud, echando un simple vistazo, sólo por su forma de caminar —los hombros. Parezco mayor que él, todos lo parecemos, porque en él ha quedado mucho del niño: en los huesos pequeños, en la piel inmaculada, en los rasgos de su rostro, que tiene delicados y hermosísimos. Como las manos, y el cuello delgado —las piernas secas. Pero él no lo sabe, a duras penas lo sabemos nosotros —como ya he dicho, la belleza física es algo en lo que no nos fijamos. No es necesaria para la edificación del Reino. De manera que Luca lleva la suya encima sin usarla —una cita pospuesta. A la mayoría les parece un tipo distante, y las chicas adoran esa distancia, a la que llaman tristeza. Pero, como a todos, a él le gustaría, simplemente, ser feliz.

Hace un par de años, quinceañeros, estábamos en mi casa, era una de esas tardes, estábamos echados en la cama, leyendo unas revistas de Fórmula 1 —estábamos en mi habitación. Justo al lado mismo de la cama había una ventana y estaba abierta —daba al jardín. Y en el jardín estaban mis padres: charlaban, era domingo. Nosotros no estábamos escuchando, estábamos leyendo, pero en un momento dado nos pusimos a escuchar, porque mis padres se habían puesto a hablar sobre la madre de Luca. No se habían dado cuenta de que él estaba allí, evidentemente, y estaban hablando de su madre. Estaban diciendo que era de verdad una mujer muy capacitada y que era una lástima que hubiera tenido tan poca suerte. Dijeron algo sobre el hecho de que Dios la había cargado con una terrible cruz. Yo miré a Luca, él sonreía y me hizo un gesto, para indicarme que no me moviera, que no hiciera ruido. Parecía estar divirtiéndose con aquello. De manera que nos quedamos escuchando. Allí afuera, en el jardín, mi madre estaba diciendo que tenía que ser terrible vivir junto a un marido tan enfermo, tenía que ser una soledad desoladora. Luego le preguntó a mi padre si sabía cómo le estaba yendo el tratamiento. Mi padre dijo que habían probado de todo, pero lo cierto es que nunca se sale verdaderamente de historias de ésas. Lo único que quedaba era tener la esperanza, dijo, de que no decidiera cortar por lo sano, tarde o temprano. Hablaba del padre de Luca. Yo empezaba a avergonzarme por lo que estaban diciendo, volví a mirar a Luca, él me hizo un gesto como para decirme que no entendía nada de nada, no sabía de qué estaban hablando. Me puso una mano sobre la pierna, quería que no me moviera, que no hiciera ruido. Quería escuchar. Allí afuera, en el jardín, mi padre estaba hablando de algo llamado depresión, que era una enfermedad, evidentemente, porque estaba relacionada con medicamentos y doctores. En un momento dado dijo Debe de ser terrible, para su mujer y también para su hijo. Pobrecitos, dijo mi madre. Se calló unos instantes y luego repitió Pobrecitos, dando a entender así que Luca y su madre lo eran porque tenían que vivir junto a aquel hombre enfermo. Dijo que lo único que podía hacerse era rezar y que eso haría. Luego mi padre se levantó, y los dos se levantaron, y entraron de nuevo en casa. Nosotros bajamos la vista instintivamente hacia las revistas de Fórmula 1, nos aterrorizaba que la puerta de la habitación se abriera. Pero no sucedió. Se oyeron los pasos de mis padres, a lo largo del pasillo, que iban hacia el salón. Nos quedamos allí, quietos, con el corazón latiéndonos.

Había que marcharse de allí, y la cosa no acabó demasiado bien. Cuando ya estábamos en el jardín, mi madre salió para preguntarme cuándo pensaba volver y fue así como se dio cuenta de que estaba Luca. Entonces dijo su nombre, como en una especie de saludo, pero inflamado por una sorpresa lánguida —sin ser capaz de añadir nada más, como habría hecho, en cambio, en un día cualquiera. Luca se volvió hacia ella y le dijo Buenas tardes, señora. Lo dijo con educación, en el tono más normal que existe. Somos muy buenos, cuando se trata de fingir. Cuando nos marchamos, mi madre seguía allí, en el umbral, inmóvil, con una revista en la mano, marcando la página con el índice.

Mientras caminábamos, el uno al lado del otro, durante un rato no nos dijimos nada. Ensimismados en nuestros pensamientos, los dos. Cuando tuvimos que cruzar una calle, levanté la vista, y mientras miraba los coches que se acercaban, también miré a Luca, un momento. Tenía los ojos enrojecidos, la cabeza agachada.

El hecho es que nunca se me había ocurrido a mí que su padre estuviera
enfermo
—y la verdad, por extraña que parezca, es que tampoco Luca había pensado nada semejante: esto da una idea sobre de qué pasta estamos hechos. Tenemos una fe ciega en nuestros padres, lo que vemos en casa es la justa y equilibrada marcha de las cosas, el protocolo de lo que consideramos una salud mental.
Adoramos
a nuestros padres por eso —nos mantienen protegidos de cualquier clase de anomalía. De manera que no existe la hipótesis de que ellos, en primer lugar, puedan ser una anomalía —
una enfermedad.
No existen madres enfermas, sino tan sólo cansadas. Los padres nunca fracasan, sino que a veces están nerviosos. Una cierta infelicidad, que preferimos no asimilar, asume de tanto en tanto la forma de patologías que seguro que tendrán nombre, pero que no lo pronunciamos en familia. El recurso a los médicos resulta desagradable y, en todo caso, es redimensionado gracias a la elección de médicos amigos, habituales en casa, poco más que confidentes. Donde sería necesaria la agresión de un psiquiatra, se prefiere la amistad bonachona de doctores a los que conocemos de toda la vida —igualmente infelices.

A nosotros esto nos parece normal.

Así, sin saberlo, heredamos la incapacidad para la tragedia y la predisposición hacia la forma menor del drama: porque en nuestras casas no se acepta la realidad del mal, y esto pospone hasta el infinito cualquier forma de desarrollo trágico, liberando la amplia ola de un drama mesurado y permanente —la marisma en la que hemos crecido. Es un hábitat absurdo, hecho de dolor reprimido y de censuras cotidianas. Pero nosotros no podemos darnos cuenta de lo absurdo que es porque como reptiles de marismas tan sólo conocemos ese mundo, y la marisma es para nosotros la normalidad. Por eso somos capaces de metabolizar increíbles dosis de infelicidad tomándola como el curso obligado de las cosas: no nos alcanza la sospecha de que escondan heridas que hay que curar, ni fracturas que recomponer. De la misma manera, ignoramos qué es el escándalo, porque cualquier forma de posible desviación delatada por quien está a nuestro alrededor la aceptamos de manera instintiva como una integración únicamente inesperada dentro del protocolo de la normalidad. Así por ejemplo, en la oscuridad de los cines parroquiales, notamos la mano del cura posándose en el interior de nuestros muslos sin sentir rabia, sino intentando deducir de forma apresurada que evidentemente así van las cosas: los curas posaban la mano allí —ni siquiera había que hablar del tema en casa. Teníamos doce, trece años. No apartábamos la mano del cura. Recibíamos la eucaristía de esa misma mano, el domingo siguiente. Éramos capaces de hacerlo, todavía somos capaces de hacerlo —¿por qué no íbamos a ser capaces de tomar la depresión como una forma de elegancia, y la infelicidad como una coloración apropiada de la vida? El padre de Luca no va nunca al estadio porque no soporta estar en medio de demasiada gente: es algo que sabemos y que interpretamos como una forma de distinción. Estamos acostumbrados a considerarlo vagamente aristocrático, por ese porte suyo silencioso, también cuando vamos al parque. Camina lentamente y ríe a empellones, como una concesión. No conduce. Por lo que podemos recordar, nunca ha levantado la voz. Todo eso nos parecen manifestaciones de una dignidad superior. Tampoco nos pone sobre aviso el hecho de que a su alrededor todo el mundo muestre siempre una alegría particular —la palabra exacta sería
esforzada,
pero a nosotros no se nos ocurre, por lo que se trata de una alegría
particular
, que interpretamos como una forma de respeto —de hecho, es funcionario del Ministerio. En definitiva, que lo consideramos un padre como los demás, sólo que más ilegible, tal vez extranjero.

Pero Luca, por la noche, se sienta junto a él, en el sofá, delante de la televisión. El padre le pone una mano sobre la rodilla. No dice nada. No dicen nada. De vez en cuando el padre presiona fuertemente la rodilla de su hijo con la mano.

¿Qué quiere decir que se trata de una enfermedad?, me preguntó Luca aquel día, mientras seguíamos caminando.

No lo sé, no tengo la menor idea, dije. Era la verdad.

Nos pareció inútil seguir hablando y durante muchísimo tiempo no volvimos a hablar de ello. Hasta esa noche, cuando regresábamos del puente de Andre y nos quedamos solos. Delante de mi casa, con las bicis paradas, un pie en el suelo y el otro en el pedal. Mis padres me esperaban, se cena siempre a las siete y media, no sé por qué. Tendría que haberme marchado, pero se notaba que Luca tenía algo que decir. Apoyó el peso en la otra pierna, inclinando un poco la bicicleta. Luego dijo que recostado en la barandilla del puente había entendido un recuerdo —se había acordado de algo y lo había entendido. Esperó un poco para ver si tenía que marcharme. Yo me quedé allí. En nuestra casa, dijo, comemos casi en silencio. En la vuestra es diferente, y también en la de Bobby o en la del Santo, pero en la nuestra se come en silencio. Puedes oír todos los ruidos, el tenedor sobre el plato, el agua en el vaso. Mi padre, sobre todo, está en silencio. Siempre ha sido así. Y entonces me he acordado de las muchas veces que mi padre, me he acordado de que él se levanta a menudo, en un momento dado, suele ocurrir que se levante, sin decir nada, cuando todavía no hemos terminado, se levanta, abre la puerta que da al balcón, y sale al balcón, entrecierra la puerta detrás de él y luego se apoya en la barandilla y se queda allí. Durante años le he visto hacer lo mismo. Entonces mamá y yo nos aprovechamos de la situación —decimos lo que se nos ocurre, mamá bromea, se levanta para colocar un plato, una botella, me hace alguna pregunta, cosas así. Tras el cristal de la ventana está mi padre, del otro lado, de espaldas, un poco encorvado, apoyado en la barandilla. Durante años no he pensado nunca en eso, pero esta noche, en el puente, se me ha venido a la cabeza qué es lo que va a hacer ahí. Me parece que mi padre sale ahí para tirarse de cabeza. Luego no tiene valor para hacerlo, pero cada vez que se levanta va ahí con esa idea.

Levantó los ojos, porque quería mirarme.

Es como Andre, dijo.

Así Luca ha sido el primero de nosotros en romper los límites. No lo ha hecho adrede —no es un chico inquieto o algo parecido. Se ha encontrado delante de una ventana abierta mientras los adultos hablaban sin cautela. Y, desde lejos, ha aprendido el morir de Andre. Son dos indiscreciones que han agrietado su patria —la nuestra. Por primera vez uno de nosotros se ha visto empujado más allá de los confines heredados, con la sospecha de que en realidad no existen confines, ni una casa madre, nuestra, inabordable. Con pasos tímidos, ha echado a caminar por una tierra de nadie donde las palabras dolor y muerte tienen un significado preciso dictadas por Andre, y escritas en nuestra lengua con la caligrafía de nuestros padres. Desde esa tierra nos está mirando, a la espera de que lo sigamos.

Como quiera que Andre es irresoluble, en su familia se suele mencionar con frecuencia a su abuela, que ya está muerta. En la actualidad se la comen los gusanos, según su versión de los destinos humanos. Nosotros sabemos que, en cambio, está esperando el Día del Juicio, y el final de los tiempos. La abuela era una artista, se la puede encontrar en las enciclopedias. Nada de especial, aunque a los dieciséis años había atravesado el océano con un gran escritor inglés: él le dictaba y ella escribía a máquina, con una Remington portátil. Cartas, o bien fragmentos de libros, relatos. En América descubrió la fotografía, ahora en las enciclopedias aparece como fotógrafa. Fotografiaba preferentemente a gente desvalida y puentes de hierro. Lo hacía bien y en blanco y negro. Corría sangre húngara y española por sus venas, aunque luego se casara en Suiza con el abuelo de Andre, llegando de este modo a ser riquísima. Nosotros nunca la vimos. Era famosa por su belleza. Andre se le parece, dicen. Y también en el carácter.

En un momento dado la abuela dejó de hacer fotografías —se dedicó a mantener unida a la familia, de la que llegó a ser el déspota refinado. Lo sufrió su hijo, hijo único, y la mujer con la que éste se casó, una modelo italiana: los padres de Andre. Eran jóvenes e inseguros, de manera que la abuela los hacía trizas con regularidad, porque era vieja y de una fuerza inexplicable. Vivía con ellos y comía en la cabecera de la mesa —un camarero le servía las bandejas pronunciando el nombre de los platos en francés. Esto hasta que se murió. El abuelo se había ido años atrás, todo hay que decirlo, para completar el cuadro. Muerto, para ser exactos.

Antes de Andre, los padres de Andre habían tenido gemelos. Un varón y una hembra. A la abuela le había parecido aquélla una circunstancia más bien vulgar —estaba convencida de que era típico de los pobres tener gemelos. En particular soportaba mal a la niña, que se llamaba Lucia. No comprendía cuál era su utilidad. Tres años después, la madre de Andre se quedó embarazada de Andre. La abuela dijo que obviamente tenía que abortar. Sin embargo, ella no lo hizo. Y esto es exactamente lo que sucedió después.

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