Authors: Nick Hornby
Y todo lo que decía era tan cierto que casi me hace lamentar las últimas semanas, porque aunque JJ y Maureen y Martin se habían portado bien conmigo, más o menos, no podías realmente describirlos como unos auténticos cerebros. No tenían respuestas, como las tenía Noperro. Pero otra forma de mirarlo era que si no hubiera sido por ellos no habría conocido a Noperro, porque no me habría enfadado en la intervención, y no me habría ido a la calle.
Y supongo que, si lo piensas bien, eso también se debe al Dios de la Vida.
Cuando me fui a casa, mamá y papá querían hablar conmigo. Y al principio voy y digo: Como queráis. Pero luego se portaron estupendamente, y mamá me preparó una taza de té, y me hizo sentar a la mesa de la cocina, y me dijo que quería disculparse por lo de los pendientes, y que sabía quién se los había llevado. Y yo digo: ¿Sí? Y ella dice: Sí. Jen. Y yo digo: ¿Y cómo es posible? Y se pone a contarme cómo Maureen le había hecho caer en algo que, si lo pensabas un poco, saltaba a la vista. Eran los pendientes preferidos de Jen, y si habían desaparecido y no había desaparecido nada más, la cosa estaba clara, ¿no? No podía ser una coincidencia. Y al principio no vi que nada cambiara demasiado, porque Jen seguía sin aparecer. Pero cuando vi que la diferencia sí era importante para ella, y lo tranquila que se quedaba con aquella explicación, ya no me importó nada más. Porque lo importante era que iba a esforzarse por ser más cariñosa conmigo.
Y entonces me sentí aún más agradecida a Noperro. Porque me había enseñado su modo de pensar claro y profundo, un modo de pensar que me hacía ver las cosas como en realidad eran. Así que, aunque mamá no viera las cosas como en realidad eran, y no supiera, por ejemplo, que los jueces de
Operación Triunfo
no podían probar que tenían derecho a vivir, veía algo que para ella funcionaba, y que le iba a permitir dejar de ser la arpía que era.
Y ahora, con las enseñanzas de Noperro, tenía la sabiduría de aceptar lo que mamá me decía, y no decirle que era una estupidez o que no tenía ni pies ni cabeza.
MARTIN
¿Quién —podrían ustedes preguntarme— llamaría a su hijo Pacino? Los padres de Pacino, naturalmente. Harry y Marcia Cox, ellos.
—¿Puedo preguntarte de dónde has sacado ese nombre? —le pregunté a Pacino cuando lo conocí.
Me miró, perplejo, aunque debería hacer constar que casi todo lo que le preguntaras dejaba perplejo a Pacino. Era un niño grande y con los dientes salidos, y bizco, de forma que su falta de inteligencia resultaba particularmente calamitosa. Si alguien necesitó alguna vez una compensación entre carisma y un físico agradable, ése era Pacino.
—¿Qué quieres decir?
—¿De dónde viene tu nombre?
—¿De dónde viene mi nombre?
La idea de que los nombres vinieran de alguna parte era a todas luces nueva para él. Era como si le hubiera preguntado de dónde venían los dedos del pie.
—Hay un actor de cine famoso que se llama Pacino —dije.
Me miró.
—¿Sí?
—¿No has oído hablar de él?
—No.
—¿Así que no piensas que te pusieron ese nombre por él?
—No lo sé.
—¿No lo has preguntado nunca?
—No. Yo no hago preguntas sobre el nombre de nadie.
—De acuerdo.
—¿De dónde viene el tuyo?
—¿Martin?
—Sí.
—¿De dónde viene?
Me quedé mirándole con la boca abierta. Sin saber qué decir. Aparte de la respuesta obvia —que me lo habían puesto mis padres, lo mismo que los suyos le habían puesto Pacino (información que también le habría resultado sorprendente)—, podría haberle dicho que era un hombre originario de Francia, lo mismo que el suyo lo era de Italia. Y acto seguido me habría sido muy difícil explicar por qué su nombre resultaba cómico y el mío no.
—Verás, es una pregunta difícil. No quiero decir que sea un bobo porque no pueda contestarla.
—No. Claro que no.
—A menos que tú también lo seas.
Pero la posibilidad de que yo fuera bobo no podía descartarla por completo. Empezaba a sentirme bobo, por todo tipo de razones.
Pacino era un niño de ocho años que iba a un colegio de educación integrada de mi barrio, y yo tenía la tarea de ayudarle a aprender a leer. Me había ofrecido voluntario para hacerlo después de una conversación con Cindy, y después de ver un pequeño anuncio en el periódico local. Pacino fue mi primer alto en el camino hacia el respeto de mí mismo. Es un camino largo, lo admito, pero en cierto modo había imaginado que Pacino me saldría al paso después de haber avanzado por él un poco más. Si convenimos en que el respeto de uno mismo está, pongamos, en Sidney, y yo había empezado mi andadura en la estación de metro de Hollywood Road, yo me esperaba quizá que Pacino aparecería en la noche intermedia, donde el avión hiciese escala para repostar. Era lo bastante realista como para saber que no iba a ocupar todo mi tiempo hasta llegar a Sidney, pero prestarme voluntario para dedicarle una hora de mi tiempo a un niño estúpido y carente de atractivo valía por varios miles de millas aéreas, ¿no? Durante nuestra primera clase, sin embargo, cuando teníamos que detenernos hasta en las palabras más sencillas, me di cuenta de que con Pacino haríamos noche en la estación de Caledonian Road y no en Singapur, y que aún faltaban unas veinte paradas de metro más para llegar al jodido aeropuerto de Heathrow.
Empezamos con un horroroso libro sobre fútbol que se empeñó en leer y que trataba —en letra grande— de una chica con una sola pierna que lograba superar su tara y el sexismo de sus compañeros y llegaba a ser la capitana del equipo del colegio. Si he de ser justo con Pacino, en cuanto vio por dónde iban los tiros, se mostró tan desdeñoso como corresponde.
—Va a meter el gol de la victoria en un partido muy importante, ¿no? —me preguntó con cierto asco.
—Me temo que ése va a ser el caso, sí.
—Pero si sólo tiene una pierna...
—Eso es.
—Y además es una chica.
—Sí, lo es.
—¿Qué colegio es ése, entonces?
—Puedes preguntarlo.
—Lo estoy preguntando.
—¿Quieres saber el nombre del colegio?
—Sí. Quiero ir a ese colegio con mis compañeros para reírnos de ellos por tener a una chica con una sola pierna en el equipo.
—No estoy seguro de que sea un colegio real.
—¿No es ni siquiera una historia real?
—No.
—Joder, pues entonces me tiene sin cuidado.
—Bien. Elige otra cosa.
Fue resoplando hasta los estantes de la librería, pero no encontró nada que pudiera interesarle.
—¿Qué cosas te interesan?
—Nada, en realidad.
—¿Nada en absoluto?
—Me gusta mucho la fruta. Mamá dice que soy el campeón de los comedores de fruta.
—Muy bien. Eso ya es algo sobre lo que podemos trabajar.
De la hora que teníamos que pasar juntos, nos quedaban aún cuarenta y cinco minutos.
¿Qué tendría que hacer, entonces? ¿Cómo empieza uno a gustarse lo bastante como para querer vivir un poco más? ¿Por qué mi hora con Pacino no bastaba para conseguirlo? Le echaba la culpa a él, en parte.
No
quería aprender. Y tampoco era el tipo de niño que yo había tenido en mente. Esperaba que me tocara alguno notablemente inteligente, pero con problemas en el hogar, alguien que sólo necesitara una hora extra de clase a la semana: tal hora marcaría la diferencia de un futuro heroinómano y un futuro estudiante de literatura inglesa en Oxford. Ese era el tipo de niño que yo quería, y en lugar de él me habían embarcado con uno cuyo principal interés era comer fruta. Y yo digo, ¿para qué diablos le hacía falta leer a ese chico? En los servicios de caballeros hay siempre un símbolo internacional absolutamente inteligible, y su madre siempre podría decirle lo que van a poner en la tele.
Quizá era ése el quid de la cuestión: la total y absoluta inutilidad del empeño. Quizá si uno supiera que estaba haciendo algo que no valía para nada, se gustaría más a sí mismo que alguien que estuviera ayudando a la gente de forma indiscutible. Quizá yo iba a acabar sintiéndome mejor que el enfermero rubio, y podría volver a burlarme de él, pero esta vez tendría la rectitud de mi parte. Es una moneda de cambio como otra cualquiera: el respeto de uno mismo. Te pasas años y años ahorrando, y, si te empeñas en hacerlo, puedes despilfarrarlo todo en una tarde. He malbaratado lo atesorado en cuarenta años en tan sólo unos cuantos meses, y ahora tengo que volver a ahorrar. Calculo que Pacino valdría unos diez peniques a la semana, así que me llevaría bastante tiempo volver a estar en situación de pasarme una noche en la ciudad.
Ahí estoy. Ahora puedo terminar la frase: «Duro es enseñar a leer a Pacino.» O incluso: «Duro es tratar de reconstruirte a ti mismo, trozo a trozo, sin manual de instrucciones, y sin pistas que puedan indicarte dónde han de ir los trozos más importantes.»
JJ
Lizzie y Ed me compraron una guitarra y una armónica y uno de esos adminículos que te rodean el cuello y sirven para colgártela delante de la boca, en una tienda enrollada de Denmark Street; y cuando Ed y yo estábamos yendo hacia Heathrow, Ed me dijo que quería comprarme un billete para que volviera a casa.
—No puedo ir todavía, tío —dije.
Iba con él para decirle adiós, pero el trayecto en metro fue tan jodidamente largo que acabamos hablando de algo muy distinto de las trivialidades de las que habíamos estado hablando (la mierda de revista que iba a comprarse en la tienda de prensa del aeropuerto, etcétera).
—Aquí no hay nada para ti. Vuelve a casa, forma un grupo...
—Ya tengo uno.
—¿Dónde?
—Ya sabes. Esa gente.
—¿Piensas que podrían formar un grupo? ¿Esos perdedores, esos putos... pervertidos que conocí en Starbucks?
—Ya he estado antes en un grupo de perdedores y pervertidos.
—En mi grupo nunca hubo ningún pervertido.
—¿Y qué me dices de Dollar Bill?
Dollar Bill fue nuestro primer bajista. Era mayor que todos nosotros, y tuvimos que prescindir de él después de un incidente con el hijo del portero del instituto.
—Al menos Dollar Bill sabía tocar. ¿Qué saben hacer tus amiguitos?
—No es este tipo de grupo.
—No es un grupo en absoluto. Entonces, ¿qué? ¿Es para siempre? ¿Piensas quedarte con esos tipos hasta que se mueran?
—No, tío. Hasta que todos estén bien.
—¿Hasta que todos estén bien? Esa chica está desquiciada. El tipo no puede volver a levantar la cabeza en público. Y la señora mayor tiene un chico que a duras penas consigue respirar. Así que, ¿cuándo van a estar bien? Tú estarías mucho mejor si pensaras que van a ir a peor. Entonces saltarían de la puta azotea y tú podrías volver a casa. Es el único final feliz posible que veo para ti.
—¿Y qué me dices de ti?
—¿Qué cojones tiene que ver todo esto conmigo?
—¿Cuál va a ser tu final feliz?
—¿De qué diablos estás hablando?
—Quiero saber qué tipo de final feliz puede esperarle al resto de la población. Y dime en qué se diferencian. Porque Martin y Maureen y Jess están completamente jodidos, pero tú... Tú tienes un trabajo que consiste en enganchar a la gente a un canal de televisión por cable. ¿Adonde vas con eso?
—Voy a donde voy.
—Ya. Pero dime dónde es eso.
—Que te den, tío.
—Intento decir algo.
—Sí. Lo pillo. Tengo tantas posibilidades de un final feliz como tus amigos. Gracias. ¿Te importa si espero a llegar a casa antes de pegarme un tiro? ¿O quieres que lo haga aquí mismo?
—Oye, no quería decir eso.
Pero supongo que sí, que sí quería decir eso. Cuando uno se encuentra en ese sitio, la azotea en la que estuve en Nochevieja, piensa que la gente que no está allí arriba está a millones de kilómetros de distancia, al otro lado del océano, pero no es verdad. No hay tal océano. Todos están más bien en tierra firme, casi podemos tocarlos. No estoy intentando decir que la felicidad estaría al alcance de la mano si supiéramos verla, ni ninguna de esas tonterías por el estilo. No estoy diciendo que la gente que siente deseos de suicidarse no está tan lejos de la gente que consigue ir tirando; estoy diciendo que la gente que consigue ir tirando no está tan lejos de sentir deseos de suicidarse. Quizá esto no debería resultarme tan consolador como me resulta.
Nos estábamos acercando al final de nuestros noventa días, y supongo que el
suicidólogo
del que nos habló Martin sabía lo que estaba diciendo. Las cosas habían cambiado. No habían cambiado muy rápidamente, y tampoco habían cambiado radicalmente, y quizá ninguno había hecho demasiado para hacer que cambiaran. Y, en mi caso al menos, ni siquiera habían cambiado a mejor. Podría sinceramente decir que mis circunstancias y perspectivas eran el 31 de marzo menos envidiables que lo que lo habían sido en Nochevieja.
—¿Vas a seguir hasta el final? —me preguntó Ed cuando llegamos al aeropuerto.
—¿Seguir hasta el final con qué?
—No sé. Con la vida.
—No veo por qué ño.
—¿De veras? Joder, tío. Debes de ser el único que no lo ve. Me refiero a que todos entenderíamos si te tiraras de esa azotea. No, en serio. Nadie pensaría: «Qué despilfarro. Lo ha tirado todo por la borda.» Porque ¿qué tirarías tú por la borda? Nada de nada. No hay despilfarro de ningún tipo.
—Gracias, tío.
—De nada. Te lo digo como lo pienso.
Ed estaba sonriendo y yo estaba sonriendo, y estábamos charlando el uno con el otro como siempre habíamos hablado de cualquier cosa que nos estuviera yendo mal en la vida; sólo que ahora sonaba un poco más penoso que de costumbre, supongo. Recordaba el día en que me dijo que la chica que acababa de romperme el corazón le prefería a él, o cuando yo le dije que la canción que le había costado meses componer era una auténtica mierda; pero ahora había mucho más en juego. Ed tenía razón, sin embargo; probablemente mucha más razón de la que había tenido nunca. No habría despilfarro alguno. El truco consiste en comprender que aún tienes derecho a las «tres veintenas de años más diez» que se supone que un hombre ha de vivir sobre la Tierra.
Tocar en la calle o en estaciones de metro no es tan malo. Bueno, sí lo es, pero no es terrible. Bueno, es terrible, pero no es... Volveré para terminar la frase en otra ocasión, con algo a un tiempo verdadero y afirmador de la vida. El primer día en la calle fue genial, porque no había cogido una guitarra en mucho tiempo; y el segundo fue bastante bueno, también, porque se me había pasado ya un poco el agarrotamiento, y recuperaba la confianza en mí mismo y me volvían a salir acordes y canciones. Así que, en vista de ello, creo que me apetecía tocar en la calle; tocar en la calle era mejor que repartir pizzas.