En picado (29 page)

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Authors: Nick Hornby

Cuando nos íbamos, Cindy dijo: Le respetaría más si me lo pidiera él mismo. Y yo le dije: ¿Pedirle qué? Y ella dijo: Si puedo ayudarle, lo haré. Pero no sé cómo quiere que le ayude.

Y cuando dijo esto vi que nos habíamos equivocado de parte a parte, y que había una forma de hacerlo mucho mejor.

JJ

El único problema era que el tipo norteamericano de la autoayuda no tenía ni puta idea de cómo ayudarse a sí mismo. Y, si he de ser sincero, cuanto más pensaba en la teoría de los noventa días menos veía de qué forma podía aplicarse a mi persona. Que yo supiera, estaba jodido para mucho más tiempo que noventa días. Estaba renunciando a ser músico para siempre, tío, y renunciar a la música no iba a ser como dejar de fumar. Cada día que pasara sin ella, todo iba a empeorar y empeorar, a hacerse más y más duro. Mi primer día de trabajo en un Burger King no estaría tan mal, porque me diría a mí mismo, bueno, ya sabes... En realidad, no sé qué cojones me diría a mí mismo, pero pensaría en algo. Pero al quinto día me sentiría tan desdichado; y al trigésimo
año
... Tío. Que nadie intentara hablarme en mi trigésimo aniversario de trabajar haciendo hamburguesas. Ese día estaría bastante cascarrabias. Y tendría sesenta y un años.

Y entonces, cuando todo esto llevaba ya un rato dándome vueltas y vueltas en la cabeza, me ponía en pie —mentalmente, me refiero— y decía: De acuerdo, a tomar por el culo, voy a matarme. Pero entonces recordaba al tipo que vimos tirarse de la azotea, y volvía a sentarme sintiéndome fatal, peor que cuando me había levantado —mentalmente—. La autoayuda era una mierda. No valía ni para tomarme una copa gratis
[29]
.

Cuando volvimos a vernos, Jess nos contó a todos que Maureen y ella habían ido a ver a Cindy al campo.

—Mi ex mujer se llama Cindy —dijo Martin. Estaba sorbiendo un café con leche y leyendo el
Telegraph
, y apenas escuchaba lo que Jess estaba diciendo.

—Sí, es una coincidencia —dijo Jess.

Martin siguió sorbiendo su café.

—Eso es —dijo Jess.

Martin dejó el
Telegraph
y la miró.

—¿Qué?

—Era tu Cindy, so animal.

Martin siguió mirándola.

—Tú no has conocido a mi Cindy. A mi ex Cindy. A mi ex.

—Eso era lo que estábamos diciéndote. Maureen y yo fuimos a ese sitio a hablar con ella.

—Torley Heath —dijo Maureen.

—¡Es donde vive Cindy! —dijo Martin, escandalizado.

Jess suspiró.

—¿Fuisteis a ver a Cindy?

Jess cogió el
Telegraph
de la mesa y se puso a hojearlo, como parodiando su anterior falta de interés. Martin le arrancó el periódico de las manos.

—¿Para qué diablos hicisteis tal cosa?

—Creímos que podría ayudar.

—¿Cómo?

—Fuimos a preguntarle si volvería a aceptarte. Pero la respuesta es no. Se ha puesto a vivir con ese tipo ciego. Está perfectamente, ¿verdad, Maureen?

Maureen tenía el buen sentido de mirarse a los zapatos.

—¿Estás loca? —dijo Martin—. ¿Con qué derecho hiciste eso?

—¿Con qué derecho? Con el mío. Éste es un país libre.

—¿Y qué habrías hecho si se hubiese puesto a llorar y hubiera dicho: «Me muero de ganas de que vuelva»?

—Te habría ayudado a hacer las maletas. Y habrías hecho muy bien en hacer lo que te decía.

—Pero... —Emitió unos cuantos confusos resoplidos, y se calló—. Santo Dios...

—De todas formas, no hay nada que hacer. Cindy piensa que eres un jodido cabrón.

—Si hubieras escuchado algo de lo que he dicho de mi ex mujer, podrías haberte ahorrado la excursión. ¿Pensaste que iba a volver conmigo? ¿Que yo iba a volver con ella?

Jess se encogió de hombros.

—Merecía la pena intentarlo.

—Eh —dijo Martin—. Maureen, no hay nada en el suelo. Míreme. ¿Acompañó a Jess?

—Fue idea suya —dijo Jess.

—O sea que es usted aún más tonta que ella...

—Todos necesitamos ayuda —dijo Maureen—. No todos sabemos lo que queremos. A mí me habéis ayudado, los tres. Yo quería ayudaros. Y pensé que ésa era la forma mejor.

—¿Por qué iba a funcionar ahora si no funcionó antes?

Maureen no dijo nada, así que dije:

—¿Quiénes de nosotros no intentarían hacer que funcionara algo que antes no había funcionado? Ahora que hemos visto cuál es la alternativa. Una gran nada jodida y gorda.

—¿Y tú qué es lo que querrías recuperar, JJ? —preguntó Jess.

—Todo, tía. El grupo. Lizzie.

—Eso es estúpido. El grupo era una mierda. Bueno —dijo rápidamente cuando me vio la cara—. No una mierda. Pero no..., ya sabes.

Asentí con la cabeza. Ya sabía.

—Y Lizzie te mandó al cuerno.

También sabía eso. Lo que no dije, porque sonaba a flojedad, era que si fuera posible rebobinar, yo volvería a las últimas semanas del grupo, y a las últimas semanas con Lizzie (aunque las dos cosas se habían jodido para siempre). O sea: yo seguía tocando, y seguía con ella —no había nada de lo que quejarse, ¿vale? De acuerdo, todo estaba agonizando, pero aún no estaba muerto.

No sé por qué, pero era una especie de liberación decir lo que deseabas realmente, por mucho que no pudieras tenerlo. Cuando me inventé al Tony Cósmico para Maureen, había puesto límites a sus superpoderes porque pensé que podríamos precisar qué tipo de ayuda práctica necesitaba. Y vimos que necesitaba unas vacaciones, y pudimos ayudarla, así que el Tony Cósmico resultó ser un tipo a quien merecía la pena conocer. Pero si no les ponemos límites a sus superpoderes, acabamos por averiguar todo tipo de otras mierdas, como..., no sé, lo que falla en ti en primer lugar. Nos pasamos tanto tiempo no diciendo lo que deseamos realmente porque sabemos que no podemos conseguirlo. Y porque suena a descortesía, a ingratitud, a deslealtad, a niñería, a banalidad. O porque estamos tan desesperados que fingimos que las cosas están bien, y si nos confesamos a nosotros mismos que no lo están nos da la impresión de cometer un error. Adelante, di lo que deseas. Quizá no a voz en grito, si ello puede meterte en líos. «Desearía no haberme casado con él nunca.» «Desearía que ella estuviera todavía viva.» «Desearía no haber tenido jamás hijos con ella.» «Desearía tener montones de dinero.» «Desearía que todos los albaneses volvieran a su puta Albania.» Sea lo que fuere, dítelo a ti mismo. La verdad te hará libre. O eso o te dará un puñetazo en las narices. Sobrevivir en la vida en la que estás viviendo es mentir, y mentir corroe el alma, así que tómate un respiro de las mentiras, un respiro de un minuto.

—Quiero volver a tener mi grupo —dije—. Y a mi chica. Quiero recuperar mi grupo y a mi chica.

Jess me miró.

—Acabas de decirlo.

—No lo he dicho lo bastante. Quiero recuperar mi grupo y a mi chica. QUIERO RECUPERAR MI GRUPO Y A MI CHICA. ¿Tú qué quieres, Martin?

Martin se levantó.

—Quiero otro capuchino —dijo—. ¿Alguien más quiere otro?

—No seas nenaza. ¿Qué es lo que quieres?

—¿Y qué bien va a hacerme si lo digo?

—No lo sé. Tú dilo, y veremos lo que hay.

Se encogió de hombros y se sentó.

—Tienes tres deseos —le dije.

—Muy bien. Desearía haber sido capaz de hacer que mi matrimonio funcionara.

—Sí, pero eso no era posible —dijo Jess—. Porque no eras capaz de mantener la polla dentro de los pantalones. Perdón, Maureen.

Martin hizo caso omiso de ella.

—Y, por supuesto, desearía no haberme acostado con esa chica.

—Sí, bien... —dijo Jess.

—Cállate —dije yo.

—No sé —dijo Martin—. Puede que lo único que querría sería no haber sido tan gilipollas.

—Bueno, venga. No fue tan duro, ¿verdad?

Estaba bromeando, más o menos, pero nadie se rió.

—¿Por qué no deseas simplemente haberte acostado con esa chica y haberte ido de rositas? —dijo Jess—. Eso es lo que yo querría si fuera tú. Creo que sigues mintiendo. Dices deseos que te hacen parecer bueno.

—Ese deseo no resolvería realmente el problema, ¿no? Seguiría siendo un gilipollas. Me pillarían por cualquier otra cosa.

—Bien, ¿por qué no deseas que no te hubieran pillado nunca por nada de lo que has hecho? ¿Por qué no deseas...? ¿Cómo era aquello del pastel?

—¿De qué estás hablando?

—Algo de comerse un pastel.

—¿De que tienes un pastel y que te lo comes?

Jess se quedó como dubitativa.

—¿Estás seguro de que es eso? ¿Cómo vas a poder comerte un pastel si antes no lo tienes?

—La idea —dijo Martin— es que lo interpretes de las dos formas. Te comes el pastel, pero de alguna forma el pastel sigue intacto. Por tanto, «tener», aquí, significa «conservar».

—Eso es de locos.

—Ciertamente.

—¿Cómo se puede hacer eso?

—No se puede. De ahí la expresión.

—¿Y para qué sirve el puto pastel? ¿Si no vas a comértelo?

—Nos estamos apartando del asunto —dije—. La cuestión es desear algo que pueda hacernos más felices. Y entiendo por qué Martin quiere ser, ya sabéis, una persona diferente.

—Yo deseo que Jen vuelva —dijo Jess.

—Sí, vale. Lo entiendo. ¿Qué más?

—Nada. Eso es todo.

Martin soltó un bufido.

—¿No deseas también ser menos gilipollas?

—Si Jen vuelve, no lo seré.

—¿O menos loca?

—No estoy loca. Sólo..., bueno, confusa.

Se hizo un silencio pensativo. Podía percibirse que no todos estábamos muy convencidos.

—¿Así que vas a desperdiciar dos deseos? —dije.

—No. Puedo decirlos. Mmm... Unas provisiones interminables de coca, quizá. Y, no sé... Oooh, sí. No me importaría saber tocar el piano.

Martin suspiró.

—Santo cielo. ¿Ése es el único problema que tienes? ¿Que no sabes tocar el piano?

—Si estuviera menos confusa, tendría tiempo para tocar el piano.

Lo dejamos ahí.

—¿Y qué nos dice de usted, Maureen?

—Ya lo he contado antes. Cuando dijiste que el Tony Cósmico sólo podía arreglar cosas.

—Cuénteselo a los demás.

—Desearía que se encontrara una forma de ayudar a Matty.

—Podrías desear algo mucho mejor, ¿no? —dijo Jess.

Nos estremecimos.

—¿Qué?

—Bueno, verás. Me estaba preguntando qué dirías. Porque podrías haber deseado que Matty hubiera nacido normal. Y te habrías ahorrado todos estos años de limpiar mierda.

Maureen se quedó callada durante un minuto.

—¿Quién sería yo, entonces?

—¿Eh?

—No sé quién sería, entonces.

—Seguirías siendo Maureen, vieja tonta.

—No es eso lo que quiere decir —dije yo—. Quiere decir, bueno, que somos lo que nos ha sucedido. Así que si quitas lo que te ha sucedido, entonces, ya sabes...

—No, no tengo ni puta idea —dijo Jess.

—Si a ti no te hubiera sucedido lo de Jen, y..., y todas las demás cosas...

—¿Lo de Chas y demás?

—Exacto. Los hechos de ese calibre. Bien, ¿quién serías?

—Alguien diferente.

—Exacto.

—Eso sería de puta madre.

Y entonces dejamos de jugar al juego de los deseos.

MARTIN

Pretendía ser ese gesto grandioso, creo, una forma de rematarlo todo, como si este «todo» pudiera o debiera ser rematado alguna vez. Eso es lo que pasa con los jóvenes hoy día, ¿no? Que ven demasiados finales felices. Todo ha de tener su broche, con una sonrisa y una lágrima y una ola. Todo el mundo ha aprendido, y ha encontrado el amor, y ha visto el error de su proceder, y ha descubierto las dichas de la monogamia, o de la paternidad, o del deber filial, o de la vida misma. En mis tiempos la gente moría a tiros al final de las películas, después de aprender que la vida es hueca, sombría, brutal, etcétera.

Fue dos o tres semanas después de la conversación de los «deseos» en Starbucks. Jess, de alguna forma, se las había arreglado para mantener la boca cerrada (impresionante logro para alguien cuya técnica de conversación normal es describirlo todo mientras sucede —o incluso antes—, y empleando para ello el mayor número de palabras posible, como un comentarista deportivo de la radio). Mirando hoy hacia atrás, he de admitir que de vez en cuando nos descubría su juego —o lo habría hecho, si nosotros hubiéramos sabido que había un juego de por medio.

Una tarde, cuando Maureen dijo que tenía que volver a casa para ver a Matty, Jess contuvo una risita y observó enigmáticamente que lo vería muy pronto.

Maureen la miró.

—Lo veré dentro de veinte minutos si tengo suerte con el autobús —dijo.

—Sí, pero después de eso —dijo Jess.

—¿Muy pronto pero después de eso? —dije yo.

—Sí.

—Lo veo casi cada minuto de cada día —dijo Maureen.

Y nos olvidamos de ello, como nos olvidábamos de tantas de las cosas que decía Jess.

Una semana después, empezó a mostrar un interés —que hasta entonces nunca había mostrado— por Lizzie, la ex novia de JJ.

—¿Dónde vive Lizzie? —le preguntó a JJ.

—En King's Cross. Y antes de que digas nada, no, no es una puta.

—¿Qué es, una puta? Ja, ja. Sólo estaba bromeando.

—Una broma magnífica, la verdad.

—¿Para qué vivir en Kings Cross, entonces? Si no eres una puta.

JJ puso los ojos en blanco.

—No voy a decirte dónde vive, Jess. ¿Crees que soy imbécil o qué?

—No quiero hablar con ella. Estúpido putón.

—¿Por qué va a ser ella un putón, precisamente? —le pregunté—. Que nosotros sepamos, sólo se ha acostado con un hombre en su vida.

—¿Cuál era esa palabra? ¿La jodida palabra esa? Perdón, Maureen.

—Metafóricamente —dije. Cuando alguien utiliza la frase «la jodida palabra esa», y sabes inmediatamente que es un sinónimo de la palabra «metafóricamente», estás en tu derecho de preguntarte si conoces bien a la persona que la ha empleado. Incluso estás en tu derecho de preguntarte si deberías conocerla en absoluto.

—Exacto. Es metafóricamente un putón. Dejó tirado a JJ y seguramente empezó a salir con alguien más.

—Vale, no lo sé —dijo JJ—. No estoy seguro de que por dejarme vaya a tener que condenarse a un eterno celibato.

Y de ahí pasamos a otro tema, a una discusión sobre los castigos apropiados para nuestros ex, sobre si la muerte sería demasiado buena para ellos y demás, y el momento de Lizzie pasó —como tantos otros en aquellos días— sin que nos diéramos cuenta. Pero allí estaba, por si alguien quería hurgar en el dormitorio adolescente lleno de porquerías de la mente de Jess.

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