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Authors: Nick Hornby

En picado (26 page)

Dejó escapar esta última observación como si tal cosa, como si en cierto modo certificara la verdad de la estampa que estaba imaginando, en lugar de lograr todo lo contrario.

—¿Qué tal el sexo que me estabas ofreciendo? ¿Cómo encajaría eso con lo de reemplazar a las hijas que he perdido?

—Sería algo..., ya sabes, distinto. Un camino. Un camino diferente.

Pasamos por delante de un bar de aspecto horrible, llamado New York City.

—De ahí es de donde me echaron por pelearme —dijo Jess con orgullo—. Si intento entrar otra vez me matan.

Como para ilustrar lo que acababa de decir, el dueño, un hombre de pelo entrecano, nos miraba desde el umbral con una expresión asesina en el semblante.

—Tengo que hacer pis —dije—. No te vayas.

Entré en el New York City, encontré los servicios en algún punto del Lower East Side, puse las páginas de televisión del
Express
encima de la tapa de la taza, me senté y eché el cerrojo de la puerta. Durante una o dos horas a partir de entonces pude oírla gritándome a través de la pared, pero al final dejó de chillar. Supuse que se habría ido, pero me quedé allí sentado, por si acaso. Eran las once de la mañana cuando eché el cerrojo de la puerta, y las tres de la tarde cuando salí del retrete. No me dolió ese tiempo. Era ese tipo de vacaciones.

JJ

El grupo en el que estuve se disolvió después de una actuación en el Hope and Anchor de Islington, a sólo unas manzanas de donde ahora tengo el apartamento. Sabíamos que íbamos a separarnos antes de subir al escenario, pero no habíamos hablado de ello. Habíamos tocado en Manchester la noche anterior, ante un pequeño auditorio, y camino de Londres habíamos estado un poco irritables, pero sobre todo callados y taciturnos. Era exactamente igual a cuando rompes con una mujer que amas —la misma sensación de náusea en el estómago, el saber que nada de lo que puedas decir va a cambiar ni un puto ápice las cosas, o, si lo hace, no las cambiará durante mucho más de cinco minutos—. Pero con un grupo todo es más extraño, porque de una forma u otra sabes que no vas a perder contacto con la gente del grupo de la misma forma que pierdes contacto con una ex novia. Podría haberme sentado en un bar con los otros tres a la noche siguiente sin discutir lo más mínimo, pero el grupo seguiría habiendo dejado de existir. El grupo era más que nosotros cuatro; era una casa, una casa en la que vivíamos juntos, y la habíamos vendido, y ya no era nuestra nunca más. Hablo metafóricamente, por supuesto, porque nadie nos hubiera dado ni un puto penique por ella.

En fin, después de la actuación en el Hope and Anchor —que estuvo teñida de una infeliz intensidad, como de un desesperado polvo de despedida—, entramos en el pequeño camerino cochambroso, y nos sentamos en fila, y Eddie dijo: «Me apetece hacer una cosa.» E hizo algo tan poco de Eddie..., tan en absoluto propio de él: alargó los brazos a ambos lados, nos cogió de la mano a mí y a Jesse, y las apretó. Y Jesse cogió la mano de Billy, para que estuviéramos así unidos por última vez, y Billy dijo: «Que te den, tío raro», y se puso de pie como un rayo, lo cual nos lo dice todo sobre los baterías.

A mis compañeros de vacaciones sólo los conocía desde hacía unas semanas, pero en el trayecto del hotel al aeropuerto sentí la misma sensación de malestar. Se acercaba la ruptura, podías palparlo, y nadie decía nada. Y el motivo era el mismo: habíamos llevado las cosas hasta donde habíamos podido, y ya no teníamos ningún sitio adonde ir. Supongo que es la razón por la que la gente se separa: grupos, amigos, matrimonios, lo que sea; por la que se acaban fiestas, bodas, cualquier cosa.

Es extraño, pero cuando se disolvió el grupo, una de las razones por la que me sentí mal fue que me preocupaban mis colegas. ¿Qué cojones iban a hacer ahora? Ninguno de nosotros tenía estudios suficientes. Billy no era lo que se dice bueno en leer y escribir, si saben a lo que me refiero, y Eddie era demasiado..., no sé, peleón para conservar durante mucho tiempo un trabajo, y a Jesse le gustaban un montón los porros... La única persona que no me preocupaba realmente era yo mismo. Yo iba a estar bien. Yo era inteligente, y equilibrado, y tenía una novia, y, aunque sabía que iba a echar de menos hacer música todos los jodidos días de mi vida, conseguiría ser algo y alguien sin ella. ¿Y qué fue de nosotros? Unas semanas después, Billy y Jesse consiguieron un concierto con un grupo norteamericano cuya sección rítmica les había dejado plantados; Eddie se fue a trabajar con su padre, y yo me dediqué a repartir pizzas y a casi saltar desde la azotea de un puto edificio.

Así que decidí no preocuparme por mis ex colegas del grupo. Estarían bien, me dije a mí mismo. Puede que no lo pareciera, quizá, pero hasta ahora han sobrevivido, más o menos, y además ya no era problema mío.

En el taxi, camino del aeropuerto, charlamos de lo que habíamos hecho, de lo que habíamos leído, de lo primero que haríamos al llegar a casa, y de tonterías por el estilo. Y en el avión todos dormitamos, porque era un vuelo muy temprano. Y pronto estuvimos en el metro de Heathrow a King's Cross, y allí cogimos el autobús. Y fue en el autobús donde empezamos a reconocer que seguramente ya no volveríamos a vernos mucho.

—¿Por qué no? —dijo Jess.

—Porque no tenemos nada en común —dijo Martin—. Estas vacaciones lo han demostrado claramente.

—Pensé que todo había ido bien.

Martin resopló.

—Ni siquiera nos hemos hablado.

—Tú te has pasado la mayor parte del tiempo encerrado en un retrete —dijo Jess.

—¿Y por qué crees tú que ha sido? ¿Porque somos hermanos del alma? ¿O porque la nuestra no es una de mis más plenas relaciones humanas?

—Ya, ¿y cuál sería una de tus más plenas relaciones humanas?

—¿Y la tuya?

Jess pensó durante un momento, y luego se encogió de hombros.

—La que tengo con vosotros —dijo.

Se hizo un silencio lo bastante largo como para que pudiéramos ver la verdad de la observación de Jess en lo referente a ella misma. Y, por suerte para nosotros, Martin habló justo en el momento en que empezábamos a darnos cuenta de que posiblemente también era pertinente en lo referente a los demás.

—Sí. Bueno. No debería ser así, ¿no te parece?

—¿Me estás dando la patada?

—Si quieres decirlo así... Jess, se han terminado las vacaciones. Y ahora tenemos que seguir caminos separados.

—Podemos reunimos el día de San Valentín, si os parece. Dijimos que lo haríamos.

—¿Arriba en la azotea?

—¿Sigues pensando que podrías tirarte de allí arriba?

—No lo sé. Es algo que cambia día a día.

—A mí me gustaría que nos reuniéramos —dijo Maureen.

—Supongo que el día de San Valentín es un día muy importante para ti —dijo Jess. Lo dijo como si estuviera siguiendo la conversación, pero Maureen percibió la malevolencia disfrazada y no se molestó en contestar. Casi todo lo que Jess decía podía devolvérsele cumplidamente, pero ninguno teníamos ya la energía necesaria para hacerlo. Miramos por la ventanilla el tráfico bajo la lluvia, y en Angel dije adiós y me apeé. Mientras miraba cómo se alejaba el autobús alcancé a ver cómo Maureen ofrecía a los demás —incluida Jess— su paquete de pastillas de menta, y el gesto se me antojó desgarrador.

Durante la semana siguiente no hice nada, o casi nada. Leí mucho, y vagué por Islington en busca de algún letrero que anunciara alguna mierda de trabajo. Una noche me fundí diez libras en una entrada para un grupo llamado Fat Chance, que tocaban en Union Chapel. Empezaron aproximadamente a la misma hora en que solíamos empezar nosotros, y enseguida caldearon el ambiente, y la gente se entusiasmó, pero en mi opinión estuvieron flojos. Aguantaron en el escenario y tocaron sus canciones, y la gente aplaudió, y hubo un bis, y nos fuimos, y yo no diría que ninguno de nosotros se enriqueciera gran cosa con la experiencia.

Al salir me reconoció un tío que debía de tener más de cuarenta años.

—¿JJ? —dijo.

—¿Te conozco?

—Te vi en el Hope and Anchor el año pasado. He oído que el grupo se ha disuelto. ¿Vives aquí?

—Sí, de momento.

—¿Qué haces? ¿Te has hecho solista?

—Sí. Solista.

—Genial.

El día de San Valentín habíamos quedado a las ocho de la tarde, y nadie se retrasó. Jess quería haber quedado más tarde, como a medianoche o algo así, por lo del efecto dramático pleno, pero ninguno de nosotros pensó que fuera una buena idea, y Maureen no quería volver a casa tan tarde. Me topé con ella subiendo las escaleras, y le dije que me alegraba saber que luego pensaba volver a casa.

—¿Adonde voy a ir, si no?

—No, si sólo me refería... La última vez no iba a volver a casa, ¿se acuerda? Bueno, no..., no en autobús, quiero decir.

—¿En autobús?

—La última vez iba usted a tomar el camino rápido, tirándose desde allí arriba. —Hice que mis dedos caminaran por el aire y luego cayeran bruscamente, como después de saltar de un precipicio—. Pero esta noche parece que va a tomar el camino largo y bajar las escaleras.

—Oh, sí. Bueno. He cambiado un poco —dijo—. Mentalmente, me refiero.

—Eso es fantástico.

—Todavía me están haciendo bien las vacaciones, creo.

—Estupendo.

Y entonces ya no quiso hablar más, porque la subida que le esperaba era aún larga y le empezaba a faltar el resuello.

Martin y Jess llegaron un par de minutos después, y les dijimos Hola, y los cuatro nos quedamos allí quietos.

—¿Qué es lo que pretendemos con esto? —dijo Martin.

—La idea era reunimos aquí y ver cómo nos sentíamos y demás —dijo Jess.

—Ah. —Arrastramos los pies por el suelo durante un momento—. ¿Y cómo nos sentimos?

—Maureen está mucho mejor —dije—. ¿Verdad, Maureen?

—Sí. Se lo estaba diciendo a JJ; creo que todavía me están haciendo bien las vacaciones.

—¿Qué vacaciones? ¿Las que acabamos de pasar? —Martin la miró y sacudió la cabeza con una mezcla de asombro y admiración.

—¿Y tú qué tal, Mart? —dije—. ¿Cómo te va?

Y, de alguna manera, supe cuál iba a ser su respuesta.

—Oh, ya sabes.
Comme ci, comme ça
.

—Gilipollas —dijo Jess.

Arrastramos los pies por el suelo unos segundos más.

—He leído algo que pienso que puede interesaros —dijo Martin.

—¿Sí?

—Me estaba preguntando... Quizá estaría bien que habláramos sobre ello en otro sitio. En un pub, por ejemplo.

—A mí me parece bien —dije—. Quiero decir que estaría bien celebrarlo un poco, ¿no?

—¿Celebrarlo? —dijo Martin, como si estuviera viendo a un loco.

—Sí. Bueno, estamos vivos, y...

La lista de lo que iba a enumerar se me quedó truncada ahí mismo. Pero estar vivos parecía merecer una ronda de bebidas. Estar vivos parecía merecer una celebración. A menos, claro está, que estarlo no fuera lo que queríamos, en cuyo caso... Oh, joder. Yo quería tomar una copa, de todas formas. Si no se nos ocurría nada más, el mero hecho de que me apeteciera una copa merecía celebrarse. El deseo de un ser humano ordinario emergía por encima de la indecisión y la depresión.

—¿Maureen?

—Sí, a mí no me importa.

—No me da la impresión de que alguien vaya a tirarse —dije—. No esta noche. ¿Me equivoco, Jess?

No me estaba escuchando.

—A tomar por el culo —dijo—. La hostia.

Estaba mirando hacia el rincón de la azotea, al punto donde Martin había cortado la alambrada en Nochevieja. Había un tipo sentado en el sitio exacto donde había estado sentado Martin, y nos estaba mirando. Podía tener unos cuantos años más que yo, y parecía realmente asustado.

—Eh, tío —le dije en tono tranquilo—. Quédate ahí quieto.

Eché a andar hacia él.

—Por favor, no te acerques más —dijo el tipo. Presa del pánico, parecía al borde de las lágrimas, y daba chupadas furiosas a un cigarrillo.

—Todos hemos estado ahí —dije—. Vente para acá y únete al grupo. Estamos de reunión. —Traté de acercarme un par de pasos más. El tipo no dijo nada.

—Sí —dijo Jess—. Míranos. Estamos bien. Piensas que no vas a poder aguantar la noche entera, pero sí puedes.

—No quiero —dijo el tipo.

—Dinos cuál es tu problema —dije. Me acerqué un poco más—. Me refiero a que somos jodidos expertos en el tema. Maureen, sin ir más lejos...

Pero no pude acabar la frase. Tiró el cigarrillo por encima de la cornisa, y luego, con un débil gemido, se impulsó hacia delante. Y se hizo el silencio, y luego nos llegó el ruido del cuerpo estrellándose contra el cemento allá abajo, a muchos pisos de distancia. Y esos dos sonidos, el gemido y el ruido sordo del cuerpo contra el suelo, los he seguido oyendo todos los días desde entonces, y no sabría decir cuál de los dos es más aterrador.

Tercera parte

MARTIN

El tipo que se tiró de la azotea de Toppers' House ejerció dos profundos efectos aparentemente contradictorios en todos nosotros. El primero, que nos hizo darnos cuenta de que no éramos capaces de matarnos. Y el segundo, que esta verdad nos sumió de nuevo en un ánimo suicida.

No es ninguna paradoja, si uno sabe algo sobre la perversidad de la naturaleza humana. Hace mucho tiempo, trabajé con un alcohólico (alguien que aquí debe quedar sin nombre, porque casi con seguridad ustedes han oído hablar de él), que me dijo que la primera vez que fracasó en su intento de dejar la bebida fue el día más terrorífico de su vida. Siempre había pensado que podía dejar el alcohol si se ponía a ello seriamente, así que disponía de una alternativa guardada en algún rincón de su cabeza. Pero cuando descubrió que tenía que beber, que tal alternativa jamás había estado donde él creía... Bueno, pues quiso acabar con su vida (si se me permite mezclar momentáneamente su caso y el nuestro).

No entendí cabalmente lo que quería decir aquel hombre hasta que vi a aquel tipo tirarse de la azotea. Hasta entonces, tirarse de lo alto de un edificio siempre había sido una opción, una salida, dinero en el banco para las vacas flacas. Y de pronto el dinero ya no estaba —o, más bien, nunca había sido nuestro—. Era del tipo que se había tirado, y de la gente como él, porque balancear las piernas en el vacío en lo alto de un precipicio no es nada a menos que estés dispuesto a ir unos palmos más allá, y ninguno de nosotros lo había estado. Podíamos decirnos a nosotros mismos y a los demás que sí estábamos dispuestos —oh, yo lo habría hecho si ella no hubiera estado aquí, o él no hubiera estado aquí, o si nadie se hubiera sentado encima de mi cabeza—, pero el hecho es que todos seguíamos en este mundo, y todos habíamos tenido todas las oportunidades del mundo para no estar ya en él. ¿Por qué bajamos todos de la azotea aquella noche? Habíamos bajado porque pensamos que teníamos que ir a buscar a un imbécil llamado Chas, que resultó no tener nada que ver con nuestra historia. No estoy seguro de que hubiéramos podido convencer al tipo que se tiró realmente de que fuera a buscar a Chas. Tenía otras cosas en la cabeza. Me pregunto cuál habría sido su puntuación en la Escala de Intención de Suicidio de Aaron T. Beck. Muy alta, supongo, a menos que Aaron T. Beck estuviera rotundamente equivocado. Nadie podría afirmar que en este caso no había «intención».

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