Authors: Nick Hornby
—Parece que hay ciertas dudas —dijo Penny—. Lo cual es nuevo para mí.
—Es complicado —dijo Martin—. Ya lo sabías.
—No.
—Sabías que no era feliz.
—Sí. Sabía que no eras feliz. Pero no sabía que fueras infeliz en relación conmigo.
—No era... No es que... ¿Podemos hablar luego? ¿En privado?
Calló, y señaló con un gesto en abanico a las tres caras que les estaban mirando. Creo que puedo hablar por los demás cuando digo que, como norma general, los suicidas potenciales tienden a estar bastante ensimismados: aquellas últimas semanas habían sido muy de yo, yo, yo... Así que estábamos tragándonos toda aquella mierda a) porque no se refería a nada nuestro, y b) porque no era una conversación que fuera a deprimirnos demasiado. No era, de momento, más que una pelea entre novio y novia, y nos estaba haciendo salir de nosotros mismos.
—¿Y cuándo vamos a estar en privado?
—Pronto. Pero es probable que no de inmediato.
—Muy bien. Y ¿de qué hablamos mientras tanto? ¿Hablamos con tus tres amigos aquí presentes?
Ante esto, nadie supo qué decir. Martin era el anfitrión, así que le correspondía encontrar un tema de conversación que pudiéramos compartir. Le deseé buena suerte.
—Creo que deberías llamar a Tom y a Christine —dijo Penny.
—Sí, lo haré. Mañana.
—Deben de pensar que eres un grosero.
—¿Quiénes son Tom y Christine? ¿La gente con la que estabais cenando?
—Sí.
—¿Qué les dijiste?
—Les dijo que iba al aseo —dijo Penny.
Jess se echó a reír. Martin la miró; volvió a revivir en su cabeza la pobre excusa que había esgrimido, y sonrió, muy brevemente, mirándose los zapatos. Fue un momento extrañamente familiar. ¿Sabes cuando tu padre te está echando un buen rapapolvo por algún crimen que has cometido y un amigo tuyo hace enormes esfuerzos para no reírse? ¿Y tú intentas no mirarle a los ojos porque te pondrías a reírte como un loco? Bien, pues era algo así. En fin, Penny vio la sonrisita del chiquillo y se levantó y fue como un rayo hasta él, y el chiquillo en cuestión le agarró la mano para que Penny no le soltara una bofetada.
—¿Cómo te atreves? ¿Te parece gracioso?
—Lo siento. De verdad. Sé que no es gracioso en absoluto. —Trató de abrazarla, pero ella se zafó y volvió a sentarse.
—Necesitamos una copa —dijo Martin—. ¿Te importa si estos amigos se quedan a tomar una?
Yo me tomaría una copa que me ofreciera casi cualquiera y en cualquier situación, pero en aquélla no estuve muy seguro de aceptarla. Pero al final ganó la sed.
MARTIN
Fue al entrar en mi apartamento cuando me acordé de que había descrito a Penny como una arpía que se follaba a todo el mundo y no paraba de bufar. Pero ¿cuándo había dicho eso? Me pasé como una media hora rezando para que hubiera sido antes de la llegada de Jess, cuando estábamos solos Maureen y yo; si Jess lo había oído, no me cabía la menor duda de que mi opinión sobre Penny iba a llegar a sus oídos.
Y —huelga decir— no es que fuera una opinión muy considerada precisamente. Penny y yo no vivimos juntos, pero llevamos viéndonos unos meses, más o menos desde que salí de la cárcel, y como pueden ustedes imaginar, en este tiempo ha tenido que sobrellevar un buen número de dificultades. No queríamos que la prensa supiera que teníamos relaciones, así que nunca salíamos a ninguna parte, y llevábamos sombreros y gafas de sol más de lo estrictamente necesario. Yo tenía —y aún tengo— una mujer y unas hijas. Y sólo trabajaba tiempo parcial en una cadena de cable de mala muerte. Y, como creo haber mencionado ya antes, no estaba lo que se dice alegre.
Y habíamos tenido un romance. Un
affaire
muy breve, cuando presentábamos el programa, pero los dos estábamos casados, y la cosa terminó dolorosa, tristemente. Y, andando el tiempo, después de muchos desencuentros y recriminaciones, acabamos de nuevo juntos. Pero se había pasado el momento. Yo me había convertido en una mercancía deteriorada. Estaba arruinado, acabado, era un desecho, había tocado fondo. Ella seguía en la cumbre de su profesión, y era joven y bella y famosa, y la veían cada mañana millones de telespectadores. Se me hacía difícil creer que quisiera estar conmigo más que por nostalgia y compasión. Hace unos años, Cindy entró en uno de esos terroríficos grupos de lectura, en los que lesbianas infelices y reprimidas de clase media charlaban durante cinco minutos sobre alguna novela que no entendían, y luego se pasaban el resto de la velada quejándose de lo horrorosos que eran los hombres. En fin, leyó un libro en el que una pareja de enamorados que no habían podido estar juntos durante siglos al fin lo conseguía, pero cuando ambos tenían unos cien años. Le encantó, y me lo hizo leer, y terminarlo me llevó aproximadamente el mismo tiempo que les había llevado juntarse a los dos amantes. Pues bien, nuestra relación era algo parecido, salvo que los viejecitos de la historia tuvieron mayor fortuna que la que estábamos teniendo Penny y yo. Unas semanas antes de navidades, en un arrebato de disgusto de mí mismo y de desesperación, mandé a Penny a tomar por el culo, así que aquella misma noche salió con un invitado del programa, un chef de la tele, y el tipo le dio la primera raya de coca que Penny probaba en la vida, y acabaron en la cama, y a la mañana siguiente vino a verme hecha un mar de lágrimas. Por eso le dije a Maureen que era una arpía que no hacía más que bufar y follarse a todo el mundo. Y ahora comprendo que había sido terriblemente injusto.
Así que, después de unos cuantos centenares de charlas francas y de berrinches, y de una docena de rupturas, y de algún que otro puñetazo —lanzado por ella, me apresuro a precisar—, Penny había acabado sentada en aquel sofá, esperándome. Y habría seguido esperándome durante mucho tiempo si no hubiera sido por la improvisada fiesta de nuestro grupo de la azotea. Ni siquiera le había dejado una nota, omisión que sólo ahora empezaba a hacer que me remordiera la conciencia. ¿Por qué persistíamos en la patética ilusión de que nuestra relación era mínimamente viable? No estoy seguro. Cuando le pregunté a Penny a qué se debía su empeño, me contestó que me amaba, lo cual se me antojó una respuesta que inducía más a la confusión y la opacidad que al esclarecimiento. En cuanto a mí... Bueno, yo asociaba a Penny —quizá comprensiblemente— a una época anterior a que las cosas hubieran empezado a torcerse: antes de Cindy, antes de las chiquillas de quince años, antes de la cárcel. Me las había arreglado para convencerme de que si lograba hacer que la cosa funcionara con Penny, también sería capaz de hacer que las demás cosas funcionaran, y de algún modo podría recuperar mi juventud, como si la juventud fuera un lugar que uno pudiera visitar a voluntad. Pues les comunico algo de importancia capital: no lo es. A quién se le ocurre...
Mi problema inmediato era cómo explicar a Penny mi relación con Maureen, Jess y JJ. Lo averiguaría de modo desagradable y traumático, y se me hacía difícil pensar en una mentira con algún viso siquiera de verdad. ¿Qué diablos podíamos ser los unos de los otros? No teníamos ningún aspecto de colegas, ni de amantes de la poesía, ni de miembros del mismo club, ni de adictos a alguna droga (en los cuatro supuestos citados, el problema —he de decir— era Maureen; aunque no sé si no parecer un adicto a algo podría en algún caso catalogarse de problema). Y, por mucho que fueran colegas o adictos a alguna droga, seguiría siendo difícil de explicar la aparente urgencia y desesperación por verlos sin falta aquella misma noche. Les había dicho a Penny y a mis anfitriones que iba al lavabo; ¿por qué habría de salir disparado por la puerta principal de la casa media hora antes de las campanadas de Nochevieja? ¿Para asistir a la Asamblea Anual de quién sabe qué sociedad sin nombre?
Así que decidí seguir como si no hubiera nada que explicar.
—Disculpa, Penny. Te presento a Maureen, Jess y JJ. Maureen, Jess, JJ, ésta es Penny.
Penny no pareció muy convencida con las presentaciones, como si yo hubiera empezado ya a decir mentiras.
—Pero sigues sin decirme quiénes son.
—¿Qué es lo que quieres...?
—Pues cómo les has conocido y dónde te has encontrado con ellos.
—Es una larga historia.
—Muy bien.
—A Maureen la conozco de... ¿Dónde nos conocimos, Maureen? ¿La primera vez?
Maureen se quedó mirándome fijamente.
—Hace mucho, mucho tiempo, ¿no es cierto? Lo recordaremos enseguida. Y JJ era de la gente del Canal 5. Y Jess es su novia.
Jess rodeó con el brazo a JJ, con un punto más de ironía de lo que me habría gustado.
—¿Y dónde estaban esta noche?
—No son sordos, ¿sabes? Ni idiotas. No son... sordos idiotas.
—¿Dónde estabais esta noche?
—En... Bueno..., en una fiesta —dijo JJ, en tono indeciso.
—¿Dónde?
—En Shoreditch.
—¿De quién?
—¿Quién la daba, Jess?
Jess se encogió de hombros con aire despreocupado, como si acabara de vivir una de esas noches locas.
—¿Y por qué has ido tú, Martin? ¿A las once y media? ¿En medio de una cena de fiesta? ¿Sin mí?
—Eso no puedo explicártelo —dije.
Y traté de parecer a un tiempo desvalido y arrepentido. Habíamos —eso esperaba— cruzado la frontera y nos habíamos adentrado en la tierra de la complejidad y la impredecibilidad psicológicas, una tierra donde estaban permitidas la ignorancia y el desconcierto.
—Hay otra mujer, ¿no es eso?
¿Otra mujer? ¿Cómo diablos podía eso explicar mi proceder? ¿Cómo el hecho de que hubiera otra mujer podía justificar que llevara a casa a una mujer de mediana edad, a una punk de menos de veinte años y a un norteamericano con chaqueta de cuero y un corte de pelo a lo Rod Steward? ¿Cuál podía ser tal historia? Pero entonces, después de reflexionar un poco, caí en la cuenta de que Penny tal vez había estado alguna vez en una situación parecida, y sabía por tanto que la infidelidad es a menudo la respuesta a más de un misterio doméstico. Si yo hubiera entrado en casa con Sheena Easton y Donald Rumsfeld, Penny probablemente se habría rascado la cabeza durante unos segundos antes de decir exactamente la misma cosa.
En otras circunstancias, en otras noches, Penny no se habría equivocado; yo solía tener bastantes recursos cuando le era infiel a Cindy, aunque me esté mal el decirlo. Una vez estrellé un BMW nuevo contra un muro sólo porque necesitaba justificar un retraso de cuatro horas después de la salida del trabajo. Cindy salió a la calle a inspeccionar el capó abollado, me miró y dijo: «Hay otra mujer, ¿no es eso?»
Lo negué, por supuesto. Cualquier cosa —estrellar un coche nuevo, persuadir a Donald Rumsfeld de que venga a un apartamento de Islington a primeras horas de la mañana de Año Nuevo— es más fácil que decir la verdad. Esa expresión de su cara, esa expresión que te permite ver a través de sus ojos ese lugar donde ella guarda todo el dolor y la rabia y el odio... ¿Quién no iría un poco más allá para evitarla?
—¿Y?
Mi retraso en responder era resultado de una aritmética bastante complicada; estaba tratando de averiguar cuál de las dos sumas me daba el número negativo más pequeño. Pero, inevitablemente, el retraso se interpretó como una admisión de culpabilidad.
—Maldito cabrón.
Durante unos segundos estuve tentado de recordarle que me debía una, después del desdichado incidente del chef de la tele y la raya de coca, pero sólo habría servido para demorar su marcha; más que nada, yo quería emborracharme en mi propia casa, con mis nuevos amigos. Así que no dije nada. Y todos dieron un respingo cuando Penny dio un violento portazo al salir, pero yo ya sabía lo que iba a hacer y no me cogió desprevenido.
MAUREEN
Vomité encima de la alfombra de fuera del cuarto de baño. Bueno, he dicho «alfombra», pero en el sitio donde tendría que haber habido una alfombra no la había, y vomité exactamente ahí. Y menos mal, porque si hubiera habido una alfombra habría sido mucho más difícil limpiarla. He visto montones de programas en los que te decoran la casa, y nunca he entendido por qué te hacen tirar las alfombras, incluso las buenas, las que aún tienen un pelo bonito y espeso. Pero ahora me estoy preguntando si antes que nada deciden si la gente que vive en esa casa vomita mucho o no. Me he dado cuenta de que hay montones de jóvenes que tienen el suelo de su casa desnudo, y por supuesto tienen más tendencia a vomitar en él que la gente mayor, con toda la cerveza que beben y demás. Y las drogas que toman hoy día, supongo. (¿Las drogas te hacen vomitar? Yo diría que sí, ¿no les parece?) Y algunas de las familias jóvenes de Islington no parecen muy partidarias de las alfombras, tampoco. Pero, claro, eso también puede ser porque los niños están siempre vomitando por todas partes. Así que Martin vomita mucho. O quizá tiene un montón de amigos que vomitan frecuentemente, como yo. Me entraron náuseas porque no estoy acostumbrada a beber, y también porque no había comido nada desde hacía más de un día. El día de Nochevieja estaba demasiado nerviosa para comer nada, y además tampoco habría tenido mucho sentido hacerlo habida cuenta de lo que iba a hacer, ¿no? Ni siquiera tomé un poco de la papilla de Matty. ¿Para qué es la comida? Es combustible, ¿no? Te hace seguir funcionando. Y yo no quería seguir funcionando. Tirarse de Toppers' House con el estómago lleno habría sido como un despilfarro. Como vender un coche con el depósito lleno. Así que estaba mareada incluso antes de que empezáramos a beber whisky, porque en la fiesta ya había bebido vino blanco, y en cuanto me tomé un par de vasos la sala empezó a darme vueltas y más vueltas.
Cuando Penny se fue nos quedamos un ratito callados. No sabíamos si debíamos estar tristes o no. Jess se ofreció para ir detrás de ella y decirle que Martin no había estado con otra, pero Martin le preguntó cómo iba a explicar qué estábamos haciendo nosotros en su casa, y Jess dijo que pensaba que la verdad no era tan mala, y Martin dijo que prefería que Penny pensara mal de él antes de que supiera que había estado a punto de matarme.
—Estás loco —dijo Jess—. Le darías una pena tremenda si se enterara de cómo nos hemos conocido. Seguro que conseguías un polvo compasivo.
Martin se rió.
—No creo que sea así como funciona esto, Jess —dijo.
—¿Por qué no?
—Porque si se enterara de cómo nos hemos conocido, le sentaría francamente mal. Se sentiría responsable en cierto modo. Es algo terrible, descubrir que tu amante es tan infeliz que quiere morirse. Es hora de reflexionar sobre uno mismo.