Authors: Nick Hornby
No parecía que ninguna de las partes tuviera intención alguna de que aquello fuera a tener la menor similitud con una conversación del mundo real.
—No. Ya. Bueno. Lo primero de todo es que debería pedirte perdón, y decirte que no va a volver a pasar más. Y en segundo lugar que me pareces muy atractiva, y una compañía estimulante, y que...
Esta vez JJ se limitó a toser aparatosamente.
—... bien, en fin. Que no soy yo. —Hizo una mueca de dolor—. Lo siento. Lo siento. No eres tú. Soy yo.
En este punto, justo cuando estaba tratando de recordar el guión, vio mi mirada.
—Oye, te pareces un montón a ese gilipollas de la tele. Martin no sé qué.
—Es él —dijo Jess.
—¿Cómo coño le conoces?
—Es una larga historia —dije yo.
—Estábamos los dos en la azotea de Toppers' House. íbamos a tirarnos —dijo Jess, acortando considerablemente la narración de los hechos, y, para ser justos, dejándose muy pocas cosas importantes en el tintero.
Chas se
tragó
toda esta información de un modo casi visible, como las serpientes tragan huevos: puedes ver cómo se le deslizan lentamente hacia el cerebro. Chas, no me cabe duda, tenía una personalidad con muchos aspectos atractivos, pero la rapidez de inteligencia no era uno de ellos.
—¿Por aquella chica que te follaste?
—¿Por qué no le preguntas a Jess por qué iba a tirarse ella? ¿No viene más al caso?
—Cállate —dijo Jess—. Esto es privado.
—Oh, ¿y mis cosas no lo son?
—No —dijo Jess—. Ya no. Todo el mundo las conoce.
—¿Cómo es Penny Chambers? En la vida real.
—¿Es de esto de lo que hemos venido a hablar aquí afuera, Chas? —dijo JJ con voz suave.
—No. De acuerdo. Lo siento. Te distrae un poco tener ahí delante a un tipo de la tele.
—¿Quieres que me vaya?
—No —dijo Jess rápidamente—. Quiero que te quedes.
—Al verte antes no imaginaba que fueras como ese tipo —dijo Chas—. Pareces más viejo. Y además él es un gilipollas. —Rió entre dientes, y miró a su alrededor para que alguien compartiera su chanza, pero a ninguno de nosotros (debería decir «a ninguno de ellos», porque ni siquiera Chas podía esperar que yo me riera de la edad o gilipollez propias) le hizo la menor gracia.
—Oh, bien. Así están las cosas, ¿no?
Y sí, de repente así estaban las cosas: estábamos más serios que él, en todos los sentidos.
Incluso Jess se dio cuenta.
—Tú eres el gilipollas —dijo—. Nada de esto tiene que ver contigo. Vete a tomar por el culo. Fuera de mi vista.
Y le soltó una patada —uno de esos puntapiés
demodés
, con la pierna estirada, en la parte más carnosa del culo, que solemos ver en los dibujos animados.
Y ése fue el final de Chas.
JESS
Cuando estás triste —realmente triste, triste como para subir a lo alto de Toppers' House—, lo único que quieres es estar con otras personas que están tristes. No lo sabía hasta aquella noche, pero de pronto me di cuenta de ello con sólo mirar la cara de Chas. En la cara de Chas no había nada. Era la cara de un tío de veintidós años que jamás había hecho nada aparte de tomarse unos cuantos éxtasis, ni pensado nada aparte de pensar de dónde va a sacar los siguientes, o sentido nada aparte de lo que siente cuando está
pasado
. Lo que le delataban eran los ojos: cuando hizo esa broma estúpida sobre Martin y esperaba que nos riéramos, sus ojos estaban completamente poseídos por la broma, y no quedaba nada más en ellos. No eran más que unos ojos que reían, no unos ojos asustados, o preocupados —los ojos de un niño pequeño cuando le haces cosquillas—. Había visto en mis nuevos compañeros que, cuando hacían bromas, si es que las hacían (Maureen no era una gran humorista), seguías viendo, aunque estuvieran riéndose, por qué habían subido a lo alto de la azotea —porque había en ellos algo más, algo que les impedía entregarse por completo al momento divertido—. Y podréis decir que no teníamos que haber subido a la azotea, porque querer matarse es una salida cobarde, y podréis decir que ninguno de nosotros tenía razones de suficiente peso para querer hacerlo. Pero no podréis decir que no sentíamos de verdad lo que estábamos haciendo, porque todos nosotros lo sentíamos, y eso es mucho más importante que cualquier otra cosa. Chas no podría saber jamás lo que se sentía, a menos que un día él también cruzara la línea.
Porque eso es lo que nosotros cuatro habíamos hecho: cruzar una línea. No me refiero a que hubiéramos hecho algo malo. Me refiero simplemente a que nos había sucedido algo que nos hacía diferentes de montones y montones de personas. No teníamos nada en común aparte del sitio adonde habíamos ido a parar, aquel cuadrado de cemento situado en lo alto de un edificio, y eso es quizá lo más grande que uno puede tener en común con cualquiera. Decir que Maureen y yo no teníamos nada en común porque ella llevaba gabardina y escuchaba a bandas de música —o lo que sea— era como decir: «No sé, la única cosa que tengo en común con esa chica es que tenemos los mismos padres.» Y no había caído nunca en la cuenta de todo esto hasta que Chas dijo aquello de que Martin era un gilipollas.
De la otra cosa que me di cuenta fue de que Chas podía haberme dicho cualquier cosa —que me amaba, que me odiaba, que estaba poseído por unos alienígenas y que el Chas que yo conocía estaba ahora en otro planeta— y no habría cambiado nada de nada. A mi modo de ver, aún me debía una explicación, pero ¿y qué? ¿Qué bien me iba a hacer? No me habría hecho ni una pizca más feliz. Es como rascarte cuando tienes la varicela. Crees que va a aliviarte, pero el picor se desplaza a otra parte, y te rascas y vuelve a desplazarse. Mi picor pareció de pronto a leguas de distancia, y no habría podido llegar a él ni con los brazos más largos del mundo. Darme cuenta de ello me asustó —¿se me iba a quedar aquel picor para siempre?—, porque sería algo horrible. Sabía lo que Martin había hecho, pero cuando Chas se hubo ido sentí ganas de que me abrazara. No me habría importado que incluso hubiera intentado algo más, pero no lo hizo. Hizo más bien todo lo contrario; me abrazó de una forma rara, como si estuviera cubierta de alambre de espino.
Lo siento, dije. Siento que esa mierdecilla de tío te haya insultado. Y él dijo que no era culpa mía, pero yo le dije que por supuesto que lo era, porque si Chas no me hubiera encontrado él no habría tenido que pasar por el trauma de que le llamaran gilipollas en Nochevieja. Y él dijo que le habían llamado gilipollas montones de veces. (Es cierto. Le conozco desde hace ya un buen rato, y puedo decir que he oído unas quince veces cómo la gente —completos desconocidos— decía que era gilipollas, y huevón unas diez, y mamón otras tantas, y tonto del culo aproximadamente media docena. Además de: gilipuertas, mamón, berzotas, tontaina, tontolaba.) A nadie le gusta Martin, lo cual es raro, porque es famoso. ¿Cómo se puede ser famoso si no le gustas a nadie?
Martin dice que no tiene nada que ver con lo de la chica de quince años; cree que, de haber detectado algún cambio, diría que la cosa incluso ha mejorado un poco después de eso, porque la gente que le llamaba gilipollas era precisamente el tipo de gente que no veía nada malo en tener sexo con menores. Así que en lugar de gritarle insultos, le gritaban cosas como: Adelante, tío, Métesela, Dale fuerte, y cosas por el estilo. En lo que se refiere a insultos —no a su matrimonio o a su relación con sus hijas, o a su carrera—, ir a la cárcel le vino incluso bien. Pero parece que hay mucha gente famosa que no tiene ningún fan. Tony Blair es un buen ejemplo. Y toda esa gente que presenta esos programas de desayunos y esos concursos de la tele. La razón por la que les pagan un pastón, a mi entender, es que los desconocidos les gritan cosas terribles en la calle. Ni a los guardias de la circulación les llaman gilipollas cuando están de compras con la familia. Así que la única ventaja de ser Martin es la pasta, y también las invitaciones a estrenos de cine y a clubs nocturnos de mala nota. Y ahí es donde se mete uno en problemas.
Éstos son algunos de los pensamientos que me vinieron a la mente cuando Martin y yo nos abrazamos. Pero el abrazo no nos llevó a ninguna parte. Fuera de mi cabeza eran las cinco de la madrugada y éramos infelices y no teníamos adonde ir.
Dije: ¿Y ahora qué?, y me froté las manos, como si nos estuviéramos divirtiendo horrores y no quisiéramos que la noche se acabara (o hubiéramos estado meneando el esqueleto en Ocean y ahora estuviéramos tomando café con bollos en Bethnal Green, o de vuelta en el apartamento de alguien para filmarnos unos porros y relajarnos un poco). Y luego dije: ¿A casa de quién? Apuesto a que la tuya es genial, Martin. Apuesto a que tienes jacuzzis y todo tipo de cosas de ésas. Nos vendrá de miedo. Y Martin dijo: No, no podemos ir a mi casa. Y, a propósito, mis tiempos de jacuzzi ya se acabaron hace mucho. Lo que, supongo, quería decir que se había quedado sin un penique, no que se hubiera puesto demasiado gordo para poder meterse en él o algo parecido. Porque no es un tipo gordo, Martin. Es demasiado presumido para estar gordo.
Así que digo: Bueno, no importa. Mientras tengas un hervidor de agua y unos cereales. Y él dice: No tengo. Y yo digo: ¿Qué es lo que tienes que esconder? Y él dice: Nada, pero lo dijo de una forma extraña, como avergonzado, como si ocultara algo. Y entonces me acordé de algo de unas horas antes que quizá ahora venía a cuento, y digo: ¿Quién te ha estado mandando mensajes al móvil? Y él dice: Nadie. Y yo digo: ¿El señor Nadie o la señorita Nadie? Y él dice: Nadie, sin más. Así que quise saber por qué no quería invitarnos a su casa, y dice: Porque no te conozco. Y yo digo: Sí, lo mismo que no conocías a esa chica de quince años. Y entonces él dice, como enfadado: Está bien. Vale. Vamos a mi casa. ¿Por qué no?
Y eso hicimos.
JJ
Sé que había tenido un momento de vinculación emocional con Maureen cuando le arreó el porrazo a Chas, pero a decir verdad estaba trabajando con la hipótesis de que si lográbamos llegar a la hora del desayuno, mi grupo sólo se disolvería a causa de diferencias musicales. El desayuno significaría que habíamos logrado llegar a un nuevo amanecer, a una nueva esperanza, a un nuevo año, tra, la, la... Y, sin ánimo de ofender, no quería que me vieran a la luz del día con aquellos individuos, no sé si me comprenden... Sobre todo con... algunos de ellos. Pero para el desayuno y la luz diurna faltaban aún unas horas, así que comprendí que no tenía otra opción que ir con ellos a la casa de Martin. Otra cosa hubiera sido mezquino y poco amistoso, y aún no me fiaba de mí mismo lo bastante como para quedarme demasiado tiempo solo.
Martin vivía en una pequeña zona de Islington parecida a un pueblo, justo al doblar la esquina de la antigua casa de Tony Blair, y la verdad es que no era el tipo de barrio que uno elegiría para vivir si estuviera pasando apuros económicos, como era el caso de Martin. Pagó el taxi, y subimos las escaleras detrás de él. En la puerta vi tres o cuatro timbres, de lo que deduje que no toda la casa era suya (aunque, por supuesto, yo no habría podido permitirme vivir en ella).
Antes de meter la llave en la cerradura, se quedó quieto un instante y se volvió hacia nosotros.
—Escuchad —dijo, y se calló, así que nos pusimos a escuchar.
—No oigo nada —dijo Jess.
—No, no me refería a ese tipo de escucha. Me refería a que me escuchéis. Voy a deciros algo.
—Adelante, entonces —dijo Jess—. Suéltalo.
—Es muy tarde. Así que... Sed respetuosos con los vecinos.
—¿Eso es todo?
—No. —Aspiró profundamente—. Probablemente habrá alguien en casa.
—¿En tu apartamento?
—Sí.
—¿Quién?
—No sé cómo la llamaríais vosotros. La chica... Como queráis llamarla.
—¿Habías quedado con una chica esta noche? —Traté de que mi voz sonara neutra, pero, hombre, Dios... ¿Qué tipo de velada había tenido aquella chica? Estás sentada en un club o algo así, y al minuto siguiente el tipo desaparece porque quiere tirarse de lo alto de un edificio.
—Sí. ¿Qué pasa?
—Nada. Sólo que... —No había necesidad de decir nada. Podíamos dejar que la imaginación terminara la frase.
—Maldita sea... —dijo Jess—. ¿Qué clase de cita termina con el tipo sentado en la puta cornisa de un edificio de no sé cuántos pisos?
—Una cita fallida —dijo Martin.
—Yo diría que de un fallido de la hostia —dijo Jess.
—Sí —dijo Martin—. Por eso la he descrito así.
Abrió la puerta de su apartamento y nos invitó a pasar. Entramos delante de él, y vimos a la chica sentada en el sofá unos segundos antes. Tenía quizá unos diez o quince años menos que él, y era guapa, un poco al modo de esas chicas del tiempo-monadas televisivas. Llevaba un vestido negro de aspecto caro, y había estado llorando como una Magdalena. Se nos quedó mirando, y luego lo miró a él.
—¿Dónde has estado? —Trataba de mantenerse en calma, pero no parecía tener mucho éxito.
—Por ahí. Te presento a... —Nos señaló con un gesto.
—¿A quién?
—Ya sabes. A esta gente.
—¿Y por eso te has largado en mitad de la noche?
—No. Cuando me fui no sabía que iba a encontrarme con esta gente.
—¿Y quiénes son? —dijo la chica.
Quería oír la respuesta de Martin. Podría haber sido divertido escucharla, pero Jess habló antes.
—Eres Penny Chambers —dijo.
La chica no dijo nada, probablemente porque Jess no le había descubierto nada nuevo. Nos quedamos mirándola.
—Penny Chambers... —dijo Maureen. La miraba con la boca abierta, como un pez.
Penny Chambers seguía sin decir nada, por la misma razón que antes.
—
Buenos días con Penny y Martin
—dijo Maureen.
Tercera vez sin que Penny respondiera. No sé mucho sobre las estrellas televisivas inglesas, pero lo cogí. Si Martin era Regis, Penny era Kathy Lee
[15]
. El Regis inglés se había estado follando a la Kathy Lee inglesa, y luego desaparecía para suicidarse. Era para partirse de risa, no me dirán que no.
—¿Estáis saliendo juntos? —preguntó Jess.
—Mejor le preguntas a él —dijo Penny—. Él es el que ha desaparecido en mitad de una cena de Nochevieja.
—¿Estáis saliendo juntos? —repitió Jess.
—Lo siento —dijo Martin.
—Responde a la pregunta —dijo Penny—. Me interesa.
—No es el mejor momento para hablar de ello —dijo Martin.