Authors: Nick Hornby
JJ
Iba a soltarlo todo, a contarles todo lo que necesitaban saber: Gran Amarillo, Lizzie, la de Dios... No había por qué mentir. Supongo que se me revolvió un poco el estómago al escuchar a los que habían hablado antes, porque sus razones para estar allí arriba eran bastante consistentes. Dios, todos entendimos por qué la vida de Maureen no merecía la pena vivirse. Y no hay duda de que Martin, en cierto modo, se había cavado su propia tumba, pero aun así, aquel nivel de humillación y vergüenza... Si hubiera estado en su lugar, no sé si habría aguantado tanto tiempo vivo. Y Jess era muy infeliz, y estaba bastante chiflada.
No es que estuviéramos compitiendo unos con otros, exactamente, sino que en cierto modo..., no sé cómo lo llamarían ustedes, ¿marcábamos el territorio? Y quizá me sentía un poco inseguro porque Martin había estado meando en mi terreno. Iba a ser el tipo de la vergüenza y la humillación, pero mi vergüenza y mi humillación empezaba a palidecer un poco en comparación. A él lo habían enchironado por acostarse con una chiquilla de quince años, y lo habían puesto a parir en los tabloides. Y a mí me había dejado mi chica y mi grupo se había ido a la mierda (¿algo del otro jueves?).
Sin embargo, no pensaba mentir hasta que tropecé con el problema de mi nombre. Jess fue tan agresiva que me sacó de quicio.
—Bueno —dije—, me llamo JJ, y...
—¿JJ qué nombre es?
La gente siempre quiere saber de qué son iniciales estas dos jotas, y yo nunca lo digo. Odio mi nombre. El caso es que mi padre era uno de esos tipos autodidactas, y sentía una verdadera... veneración por la BBC, así que se pasó tiempo y tiempo escuchando a su Servicio Mundial en la grande y vieja radio de onda corta que tenía en su cubil, y estaba colgado de ese individuo que siempre estaba en antena en los sesenta, un tal John Julius Norwich, que era lord o algo parecido, y escribió millones de libros sobre iglesias y demás. Y aquí me tenéis. John Julius de los cojones. ¿Me he convertido en lord, o en un presentador estrella de la radio, o siquiera en un inglés? No. ¿Dejé el instituto y formé un grupo? Sí. ¿Es John Julius un buen nombre para un tipo que dejó los estudios de secundaria? No. Pero JJ está bien. JJ está más en la onda.
—Eso es asunto mío. Bueno, pues soy JJ y estoy aquí porque...
—Descubriré cuál es tu nombre.
—¿Cómo?
—Iré a tu casa y la pondré patas arriba hasta encontrar algo que me lo diga. Tu pasaporte o una chequera o algo. Y si no encuentro nada robaré algo que tú aprecies mucho y no te lo devolveré hasta que me lo sueltes.
Santo Dios. ¿Qué le pasa a esta chica?
—¿Preferirías hacer eso antes que llamarme JJ?
—Sí. Por supuesto. Odio no saber las cosas.
—No te conozco mucho —dijo Martin—. Pero si de veras te preocupa tu ignorancia, se me ocurre que habría un par de cosas que deberían preocuparte bastante más que el nombre de JJ.
—¿Qué se supone que quieres decir?
—¿Sabes quién es el ministro de Economía? ¿O quién escribió
Moby Dick
?
—No —dijo Jess—. Por supuesto que no. —Como si cualquiera que supiera ese tipo de cosas fuera un auténtico imbécil—. Pero esas dos cosas no son
secretos
, ¿no? No me gusta no saber
secretos
. Esas dos cosas las puedo averiguar cuando me dé la gana, y ahora no me da la gana.
—Si no quiere decírnoslo, no quiere decírnoslo. ¿Tus amigos te llaman JJ?
—Sí.
—Entonces a nosotros nos basta.
—A mí no me basta —dijo Jess.
—Cierra la boca y déjale hablar —dijo Martin.
Pero el momento, para mí, se había pasado. El momento de la verdad, ja, ja. Veía claramente que no iba a tener una audiencia justa. Había olas de hostilidad que venían de Jess y de Martin, olas que rompían por todas partes.
Me quedé mirándoles durante un minuto.
—¿Y? —dijo Jess—. ¿Se te ha olvidado por qué ibas a matarte o qué?
—Por supuesto que no se me ha olvidado —dije.
—Bien, pues suéltalo de una puta vez.
—Me estoy muriendo —dije.
Veréis, nunca pensé que les volvería a ver. Estaba completamente seguro de que tarde o temprano acabaríamos dándonos la mano, deseándonos un feliz lo que sea, y o bien bajaríamos las escaleras que habíamos subido o bien nos tiraríamos desde la jodida cornisa, según el estado de ánimo de cada cual, de su carácter, magnitud del problema, etcétera. Nunca se me ocurrió que esto iba a volver sobre mí y a repetirme como el pepinillo de un Big Mac.
—Ya, bueno, no tienes muy buen aspecto —dijo Jess—. ¿Qué has cogido? ¿Sida?
El sida me venía de perlas. Todo el mundo sabía que uno podía ir por ahí meses y meses sin que se le notase; todo el mundo sabía que no tenía cura. Pero... Tenía un par de amigos que habían muerto de sida, y no es el tipo de cosa con la que se bromea. Sabía que debía dejar el sida al margen, pero —todo me pasó por la cabeza en los treinta segundos siguientes a la pregunta de Jess— ¿qué otra enfermedad fatal podía convenirme más? ¿Leucemia? ¿El virus de Ébola? Ninguna de ellas dice: «No, sigue con lo tuyo, hombre, faltaría más. No soy más que una dolencia fatal de broma. No soy lo bastante grave como para perjudicar a nadie.»
—Tengo esa cosa del cerebro. Se llama CCR. —Por supuesto quería decir Creedence Clearwater Revival
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, uno de mis grupos preferidos de todos los tiempos, y fuente de gran inspiración para mi música. No me daba la impresión de que ninguno de aquellos oyentes míos fueran grandes fans de Creedence Clearwater Revival. Jess era demasiado joven; por Maureen no tenía en absoluto que preocuparme, y Martin era de ese tipo de personas que sólo se olerían algo si les hubiera dicho que me estaba muriendo de un incurable ABBA)—. Quiere decir Corno Craneal no sé qué. —Me gustaba lo de «craneal». Sonaba a cierto. Lo de «corno» era más flojo, lo admito.
—¿No hay cura para eso? —preguntó Maureen.
—Oh, claro que sí —dijo Jess—. Claro que hay cura. Tienes que tomarte una pildora. Pero no te pueden obligar. No te jode.
—Creen que es del abuso de las drogas. De las drogas y del alcohol. Así que es mi puta culpa.
—Te sentirás como un panoli, entonces —dijo Jess.
—Sí —dije yo—. Si es que «panoli» quiere decir gilipollas.
—Sí. En fin, tú ganas.
Lo que me confirmó de una vez por todas que había un poco de competitividad entre nosotros.
—¿De veras? —Me agradó oírlo.
—Oh, sí. ¿Muriéndote? Joder. Eso es, ya sabes... Como tener diamantes o picas o esos... ¡Triunfos! Tienes triunfos, tío.
—Yo diría que tener una enfermedad mortal sólo es bueno en este juego —dijo Martin—. El juego de quién es el más desgraciado idiota de todos. De poco sirve fuera de aquí.
—¿Cuánto te queda? —preguntó Jess.
—No lo sé.
—Aproximadamente. Así, lo primero que te venga a la cabeza.
—Cállate, Jess —dijo Martin.
—¿Qué es lo que he dicho ahora? Quería saber con qué teníamos que enfrentarnos.
—«Enfrentar
nos
» no —dije—.
Yo
soy el que tiene que enfrentarse.
—Y no muy bien —dijo Jess.
—Oh, ¿será posible? Lo dice la chica que no puede enfrentarse a que la dejen.
Se hizo un silencio hostil.
—Bien —dijo Martin—. En fin. Aquí estamos, pues.
—¿Y ahora qué? —dijo Jess.
—Para empezar, tú te vas a casa —dijo Martin.
—Una mierda. ¿Por qué voy a irme a casa?
—Porque vamos a llevarte.
—Me iré con una condición.
—Dila.
—Antes me ayudáis a encontrar a Chas.
—¿Todos nosotros?
—Sí. O me mato de verdad. Y soy muy joven para eso. Lo dijiste tú.
—Ya no estoy seguro de eso, mirándolo bien —dijo Martin—. Sabes mucho para tu edad. Me doy cuenta ahora.
—¿O sea que puedo subirme a la cornisa?
Empezó a andar hacia ella.
—Vuelve aquí —dije yo.
—Me importa una mierda, ¿sabes? —dijo Jess—. O salto o vamos a buscar a Chas. Me da lo mismo.
Y ésa fue la cosa. Porque la creímos. Quizá otra gente, en otras noches, no la habría creído, pero nosotros, en aquélla, no tuvimos ninguna duda. Tampoco es que pensáramos que fuera una suicida genuina; pero nos daba toda la sensación de que aquella chica era capaz de hacer lo que le viniera en gana, en cualquier momento, y si le venía en gana tirarse de la azotea para ver lo que se sentía, lo haría. Y una vez visto esto, lo único que había que ver era hasta qué punto nos importaba que lo hiciera.
—Pero no necesitas nuestra ayuda —dije—. No sabríamos ni cómo empezar a buscar a Chas. Eres la única que puede encontrarle.
—Sí, pero me sentiré rara si lo hago sola. Confusa. Por eso acabé aquí.
—¿Qué pensáis vosotros? —nos preguntó Martin.
—Yo no voy a ninguna parte —dijo Maureen—. No me muevo de la azotea. No voy a cambiar de opinión.
—Perfecto. No vamos a pedirle que lo haga.
—Porque vendrán a buscarme.
—¿Quién?
—La gente de la residencia de Matty.
—¿Y qué? —dijo Jess—. ¿Qué van a hacer si no la encuentran?
—Meterían a Matty en un sitio horrible.
—¿No es ése el Matty que es un vegetal? ¿No va a importarle una mierda adonde le lleven?
Maureen miró a Martin, indefensa.
—¿Es por el dinero? —dijo Martin—. ¿Es por eso por lo que tiene que estar muerta mañana por la mañana?
Jess resopló, pero entendí por qué Martin le preguntaba eso a Maureen.
—Sólo he pagado una noche —dijo Maureen.
—¿Tiene dinero para más que una noche?
—Sí, claro. —La insinuación de que quizá no lo tuviera pareció molestarla un poco. Enfadarla. Lo que sea.
—Pues llame y diga que va a quedarse dos.
Maureen lo miró, de nuevo indefensa.
—¿Por qué?
—Porque... —dijo Jess—. Bueno, aquí no hay nada que hacer, ¿o sí?
Martin soltó una especie de risa.
—A ver: ¿hay algo que hacer aquí arriba?
—No se me ocurre nada —dijo Martin—. Aparte de lo obvio.
—Oh, eso —dijo Jess—. Olvídalo. Se ha pasado el momento. Lo veo. Así que tenemos que encontrar algo que hacer, algo distinto.
—Bien, y si tienes razón, y el momento ha pasado —dije yo—, ¿por qué tenemos que hacer algo juntos? ¿Por qué no nos vamos todos a casa a ver la televisión?
—Porque me siento rara sola. Ya os lo he dicho.
—¿Y por qué tiene que importarnos eso? Hace media hora ni te conocíamos. Me importa un puto comino lo rara que te sientas cuando te quedes sola.
—¿No sientes una especie de lazo que nos une después de lo que hemos pasado juntos?
—No.
—Lo sentirás. Veo claramente que vamos a seguir siendo amigos cuando seamos viejos.
Se hizo otro silencio. No era una visión compartida por todos, obviamente.
MAUREEN
No me gustó nada que hicieran que pareciera tacaña. No tenía nada que ver con el dinero. Necesitaba una noche y pagué una noche. Y en adelante alguien tendría que seguir pagando, pero yo ya no estaría para verlo.
No entendían, estaba claro. Me refiero a que podían entender que fuera infeliz. Pero no entendían la lógica de todo esto. Ellos veían el asunto de este modo: si yo moría, a Matty lo llevarían a alguna residencia en alguna parte. Entonces ¿por qué no lo metía yo misma en una residencia y seguía viviendo? ¿Cuál sería la diferencia? Bien, pues eso confirmaba que no me entendían, o que no entendían a Matty, o al padre Anthony, o a la gente de la iglesia. Nadie que yo conociera pensaba de esa manera.
Esta gente, Martin y JJ y Jess, es diferente de la gente que yo conozco. Es más como la gente de la televisión, la gente de
EastEnders y
de otros programas donde la gente sabe qué decir enseguida. No digo que sean malos. Digo que son diferentes. Si Matty fuera hijo suyo, no se preocuparían tanto por él. No tienen el mismo sentido del deber. Y no tienen la iglesia. Ellos dicen simplemente: «¿Qué más da?», y no hacen nada más, y quizá tengan razón, pero yo no soy como ellos, y no sabía cómo explicárselo.
Ellos no son yo, pero a mí me gustaría ser ellos. Quizá no ellos, exactamente, porque tampoco son felices. Pero me gustaría ser uno de ellos, de esa gente que sabe qué decir, de esa gente a la que le da igual las cosas. Porque si eres como ellos me da la sensación de que tienes más oportunidades de poder vivir una vida soportable.
Así que, cuando Martin me preguntó si de verdad quería morir, no supe qué decirles. La respuesta lógica habría sido: «Sí, sí, pues claro que sí, so necio, por eso he subido todas esas escaleras, por eso le he estado contando a ese muchacho —Dios mío, ya un hombre— todo lo de la fiesta de Nochevieja que me he inventado.» Pero también hay otra respuesta, ¿no es cierto? Y la otra respuesta es: «No, pues claro que no, so necio. Por favor, impídemelo. Por favor, ayúdame. Por favor, conviérteme en una persona que quiere vivir, en ese tipo de persona que quizá está un poco chiflada. Una persona que pudiera decir: "Tengo derecho a algo más que esto. No a mucho más; sólo a algo que me hubiera bastado, en lugar de sólo a algo que no me basta. Porque por eso estoy aquí arriba: porque no ha habido nada que bastara para impedirme hacerlo."»
—¿Y bien? —dijo Martin—. ¿Está usted dispuesta a esperar a mañana por la noche?
—¿Qué voy a decirle a la gente de la residencia?
—¿Tiene aquí el teléfono?
—Es demasiado tarde para llamarles.
—Tiene que haber alguien de guardia. Deme el número.
Sacó uno de esos pequeños teléfonos móviles del bolsillo y lo encendió. Empezó a sonar, y apretó un botón y se pegó el teléfono a la oreja. Estaba escuchando un mensaje, supongo.
—Alguien te ama —dijo Jess, pero él no le hizo ni caso.
Tenía la dirección y el número de teléfono escritos en mi pequeña nota. La busqué en el bolsillo y la saqué, pero no podía leerla en la oscuridad.
—Démela —dijo Martin.
Bueno, me sentía cohibida. Era mi pequeña nota, mi carta, y no quería que nadie la leyera mientras les estaba mirando, pero no sabía cómo decirlo, y antes de que lo supiera, Martin había alargado la mano y me la había quitado.
—Oh, Dios santo —dijo cuando la vio. Sentí cómo iba ruborizándome—. ¿Ésta es su nota de suicidio?
—Tranquilo. Léela en alto —dijo Jess—. Las mías son una mierda, pero apuesto a que la de ella es peor.
—¿Las
tuyas
? —dijo JJ—. ¿Qué quieres decir, que has escrito cientos de ellas?