Authors: Nick Hornby
Jamás he leído ningún artículo periodístico que me convenciera de que el difunto hubiera estado mal de la cabeza. Ya saben: «El delantero del Manchester United, prometido de la actual Miss Suecia, ha recibido recientemente un único doblete: es el único hombre de la historia que, en el mismo año, ha ganado la Copa de la FA británica y un Oscar al mejor actor. El director Steven Spielberg acaba de adquirir —por una suma que no ha trascendido— los derechos de adaptación al cine de su primera novela. Y uno de sus empleados lo ha hallado colgado de una viga en sus caballerizas.» Bien, jamás he leído un informe de este tenor de ningún
coroner
, pero si aun así se dieran casos en los que alguna persona de talento, de éxito, se quitara la vida, podríamos certeramente concluir que el trastorno de marras no andaba muy alejado de su cabeza. Y no estoy queriendo decir que estar prometido a Miss Suecia, jugar en el Manchester United y ganar un Oscar lo vacune a uno contra la depresión (estoy seguro de que no). Lo que quiero decir es que tales cosas ayudan. Miren las estadísticas. Es mucho más probable que te quites de en medio si acabas de pasar por un divorcio. O si eres anoréxico. O si estás parado. O si eres prostituta. O si has peleado en una guerra, o si te han violado, o si has perdido a alguien... Hay montones y montones de factores que empujan a la gente a dar tal paso; y ninguno de ellos es capaz de hacer que te sientas de otro modo que jodidamente desdichado.
Hace dos años, Martin Sharp no se habría visto a sí mismo sentado en una delgada cornisa de hormigón en medio de la noche, mirando un pasaje de cemento treinta metros más abajo, y preguntándose si oiría el ruido que sus huesos harían al hacerse añicos contra él. Pero dos años atrás Martin Sharp era una persona diferente. Seguía teniendo mi trabajo. Seguía teniendo a mi mujer. No me había acostado con una quinceañera. No había estado en la cárcel. No había tenido que hablarles a mis hijitas de un artículo aparecido en primera plana en un tabloide, un artículo con el titular «¡TIPEJO!» e ilustrado con una fotografía de mi persona yaciendo en la acera ante la entrada de un famoso local nocturno londinense. (¿Cuál habría sido el titular si me hubiera matado? «¡EL TIPEJO LO HA HECHO!», quizá. O tal vez «¡EL FINAL DE SHARP!») Antes de que me sucediera todo esto, es justo decir, existían muchos menos motivos para estar sentado en la cornisa de un edificio. Así que no me digan que tenía perturbadas las facultades mentales, porque no me sentía en absoluto así. (¿Qué significa, de todas formas, eso de «el equilibrio mental»? ¿Es rigurosamente científico? ¿Es que la mente anda dando tumbos y subiendo y bajando en la cabeza, como una especie de balanza de pescado, según lo chiflado que estés en cada momento?) Querer suicidarme fue una respuesta apropiada y razonable a toda la serie de acontecimientos desdichados que me habían hecho
invivible
la vida. Oh, sí, sé que los psiquiatras dirían que podrían haberme ayudado, pero en eso residen precisamente gran parte de los problemas del país, ¿no es cierto? Nadie quiere hacer frente a sus responsabilidades. La culpa siempre es de los demás. ¡Buaaah! Bien, coincide que soy uno de los raros individuos que creen que lo que me pasó con mamá y papá no tuvo nada que ver con el hecho de que me estuviera follando a una chiquilla de quince años. Porque creo que me hubiera acostado con ella con independencia de que mi madre me hubiera dado o no el pecho, y ya era hora de que me enfrentara a lo que había hecho.
Y lo que había hecho era tirar por la borda mi vida
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. Literalmente. Bueno, de acuerdo, no
literalmente
literalmente. O sea, no había convertido mi vida en orina y la había almacenado en mi vejiga y luego la había expulsado y demás. Pero sentía que la había dilapidado del mismo modo en que uno dilapida el dinero. Tenía una vida, llena de niños y esposas y empleos y todas esas cosas que uno suele tener, y me las había arreglado para perderla. No, un momento, lo que digo no es exacto. Sabía dónde estaba mi vida, del mismo modo en que uno sabe dónde ha ido a parar el dinero que ha dilapidado. No la había perdido en absoluto. Me la había gastado. Me había gastado a mis hijas y a mi mujer y mi empleo en quinceañeras y en locales nocturnos, cosas estas que tienen un coste, que yo pagaba alegremente, y un buen día, de pronto, mi vida ya no estaba donde solía estar. ¿Y qué es lo que estaba dejando atrás? El día de Nochevieja sentí que a lo que estaba diciendo adiós era a una oscura forma de conciencia y a un sistema digestivo que funcionaba a medias —con montones de señales de vida, ciertamente, pero sin ninguna de su contenido—. Ni siquiera me sentía especialmente triste. Sólo muy estúpido, y muy furioso.
No estoy sentado aquí ahora porque de pronto entrase en razón. El motivo por el que estoy aquí sentado ahora es que aquella noche resultó tan desastrosa como cualquier otra cosa. Ni siquiera pude saltar desde lo alto de un jodido edificio sin joderlo todo como siempre.
MAUREEN
En Nochevieja la residencia mandó la ambulancia a recogerle. Tuve que pagar un tanto por el servicio extra, pero no me importó. ¿Cómo iba a importarme? Al fin y al cabo, Matty iba a costarles mucho más de lo que ellos me cobrarían jamás. Yo iba a pagar sólo una noche, y ellos iban a seguir pagando el resto de su vida.
Al principio pensé en esconder algunas de las cosas de Matty, por si pensaban que todo aquello era algo extraño, pero nadie tenía por qué saber que era suyo. Yo podía tener montones de hijos —no tenían la menor idea si los tenía o no—, así que las dejé donde estaban. Llegaron hacia las seis, y los dos jóvenes de la ambulancia lo sacaron en la silla de ruedas. No pude llorar al verlo marchar, porque los dos jóvenes se habrían olido que estaba pasando algo raro. Ellos pensaban que yo iría a recogerlo antes de las once del día siguiente. Así que le di un beso en la cabeza y le dije que se portara bien en la residencia, y me contuve hasta que se marcharon. Y entonces lloré y lloré, como una hora. Él había arruinado mi vida, pero seguía siendo mi hijo, y no iba a verlo nunca más, y no pude decirle adiós como es debido. Vi la televisión un rato, y me tomé una o dos copas de jerez, porque sabía que iba a hacer frío.
Esperé en la parada del autobús unos diez minutos, pero al final decidí ir andando. El saber que quieres morir te hace menos temeroso de todo. Jamás se me habría ocurrido caminar aquel trecho de noche, sobre todo cuando las calles están llenas de borrachos, pero ¿qué más me daba ahora? Aunque enseguida, por supuesto, me entró la preocupación de que podrían atracarme y no matarme —que me dieran por muerta y no morir—. Porque me llevarían al hospital, y se enterarían de quién era, y descubrirían lo de Matty, y tantos meses planeándolo todo habrían sido una absoluta pérdida de tiempo, y saldría del hospital debiendo a la residencia miles de libras, y ¿de dónde iba a sacar yo todo ese dinero? Pero nadie me atracó. Un par de personas me desearon Feliz Año Nuevo, y eso fue todo. No hay tantas cosas que temer ahí fuera, en las calles. Recuerdo que pensé que qué momento más extraño para descubrirlo: la última noche de mi vida; me había pasado el resto de ella teniendo miedo de todo.
Nunca había estado antes en Toppers' House. Había pasado un par de veces por delante en el autobús. Ni siquiera estaba segura de que aún se pudiera subir a la azotea, pero la puerta estaba abierta y subí las escaleras y al llegar arriba seguí andando hasta que ya no pude seguir más. No sé por qué no se me había ocurrido que no puedes tirarte desde la azotea, así sin más, cuando te viene en gana, pero desde el momento en que la vi me di cuenta de que no, de que no te permiten hacerlo. Habían puesto una alambrada, muy muy alta, curva y terminada en púas. Y bueno..., ahí es donde empezó a entrarme el pánico. No soy alta, ni muy fuerte, y tampoco soy tan joven como antes. No se me ocurría cómo iba a poder pasar por encima de ella. Pero tenía que ser aquella noche, porque Matty estaba en la residencia y todo lo demás. Y me puse a analizar las demás opciones, pero ninguna de ellas era buena. No quería hacerlo desde la sala de estar de mi propia casa, porque quien me encontraría sería por fuerza un conocido. Quería que me encontrara un desconocido. Y tampoco quería echarme al tren, porque había visto un programa de televisión en el que salían los maquinistas hablando de cómo les afectaban los suicidas. Y no tenía coche, de modo que no podía irme hasta un lugar tranquilo y ponerme a inhalar los gases del tubo de escape.
Y entonces vi a Martin, justo al otro extremo de la azotea. Me escondí en la oscuridad y me puse a observarle. Vi que había hecho las cosas como es debido: se había traído una pequeña escalera de mano, y unas tijeras para cortar cable, y se las había arreglado para pasar al otro lado. Y estaba sentado en la cornisa, bamboleando las piernas al aire, mirando hacia abajo, tomando pequeños tragos de una petaca, fumando, pensando. Mientras, yo esperaba. Y siguió fumando y fumando y yo esperé y esperé hasta que al final no pude esperar más. Sé que la escalera era de él, pero yo la necesitaba. A él no le iba a servir de mucho, además.
No traté de empujarle. No tengo la suficiente corpulencia para empujar a un hombre hecho y derecho hasta hacerle caer de una cornisa. Y, de haberla tenido, tampoco lo habría intentado. No habría estado bien; tirarse o no tirarse era cosa de él. Lo único que hice fue acercarme y meter la mano por un agujero de la alambrada y darle un golpecito en el hombro. Sólo quería preguntarle si la cosa le iba a llevar mucho tiempo.
JESS
Antes de ir a donde los okupas, no tenía ni la menor intención de tirarme desde la azotea de ese edificio. De veras. No había pensado para nada en Toppers' House hasta que empecé a hablar con ese tipo. Creo que yo le gustaba, lo cual no es mucho decir si tenemos en cuenta que yo era casi la única chica de menos de treinta años que aún podía tenerse en pie en aquella fiesta. Me dio un pitillo, y me dijo que se llamaba Bong, y cuando le pregunté por qué se llamaba Bong me dijo que porque la yerba se la fumaba siempre en una pipa de agua
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. Y yo le digo: ¿Quieres decir que todos los demás de aquí se llaman Porro? Y él me dice algo así como: No, aquel tipo de allí se llama Mike Mental. Y aquel otro Charco. Y el de allá Nicky Zurullo. Y así uno tras otro, hasta acabar de decirme el nombre de todos los tipos de la sala que conocía.
Pero los diez minutos que pasé hablando con Bong hicieron historia. Bueno, historia no en ese sentido de años, como 55 a. C. o 1939, no historia histórica, a menos que uno de nosotros vaya a inventar una máquina del tiempo o impida que Gran Bretaña sea invadida por Al Qaeda o algo parecido. Pero quién sabe lo que hubiera sido de nosotros si yo no le hubiera gustado tanto a Bong. Porque antes de que empezara a intentar ligar conmigo estaba a punto de marcharme a casa, y Maureen y Martin ahora estarían muertos, lo más seguro, y..., bueno, todo habría sido diferente.
Cuando Bong terminó de decir la lista de nombres, me miró y dijo: ¿No estarás pensando en subir a esa azotea, eh? Y yo pienso: No contigo, so colgado. Y él dice: Porque veo el dolor y la desesperación en tus ojos. Para entonces yo ya estaba completamente curda, así que, cuando ahora pienso en ello, estoy segura de que lo que vio en mis ojos fueron los siete Bacardi Breezers y las dos latas de cerveza Special Brew. Voy y le digo: ¿Ah, sí? Y él dice: Sí, ya ves, me han puesto de guardia de suicidas, para vigilar a la gente que sólo ha venido aquí para luego subir arriba. Y yo le digo: ¿Qué pasa ahí arriba? Y él se ríe, y dice: Me tomas el pelo, ¿no? Esto es Toppers' House, querida. Aquí es donde la gente se suicida. Yo no habría pensado nunca en ello si él no me lo hubiera dicho. De pronto todo encajaba. Porque aunque hacía un momento habría estado a punto de irme a casa, no tenía ni idea de lo que iba a hacer cuando llegara, y no podía ni imaginar lo que sería despertar por la mañana. Necesitaba a Chas, pero él no me necesitaba a mí. Y de repente me di cuenta de que lo mejor que podía hacer era acortar mi vida lo máximo posible. Casi me echo a reír, era tan sencillo: quería hacer que mi vida fuera lo más corta posible y estaba en Toppers' House... Qué coincidencia; era demasiado. Era como un mensaje de Dios. De acuerdo, era decepcionante que lo único que Dios tuviera que decirme fuera: Salta desde esa azotea, pero no se lo echaba en cara. ¿Qué otra cosa iba a decirme?
Entonces pude sentir el peso de todo lo que me pasaba: el peso de la soledad, el peso de todo lo que me había ido mal en la vida. Y me sentí una heroína, subiendo los tramos de escalera que faltaban para llegar a lo alto del edificio con todo aquel peso a mis espaldas. Tirarse al vacío parecía la única manera de librarse de él, la única manera de conseguir que jugara a mi favor en lugar de en mi contra. Me sentía tan pesada que sabía que me estrellaría contra el suelo en un periquete. Batiría el récord mundial de caída libre desde un edificio.
MARTIN
Si esa mujer no hubiera tratado de matarme, estaría muerto, no hay duda. Pero todos tenemos instinto de conservación, ¿no? Aun cuando nosotros mismos estemos tratando de matarnos en ese momento. Lo único que sé es que sentí un golpe en la espalda, y me volví y me agarré a la alambrada que tenía a mi espalda y me puse a gritar. Para entonces ya estaba como una cuba. Llevaba un buen rato tomando tragos de la petaca, y había salido borracho, además. (Ya sé, ya sé, no debería haber conducido. Pero no iba a llevar la puta escalera en el autobús.) Y sí, probablemente me pasé un poco con las cosas que dije, es cierto. Si hubiera sabido que era Maureen, si hubiera sabido cómo era Maureen, habría moderado un poco mi vocabulario, probablemente. Pero no lo sabía. Creo que incluso llegué a utilizar la palabra con c,
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y ya he dicho que lo siento. Pero hay que admitir que la situación se las traía.
Me puse de pie y me di la vuelta despacio, porque no quería caerme hasta tirarme, y me puse a chillarle, y ella se me quedó mirando.
—Le conozco —dijo.
—¿Qué?
Estaba muy lento. La gente se acerca a mí en los restaurantes y tiendas y teatros y garajes y urinarios de todo Gran Bretaña, y me dice: «Yo a usted lo conozco», e invariablemente quieren decir precisamente lo contrario: quieren decir: «No lo conozco. Pero le he visto en la tele.» Y me piden un autógrafo, o un poco de charleta sobre cómo es en realidad Penny Chambers, cómo es en la vida real. Pero aquella noche, la verdad, no me lo esperaba. Parecía un poco a desmano, a aquel lado de la vida.