En picado (3 page)

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Authors: Nick Hornby

—De la televisión.

—Oh, por el amor de Dios. Estaba a punto de matarme, pero no importa: siempre hay tiempo para un autógrafo. ¿Tiene un boli? ¿O un trozo de papel? Y antes de que me lo pregunte, le diré que es una verdadera arpía que no hace más que bufar y follarse a todo el mundo. ¿Qué está haciendo aquí arriba, de todas formas?

—Yo... También me iba a tirar desde la cornisa. Quería pedirle prestada la escalera.

A eso es a lo que se reduce todo: a escaleras. Bueno, no literalmente; el proceso de paz de Oriente Próximo no se reduce a escaleras, y tampoco los mercados monetarios. Pero una cosa que sé de entrevistar a la gente en mi programa es que los temas más grandes pueden reducirse a sus partes más mínimas, como si la vida fuera una maqueta Airfix
[6]
. He oído a un líder religioso atribuir su fe a un pestillo defectuoso del cobertizo de su jardín (se quedó encerrado una noche entera cuando era niño, y Dios lo guió a través de la oscuridad). He oído a un rehén contar cómo sobrevivió a su odisea porque uno de sus secuestradores se quedó fascinado al ver la tarjeta familiar de descuento del zoo londinense que llevaba en su cartera. Uno quiere hablar de grandes cosas, pero son los pestillos de los cobertizos de los jardines y las tarjetas del zoo londinense lo que le da a uno los puntos de apoyo. Sin ellos, uno no sabría por dónde empezar. No si la persona en cuestión es el presentador de
Buenos días con Penny y Martin
, en todo caso. Maureen y yo no podíamos hablar de por qué éramos tan infelices como para querer que nuestros sesos estallaran y salpicaran el asfalto como un batido de McDonald's. Así que hablábamos de la escalera.

—No faltaba más...

—Esperaré hasta que... Bueno, esperaré.

—¿Va usted a quedarse ahí quieta mirando?

—No, claro que no. Usted querrá hacerlo a solas, imagino.

—Imagina bien.

—Me iré allí. —Hizo un gesto señalando el otro extremo de la azotea.

—Le daré un grito cuando esté ya en el aire.

Me reí, pero ella no.

—Vamos. No ha sido un chiste tan malo. Dadas las circunstancias.

—Supongo que no estoy de humor, señor Sharp.

No creo que estuviera tratando de ser graciosa, pero lo que dijo me hizo reír aún más. Maureen se fue hasta el otro lado de la azotea, y se sentó con la espalda apoyada en el muro. Me volví y me fui agachando hasta sentarme de nuevo en la cornisa. Pero no me podía concentrar. El momento se había pasado. Ustedes podrían pensar: ¿qué concentración necesita un hombre para lanzarse al vacío desde lo alto de una azotea? Bueno, pues se sorprenderían ustedes. Antes de que Maureen llegara había estado profundamente concentrado; me hallaba ya en un punto en el que sólo era necesario darme un pequeño impulso para deslizarme de la cornisa hacia el vacío. Estaba absolutamente ensimismado en las razones por las que estaba donde estaba; entendía con horrible nitidez la imposibilidad de intentar retomar mi vida allá abajo. Pero la conversación con aquella mujer me había distraído, me había devuelto otra vez al mundo, al frío y al viento y al ruido del bajo que sonaba siete plantas más ahajo. No lograba volver a mi estado de ánimo anterior; era como si una de las niñas se hubiera despertado justo en el instante en que Cindy y yo empezábamos a hacer el amor. No había cambiado de opinión, y seguía sabiendo que tendría que hacerlo en algún momento. Pero sabía que no sería capaz de hacerlo en los minutos siguientes.

Le grité a Maureen:

—¡Eh! ¿Quiere que nos cambiemos de sitio? ¿A ver cómo le va a usted? —Me eché a reír de nuevo. Me sentía como en una telecomedia, lo bastante borracho (y, supongo, lo bastante desquiciado) como para tener la sensación de que todo lo que decía era terriblemente gracioso.

Maureen salió de las sombras y se acercó con cautela a la abertura en la alambrada.

—Yo también querría estar a solas —dijo.

—Lo estará —dije—. Dispone de veinte minutos. Luego quiero volver a mi sitio.

—¿Cómo va a volver a este lado de la alambrada?

No había pensado en ello. La escalera de mano sólo servía en el otro lado de la alambrada: en el mío no había sitio suficiente para abrirla.

—Tendrá que sujetármela.

—¿Qué quiere decir?

—Usted me la pasa por encima de la alambrada y yo la cojo. La pongo pegada a la alambrada y usted la sostiene bien fuerte desde ese lado.

—No podré mantenerla en su sitio. Pesa usted demasiado.

Y ella era demasiado liviana. Era menuda, pero casi carecía de peso; me pregunté si querría matarse porque no quería soportar una larga y dolorosa muerte a causa de alguna enfermedad.

—Pues entonces tendrá que resignarse a que yo esté aquí.

No estaba seguro de que quisiera realmente pasar al otro lado, de todas formas. Ahora la alambrada marcaba una frontera: desde la azotea se podía acceder a las escaleras, y de las escaleras a la calle, y de la calle a Cindy, y a las niñas, y a Danielle, y a su padre, y a todo lo demás que me había llevado hasta allí como un fuerte viento lleva hasta lo alto una bolsa de patatas fritas. La cornisa parecía un sitio seguro. No había en ella humillación ni vergüenza, más allá de la humillación y la vergüenza que es lógico sentir si estás sentado en una cornisa, solo, en Nochevieja.

—¿Por qué no va rodeando la cornisa hasta el otro extremo de la azotea?

—¿Por qué no se va usted? La escalera es mía.

—No es muy caballeroso que digamos.

—No, joder, claro que no. Y es una de las razones por las que estoy aquí arriba. ¿No lee los periódicos?

—A veces ojeo el local.

—¿Y qué sabe de mí, entonces?

—Antes salía en la tele.

—¿Eso es todo?

—Sí, supongo que sí. —Se quedó pensativa unos instantes—. ¿Estaba casado con una de las de Abba?

—No.

—¿Y con alguna otra cantante?

—No.

—Oh. Y le gustan los champiñones, lo sé.

—¿Champiñones?

—Lo dijo. Me acuerdo perfectamente. Estuvo en el plato uno de esos chefs, y le dio algo a probar, y usted dijo: «Mmm, me encantan los champiñones. Me pasaría el día comiéndolos.»

¿Fue usted?

—Puede que sí. Pero ¿eso es lo único que sacó en limpio?

—Sí.

—¿Por qué cree que pienso matarme, entonces?

—No tengo ni idea.

—Joder, me está usted haciendo perder el tiempo, señora.

—¿Le importa cuidar un poco su lenguaje? Lo encuentro ofensivo.

—Lo siento.

Pero no podía creerlo. No podía creer que hubiera alguien que no lo supiera. Antes de ir a la cárcel, todas las mañanas, al despertarme, la basura de los tabloides me esperaba afuera, en la puerta. Tenía reuniones de crisis con agentes y directores y ejecutivos de la cadena. Parecía imposible que en Gran Bretaña existiera alguien a quien no le interesara lo que yo había hecho, sobre todo porque vivía en un mundo en el que esas cosas eran lo único que al parecer importaba. Quizá Maureen vivía en una azotea, me dije. Ahí arriba le resultaría fácil desentenderse de esos detalles.

—¿Y si utiliza el cinturón? —Hizo un gesto con la cabeza en dirección a mi cintura. Eran sus últimos momentos en este mundo. No creo que quisiera emplearlos en hablar de mi pasión por los champiñones (pasión que había sido inventada cara a la cámara, por otra parte). Lo que quería era seguir con lo que tenía entre manos.

—¿Qué quiere decir?

—Quítese el cinturón y páselo alrededor de la escalera. Y abróchelo de su lado de la alambrada.

Vi a lo que se refería, y comprendí que podía funcionar, y durante el par de minutos siguientes trabajamos en un silencio bien avenido; ella me pasó la escalera por encima de la alambrada, y yo me quité el cinturón, rodeé con él escalera y alambrada, lo apreté, cerré la hebilla, sacudí el conjunto para ver si aguantaba. No quería morir cayéndome de espaldas. Pasé por encima de la alambrada, y una vez en el otro lado desabrochamos el cinturón e hicimos las operaciones necesarias para volver a poner la escalera en su sitio.

Y estaba a punto de dejar que Maureen saltara en paz cuando vi que esa jodida lunática corría dando alaridos hacia nosotros.

JESS

No tendría que haber hecho aquel ruido. Ése fue mi error. Me refiero a que ése fue mi error si lo que quería era matarme. Podía haber ido andando, rápido y en silencio y con tranquilidad, hasta donde Martin había cortado la alambrada, haberme subido a la escalera y haber saltado. Pero no lo hice. Me puse a gritar algo así como ¡Quitaos de en medio, perdedores!, y solté ese grito de guerra de los pieles rojas, como si todo fuera un juego —que es lo que era en ese momento; para mí, al menos—, y Martin me hizo un placaje como en un partido de rugby antes de que lograra llegar a medio camino. Y luego puso las rodillas encima de mí y me pegó la cara contra esa especie de falso asfalto rasposo que ponen en la cubierta de los edificios. Y entonces deseé estar muerta.

No sabía que era Martin. No había visto gran cosa, la verdad, hasta que sentí que me restregaba la nariz contra el polvo rugoso, y luego lo que vi fue polvo. Pero supe lo que los dos estaban haciendo allí arriba en cuanto llegué a la azotea. No tenías que ser un genio para adivinarlo. Así que, con él sentado encima, le digo: Vaya, ¿vosotros dos podéis mataros y yo no? Y él dice: Tú eres demasiado joven. Nosotros nos hemos jodido la vida. Tú todavía no. Y yo digo: ¿Cómo lo sabes? Y él dice: Nadie se ha podido joder la vida a tu edad. Y yo digo: ¿Y si he asesinado a diez personas, incluidos mis padres y..., no sé, mis dos bebés gemelos? Y él dice: Bien, ¿lo has hecho? Y yo digo: Sí, lo he hecho (aunque no lo he hecho, claro; sólo quería saber lo que iba a decir él). Y él dice: Bien, si estás aquí es porque te has ido de rositas, ¿no? Si yo fuera tú, me cogería un avión a Brasil. Y yo digo: ¿Y si quiero pagar por lo que he hecho con mi vida? Y él dice: Cállate.

MARTIN

Mi primer pensamiento, cuando tuve a Jess pegada contra el suelo, fue que no quería que Maureen se tirara sola. No tenía nada que ver con ninguna idea que yo pudiera tener de salvarle la vida; era simplemente que me hubiera jodido que se hubiera aprovechado de una distracción mía y hubiera saltado. Oh, nada tiene ningún sentido; dos minutos antes, había estado prácticamente urgiéndole a que lo hiciera. Pero no veía por qué Jess tenía que ser responsabilidad mía y no suya, y no veía tampoco por qué tenía que ser la que utilizara la escalera cuando era yo quien la había cargado hasta allí arriba. Así que mis razones eran absolutamente egoístas; ninguna novedad en esto, como Cindy les diría.

Después de que Jess y yo tuviéramos nuestra conversación idiota sobre cómo había matado a montones de personas, le grité a Maureen que viniera a ayudarme. Eso pareció asustarla, y empezó a acercársenos muy lentamente.

—¿Quiere darse prisa, joder?

—¿Qué quiere de mí?

—Siéntese encima de ella.

Maureen se sentó encima del culo de Jess, y yo puse una rodilla sobre cada uno de sus brazos.

—Suéltame ahora mismo, viejo cabrón pervertido. Estás excitándote con esto, ¿verdad?

Bueno, obviamente eso me dolió un poco, dados los acontecimientos recientes. Durante un momento pensé que Jess quizá sabía quién era yo, y que por eso lo decía, pero ni siquiera yo suelo llegar a esos grados de paranoia. Si te interceptaran y te inmovilizaran en mitad de la noche, justo cuando estabas a punto de lanzarte desde lo alto de una altísima azotea, probablemente no estarías pensando en presentadores de televisión de horario de desayuno (esto les sentará como un tiro a los presentadores de televisión de horario de desayuno, por supuesto, pues la mayoría de ellos cree firmemente que la gente no piensa más que en el desayuno, la comida y la cena). Mi madurez estaba por encima de las pullas de aquella jovencita, por mucho que me entraran ganas de romperle los brazos.

—Si te soltamos, ¿vas a comportarte como es debido?

—Sí.

Así que Maureen se levantó, y, con cansina predictibilidad, Jess se abalanzó en cuanto pudo hacia la escalera, y tuve que tumbarla de nuevo en el suelo.

—¿Y ahora qué? —me preguntó Maureen, como si yo fuera un veterano en tales lides, y supiera lo que hacer a continuación.

—No tengo ni puta idea.

Tampoco tengo la menor idea de por qué no se nos ocurrió a ninguno de nosotros que un punto de suicidio tan famoso iba a estar tan concurrido en Nochevieja como Piccadilly Circus, pero a aquellas alturas de los acontecimientos yo ya había aceptado la realidad de nuestra situación: estábamos a punto de convertir un momento privado y solemne en una farsa con un reparto multitudinario.

Y en ese preciso instante de aceptación, los tres nos convertimos en cuatro. Se oyó una tos cortés, y cuando nos dimos la vuelta para mirar, vimos a un hombre alto y bien parecido, de pelo largo, unos diez años menor que yo, con un casco de motorista bajo el brazo y una de esas grandes bolsas isotérmicas en el otro.

—¿Alguno de vosotros ha pedido una pizza?

MAUREEN

Nunca había conocido a un americano; me parece que no, al menos. Y tampoco estaba seguro de que lo fuera, hasta que los otros dijeron algo. Una no se espera a los americanos de repartidores de pizzas, ¿no? Bien, yo no, al menos, pero quizá yo no estoy muy al tanto de las cosas. No pido pizzas muy a menudo, pero siempre que lo he hecho me la ha traído alguien que no hablaba inglés. Los americanos no andan repartiendo cosas, ¿no? Ni te atienden en las tiendas, ni te cobran en el autobús. Supongo que deben de hacerlo allí en América, pero no aquí. Sí indios y antillanos, y montones de australianos en el hospital donde ven a Matty, pero no americanos. Así que, al principio, seguramente pensamos que estaba un poco tocado del ala. Era la única explicación que se me ocurría. Parecía un poco loco, con aquel pelo. Y pensando que habíamos pedido pizza, estando como estábamos en la azotea de Toppers' House.

—¿Cómo vamos a haber pedido pizza? —le preguntó Jess. Seguíamos sentados encima de ella, así que su voz sonó extraña.

—Por celular —dijo él.

—¿Qué es un celular? —preguntó Jess.

—Bueno, un móvil, o como se llame.

Podíamos haberlo hecho, había que reconocérselo.

—¿Eres norteamericano? —le preguntó Jess.

—Sí.

—¿Cómo es que estás repartiendo pizzas?

—¿Y qué estáis haciendo vosotros, sentados encima de su cabeza?

—Están sentados en mi cabeza porque éste no es un país libre —dijo Jess—. No puedes hacer lo que quieres.

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