Authors: Nick Hornby
—¿Qué querías hacer tú?
Jess no dijo nada.
—Quería tirarse a la calle —dijo Martin.
—¡Y tú también!
Martin no le hizo el menor caso.
—¿Ibais a tiraros todos desde aquí? —dijo el hombre de la pizza.
Ninguno dijo nada.
—¿Cojones...? —dijo.
—¿Cojones? —dijo Jess—. Cojones, ¿qué?
—Es una forma norteamericana de abreviar —dijo Martin—. «Cojones» quiere decir «¿Qué cojones...?». En Norteamérica están tan ocupados que no tienen tiempo para el «¿qué?».
—¿Les importaría cuidar un poco el lenguaje, por favor? —les dije—. No todos hemos sido criados en una pocilga.
El hombre de la pizza se sentó en el suelo de la azotea y sacudió la cabeza. Pensé que estaba triste por nosotros, pero luego nos dijo que no era eso en absoluto.
—Muy bien —dijo, al cabo de un rato—. Soltadla.
No nos movimos.
—Eh, tú. ¿Me estás oyendo? ¿Voy a tener que ir ahí a hacer que me escuches?
Se puso en pie y vino hacia nosotros.
—Creo que ahora se portará bien, Maureen —dijo Martin, refiriéndose a Jess, como si se estuviera decidiendo a levantarse voluntariamente, y no por miedo a que el americano le diera un puñetazo. Se puso en pie, y me puse en pie, y Jess se puso en pie y se sacudió el polvo y soltó un montón de juramentos. Luego miró a Martin.
—Eres ese tipo —dijo—. El tipo de los desayunos de la tele. El que se acostaba con una chiquilla de quince años. Martin Sharp. ¡Cojones! Martin Sharp sentado en mi cabeza. Viejo pervertido.
Bueno, claro está que yo no tenía ninguna noticia de ninguna chiquilla de quince años. No leo ese tipo de periódicos, a menos que esté en la peluquería, o que alguien se deje uno en el autobús.
—¿Me tomas el pelo? —dijo el hombre de la pizza—. ¿El que estuvo en la cárcel? Yo también lo leí en el periódico.
Martin emitió un gemido.
—¿También lo sabe todo el mundo en Estados Unidos? —dijo.
—Claro —dijo el hombre de la pizza—. Lo leí en el
New York Times
.
—Oh, Dios —dijo Martin, pero se notaba que le encantaba lo que había oído.
—Era una broma —dijo el hombre de la pizza—. Tú presentabas un programa de televisión a la hora del desayuno en Inglaterra. Nadie en Estados Unidos ha oído hablar nunca de ti. Sé realista.
—Danos un poco de pizza, entonces —dijo Jess—. ¿De qué son?
—No lo sé —dijo el hombre de la pizza.
—Déjame echar un vistazo, entonces —dijo Jess.
—No, es que... No son mías, ¿sabes?
—Oh, no seas nenaza —dijo Jess. (De veras. Eso es lo que dijo. No entiendo por qué.)
[7]
Se inclinó hacia el suelo, agarró la bolsa y sacó las cajas de las pizzas. Luego las abrió y empezó a hurgar en ellas.
—Ésta es de
pepperoni
. Y ésta no sé de qué es. Vegetal.
—Vegetariana —dijo el hombre de la pizza.
—Lo que sea —dijo Jess—. ¿A quién le gusta eso?
Yo pedí la vegetariana. Lo de
pepperoni
me sonaba a algo que no iba mucho conmigo.
JJ
Les conté a un par de personas lo de aquella noche, y lo raro del caso es que no les extrañó demasiado la parte del suicidio, pero sí la de las pizzas. A la mayoría de la gente le cabe en la cabeza el suicidio, supongo; la mayoría de la gente, aunque lo tenga muy oculto en lo más profundo de sí misma, puede recordar alguna vez en la vida en la que pensó si realmente quería despertar a la mañana siguiente. Querer morir parece una parte de estar vivo. El caso es que le cuento a la gente lo de aquella Nochevieja y nadie dice: «¿Queeeeé? ¿Que quisiste suicidarte?» Dice más bien: «Ah, ya, tu grupo se fue a la mierda, viste que se había acabado lo de tu música, que era lo único que querías hacer en la vida, y ADEMÁS rompiste con tu chica, que era la única razón por la que estabas en este jodido país... Sí, claro, ya veo por qué te subiste allá arriba.» Pero al segundo siguiente quiere saber qué diablos hacía un tipo como yo entregando putas pizzas...
Vale, no me conocéis, así que tendréis que creer en mi palabra si os digo que no soy ningún imbécil. Leo como un poseso todos los libros que caen mis manos. Me gustan Faulkner y Dickens y Vonnegut y Brendan Behan y Dylan Thomas. Aquella semana, días antes, el día de Navidad, más exactamente, acabé
Vía revolucionaria
, de Richard Yates, que es una novela absolutamente impresionante. De hecho iba a lanzarme al vacío con un ejemplar, no sólo porque habría estado de puta madre, y habría añadido un toque místico a mi muerte, sino también porque seguro que habría hecho que la leyera más gente. Pero las cosas se precipitaron y no me dio tiempo a prepararlo, y salí de casa sin el libro. Tengo que decir, sin embargo, que no recomendaría a nadie que lo hiciera el día de Navidad, en una habitación alquilada sin agua caliente, en una ciudad donde en realidad no conoces a nadie. Y tampoco creo que ayudara mucho mi sensación general de bienestar, si sabéis a lo que me refiero, porque llegar al final de la vida es un palo que ni te cuento.
En fin, el caso es que la gente enseguida llega a la conclusión de que un tipo que va en una pequeña motocicleta de mierda por el norte de Londres el día de Nochevieja por un sueldo de miseria es claramente un perdedor, y condenado casi sin remedio a no tener nunca un Quattro con todos los extras. Bueno, vale, somos perdedores por definición, porque repartir pizzas es un trabajo para perdedores. Pero no todos somos memos del culo. De hecho, incluso con Faulkner y Dickens y demás, yo era probablemente el tío más tonto de todos los tíos del trabajo, o al menos el menos educado. Había médicos africanos, abogados albaneses, químicos iraquíes... Yo era el único que no tenía título universitario. (No entiendo cómo no hay en el mundo más violencia relacionada con las pizzas. Imaginaos: eres de los mejores en cualquier campo en Zimbabue, cirujano del cerebro o lo que sea, y de pronto tienes que venir a Inglaterra porque el régimen fascista quiere hacerte picadillo, y acabas siendo tratado con condescendencia por algún gilipollas de quinceañero colocado al que le ha entrado el hambre a las tres de la madrugada... O sea, ¿no estaría legalmente justificado que le rompieras la puta crisma?) En fin. Hay más de una manera de ser un perdedor. Seguro que hay más de una manera de perder.
Así que podría decirse que estaba repartiendo pizzas porque Inglaterra
chupa
, o, más concretamente, porque las chicas inglesas chupan, y porque no podía trabajar legalmente porque no soy inglés. O italiano, o español, o incluso un puto finlandés o lo que sea. Así que estaba trabajando en lo único que podía trabajar. A Iván, el propietario lituano de Casa Luigi, en Holloway Road, no le importaba que fuera de Chicago y no de Helsinki. Y otra forma de explicarlo es decir que la mierda existe, y que no hay sitio demasiado pequeño, demasiado oscuro y sin aire y sin esperanza donde la gente no pueda meterse a rastras.
El problema de mi generación es que todos pensamos que somos putos genios. Hacer algo no es suficiente para nosotros, y nadie está vendiendo algo, o enseñando algo, o simplemente haciendo algo: nosotros tenemos que
ser
algo. Es nuestro derecho inalienable, como ciudadanos del siglo XXI que somos. Si Christina Aguilera o Britney Spears o cualquier otro imbécil de
ídolo norteamericano
puede
ser
algo, ¿por qué no yo? ¿Qué hay de
lo mío
, eh? Muy bien, mi banda ha dado los mejores conciertos en vivo que uno pueda escuchar en un bar, y hemos grabado dos álbumes que han gustado a muchos críticos y a poca gente normal y corriente. Pero tener talento no es nunca suficiente para hacernos felices, ¿no es cierto? Quiero decir que debería serlo, porque el talento es un don, y uno debería darle gracias a Dios por tenerlo, pero yo no lo he hecho. A mí me jodia un montón, porque no me pagaban por él ni me sacaban en la portada de
Rolling Stone
.
Oscar Wilde dijo una vez que la vida real de uno es a menudo la vida que uno no lleva. Apúntate un diez, Oscar. Mi vida real estaba llena de conciertos de los de primera plana en Wembley y el Madison Square Garden y de discos de platino, y de Grammys, y ésa no era la vida que estaba llevando, y eso es quizá lo que hacía que me entraran ganas de mandarlo todo al diablo. La vida que llevaba no me permitía..., no sé, ser quien pensaba que era. Ni siquiera me permitía ir derecho por la vida. Era como si estuviera andando por un túnel que fuera haciéndose más y más estrecho,
y
más y más oscuro, y hubiera empezado a llenarse de agua, y yo avanzara todo encorvado, y me encontrara con un muro de roca y las únicas herramientas que tuviera a mano fueran mis uñas. Puede que todo el mundo se sienta así, pero ésa no es razón para seguir adelante. Bueno, pues aquella Nochevieja ya estaba harto. Tenía las uñas hechas polvo, y las yemas de los dedos todas despellejadas. Ya no podía seguir escarbando. Con el grupo roto, lo único que me quedaba para expresarme era dejar atrás mi vida irreal: iba a volar desde aquella puta azotea como Supermán. Pero, por supuesto, las cosas no salieron de ese modo.
He aquí algunas personas muertas, personas que eran demasiado sensibles para seguir viviendo: Sylvia Plath, Van Gogh, Virginia Woolf, Jackson Pollock, Primo Levi, Kurt Cobain (por supuesto). Y algunas personas vivas: George W. Bush, Arnold Schwarzenegger, Osama Bin Laden. Sólo tenéis que poner una cruz al lado de la gente con la que os gustaría tomar una copa, y ver si están en el grupo de los muertos o de los vivos. Y sí, podéis argumentar que he forzado las cosas a mi favor, y que hay un par de personas que faltan en la lista de los vivos y que refutarían lo que afirmo, unos cuantos poetas y músicos y gente de ese tipo. Y podéis también hacer constar que Stalin y Hitler no eran tan maravillosos y sin embargo ya no están entre nosotros. Pero sed un poco indulgentes conmigo: sabéis de lo que estoy hablando. A la gente sensible le es más duro seguir viviendo.
Así que me causó una verdadera conmoción descubrir que Maureen, Jess y Martin Sharp estaban a punto de emprender la ruta de Vincent Van Gogh para dejar este mundo. (Y sí, gracias, sé que Van Gogh no se tiró de lo alto de un edificio de apartamentos del norte de Londres.) Una mujer de mediana edad con pinta de asistenta, una adolescente chillona y chiflada y un presentador de un programa de entrevistas de la tele con cara de torta. No pegaban nada el uno con el otro. El suicidio no se inventó para gente como ésa. Se inventó para gente como Virginia Woolf y Nick Drake. Y como yo. El suicidio se suponía que era de puta madre.
La Nochevieja era una noche para perdedores sentimentales. La culpa fue mía, por estúpido. Era previsible que habría toda una recua de gente de renta baja allí arriba. Debería haber elegido una fecha con más clase —el 28 de marzo, por ejemplo, día en que Virginia Woolf se adentró en el río, o el 25 de noviembre de Nick Drake—. Si en las noches de esas dos fechas me hubiera encontrado con alguien en aquella azotea, con toda probabilidad habrían sido almas afines a lo que estoy diciendo, y no pobres diablos que quién sabe por qué se habían convencido de que el último día del año tenía algún significado especial. Pero el caso es que cuando me mandaron a entregar unas pizzas a aquellos okupas de Toppers' House, la ocasión parecía demasiado buena para desaprovecharla. Mi plan era subir a la azotea, echar un vistazo para orientarme, bajar a entregar las pizzas y volver a subir para Hacerlo.
Y de pronto allí estaba con aquellos tres suicidas potenciales que me miraban fijamente mientras se comían las pizzas que habría tenido que entregar a los okupas de abajo. Parecían esperar algún tipo de discurso de Gettysburg sobre las razones por las que sus maltrechas e inútiles vidas merecían la pena vivirse. Era irónico, de verdad, ver cómo me importaba un pimiento si se tiraban al vacío o no. No les conocía de nada, y ninguno de ellos parecía que fuera a añadir mucho a la suma total de los logros humanos.
—Bien —dije—. Genial. Pizza. Una cosa buena y sencilla para una noche como ésta. (Una cita de Raymond Carver, como probablemente sabéis. Malgastada con una gente como aquélla.)
—¿Y ahora qué? —dijo Jess.
—Nos comemos las pizzas.
—¿Y?
—Démonos media hora, ¿vale? Luego veremos en qué punto estamos.
No sé de quién partió la idea. ¿Por qué media hora? ¿Y qué se suponía que iba a pasar después?
—Todo el mundo necesita un respiro. Me da la impresión de que las cosas se estaban encanallando un poco aquí arriba. ¿Treinta minutos? ¿Todos de acuerdo?
Fueron encogiéndose de hombros y asintiendo con la cabeza uno a uno, y seguimos comiendo las pizzas en silencio. Era la primera vez que probaba una de Iván. Era incomestible, quizá hasta venenosa.
—No voy a quedarme aquí sentada media hora mirando vuestras pobres y jodidas jetas —dijo Jess.
—Acabas de estar de acuerdo en hacerlo —le recordó Martin.
—¿Y qué?
—¿De qué sirve que estés de acuerdo en hacer algo si luego no lo haces?
—De nada —dijo Jess, sin que al parecer le afectara lo más mínimo la concesión.
—La coherencia es el último refugio de los que carecen de imaginación —dije. Otra vez Wilde. No pude resistirme.
Jess me fulminó con la mirada.
—Está siendo amable contigo —dijo Martin.
—Nada sirve para nada, ¿no? —dijo Jess—. Por eso estamos aquí arriba.
Bien, he aquí un razonamiento filosófico bastante interesante. Jess estaba afirmando que, como estábamos allí arriba en la azotea, éramos todos anarquistas. No había acuerdos que nos ataran, no había reglas válidas. Podíamos violarnos y asesinarnos mutuamente y nadie prestaría la menor atención.
—Para vivir fuera de la ley hay que ser honrado —dije.
—¿Qué cojones quiere decir esto? —dijo Jess.
A decir verdad, nunca he sabido realmente qué cojones quiere decir la frase en cuestión. Lo dijo Bob Dylan, no yo, y siempre he pensado que sonaba muy bien. Pero era la primera vez en la vida que me encontraba en situación de poner la idea a prueba, y vi que no funcionaba. Estábamos viviendo fuera de la ley, y podíamos mentir como bellacos cuando nos venía en gana (y no estaba muy seguro de por qué no habríamos de hacerlo).
—Nada —dije.
—Cállate, entonces, chico yanqui.
Y me callé. Nos quedaban aproximadamente veintiocho minutos de respiro.
JESS
Hace mucho tiempo, cuando tenía ocho o nueve años, vi un programa en la tele sobre la historia de los Beatles. A Jen le gustaban los Beatles, y fue ella la que me hizo verlo, pero no me importó. (Seguramente le dije que sí me importaba. Seguramente monté un pollo y la mandé a la mierda.) Pero cuando entró Ringo en el grupo sentí una especie de estremecimiento, porque ya estaba, ya eran los cuatro, y estaban listos para lanzarse al mundo y convertirse en el grupo más famoso de la historia. Bueno, pues así es como me sentí cuando JJ apareció en la azotea con las pizzas. Sé lo que pensaréis. «Oh, lo dice únicamente porque suena bien», pero no es cierto. Lo supe, de verdad. Ayudó que tuviera pinta de estrella del rock, con aquel pelo y aquella chupa de cuero y demás, pero lo que sentí no tenía nada que ver con la música. Quiero decir que supe que necesitábamos a JJ, así que cuando apareció todo pareció mejorar. Pero no era Ringo. Era más bien Paul. Maureen era Ringo, sólo que no era muy divertida. Yo era George, aunque no era nada tímida, o espiritual. Martin era John, aunque no tuviera talento ni estuviera en la onda. Pensándolo bien, puede que fuéramos más parecidos a otro grupo de cuatro miembros.