Authors: Nick Hornby
—Sí. ¿Y?
—Y tendría que pasarme horas y horas cogiéndola de la mano. No me apetece cogerla de la mano.
—Acabarías echando un polvo compasivo, de todas formas. No he dicho que fuera a ser fácil.
A veces se me hacía duro recordar que Jess también era infeliz. El resto de nosotros seguíamos como traumatizados. Yo no sabía cómo había acabado bebiendo whisky en la sala de una celebridad de la televisión cuando lo que había hecho era salir de casa con intención de matarme, y se notaba enseguida que Martin y JJ también se sentían confusos acerca de todo lo que estaba pasando aquella noche. Pero Jess..., era como si todo el lío de la azotea fuera un accidente sin demasiada importancia, de ese tipo de cosas ante las que te rascas la coronilla y te sientas y te tomas un té bien azucarado, y luego sigues lidiando con lo que te queda del día. Cuando hablaba de un coito compasivo o cuando le venía a la cabeza cualquier otra tontería, no entendías lo que podía haberla hecho subir a aquella azotea; le veías los ojos centelleantes, y toda aquella energía, y te dabas cuenta de que se estaba divirtiendo. Nosotros no nos estábamos divirtiendo. No estábamos matándonos, pero tampoco estábamos divirtiéndonos. Habíamos estado a punto de tirarnos. Y sin embargo Jess había estado más cerca que nosotros del abismo. JJ justo había aparecido por la puerta después de subir las escaleras. Martin había estado sentado en la cornisa, bamboleando los pies en el vacío, pero no había tenido agallas suficientes para hacerlo. Yo ni había llegado a pasar al otro lado de la alambrada. Pero si Martin no se hubiera sentado encima de su cabeza, Jess lo habría hecho, estoy segura.
—Juguemos a algo —dijo Jess.
—Que te den —dijo Martin.
No podía seguir escandalizándome por sus tacos. Pero tampoco quería llegar a un momento en que yo también empezara a soltarlos, así que me alegraba de que la noche estuviera acabando. Pero el hecho de que me estuviera acostumbrando a lo mal hablados que eran me hizo darme cuenta de algo. Me hizo darme cuenta de que en mi vida nunca había cambiado nada. Pero en el apartamento de Martin pude mirar hacia atrás, mirarme a mí misma —mi yo de unas horas antes— y pensar: «Oh, entonces era diferente. ¡Qué curioso, sentirme ofendida por un poco de mal vocabulario!» Incluso me había hecho mayor durante aquella misma noche. Te acostumbras mucho más fácilmente al hecho de sentirte de pronto diferente cuando eres más joven. Te despiertas por la mañana y no puedes creer que estuvieras loca por tal persona, o que te gustara tal tipo de música, apenas unas semanas atrás. Pero cuando tuve a Matty, todo se paró, nada siguió avanzando nunca más. Es eso lo que te hace sentirte muerta por dentro, y lo que acaba por hacerte desear morir también por fuera. La gente tiene hijos por todo tipo de razones, lo sé, pero una de esas razones seguro que es que los hijos que van creciendo te hacen sentir que la vida tiene un sentido de impulso hacia delante (como si los hijos te hicieran emprender un viaje). Pero Matty y yo estábamos, digamos, atascados en la parada del autobús. No había aprendido a andar, ni a hablar, y no digamos a leer o escribir: él seguía igual día tras día, y la vida seguía igual día tras día, y yo seguía igual día tras día. Sé que no es mucho, pero hasta el hecho de oír una palabra como «puto» o «puta» cientos de veces en una noche, bueno, pues hasta eso era algo diferente para mí, algo nuevo. Cuando conocí a Martin en la azotea de Toppers' House, me tiraban para atrás físicamente las palabras que decía, y ahora me rebotaban, como si llevara puesto un casco. Bien, era normal, ¿no? Sería una auténtica idiota si me sobresaltara trescientas veces en una noche. Me hizo preguntarme qué más cambiaría si siguiera viviendo esto unos cuantos días más. Ya le había dado un mamporro a alguien, y ahora allí estaba bebiendo whisky con Coca-Cola. ¿Saben cuando la gente de la tele dice «Deberían ustedes salir más»? Ahora comprendo lo que quería decir.
—Desgraciado idiota —dijo Jess.
—Bien, vale —dijo Martin—. Eso es. Y tanto, como dirías tú.
—¿Qué he dicho ahora?
—Acabas de llamarme «desgraciado idiota». Estaba simplemente haciendo constar que, a estas alturas de mi vida, y ciertamente en esta noche concreta, «desgraciado» es un adjetivo muy apropiado. Soy un desgraciado idiota de mil demonios, sí señor, como creía que ya te habías dado cuenta en las horas que llevamos.
—¿Sigues siéndolo?
Martin se echó a reír.
—Sí. Sigo siéndolo. Aun después de todo lo que nos hemos divertido esta noche. ¿Qué dirías tú que ha cambiado en las últimas horas? ¿Sigo habiendo estado en la cárcel? Creo que sí. ¿Sigo habiéndome acostado con una chica de quince años? Lamentablemente, nada parece haber cambiado en ese sentido. ¿Sigue arruinada mi carrera? ¿Sigo separado de mis hijas? Sí y sí, por desdicha. A pesar de haber estado en esa fiesta con tus divertidos amigos de Shoreditch, y de que me hayan llamado gilipollas. ¿Cómo de descontento debo estar, eh?
—Creía que nos habíamos alegrado unos a otros.
—¿De veras? ¿Eso es lo que realmente, de verdad, pensabas?
—Sí.
—Ya veo. Un problema compartido es un problema reducido a la mitad, y como somos cuatro, a un cuarto, ¿no es eso? ¿Por ahí van los tiros?
—A mí me habéis hecho sentirme mejor.
—Sí, ya.
—¿Qué quiere decir eso?
—Nada. Me alegra que te hayamos hecho sentirte mejor. Tu depresión era mucho más... llevadera que la nuestra. Más fácil de tratar. Tienes mucha suerte. Por desgracia, JJ sigue decidido a matarse, Maureen sigue con un hijo tremendamente discapacitado, y mi vida sigue siendo un completo y puto desastre. Si he de ser sincero contigo, Jess, no veo cómo un par de copas y una partida de Monopoly van a ayudarnos en algo. ¿Te apetece una partida de Monopoly, JJ? ¿Te mejoraría algo el CCR? ¿O no?
Al oírle hablar así de su enfermedad, me quedé de piedra. Pero a JJ no pareció importarle. Sonrió, y dijo:
—Supongo que no.
—No estaba pensando en el Monopoly —dijo Jess—. El Monopoly lleva mucho tiempo.
Y entonces Martin le gritó algo, pero no lo oí porque estaba empezando a tener arcadas, así que me tapé la boca con la mano y corrí hacia el cuarto de baño. Pero, como he dicho, no conseguí llegar.
—Me c... en Dios —dijo Martin al ver cómo le había dejado el suelo. No puedo acostumbrarme a ese tipo de juramentos, los que se meten con Él. No creo que nunca lleguen a parecerme bien.
JJ
Empezaba a arrepentirme de todo aquel rollo del CCR, así que no lamenté en absoluto que Maureen vomitara el whisky con Coca-Cola en el suelo de madera rubio ceniza de Martin. Había estado sintiendo un impulso de confesar que había mentido, y esa confesión habría supuesto un mal comienzo para mi entrada de año. Encima del mal comienzo que ya había tenido todo, con lo de querer tirarme de la azotea de un edificio y la mentira de que tenía CCR y demás. Así que estaba contento de que de pronto todos rodeáramos a Maureen y le diéramos golpecitos en la espalda y le ofreciéramos vasos de agua, porque el momento de confesar mi mentira había pasado.
Lo cierto es que no me sentía como alguien que está a punto de matarse; me sentía como alguien que de cuando en cuando quiere morir, y entre ambas cosas hay cierta diferencia. Alguien que quiere morir está furioso y lleno de vida y se siente desesperado y hastiado y exhausto, todo a la vez; quiere luchar con todo el mundo, y quiere acurrucarse y hacerse un ovillo y esconderse en algún aparador de la casa. Quiere decir lo siento a todo el mundo, y quiere que todo el mundo sepa lo mucho que le ha fallado todo el mundo. No puedo creer que la gente que se está muriendo se sienta así, a menos que estarse muriendo sea peor de lo que me imaginaba. ¿Y por qué no habría de serlo? Casi todo es peor de lo que imaginaba, así que ¿por qué tenía que ser diferente morirse?)
—Me gustaría que alguien me trajera una de mis pastillas de menta —dijo—. Las tengo en el bolso.
—¿Dónde está su bolso?
Maureen guardó silencio unos segundos, y luego soltó un quejido.
—Si va a vomitar otra vez, ¿querría hacerme el favor de arrastrarse un par de metros hasta la taza del váter? —dijo Martin.
—No es eso —dijo Maureen—. Es mi bolso. Me lo he dejado en la azotea. En un rincón, justo al lado del agujero que Martin hizo en la alambrada. Dentro están las llaves y las pastillas de menta y un par de monedas de libra.
—Vamos a buscarle una pastilla de menta, si es eso lo que le preocupa.
—Tengo unos chicles —dijo Jess.
—No soy muy amiga de los chicles —dijo Maureen—. Tengo un puente un poco flojo. Y no me molesté en arreglármelo porque...
No terminó la frase. No hacía falta. Creo que todos teníamos unas cuantas cosas pendientes de arreglo, por razones obvias.
—Vamos a buscarle una pastilla de menta —dijo Martin—. O puede cepillarse los dientes, si lo prefiere. Puede usar el cepillo de Penny.
—Gracias.
Se puso en pie, y volvió a sentarse en el suelo.
—¿Qué voy a hacer? ¿Con lo del bolso?
Era una pregunta dirigida a todos nosotros, pero Martin y yo miramos a Jess en espera de una respuesta. O, mejor, sabíamos la respuesta, pero la respuesta tendría que llegar en forma de otra pregunta, y los dos habíamos aprendido a lo largo de la velada que Jess era la persona con la falta de tacto suficiente para hacerla.
—La cuestión es —dijo Jess, siguiendo el pie de inmediato—: ¿vas a necesitarlo?
—Oh —dijo Maureen, en cuanto empezó a comprender el sentido de estas palabras.
—¿Sabes a lo que me refiero?
—Sí, sí. Lo sé.
—Si no sabes si lo vas a necesitar, dilo. Porque, en fin... Es una pregunta muy importante, y no queremos meterte prisa. Pero si sabes seguro que no vas a necesitarlo, será mejor que lo digas ya. Nos ahorraría el viaje, ¿comprendes?
—No voy a pediros que me acompañéis.
—Pero lo haríamos —dijo Jess—. ¿Verdad que sí?
—Si está segura de que no necesita las llaves, puede quedarse aquí a pasar el día —dijo Martin.
—No te preocupes por ellas.
—Ya veo —dijo Maureen—. Está bien. En realidad no había... Pensaba, no sé..., dejar pasar unas horas, pensar en ello más tarde.
—De acuerdo —dijo Martin—. Me parece perfecto. Vámonos, entonces.
—¿Les importa?
—No, en absoluto. Sería del género tonto matarse sólo porque no tenía aquí el bolso.
Cuando volvimos a Toppers' House, me di cuenta de que había dejado la motocicleta de Iván en la calle la noche anterior. Y ya no estaba allí. Me sentí mal, porque Iván no es mal tío, y no va en Rolls-Royce precisamente, ni fuma puros. Es demasiado pobre. De hecho va en una de sus motocicletas a todas partes. En fin, ya no podré volver a mirarle a la cara, aunque una de las cosas buenas de un empleo como el que tenía —salario mínimo, metálico en mano— es que puedes ponerte a limpiar parabrisas en los semáforos y ganar poco más o menos la misma pasta.
—Yo dejé el coche aquí —dijo Martin.
—¿Y también ha desaparecido?
—Dejé la puerta abierta y las llaves en el contacto. Era un acto de caridad. Algo que no va a repetirse.
El bolso de Maureen, sin embargo, estaba donde ella lo había dejado. En un rincón de la azotea. Hasta que no estuvimos allí arriba no pudimos ver que ya había amanecido del todo. Era un amanecer como es debido, con el sol y el cielo azul. Anduvimos de un lado a otro de la azotea viendo qué se podía ver, y me dieron un verdadero
tour
de norteamericano en Londres: la catedral de San Pablo, la gran noria junto al Támesis, la casa de Jess.
—Ya no da ningún miedo —dijo Martin.
—¿Eso piensas? —dijo Jess—. ¿Has mirado desde la cornisa? La puta que lo parió. Es mucho mejor verlo de noche, si te interesa saber mi opinión.
—No quería decir la caída —dijo Martin—. Me refería a Londres. Tiene un aspecto estupendo.
—Está precioso —dijo Maureen—. No recuerdo cuándo fue la última vez que pude disfrutar de una vista tan general.
—Tampoco quería decir eso. Quería decir... No sé. Anoche..., con todos esos fuegos artificiales, y toda esa gente por las calles, y nosotros aquí apretados en este pequeño espacio porque no teníamos ningún otro sitio adonde ir.
—Sí. A no ser que estuvieras invitado a una cena de Noche-vieja —dije yo—. Como tú.
—No conocía a nadie. Me habían invitado porque les daba pena. No era de los suyos.
—¿Y ahora? ¿Ahora vuelves a sentirte «integrado»?
—No hay nada ahí abajo de lo que tenga que sentirme excluido. Vuelve a ser simplemente una gran ciudad. Mirad. Aquel hombre está solo. Y aquella mujer también está sola.
—Es una guardia del puto tráfico —dijo Jess.
—Sí, y está sola, y hoy tiene incluso menos amigos que yo. Pero anoche probablemente estuvo bailando encima de una mesa en alguna parte.
—Con otros guardias de tráfico, seguramente —dijo Jess.
—Yo no estaba con otros presentadores de televisión.
—O pervertidos —dijo Jess.
—No. Tienes razón. Estaba solo.
—Aparte de la otra gente que había en la cena —dije yo—. Pero sí. Ya te hemos oído de dónde venías. Por eso Nochevieja es una noche tan elegida por los suicidas.
—¿Cuándo es la siguiente? —preguntó Jess.
—El treinta y uno de diciembre —dijo Martin.
—Sí, sí. Ja, ja. Pero me refiero a la segunda noche más elegida para matarse.
—La de San Valentín —dijo Martin.
—¿Cuánto falta? ¿Seis semanas? —dijo Jess—. Pues démonos seis semanas, entonces. ¿Qué os parece? Seguramente nos sentiremos fatal el día de San Valentín.
Nos quedamos con la mirada fija ante la perspectiva. Seis semanas parecía un tiempo razonable. Seis semanas no parecía demasiado tiempo. La vida puede cambiar en seis semanas (a menos que tengas un hijo absolutamente discapacitado que cuidar, obviamente. O a menos que tu carrera se haya convertido en humo para siempre. O a menos que te hayas convertido en el hazmerreír nacional).
—¿Sabes cómo te sentirás dentro de seis semanas? —me preguntó Maureen.
Claro que lo sabía (siempre que no cogiera una enfermedad terminal). Pero dije que la vida no me cambiaría mucho, dada mi enfermedad terminal. Me encogí de hombros. ¿Cómo coño iba yo a saber cómo iba a sentirme dentro de seis semanas? Mi enfermedad era una dolencia nueva. Nadie podía predecir su evolución; ni siquiera yo, que la había inventado.
—¿Vamos a vernos antes de que se termine el plazo de seis semanas?