Authors: Nick Hornby
—Cállate la puta boca y cállate la puta boca —nos dijo Jess a Crichton y a mí respectivamente.
—Entiendo —dijo Crichton— que va usted a estar cerca de ella.
—Lo ha prometido —dijo Jess.
—Y se supone que eso tiene que tranquilizarme.
—Tranquilícese o haga lo que le parezca —dije—. Pero yo no estoy tranquilizando a nadie respecto de nada.
—Usted también tiene hijos, creo.
—Más o menos —dijo Jess.
—Entonces no necesito decirle lo preocupado que he estado por Jess, y lo importante que sería para mí saber que hay un adulto sensato cuidando de ella.
Jess soltó una risita, nada dispuesta a facilitar las cosas.
—Sé que usted no sería... Que no es exactamente... Algunos tabloides...
—Le preocupa un montón que te acuestes con quinceañeras —dijo Jess.
—No estoy en una entrevista para este trabajo —dije—. No lo quiero, y si usted decide dármelo, es asunto suyo.
—Lo único que quiero que diga es que si ve a Jess meterse en algún problema grave, trate de impedirlo, o, si no, que me llame para decírmelo.
—Le encantaría hacerlo —dijo Jess—. Pero está sin un penique.
—¿Y necesita dinero para esto?
—Pues claro. Supon que me está vigilando y me meto en un club o algo, y a él lo dejan en la calle porque no puede pagarse la entrada. ¿Qué, eh?
—¿Qué de qué?
—Supón que entro y me caigo redonda de una sobredosis de caballo. Me moriría, y sólo porque eres tan mezquino que no has querido soltarle unas libras.
Vi, de súbito, adonde quería llegar Jess: un salario de doscientas cincuenta libras a la semana de la cadena de televisión por cable más infame de Gran Bretaña no sólo centra la mente, sino que estimula la empatia y la imaginación. Jess tendida sin vida en unos lavabos, y todo por veinte míseras libras... Era una hipótesis demasiado espantosa de considerar, si uno la consideraba con el ánimo adecuado.
—¿Cuánto quiere? —Crichton dejó escapar un suspiro, como si todo aquello (la conversación que estábamos teniendo, la Nochevieja, mi pena de cárcel) hubiera sido cuidadosamente planeado para llegar a ese momento.
—No quiero nada —dije.
—Sí, sí quieres —dijo Jess—. Sí, sí que quiere.
—¿Cuánto cuesta entrar en un club hoy día? —preguntó Crichton.
—Puedes fundirte fácilmente cien libras —dijo Jess.
¿Cien libras? ¿Estábamos humillándonos por lo que valía una cena decente para dos?
—No hay duda de que puedes «fundirte» cien libras sin esforzarte demasiado. Pero él no tendría necesidad de «fundirse» nada, ¿no es cierto? Sólo necesitaría pagar la entrada, en caso de que tuvieras una sobredosis. Supongo que no iba a ponerse a beber en la barra, mientras tú estabas entre la vida y la muerte en el suelo del lavabo de señoras.
—O sea que lo que estás diciendo es que, para ti, mi vida no vale cien libras. Muy bonito, después de lo que le pasó a Jen. Jamás se me habría ocurrido que tuvieras montones de hijas de sobra.
—Jess, eso no es justo.
La puerta principal sonó con estrépito al cerrarse en algún punto entre el «no» y el «justo», y Crichton y yo nos quedamos frente a frente, mirándonos con fijeza.
—Lo he llevado fatal —dijo al cabo—. ¿No le parece?
Me encogí de hombros.
—Trataba de sacarle dinero con amenazas. O le da lo que le pide cada vez que lo pide, o se marcha dando un portazo de mil demonios. Y entiendo que eso pueda resultarle un poco... En fin... Desconcertante. Dada la historia de la familia.
—Le daré lo que me pida cada vez que me lo pida —dijo él—. Por favor, vaya a buscarla.
Salí de la casa doscientas cincuenta libras más rico; Jess me estaba esperando al pie del camino de entrada.
—Apuesto a que te ha dado el doble de lo que le pedíamos —dijo—. Siempre funciona, cuando le mencionas a Jen.
JESS
Seguro que no me creéis —ni yo misma me lo creo ahora—, pero, en mi cabeza, lo que le pasó a Jen no tenía ni una mierda que ver con lo de Nochevieja. Pero por lo que le oía a la gente y leía en los periódicos, me daba cuenta de que nadie más lo veía así. Decían: Ohhh, lo entiendo, su hermana desapareció, así que quiere tirarse de allí arriba. Pero no es así. Estoy segura de que sí, de que puede que fuera uno de los ingredientes, o como se quiera, pero no lo explicaba todo ni mucho menos. Digamos que si yo soy un espagueti a la boloñesa, pues bien, entonces Jen es el tomate. Quizá la cebolla. O incluso el ajo. Pero no es ni la carne ni la pasta.
Ante algo así todo el mundo reacciona de forma diferente, ¿o no? Hay gente que empezaría con grupos de apoyo y demás; sé que lo harían, porque papá y mamá siempre están tratando de presentarme a gente de un puto grupo o de otro, y por la simple e importante razón de que ha sido fundado por alguien que acabó sacándose el bachillerato elemental o cualquier título de ésos. Y hay otra gente que se sentaría, encendería la tele y se pasaría viéndola los veinte años siguientes. Yo lo que hice fue empezar a gandulear por ahí. O, más bien, lo de gandulear se convirtió para mí en un trabajo de jornada completa, porque antes no había sido más que un
hobby
(antes de lo de Jen ya había andado ganduleando un poco por ahí, tengo que ser sincera).
Antes de seguir, responderé a las preguntas que todo el mundo se hace siempre, así nadie podrá preguntarse cosas una y otra vez sin hacer el menor caso a lo que estoy diciendo. No, no sé dónde está Jen. Sí, creo que está viva. ¿Que por qué pienso que está viva? Porque todo aquello del sitio donde dejó el coche y demás me parece a mí bastante forzado. ¿Qué se siente cuando tienes una hermana que ha desaparecido? Yo lo sé bien. ¿Saben cómo te sientes cuando pierdes algo de mucho valor, una billetera o una joya, de manera que no puedes centrar la atención en nada más? Bien, pues así todo el tiempo, todos los días.
Hay otra cosa que la gente pregunta siempre: ¿Dónde pienso yo que está Jen? Lo cual es diferente de: ¿Sabes dónde está? Al principio no entendía que las dos preguntas eran diferentes.
Y cuando al final comprendí que lo eran pensé que la de ¿Dónde piensas que está? era una pregunta estúpida. Porque si lo supiera iría a buscarla, ¿no? Pero ahora entiendo que es una pregunta como más poética. Porque, en realidad, es una manera de preguntar cómo era mi hermana. ¿Pienso que está en África, ayudando a la gente? ¿O pienso que está en una fiesta loca continua, o escribiendo poemas en alguna isla de Escocia, o viajando por las tierras salvajes de Australia? Bueno, pues lo que pienso es esto. Pienso que tiene un bebé, puede que en Estados Unidos, y vive en una pequeña ciudad soleada, pongamos que en Texas, o en California, con un hombre que trabaja duro con las manos y cuida de ella y la ama. Y eso es lo que le digo a la gente, aunque, por supuesto, no sé si estoy hablando de Jen o de mí misma.
Ah, y una cosa más (sobre todo si están leyendo esto en el futuro, cuando todo el mundo se haya olvidado de nosotros y de cómo nos salieron las cosas al final): no se queden ahí pensando que va a aparecer un buen día, de pronto, para rescatarme. No va a volver, ¿vale? Y tampoco vamos a descubrir que está muerta. No va a pasar nada, así que olvídense del asunto. Aunque no se olviden de ella, porque ella es importante. Pero olvídense de esos finales. No es de ese tipo de historias.
Maureen vive a medio camino entre Toppers' House y Kentish Town, en una de esas calles diminutas llenas de ancianas y de maestros. No sé con seguridad que sean maestros, pero hay montones de bicis por todas partes —bicis y cubos de basura de reciclar las cosas—. Lo de reciclar es una caca, ¿no?, le dije a Martin, y él me dijo: Si tú lo dices. Parecía un poco cansado. Le pregunté si quería saber por qué reciclar era una caca y me contestó que no. Como si no hubiera querido saber por qué Francia era una caca o algo así. No estaba muy comunicativo, supongo.
Sólo íbamos Martin y yo en el coche, porque JJ no quiso que le lleváramos, aunque pasamos casi por delante de su apartamento. JJ que habría ayudado a suavizar un poco la conversación, creo. Yo quería hablar porque estaba nerviosa, y eso posiblemente me hacía decir cosas tontas. O puede que «tontas» no sea la palabra, porque no es tonto decir que Francia es una caca. Sí, quizá es un poco brusco y demás. JJ podría haber puesto una especie de rampa en mis palabras, para que fuera posible rodar por ellas como con un monopatín.
Estaba nerviosa porque sabía que íbamos a conocer a Matty, y no soy muy buena en el trato con los disminuidos, la verdad. No es nada personal, y no creo que tenga fobia contra ellos o algo así, porque sé que tienen derecho a una educación y a pases de transporte y todo eso; es sólo que me revuelven un poco el estómago. Siempre teniendo que hacer como que son iguales que tú y que yo cuando en realidad no lo son, ¿o no es cierto? No estoy hablando de «disminuidos» a los que les falta una pierna o así, nada de eso. No hablo de ellos. Hablo de esos que no son normales, que gritan y hacen muecas raras. ¿Cómo se puede decir que son como tú y yo? De acuerdo, yo también grito y hago muecas raras, pero sé que lo estoy haciendo. La mayoría de las veces, al menos. Pero con ellos no puede saberse de antemano cuándo van a hacerlo, ¿no? Lo hacen así, sin más, y montones de veces.
Pero hay que ser justos, y Matty es bastante tranquilo. Es
tan
disminuido que es un tipo que está bien, si saben a lo que me refiero. Se queda ahí sentado y se acabó. Desde mi punto de vista, es mucho mejor así, aunque me doy cuenta de que a él seguramente no le gusta demasiado. Y además quién sabe si tiene una opinión sobre el asunto. Y si no la tiene, es la mía la que cuenta, ¿no? Es bastante alto, y está en una silla de ruedas, y tiene cojines metidos detrás del cuello y demás, para que no se le caiga la cabeza hacia los lados. No te mira ni nada, así que no alucinas demasiado. Te olvidas de que está ahí delante al cabo de un rato, así que me las arreglé bastante mejor de lo que había pensado. Maldita sea, de todas formas. Pobre Maureen. Pueden creerme: si yo hubiera sido ella nadie habría logrado convencerme para que me bajara de allá arriba. No, señor.
JJ ya había llegado. Así que cuando entramos fue como una reunión familiar, sólo que nadie se parecía a nadie ni nadie fingía estar contento de ver a los demás. Maureen nos hizo una taza de té, y Martin y JJ le hicieron algunas preguntas sobre Matty (por pura educación). Yo eché una ojeada aquí y allí, porque no quería escuchar. Maureen se había esmerado en el arreglo de la casa, como había dicho que iba a hacer. En el piso había muy pocas cosas: la tele y sitios para sentarse y poco más. Era como si se acabara de mudar. Me dio la impresión incluso de que había sacado cosas y había descolgado otras, porque podían verse marcas y vacíos en las paredes. Pero entonces Martin va y me dice: ¿Qué piensas tú, Jess?, así que tengo que dejar de mirar la casa y atender a lo que están diciendo. Teníamos cosas que hacer.
JJ
No quería ir a casa de Maureen con Martin y Jess porque después de lo de la periodista necesitaba tiempo para pensar. Me habían hecho un par de entrevistas en el pasado, pero eran periodistas musicales fans del grupo, gente estupenda que conectaban totalmente contigo en cuanto les regalabas un CD-demo y les dejabas que te invitaran a una copa. Pero esa otra gente, como la periodista que había llamado a la puerta de mi casa y hablaba de «inspirar» a los lectores... Tío, de esa gente yo no sabía nada de nada. Lo único que sabía era que se habían enterado no sé cómo de mi dirección en veinticuatro horas, y que si eran capaces de hacer eso, ¿qué no iban a ser capaces de hacer? Era como si tuvieran el nombre y la dirección de todas y cada una de las personas que vivían en Gran Bretaña, por si acaso un día una de ellas hacía algo que pudiera interesar a los lectores.
En fin, me puso totalmente paranoico. Si quería, podía enterarse de lo del grupo en cinco minutos. Y entonces se pondría en contacto con Eddie, y con Lizzie, y entonces se enteraría de que no tenía ninguna enfermedad que me estuviera matando —o, en caso de tenerla, que no se lo había dicho a nadie—. Además, se enteraría de que la enfermedad que no me estaba matando era una enfermedad inexistente.
Dicho de otro modo, estaba tan escamado que me daba la impresión de estar metido en un buen lío. Cogí un autobús para ir a casa de Maureen, y en el trayecto decidí que iba a sincerarme con ellos, a decirles la verdad, y si no les gustaba que se fueran a la mierda. Pero no quería que acabaran leyéndolo en los periódicos.
Nos llevó un buen rato acostumbrarnos al sonido de la respiración del pobre Matty, que era alto y sonaba como si le costara un gran esfuerzo. Todos estábamos pensando lo mismo, creo: todos estábamos preguntándonos si habríamos aguantado, de haber estado en la piel de Maureen; todos intentábamos imaginar si hubiera habido algo capaz de convencernos de que bajáramos de aquella azotea.
—Jess —dijo Martin—. Querías que nos reuniéramos. ¿Por qué no abres la sesión?
—Muy bien —dijo Jess, y se aclaró la garganta—. Nos hemos reunido aquí hoy...
Martin se echó a reír.
—Joder —dijo Jess—. Si sólo he dicho la mitad de una frase. ¿Qué le ves de gracioso?
Martin sacudió la cabeza.
—No, dilo, dilo... Si crees que tengo tanta puta gracia, quiero saber por qué.
—Bueno, quizá porque ese comienzo suele decirse sobre todo en las iglesias.
Nos quedamos callados un momento largo.
—Sí. Lo sabía. Eran las vibraciones que quería conseguir.
—¿Por qué? —preguntó Martin.
—Maureen, ¿tú vas a la iglesia, no? —preguntó Jess.
—Iba antes —dijo Maureen.
—Ya, sí. Estaba intentando que Maureen se sintiera cómoda.
—Muy atento de tu parte.
—¿Por qué tienes que joderme todo lo que hago?
—Huy —dijo Martin—. Casi puedo oler el incienso.
—Muy bien, puedes empezar tú, si quieres, so cabrón...
—Basta —dijo Maureen—. En mi casa... Delante de mi hijo...
Martin y yo nos miramos, hicimos una mueca, contuvimos la respiración, cruzamos los dedos, pero no sirvió de nada. Jess iba a recalcar lo obvio una vez más.
—¿Delante de tu hijo? Pero si es...
—No tengo CCR —dije. Era lo único que se me ocurrió. O sea, tenía que decirlo, sí, pero había pensado darme un poco más de tiempo para prepararlo.
Silencio. Me quedé esperando a que me pusieran verde.
—¡Oh, JJ! —dijo Jess—. ¡Eso es fantástico!