En picado (17 page)

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Authors: Nick Hornby

Me llevó un minuto darme cuenta de que, en el extraño mundo de Jess, no sólo habían encontrado una cura para el CCR durante las navidades, sino que me la habían traído a mi puerta en The Angel en algún momento entre Nochevieja y el 2 de enero.

—No estoy seguro de que sea lo que JJ nos está diciendo —dijo Martin.

—No —dije yo—. Lo que quiero decir es que nunca lo he tenido.

—¡No! Mamones.

—¿Quiénes?

—Los médicos. —«Mamón» y «mamones» iban a ser los improperios preferidos de Jess en casa de Maureen—. Deberías meterles un pleito. ¿Y si llegas a tirarte? Se equivocaron, ¿no?

Gilipollas. ¿Tenía que ponérmelo tan difícil?

—No —dije—. Intentaré ser lo más claro posible: no existe el CCR de marras. Y aunque existiera, no me estoy muriendo de eso. Me lo inventé porque... No lo sé. En parte porque quería que me compadecierais, y en parte porque no quería que supierais qué es lo que me pasa. Lo siento.

—Mamón —dijo Jess.

—Eso es horrible —dijo Maureen.

—Imbécil —dijo Jess.

Martin sonrió. Decirle a la gente que tienes una enfermedad incurable cuando no la tienes es seguramente parecido a seducir a una chiquilla de quince años, así que se lo estaba pasando en grande viendo mi turbación. Además, puede que hasta sintiera un poco de superioridad moral, porque había hecho lo que hay que hacer cuando lo humillaron: subirse a lo alto de Toppers' House y sentarse en la cornisa con los pies colgando. De acuerdo, no se tiró, pero dejó bien claro que se tomaba las cosas en serio. Yo primero había pensado en matarme, y había acabado deshonrándome. Ahora era un gilipollas aún mayor que en Nochevieja, y eso era bastante deprimente.

—¿Por qué nos lo dijiste, entonces? —dijo Jess.

—Sí —dijo Martin—. ¿Qué es lo que intentabas «simplificar»?

—Pues... No lo sé. Lo vuestro parecía todo tan llano y sin dobleces... Martin y lo de, ya sabéis... Y Maureen y... —Hice un gesto hacia Matty.

—Para mí no era tan sencillo como dices —dijo Jess—. Estaba hecha una furia con Chas y sus explicaciones y demás.

—Sí, pero... Sin ánimo de ofender: estabas pirada. Poco importaba lo que dijeras.

—¿Qué era lo que te pasaba, entonces? —preguntó Maureen.

—No lo sé. Depresión, supongo que lo llamaríais depresión.

—Oh, nosotros entendemos la depresión —dijo Martin—. Todos estamos deprimidos.

—Sí, ya lo sé. Pero la mía parecía demasiado... Joder, demasiado poco concreta. Perdón, Maureen.

¿Cómo es posible que haya gente que no diga tacos? ¿Cómo lo hacen? Hay siempre tantos huecos en lo que hablas que tienes que meter un «joder» de vez en cuando. Les diré quiénes me parecen los seres más admirables del mundo: los locutores. Si yo fuera locutor, lo que diría sería algo así como: «Y los hijos de puta atravesaron con el avión las Torres Gemelas.» ¿Cómo no vas a hacerlo, si eres humano? Pero puede que no sean tan admirables. Puede que no sean más que robots-zombis.

—Ponnos a prueba —dijo Martin—. Somos gente comprensiva.

—De acuerdo. La versión corta es que lo único que yo había querido en el mundo era estar en un grupo de rock and roll.

—¿De rock and roll? ¿Como Bill Haley y the Comets? —dijo Martin.

—No, tío. Eso no... Como..., no sé, como los Stones. O...

—No son de rock and roll —dijo Jess—. Son de rock, ¿o no?

—Vale, vale. Bueno, pues lo único que quería era estar en un grupo de rock. Como los Stones, o..., o...

—Música gruñona —dijo Jess. No quería ser desagradable. Quería aclarar las cosas.

—Como quieras. Y unas semanas antes de navidades el grupo se separó para siempre. Y poco después mi chica me dejó. Era inglesa. Por eso estaba yo en este país.

Se hizo un silencio.

—¿Eso es todo? —dijo Jess.

—Eso es todo.

—Es patético. Ahora comprendo por qué saliste con lo de la enfermedad esa. Prefieres morir antes que no estar en un grupo como los Rolling Stones, ¿no? Yo soy todo lo contrario. Prefiero morir antes que estar en uno de esos grupos. ¿Todavía le gustan a la gente en Estados Unidos? Aquí ya no gustan a nadie.

—¿Es ése Mick Jagger, no? ¿Los Rolling Stones? —preguntó Maureen—. Eran muy buenos, ¿no? Supieron labrarse un porvenir.

—Mick Jagger no está aquí sentado comiendo Custard Creams pasadas como JJ, ¿me equivoco?

—Estaban buenas antes de Navidad —dijo Maureen—. Quizá no le puse bien la tapa a la lata de las galletas.

Empezaba a parecerme que estábamos perdiendo de vista mi asunto.

—Lo de los Stones... Eso no es demasiado importante. Era una especie de ejemplo. A lo que me refería era a..., a canciones, guitarras, energía.

—Tiene cerca de ochenta años —dijo Jess—. No tiene ninguna energía.

—Yo les vi en el noventa —dijo Martin—. La noche en que Inglaterra perdió en los penaltis contra Alemania en el Mundial de Fútbol. Un tipo de Guinness nos llevó a un montón de gente de la tele, y todo el mundo se pasó la mayor parte de la velada pegado a la radio. En fin, en aquel tiempo tenía muchísima energía.

—Sólo tenía setenta entonces —dijo Jess.

—¿Quieres callarte la puta boca? Perdón, Maureen —dije. (Desde ahora en adelante, sobreentiendan que cada vez que hablo digo «joder» o «gilipollas» o «hijo de puta», y «Perdón, Maureen», ¿de acuerdo?)—. Estoy intentando contaros mi vida.

—Nadie te lo está impidiendo —dijo Jess—. Pero tienes que hacerla más interesante. Por eso se nos ha ido el santo al cielo y nos hemos puesto a hablar de galletas.

—Muy bien, vale. El caso es que para mí no hay nada más que eso. No estoy capacitado para hacer nada. Ni siquiera terminé secundaria. Sólo tenía el grupo, y ahora se ha acabado, y no he ganado ni un centavo con él, y me espera una vida de puñeteras hamburguesas.

Jess resopló.

—¿Qué pasa ahora?

—Que se me hace extraño oír a un yanqui decir «puñeteras» en lugar de..., ya sabéis.

—No creo que haya querido decir «puñetera» como quien dice, por ejemplo, «puñetera suerte». Creo que ha querido decir «volteadas»
[18]
. Las llaman así.

—Oh —dijo Jess.

—Y me preocupa que eso me mate.

—El trabajo duro nunca ha matado a nadie —dijo Martin.

—No me importa trabajar duro, ¿sabes? Pero cuando estábamos de gira, o grabando... Ése era yo, era yo mismo, y..., y me siento vacío y frustrado y..., y... ¿Sabéis? Cuando uno es bueno piensas que eso tiene que bastar, que te hará llegar, y cuando no es así... ¿Qué se supone que tienes que hacer con ello? ¿Dónde lo metes, eh? No puedes meterlo en ninguna parte, y..., y era... Tío, era algo que me reconcomía, incluso cuando las cosas nos iban bien, porque hasta cuando las cosas nos iban bien no estaba en el escenario ni grabando todo el santo día, y a veces era como si lo necesitara, ¿sabéis?, porque si no acabaría explotando. Así que ahora, ahora eso que llevo dentro no puede salir a ninguna parte. Teníamos una canción... —No tengo la menor idea de por qué empecé a hablar de esto—. Teníamos una canción, una canción estilo Motown titulada
I Got Your Back
, que Eddie y yo escribimos juntos, juntos
de verdad
, algo que no solíamos hacer normalmente, y era, pues bueno, un tributo a nuestra amistad y a lo lejos que se remontaba en el tiempo y bla, bla, bla. El caso es que apareció en nuestro primer álbum y duraba unos dos minutos y medio, y nadie se fijó realmente en ella; me refiero a que ni la gente que compró el álbum se fijó realmente en ella. Pero empezamos a tocarla en directo, y no sé cómo se fue haciendo más larga, y Eddie se las arregló para tocar un solo precioso. No era como un solo de guitarra; era más bien como lo habría tocado, no sé, Curtis Mayfield o Ernie Isley. Y a veces, cuando tocábamos por la zona de Chicago, nos juntábamos con otros grupos amigos en el escenario y tocábamos un solo de saxo o de piano, o quizá hasta uno de guitarra hawaiana o yo qué sé, y al cabo de un año o dos se convirtió en esa pieza sensacional que es hoy y que dura diez o quince minutos. Y abríamos con ella, o la metíamos a la mitad si era un concierto largo, y para mí llegó a ser el sonido mismo del puto gozo, perdón, Maureen, ¿sabéis?, del puro gozo. Era como hacer surf, o, o lo que sea, un subidón natural. Podías cabalgar sobre esas cuerdas como si fueran olas. Tuve esa sensación un centenar de veces, y no hay mucha gente que pueda decir que lo ha experimentado ni siquiera una vez en toda su vida. Y a eso es a lo que he tenido que renunciar, tío, a la capacidad de crearlo de forma rutinaria, siempre que me apetece, como parte de mi jornada de trabajo, y... Y, bueno, ahora que pienso en ello, entiendo por qué me inventé esa cagada, perdón, Maureen, de que me estaba muriendo de esa jodida enfermedad, perdón otra vez, Maureen. Porque es así como me siento. Me estoy muriendo de alguna enfermedad que te seca toda la sangre de las venas y toda tu savia, y todo lo que te hace sentirte vivo, y...

—Ya, ¿y? —dijo Martin—. Parece que estás olvidándote de la parte de por qué quieres matarte.

—Ésa es la parte de por qué quiero matarme —dije—. La enfermedad que te seca toda la sangre de las venas.

—Pues eso es lo que le sucede a todo el mundo —dijo Martin—. Se llama «envejecer». Me sentí así incluso antes de estar en la cárcel. Incluso antes de acostarme con esa chica. Probablemente es por eso por lo que me acosté con ella, ahora que lo pienso.

—No es eso. Es otra cosa —dijo Jess.

—¿Sí?

—Sí, lo he
pillado
. Estás jodido. —Hizo un gesto de disculpa en dirección a Maureen, como un jugador de tenis que reconoce que ha tenido suerte cuando su pelota ha caído al otro lado después de dar en la red—. Pensabas que ibas a ser alguien, pero ahora está claro que no eres nadie. No tienes tanto talento como pensabas que tenías, y no hay plan B, y no sabes hacer nada y no tienes estudios, y ahora te ves ante cuarenta o cincuenta años de nada. De menos que nada, seguramente. Es muy fuerte. Es peor que tener eso que decías del cerebro, porque lo que tienes tardará mucho más en matarte. Tendrías que elegir entre una muerte lenta y dolorosa y otra mucho más piadosa y rápida.

Se encogió de hombros.

Tenía razón. Lo había
pillado
.

MAUREEN

No habría pasado nada si Jess no hubiera ido al lavabo. Pero una no puede impedir que la gente vaya al lavabo, ¿no? Me puse blanca como el papel. Nunca se me había pasado por la cabeza que se le ocurriría meter las narices donde no le llaman.

Tardó un ratito, y volvió con una sonrisita en toda esa cara estúpida que tiene, con dos de los pósters en la mano.

En una traía el de la chica, y en la otra el del negro, el del futbolista.

—¿De quién son? —dijo.

Me puse de pie y le grité:

—¡Vuelve a ponerlos donde estaban! ¡No soy tuyos!

—Jamás me lo habría imaginado de ti —dijo ella—. Veamos, pues, qué es esto. Eres una tortillera que tienen debilidad por los tíos negros con buenos muslos. Pervertidillo. Profundidades bien profundas.

Típico de Jess, pensé. No tiene más que una imaginación sucia; o sea, ninguna imaginación en absoluto.

—¿Acaso sabes quiénes son? —dijo.

Los pósters son de Matty, no míos. Él no sabe que son suyos, claro está. Pero lo son. Los elegí para él. Sabía que la chica se llamaba Buffy, porque venía escrito en el póster. Pero no sabía realmente quién era Buffy; pensé que sería bonito para Matty tener una mujer joven y atractiva en el apartamento, porque está en esa edad en que les gustan. Y sabía que el joven negro jugaba con el Arsenal, pero sólo logré enterarme del nombre de pila: Paddy. Pedí consejo a John en la iglesia, que va a Highbury todas las semanas, y me dijo que todo el mundo adoraba a Paddy, así que le pedí que por favor me trajera una foto de él para mi hijo la próxima vez que fuera al estadio. Es un hombre muy amable, John, y me trajo un póster enorme de Paddy festejando un gol, y ni siquiera quiso aceptarme el dinero que le costó, pero las cosas se torcieron luego un poco. No sé por qué se le metió en la cabeza que mi hijo era un chiquillo —de diez o doce años— y prometió llevarlo un día a ver un partido. Y a veces, los domingos por la mañana, cuando el Arsenal había perdido el sábado, me preguntaba cómo se lo estaba tomando Matty, y otras veces, cuando el Arsenal ganaba un partido importante, me decía: «Apuesto a que tu chico está contentísimo.» Y así muchas veces. Y entonces, un viernes por la mañana, cuando volvía de la compra empujando la silla de ruedas de Matty, nos topamos con él. Y yo podría no haber dicho nada, pero a veces tienes que admitírtelo a ti misma y a todos los demás:
Éste es Matty. Éste es mi chico
. Y lo hice, y John no volvió a mencionar al Arsenal nunca más. No hay ni un domingo por la mañana en que no piense en ello. Hay montones de razones para que una pierda la fe.

Escogí los pósters de la misma forma que escogí las demás cosas en las que Jess seguramente había estado hurgando. Las cintas y los libros y las botas de fútbol y los juegos de ordenador y los vídeos. Los diarios y las libretas de direcciones más de moda (¡Libretas de direcciones! ¡Santo Dios! ¡Precisamente! Puedo ponerle una cinta, y tener la esperanza de que la escuche, pero ¿con qué voy a llenar una libreta de direcciones? Ni siquiera yo tengo una.) Las vistosas plumas, la cámara y el walkman. Los montones de relojes. Toda una vida de adolescente no vivida.

La cosa empezó hace años, cuando decidí volver a decorar su habitación. Matty tenía ocho años, y todavía dormía en un cuarto decorado para bebés (payasos en las cortinas, conejitos en el friso de las paredes, todo lo que yo había comprado cuando estaba encinta de él y no sabía cómo iba a ser). Y todo se estaba desluciendo y cayendo a pedazos, y tenía un aspecto horrible, y no había hecho nada al respecto porque si me ponía a ello me haría pensar mucho en lo que le pasaba, en cómo no estaba creciendo como es debido. ¿Qué iba a poner en lugar de los conejitos? Tenía ocho años, así que podía poner trenes y barcos lanzacohetes y cohetes espaciales y quizá hasta futbolistas —las cosas propias de su edad—, pero por supuesto él no sabía lo que eran, lo que significaban, lo que hacían. Pero tampoco sabía antes lo que eran los conejitos, o los payasos. Así que ¿qué iba a hacer? Todo era un fingimiento, ¿no? Lo único que podía hacer que no fuera fantasía era pintar las paredes de blanco y poner un par de cortinas sencillas. Sería una forma de decirle y de decirme que sabía perfectamente que era como un vegetal, como un repollo, y que no iba a tratar de ocultarlo. Pero ¿dónde parar? ¿Significa esto que nunca voy a poder comprarle una camiseta con una palabra o una imagen, porque él nunca podrá leerla o entenderla? Y ¿quién puede asegurar que es capaz siquiera de percibir colores o figuras? Y no hay ni que decir lo ridículo que es hablarle, o sonreírle, o besarle en la cabeza. No hago más que fantasía, así que ¿por qué no fantasearlo todo como Dios manda?

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