En picado (23 page)

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Authors: Nick Hornby

—¿Y qué hace de ti la persona más fascinante del planeta? —dijo Martin.

—No tengo ese aspecto, para empezar. Vaya, pensaba que estabas de mi lado.

Y, casi sin que nadie se diera cuenta, en medio de la risa y la burla generales, Maureen se echó a llorar.

—Lo siento, Maureen —dijo Martin—. No he querido ser descortés. Lo que pasa es que no podía imaginarnos a los cuatro echados en unas tumbonas junto a la piscina.

—No, no —dijo Maureen—. No me he ofendido. No mucho, en todo caso. Y sé que nadie quiere ir de vacaciones conmigo, y no me importa. Me he puesto un poco llorosa porque lo ha sugerido JJ. Hace mucho... Nadie... No he tenido... Ha sido un detalle por su parte, eso es todo.

—Oh, cojones —dijo Martin en voz baja. Ahora bien, «Oh, cojones» puede querer decir, como todo el mundo sabe, un montón de cosas diferentes, pero en este caso no había ambigüedad alguna: todos lo entendimos. Lo que Martin quería decir con «Oh, cojones», en aquel contexto, si es que puedo explicar una grosería con otra, es que estábamos jodidos. Porque ¿qué clase de gilipollas sería capaz de decirle ahora a Maureen: «Sí, bueno, es el pensamiento lo que cuenta. Espero que te baste.»?

Y como unos cinco días después estábamos los cuatro en un avión rumbo a Tenerife.

MAUREEN

Fue decisión de ellos, no mía. A mí no me daba la impresión de tener derecho a decidir, la verdad, por mucho que una cuarta parte del dinero fuera mía. En primer lugar, yo era la que había sugerido lo de las vacaciones a JJ, cuando estuvimos hablando del Tony Cósmico, así que no me pareció bien participar en la votación. Creo que lo que hice se llama abstenerse.

Pero tampoco hubo una gran discusión sobre ello. Todo el mundo estuvo a favor. El único debate fue si tomarlas en aquel mismo momento o en el verano, por el tiempo, pero el sentir general fue que, con una cosa y con otra, era mejor hacerlo enseguida, antes del día de San Valentín. Durante un rato pensaron que podíamos permitirnos el Caribe, las islas Barbados o algo semejante, pero Martin dijo que el dinero que teníamos también tendría que cubrir los gastos del cuidado de Matty en la residencia mientras estuviéramos fuera.

—Entonces nos vamos sin Maureen —dijo Jess, y me sentí muy dolida, hasta que me di cuenta de que era una broma.

No recuerdo cuándo fue la última vez que lloré de alegría. Y no lo digo porque quiera que la gente sienta pena de mí; es que era un sentimiento extraño. Cuando JJ dijo que tenía una idea, y luego explicó cuál era, yo ni siquiera me permití pensar ni por un instante que aquello pudiera llegar a hacerse realidad.

Es extraño, pero hasta aquel momento no habíamos sido realmente amables unos con otros. Podría decirse que era lógico, habida cuenta de cómo nos habíamos conocido. Podría quizá decirse que era la historia de cuatro personas que se encuentran porque son infelices, y quieren ayudarse mutuamente. Pero la cosa no había sido así hasta entonces, en absoluto, nada parecido, a menos que cuente lo de que Martin y yo nos sentamos encima de la cabeza de Jess. Y eso había sido un poco cruel, más que amable. Hasta entonces había sido la historia de cuatro personas que se habían conocido porque eran infelices, y se decían tacos unos a otros. Tres de ellos, al menos.

Yo estaba emitiendo una especie de lloriqueos que nos estaban poniendo incómodos a todos, yo incluida.

—J... —dijo Jess—. Sólo va a ser una semana en esa mierda de Islas Canarias. Yo ya he estado. Sólo son playas y clubs y demás.

Yo quería decirle a Jess que ni siquiera había estado en ninguna playa inglesa desde que Matty dejó la escuela (solían llevarle a Brighton cada año, y yo fui con ellos un par de veces). Pero no dije nada. Puede que no sepa calibrar el peso de muchas cosas, pero podría sentir el peso de esto, así que me lo guardé para mí misma. Sabes que las cosas no te van bien cuando no puedes ni contar a la gente los hechos más sencillos de tu vida, porque pensarían que les está escribiendo que te tengan lástima. Supongo que es por eso por lo que, al final, acabas sintiéndote tan alejada de todo el mundo; todo lo que se te ocurre que podrías contarles no haría más que hacerles sentirse fatal.

Me gustaría relatar cada momento del viaje, porque me parece algo tan emocionante..., pero probablemente sería un error. Si eres como todo el mundo sabes ya cómo es un aeropuerto, cómo son sus ruidos y sus olores, y si me pongo a contarlo será una forma de admitir que llevo diez años sin ver el mar. Me saqué un pasaporte de un año en Correos, y también eso me hizo sentir muchísima emoción, porque vi a una o dos personas de la iglesia en la cola, y saben perfectamente que no soy una gran viajera. Una de ellas era Bridgid, la mujer que no me invitó a la fiesta de Nochevieja a la que no fui; un día —me dije— le contaría cómo me había ayudado a hacer mi primer viaje al extranjero. Pero tendré que averiguar cuánto pesan las cosas antes de hacerlo.

Ustedes seguramente saben que hay que ocupar un asiento de una fila de tres. Me dejaron el de la ventanilla, porque todos habían montado en avión otras veces. Martin se sentó en el del medio, y JJ al lado de él, en el del pasillo, pero sólo durante los primeros minutos, porque Jess tuvo una discusión con la mujer que se sentaba a su lado por la bolsita de frutos secos que te dan las azafatas, y hubo una gresca y algunos gritos. Otra cosa que seguro que saben es que al despegar el ruido es terrible, y a veces el avión da sacudidas en el aire. Bueno, por supuesto, yo no sabía nada de esto, y se me revolvió el estómago, y Martin tuvo que cogerme de la mano y hablarme.

Y seguramente también saben que cuando miras por la ventanilla de un avión y ves cómo el mundo se encoge allí afuera, no puedes evitar pensar en toda tu vida, desde el principio hasta el momento en el que estás ahora, y en toda la gente que has conocido a lo largo de ella. Y sabrán que el pensar en todas estas cosas te hace sentir gratitud hacia Dios por habértelas dado, y enojo contra El por ayudarte a comprenderlas mejor, y así acabas echa un lío tremendo y con necesidad de hablar con un cura. Decidí que en el viaje de vuelta no iba a ocupar el asiento de la ventanilla. No sé cómo esa jet-set que tiene que viajar en avión una o dos veces al año se las arregla en este sentido, la verdad.

El no tener a Matty conmigo era como si me faltase una pierna. Así de extraña me sentía. Pero también podía disfrutar de la ligereza que eso suponía, así que seguramente no era en absoluto parecido a cuando te falta una pierna, porque supongo que la gente a la que le han amputado una pierna disfruta mucho de esa ligereza. Iba a decir además que era mucho más fácil moverse sin Matty, pero también es mucho más difícil moverse con una sola pierna, ¿no les parece? Así que quizá sea mucho más correcto decir que estar en un avión sin Matty era como estar sin una tercera pierna, porque una tercera pierna se te haría muy pesada, supongo, y te estorbaría para todo, y sentirías alivio si te la quitaran. Cuanto más lo echaba de menos era cuando el avión se movía mucho; pensé que iba a morir, y que no le había dicho adiós. Y me entró el pánico.

No nos peleamos la primera noche. Todos estábamos contentos, incluso Jess. El hotel era bonito, y limpio, y todos teníamos nuestro baño completo, y eso no me lo esperaba. Y cuando al día siguiente abrí las persianas, la luz entró en la habitación como un torrente de agua a través de una presa rota, y casi me derriba. Durante un momento se me doblaron las rodillas, y tuve que apoyarme en la pared. El mar estaba allí delante, pero no era fuerte ni fiero, como la luz; era quieto y azul, y emitía unos suaves y susurrantes ruidos. Hay gente que puede ver esto siempre que quiere, pensé, pero luego tuve que dejar de pensar en ello porque se había interpuesto en las cosas que quería pensar realmente. Era momento de sentirse agradecida, no de desear a la mujer de tu prójimo, o sus vistas del mar.

Comimos en un restaurante frente al mar, no lejos del hotel. Yo tomé un pescado muy rico, y los hombres calamares y langosta, y Jess una hamburguesa. Y me bebí dos o tres copas de vino. No les diré cuál fue la última vez que comí en un restaurante, o bebí vino en la comida, porque estoy aprendiendo a no hacerlo. Ni siquiera intenté decírselo a mis compañeros, porque pude calibrar el peso yo misma, y supe que era mayor del que ellos querrían soportar. De todas formas, para entonces ellos ya sabían que hacía siglos que yo no hacía nada de nada, aparte de las cosas de la vida diaria. Lo daban por sobreentendido.

Pero me gustaría decir lo siguiente, y me tiene sin cuidado cómo suene: fue la mejor comida de mi vida, y quizá también la noche más hermosa. ¿Es tan terrible, ser tan rotunda sobre algo?

MARTIN

La primera noche no estuvo tan mal, supongo. Sólo me reconocieron una o dos veces, y acabé con la gorra de béisbol de JJ bien encajada sobre los ojos, lo que me deprimió bastante. No soy un tipo de los de gorra de béisbol, y detesto a la gente que lleva cualquier cosa en la cabeza mientras come. Tomamos un marisco pasable en un local para turistas del paseo marítimo, y la única razón por la que no me quejé de casi todo fue la expresión de la cara de Maureen: se sentía transportada por su lenguado de microondas y su vino blanco tibio, y me parecía grosero aguarle la fiesta.

Maureen nunca había estado en ninguna parte, yo había tenido vacaciones hacía sólo unos meses. Penny y yo nos fuimos unos días fuera cuando salí de la cárcel. Fuimos a Mallorca. Nos alojamos en una villa privada de las afueras de Deià, y pensé que aquellos iban a ser los mejores días de mi vida, porque los tres meses peores habían quedado atrás. Pero, por supuesto, no fue así en absoluto. Describir tus tres meses de cárcel como los peores de tu vida es como describir los diez segundos de un horrible accidente de coche como los peores de tu vida. Suena a lógico, y a impecable. Suena a verdad. Pero no lo es, porque lo peor viene después, cuando despiertas en el hospital y te enteras de que tu mujer está muerta, o que te han amputado las piernas, y que por tanto lo peor no ha hecho más que empezar. Me doy cuenta de que es una sombría forma de hablar acerca de unos días de asueto en una isla mediterránea absolutamente placentera, pero fue en Mallorca donde caí en la cuenta de que lo peor no había hecho más que empezar, y que acaso no acabaría nunca. La cárcel era aterradora y humillante, mentalmente ofuscadora, salvajemente destructiva para el alma (hasta un punto en que el vocablo «devastadora» se quedaría corto para describir su enormidad). ¿Saben ustedes lo que son las «propuestas»? Yo tampoco lo sabía, hasta mi primera noche en la cárcel. Las «propuestas» son preguntas que se lanzan psicópatas drogados a través de los muros de las celdas y que versan sobre lo que les apetecería hacerles a los recién llegados impopulares y/o famosos. Yo fui el protagonista de tales «propuestas» en mi primera noche. No les voy a enumerar ni las más imaginativas sugerencias, pero baste decir que no dormí muy bien aquella noche, y que por primera vez en mi vida tuve fantasías de venganza intensamente violentas. Puse mis cinco sentidos en el día venidero de mi liberación, y aunque ese día me trajo un inmenso alivio, fue un alivio que no me duró demasiado.

Los criminales pagan sus penas, pero con todo respeto a mis amigos del Ala B, yo no era un criminal, no un criminal genuino; era un presentador de televisión que había cometido una equivocación, y, paradójicamente, eso significaba que jamás cumpliría toda mi condena. Era una cuestión de clase, y lo siento, pero no tiene ningún sentido fingir que no lo era. Verán, los otros reclusos acabarían volviendo a sus vidas de robo y de tráfico de drogas y hasta de reparación de tejados o de lo que fuese lo que hicieran antes de que su trayectoria se truncara. La cárcel no supondría un impedimento ni social ni profesional para que la reanudaran. Incluso quizá se encontrarían con que sus perspectivas y estatus social habían mejorado sustancialmente.

Pero no se puede volver a la clase media cuando se sale de chirona. Todo se ha acabado, estás fuera. No vas a ver al Jefe de Programación Diaria de la cadena y le dices que estás listo para retomar tu puesto en
Buenos días con...
No llamas a la puerta de tus amigos y les dices que otra vez estás disponible para cenas y fiestas. No tienes ni que molestarte en decirle a tu ex mujer que quieres volver a ver a tus hijos. Dudo que la señora del Gran Joe se negara a que su marido pudiera ver a sus hijos, y dudo que muchos de sus compañeros del pub se quedaran en un rincón murmurando su desaprobación. Apuesto a que le invitarían a un trago, o incluso le seguirían invitando hasta emborracharlo. He pensado largo y tendido en el asunto, y me he convertido en una especie de radical en lo de la reforma penal: he llegado a la conclusión de que nadie que gane más de, pongamos, setenta y cinco mil libras al año debería entrar en prisión, porque el castigo será siempre más severo que el delito. Debería ser enviado al terapeuta, o dar cierto dinero para obras de caridad, o algo semejante.

Fue en aquellos días de asueto con Penny cuando por primera vez comprendí cabalmente en qué atolladero me encontraba (un atolladero del que no habría de salir jamás). La villa, situada al final de la carretera, era propiedad de una gente que ambos conocíamos, una pareja que tenía una compañía de producción y que, en tiempos más felices, nos había ofrecido trabajo a los dos. Una noche nos topamos con ellos en un bar, y ellos hicieron como que no nos conocían. Más tarde, la mujer llevó aparte a Penny en el supermercado y le explicó que estaban preocupados por su hija adolescente, una chica de catorce años particularmente poco atractiva que, si he de ser franco, tiene bastante pocas probabilidades de perder su virginidad durante un montón de años, y ciertamente no conmigo. Era ridículo, por supuesto, y a la mujer no le preocupaba mi cercanía a su hija más de lo que podía preocuparla mi cercanía a su bolso. Era su forma de decirme, como tantos otros han hecho desde entonces, que había sido proscrito del Jardín de Islington, y condenado a vagar por siempre jamás por los despachos de multitud de compañías de cable de tres al cuarto.

Así que la cena de nuestra primera noche en Tenerife me puso el ánimo sombrío. No eran mi gente. Eran gente que me hablaba porque estaba en su mismo barco, un barco pésimo en el que estar, un barco pequeño y destartalado, casi no apto para navegar, que pronto iba a hacer agua y a hundirse; una barquichuela apenas capaz de cruzar el lago de Regent's Park y en la que pretendíamos zarpar rumbo a Tenerife. Había que ser un verdadero idiota para pensar que iba a mantenerse a flote durante mucho tiempo más.

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