Esas mujeres rubias (11 page)

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Authors: Ana García-Siñeriz

Sin rastro de la heredera

La búsqueda de Estela Vallés-Bruguera, nieta de la marquesa de Aguada de Pasajeros, continúa a petición de la familia, a pesar de haberse excedido ya los plazos habituales.

La mujer, de treinta y siete años, desapareció el pasado día ocho en las inmediaciones de su residencia de la sierra de Collserola.

Policía y Guardia Civil han peinado la zona y rastreado con perros sin ningún resultado. Los registros sucesivos de los alrededores no han aportado ningún dato que esclarezca las extrañas circunstancias de la desaparición.

Según los vecinos, todo podría ser una enorme confusión provocada por la alarma excesiva de los familiares y la falta de comunicación con la presunta víctima.

En su domicilio se han encontrado diversos documentos personales, lo que le dificultaría que hubiera abandonado el país.

Se espera que el juez encargado del caso decida si se prosiguen las labores de búsqueda o se cierran definitivamente.

Román añadió un comentario con gesto malicioso.

—Igual es que ni siquiera ha desaparecido...

Supuse que ese
los vecinos
partidarios de la teoría de la confusión se refería a ellos, a los de Can Julieta.

Me enderecé en el asiento y le pregunté directamente por Estela. Román se incorporó en su butaca, asintió con gesto enigmático y dio un sorbo a su café.

—Eli venía a casa a por cigarrillos cuando se quedaba sin tabaco... gastaba rubio, pero, de vez en cuando, le venía bien echarse al coleto algo más fuerte; tú ya me entiendes... —insinuó, guiñándome un ojo.

Me pregunté cómo debía interpretarlo. ¿Algo más fuerte?, ¿un Rex de los suyos?, ¿marihuana?, ¿un sol y sombra?, ¿un señor de la tercera edad?

Sin querer parecer curiosa, insistí. Estela, Estela, ¿qué pasaba con ella?, ¿por qué a todos les parecía normal que se desvaneciera así?

—Tú no conoces a los Vallés-Bruguera —recalcó escupiendo el apellido—, no han hecho nunca en su vida nada en contra de su voluntad. Ni siquiera morirse.

No, no era posible, siguió Román, enarcando las cejas. Nada de raptos ni de secuestros. Estela era muy suya y no sería la primera vez que saliera con una espantada... Que no me metieran en la cabeza las tonterías de Inés. ¿Para qué, si no se habían llevado nada de la casa? Y tampoco había aparecido el cuerpo. Y aunque era una mujer guapa, «muy guapa», insistió muy serio, no era ninguna chiquilla a la que engatusara un desconocido y se la llevara ni al río ni a Río de Janeiro.

Aparte, la policía había hablado con ellos y, aunque la Inesita se empeñara en enterrar a su hermana, «¡La policía no es tonta!», había exclamado.

Los profesionales no lo veían nada claro.

—No puedes ni imaginarte la de gente que echa la llave y se larga sin dar tres cuartos al pregonero. Y de ellos, nunca más se supo —apuntó con media mejilla arrugada por la sonrisa.

No. Él no tenía ninguna duda de que se había marchado y por su propio pie.

Una vez se marchó la policía, había pasado por la casa, con Josefina, a echar un vistazo rápido, y habían encontrado varias bolsas hasta arriba de papeles, ropa, fotos viejas y recortes. Como si Estela hubiese querido hacer borrón y cuenta nueva.

Lo guardaron en el trastero, por si no lo hubiera querido tirar.

—Además —añadió como prueba concluyente—, tres días antes le trajo la perra a Pepita...

—¿La galga gris es de ella?

Con un movimiento de cabeza me confirmó que sí.

—¿No te has fijado en cómo los perros se parecen a sus amos?

Parker
, claro. La perra que venía con nombre llegaba de Estela. Por eso lloraba cuando la dejaba fuera. Por eso quería colarse a toda costa. Mon Repos
era
su casa, y Can Julieta, no. Y aunque su ama estuviera ausente, o muerta o desaparecida, ella trataba afanosamente de recuperar los restos de su antigua vida.

«Pobre Parker», pensé. Recordé sus ojos tristes y orgullosos, los ladridos lastimeros, su extraña devoción por mí. Sentí una pequeña punzada de tristeza; ella también sufría. Necesitaba compañía, un ama de sustitución...

Román se incorporó en su butaca y apagó el cigarrillo con firmeza.

—Aquí, la única que se empeña en que Estela está muerta y bien muerta es la bruja de su hermana Inés.

—Hoy me ha llamado —apunté— la hermana de Estela...

—¿La hermanastra? —preguntó a su vez Román, enarcando las cejas.

—¿No son hermanas de verdad? —pregunté sorprendida.

Román se recostó en su butaca.

—No hay ninguna duda de que lo son. Clavaditas. Del mismo padre y de la misma madre. Hermanastra, digo, porque, a su lado, las de Cenicienta son la Madre Teresa. —Dio una calada—. ¿Y, qué quería, doña Inés del alma mía?

—Nada. Avisarme de que tenía que verme para algo.

—Nada bueno, querrás decir.

Al soltar esto último, sonrió torciendo la boca, en un gesto de complicidad.

—No lo sé porque no me lo ha querido explicar —resumí, sucinta, dando un sorbo a mi tazón.

Me pasé la mano por la cabeza, y Román me miró con aire interrogativo.

—¿Te pasa algo? —se interesó por mí, serio.

Negué y sonreí.

Le propuse un último café, antes de marcharse.

—No, gracias, hija. Tengo metralla en un pulmón y el estómago hecho fosfatina. Con un solo veneno, me basta —agradeció, sacando otro de sus cigarrillos—. No te importa, ¿verdad?

Negué con la cabeza, mientras él lo encendía, guiñando los ojos.

—El último, que sabe aún mejor —dijo, inspirando con fuerza hasta el fondo del tórax.

Hizo una pequeña pausa mientras le rodeaba una nube de humo como a un Mefistófeles fumador y republicano, y con el cigarrillo suspendido entre dos dedos acarició la biblioteca de un vistazo circular hasta detenerse en el retrato de la dama enguantada.

—Voy a tener que volver a vestirme con el delantal —anticipó, levantándose muy despacio y con cara de resignación.

Josefina tenía turno desde las seis de la mañana y llegaría muerta de hambre. «Y el Iván y el Julián», añadió. Aunque muy diferentes, eran buenos chicos, adoraban a su madre y no le daban apenas preocupaciones, pero comían como limas...

Se colgó la pequeña bufanda de cuadros que se había dejado a la entrada y me avisó, «Ya la tienes en la puerta arañando, la va a destrozar si no lo ha hecho ya...».

Efectivamente, cuando abrí, lo primero que asomó, además de una ráfaga traicionera del aire de noviembre, fue el morro de
Parker
. Y después, sus ojillos, oblicuos y decepcionados, interrogándonos inteligentes ¿por qué yo no puedo pasar? Acompañé a Román hasta el camino de cipreses de la entrada de Mon Repos.

—Algún día, espero, nos marcharemos de aquí.

Después de expresar este deseo en voz alta, Román se agachó a acariciar a la perra, en un gesto tierno y por sorpresa. Alargó su manaza manchada de nicotina y dulcificó la voz. «¿Qué se te ha perdido a ti en este sitio?, ¿eh?», le preguntó con mimo, tocándola entre las orejas.

Una cuestión dirigida a la perra pero que muy bien hubiera podido formularme para mí. «¿Qué se nos ha perdido aquí a todos?», insistió.

En cuanto cerré la puerta, aparté a Estela y a su familia de mi cabeza con un regusto a náusea.

Subí a la torre.

Volví a mis pensamientos.

A ella, siempre.

Román y Julieta

Algo no cuadraba con Román. Josefina había vivido en la finca desde que era pequeña, se marchó en algún momento de su vida adulta y, por lo que había intuido, su vuelta no parecía muy lejana en el tiempo. Pero ¿y su padre?, ¿y él? ¿Toda una vida en Mon Repos? ¿Había nacido allí? ¿Por qué deseaba alejarse con tanta fuerza?, ¿en qué momento y por qué comenzaban los lazos entre Román, Can Julieta y Mon Repos?

Lo nuestro no fue cosa de un día. Café a café y tos a tos avanzábamos sin perder nunca de vista a los omnipresentes Vallés. Sólo de vez en cuando Román me observaba como preguntándose por qué yo no abría la boca más que para interesarme por los otros. Por qué yo no hablaba nunca de mí. Los Vallés eran mi tema de conversación preferido. Estela, en realidad. Si a Estela le gustaba llevar el pelo suelto o recogido, a qué colegio la habían llevado, ¿tenía uniforme?, o si ella y su hermana eran de salir con muchos chicos, y si habían peleado por los novios en alguna ocasión. «¡Y yo qué coño sé!», respondía. A Román no le gustaban las tonterías. Pero a mí, sí.

Una voluta de humo, y volvía.

Una tarde, se remontó con gesto huraño a los tiempos en que él, Román, era un chiquillo, no más alto que el tercer estante de aquella librería. «Aquí mismo la hizo un carpintero de mi pueblo; me trajo con él para ayudarle con los cepillos y los buriles». Aquel día fue su primera vez. En Mon Repos.

Fue por orden del padre de la entonces señorita Estela, don Salvador de Barriú. Había ordenado al carpintero que se trajera a cualquier otro chaval para echarle una mano, en vez de a su hijo, «un adolescente de maneras sebosas, que había cometido el delito de rozarle la falda a la señorita Estela cuando fueron para la matanza». Ella se había echado hacia atrás con repugnancia. En lugar del hijo del carpintero vendría Román.

El señor, el padre de la marquesa —«un buen hombre, con las cosas de los de su clase, pero íntegro y de buen corazón»—, tenía más fincas, además de Mon Repos. En una de ellas —la de Levante— donde vivía Román con sus padres cuando era niño, era donde, de vez en cuando, los marqueses de Aguada iban a controlar las reses y el rendimiento de los frutales. «El ojo del amo que engorda el ganado», apuntaba Román. Y, de paso, se pegaban algunos tiros por hacer valer su derecho, porque allí había poca cosa, «alguna perdiz roja, liebres escuálidas; como mucho, algún jabalí».

Él —el niño Román— era el que le cargaba las escopetas al señor y le leía el periódico, bajito, cuando se sentaban en el puesto a esperar.

Le cayó en gracia.

«Yo era un chico espabilado que había aprendido las letras casi por mi cuenta. Mis padres no habían salido jamás de las lindes de La Gavilla y cuando el señor pidió que me trajeran para echar una mano, creyeron que aquí tendría la oportunidad de mejorar.»

Su madre le frotó con Asperón hasta que le enrojeció la piel del cuello, y le pegó el pelo a la cabeza con un fijador tan fuerte que el marqués le pidió al carpintero que le dijera al chiquillo que no se lo volviera a poner.

—Esta librería la he levantado yo... ahí donde la ves —reveló con orgullo Román.

Y entonces, como había anhelado su familia, se quedó. Para ayudar en la casa, al mecánico, y hacer mandados. Para todo era bueno, el chico Román.

Quiso ponerse a estudiar por las noches pero terminaba la jornada tan cansado que se dormía encima de los cuadernos.

Y, entonces, llegó la guerra civil.

—¡La guerra, la guerra!, ¡la puta guerra! Los pobres no podemos elegir. Y cuando te crees que puedes, todavía es peor...

Román carecía de una educación al uso pero no de sentido común. Ciertos conocimientos resultaban sorprendentes en alguien como él, un anciano de más de ochenta años, un iletrado por culpa de las circunstancias, un trabajador. Me hacía mucha gracia que en homenaje a mi cacareada profesión de traductora —cuando me lo recordaba, me hacía sentir como una impostora—, pues eso, entre frase y frase, Román, para enseñarme de qué era capaz, solía colocar alguna palabra en francés. Chapucero. Pero francés.

Y es que había pasado un tiempo en Francia, aunque no por voluntad propia. Al terminar la guerra, con sólo dieciséis años, le confinaron en un campo de refugiados en Argelès, del que él precisaba con rabia «¡de concentración!». Que no vinieran los franceses a contarle las simpatías que habían tenido por los republicanos cuando salieron de España, que no.

—Lo que allí nos daban, ni a los cerdos se lo echaríamos aquí; una auténtica mierda —remachaba indignado—. Piojos así de gordos, disentería... tifus; a los agujeros en los que vivíamos les llamábamos conejeras, ¡imagínate cómo tenían que ser!

Él había falsificado la edad para irse con la Quinta del Biberón: no hizo la batalla del Ebro sino que le destinaron a un batallón alpino en el Pirineo leridano. Desde allí huyó de las tropas de Franco por La Junquera en el 39, con el Ejército Popular Republicano, hasta acabar en el campo de Argelès. Tuvo que pasar unos meses en un barracón cerca de la orilla, hacinado con otros cientos de refugiados, disputando como perros de la calle la ración escasa de comida que les tocaba, «nada que llevarnos a la boca hasta cinco días después de llegar».

—Por eso a mí no me verán en ninguna puta playa de vacaciones, por mucho que se empeñara mi pobre Montse en que nos fuéramos a Benidorm... ¡odio la arena y las olitas y tragar agua salada!; yo ya sé lo que es cagar con el agua helada hasta las rodillas y tener que beber de la misma agua unos metros más allá...

Y de ahí venían también sus prejuicios contra «los moros» y «los negros». Guardias senegaleses y marroquíes, brutales, a cargo de aquella inmensa planicie cercada por alambradas en las que cabían, guardadas por la miseria, cien mil almas, entre hombres, mujeres y niños. «Todos rojos», precisó.

Con Román todavía en Francia, se declaró la Segunda Guerra Mundial. Algunos de sus compañeros se unieron a las tropas francesas en su lucha contra el nazismo, luego, en la Resistencia, o en un nuevo campo de concentración. Él volvió.

—Franco había prometido perdón para quienes regresáramos sin las manos manchadas de sangre, ¿qué delito, a los dieciséis años podía haber cometido yo?

De regreso a Barcelona, sin haber alcanzado la mayoría de edad, le esperaba la cárcel Modelo. Acusado de varios delitos contra la seguridad del Estado, de rebelión militar, de atravesar la frontera con armas. Resultado: condena a muerte.

—¡Pero aquí estoy! —constató sonriendo.

De cómo se libró, ni palabra. Hizo un gesto vago y posó un instante su mirada en el retrato de la dama de la mano enguantada y las pesadas vueltas de perlas que aguantaba con firmeza su frágil cuello. Otra vez Estela de Barriú.

En la cárcel fue donde su corazón se hizo anarquista, pero «tenía que comer». Y no había trabajo para alguien como él en el pueblo. Volvió a Mon Repos.

¿Y por qué no había conseguido salir nunca de allí?

La vida de Román había consistido en un continuo ir y venir por el portón de la finca, y nunca por propia voluntad. La última vez, «cuando murió la señora», hacía poco, justo antes de que se marchara o desapareciera o alguien se hubiera llevado a Estela; al separarse Josefina del padre de Julián.

—La pobreza es la forma moderna de la esclavitud.

Román suspiró y chasqueó la lengua. De eso sabía un rato, de que, que no nos engañaran, no había salida para los pobres, no señor.

En Can Julieta, otra cosa no pero siempre había habido mucha, mucha gente. Eso de los Recursos Humanos era «una gilipollez moderna»; allí siempre se habían encargado de la gestión del personal los administradores y los capataces. Porque mira que se habían necesitado almas para poder llevar, en tiempos y como Dios manda, una finquita de nada como Mon Repos. Aparte de Román, que hacía de mecánico, de mozo de comedor de refuerzo cuando recibían los señores, de secretario para las monterías, hasta de fontanero, y de hombre para todo, estaban los jardineros del señorito Diego, la cocinera, el pinche y la doncella de la señora y el legítimo mozo de comedor. Y además tenían trabajando a dos mujeres como dos mulas de carga, dos: la Montse, y la Reme. La Montse, que era la madre de Josefina, la mujer de Román, y la Reme, una chica algo más joven, para las faenas pesadas, que acometía remangándose la bata y secándose el sudor de la cara con la palma enrojecida de tanto trabajar. La habían retirado a una residencia cuando se quebró la espalda de tanto agacharse para fregar.

—Al menos no la sacrificaron, como me tocaba hacer a mí con los caballos del señor...

En tiempos de los señores una de las alas clausuradas por las obras contenía las celdillas de aquel enjambre. Se inauguró para albergar a los primeros criados que los Vallés se trajeron de Cuba; por eso se la llamaba «la casa de los negritos».

Y Can Julieta...

Allí también había vivido una Julieta auténtica.

«¿Una Julieta?», le pregunté curiosa.

«Sííííí», me respondió Román.

Y un Romeo maduro, con leontina y principios de orden a favor de la esclavitud. De las almas y de los cuerpos, más si éstos eran tan sabrosos como el de la joven Julieta de ojos bajos y tierno escote palpitante como de paloma asustada que le traía a mal traer.

Julieta había sido la doncella más querida de la señora Vallés, aquella Fuensanta Tordera emigrante y recia que volvió hecha una dama con guantes y misa diaria. La señora no podía pasarse sin ella ni para sus rezos, y partían mano a mano, de noche cerrada, hasta la iglesia, juntas y envueltas en mantillas oscuras y sujetando el misal.

El señor —el primer Eliseo— pronto empezó a padecer de morriña. Le faltaban los cielos caribes y el olor de las flores humedecidas por el rocío de la noche. Su hijo le enviaba cigarros, liados a mano en Viñales, cajas de maderas aromáticas encajadas entre los libros contables. Pero sólo hacían que acrecentar su deseo de azúcar y de vino con miel. Cuando la señora notó la manera en que su marido acariciaba de lejos la piel de Julieta, posando los párpados lentamente, atusándose las guías del bigote, modulando el tono de voz, ordenó que su adorada doncella dejara la casa de los negritos a la orden de ya. El marqués pudo interceptarla por el camino y tras una negociación a puerta cerrada consiguió para ella la casita que habían erigido para alojar a las visitas, Can Julieta. La pequeña villa que era su capricho de indiano, un vástago en miniatura de la casa principal.

No hubo bastardos. Fue la condición que exigió la Tordera, convertida ya en marquesa y
mestressa
absoluta de Mon Repos. Lamentó la pérdida de
su
Julieta como una niña que ve cómo su mejor amiga se marcha detrás de sus padres a un lejano país. Un país tan lejano como Can Julieta de Mon Repos. Se extendió un océano de la una a la otra, inabarcable, imposible de atravesar.

Pasaron los años y murió el señor, y quedaron tan sólo las dos mujeres. Julieta no había vuelto a poner el pie en Mon Repos desde el día en que su estatus dio un vuelco y se encontró el concubinato como único futuro, muy a su pesar. Fue doña Fuensanta quien bajó a buscarla, entre grandes frufrús, pañuelo en mano, el moño deshecho. ¡Julieta!, ¡Julieta, criatura! ¿Dónde te has metido? ¿Dónde estás?

La encontró igual de bella, algo más rellenas las curvas, sin salir de su asombro, arrepentida; si ella nunca había deseado aquello, nunca, nunca; le besó la mano entre lágrimas vertidas, culpable, por los años felices, aliviada de recuperar su puesto en aquel orden natural.

Julieta volvió a la casa de los negritos. Y la casita se quedó con Can Julieta. Podría haber sido al revés.

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