Read Esas mujeres rubias Online
Authors: Ana García-Siñeriz
Salimos de la habitación dejando a Fernando concentrándose en los desconchones de la pared.
Auxi me dio un beso en la mejilla, «A ver cómo vas a volver», y me saludó con la mano mientras cerraba la puerta con cuidado de no hacer ruido.
Bajé los escalones de dos en dos, pese al riesgo que corría con los tacones y ya fuera traté de llenar los pulmones de aire con dificultad. No había brisa, ni gente, tiendas ni coches. Sólo polvo y puertas cerradas.
La vuelta en el autobús se me hizo mucho más corta que la ida.
En el fondo, estaba satisfecha de haber conocido a la madre de Fernando, pero traía un regusto agridulce y culpable, como si hubiera sorprendido a un adulto en algo prohibido pero carente de importancia, metiéndose el dedo en la nariz. Además, después de los intentos de Auxi por comunicarse conmigo, traía incluso más preguntas de las que ya llevaba cuando llegué a su casa. ¿De qué pequeña ciudad de provincias hablaba?, ¿cuándo se vino para acá?, ¿había decidido —imposible, en aquellos tiempos— tener a su hijo ella sola?, ¿llegó a Madrid con Fernando siendo un bebé?
Me resultaba curioso que de una mujer tan poco convencional como ella hubiera crecido un ser tan alérgico a la diferencia como él. Un chico cuyo perfeccionismo rayaba en la obsesión, tan guapo e inteligente pero de apariencia algo plana por lo poco dado a expresar sus convicciones o a contar alguna anécdota personal que pudiera ubicarle en alguna de las clasificaciones de aquella época: pijo, paleto, pelota, macarra, empollón: tenía mucho cuidado de no revelar detalles de más. Jugaba con todos, incluso conmigo, al silencio y a despistar.
En el vaivén del autobús, el recuerdo del olor del portal —acelgas cocidas, lejía, serrín— me proporcionó más pistas acerca de las honduras del alma de Fernando, pero también intuí que no debía mencionarlas bajo ningún concepto. Era su punto flaco, el talón de Fernando; las sábanas desparejadas explicaban todos los «No vengas a buscarme».
Estaba sentada al lado de una mujer que parecía volver del trabajo; llevaba una bolsa de plástico apoyada en el suelo, en la esquina entre el asiento y la pared. Una Auxi algo más joven, con la misma ropa, que nunca ha oído hablar de lo que es la moda, hecha para cubrir el cuerpo y punto. Todavía me faltaba un buen trecho para llegar; por la ventanilla se sucedían los paneles de «centro ciudad». A esa hora —entre las seis y las siete— los niños volvían a casa agarrados a la mano de su madre. Fernando me había contado —en uno de los escasos momentos locuaces de la tarde— cómo, cuando era pequeño, su madre le dejaba en el colegio antes de que llegara ningún niño, y antes de que los curas abrieran las puertas de las aulas, por lo que debía quedarse más de hora y media solo, tiritando en el patio, cazando ratas y cucarachas cerca de las cocinas o recorriendo los agujeros para rapiñar canicas olvidadas la tarde anterior. Y que cuando llegaban sus amigos y le preguntaban que cuánto tiempo hacía que llevaba allí solo, él siempre contestaba «Acabo de llegar».
La mujer de al lado se levantó con cuidado de no caerse con los topetazos del bus, y apretó el botón de la parada. De repente me pareció que era de verdad Auxi a punto de llegar a casa. Era ella, la madre que había dejado al pequeño, todavía de noche, apenas empujada la cancela de hierro, para salir corriendo de nuevo y llegar a tiempo para fichar. «No te vayas con nadie. No hables más que con los hermanos o con los otros niños. Quédate aquí quietecito hasta que abran la puerta. Prométemelo.» Era su voz, la voz de Auxi, quebrada por la culpa y ardiente la mejilla por el último beso del niño; ajustarle la bufanda, bien fuerte, «No me llores», olvidar la mala conciencia, «Vuelvo rápido, te lo prometo»...
El autobús se detuvo con un frenazo seco y chirriar de frenos, y la joven Auxi bajó ligera, de un salto, el último escalón. La vi alejarse hacia una boca de metro cercana con una sonrisa secreta en la cara, como si tuviera prisa en llegar a casa para sacarse ese jersey informe y su pantalón sin gracia y darse una ducha y ponerse otra cosa que la convirtiera en persona antes de encontrarse con un hombre, joven también, un Fernando fuerte y no incestuoso que la sacara para siempre de ese autobús.
Bajé los ojos y tropecé con la bolsa de Los Guerrilleros que se había olvidado a mis pies. Me levanté de un salto y apreté el botón de parada, pero ya no era visible entre las cabezas de los que bajaban apresurados a la estación de metro. Hice gesto al conductor de «Me he equivocado» a través del retrovisor y volví a sentarme, con la bolsa en las rodillas. Quizás llevaba algún papel o documento que indicara quién era o un teléfono al que le pudiera llamar. Moví con cuidado el bulto de ropa para no curiosear demasiado; miré al resto de los viajeros para comprobar si alguno estaba al tanto de lo que había pasado, pero cada uno viajaba como si no estuviera en contacto con los demás. Enfrente de mí se sentaban un jubilado con gorra blanca y zapatos con agujeritos de esos que dejan pasar el aire y un chico de mi misma edad con una nuez tan prominente como si se hubiera tragado una bola de golf. Mis movimientos no tenían visos de interesar a ninguno de los dos. Debajo de lo que me pareció una de esas batitas de trabajo de sisas amplias y corte recto —como la que llevaba, de flores, la auténtica Auxi aquella tarde—, estampada en rayas azules y blancas y unas zapatillas de tela y suela de goma, la una contra la otra, sólo había un bote de desodorante Tulipán Negro y un transistor de esos pequeñitos que únicamente sirven para escuchar novelas o programas con concursos y llamadas.
Llegué a mi parada con la bolsa apoyada en mi regazo; pensando en Auxi, la verdadera; en Fernando y la sábana que le cubría apenas, más una coartada que verdadero pudor. Su pierna cobró vida con el traqueteo de la caja de cambios del autobús, y ese trozo de piel tan suave, donde debía de rozarle el borde de la escayola casi a la altura de la ingle. Ahí la piel era blanca y sin pelos, como la de los bebés. Eso me llevó a la otra, la falsa Auxi, compañera anónima de viaje; y a su sonrisa de Gioconda, la que se dibuja en los rostros de la gente con la que nos cruzamos por la calle al azar. A veces hasta se ríen, tan vívidos son los recuerdos, que retornan a traición en un sitio insólito y público, en un paso de cebra, un vagón de metro, la sala de espera antes de una operación. Antes de que se abrieran las puertas, me acerqué hasta el asiento del chófer, ignorando el cartel de «Prohibido hablar con el conductor».
—No creo que venga a por ella, pero se le ha olvidado a una chica que se ha bajado en Prosperidad.
Me hizo seña de que la dejara al lado de su asiento y me abrió la puerta por delante para que descendiera, cosa bastante poco habitual.
Cuando llegué a casa, mamá ya se había apoltronado en el sofá. Me dijo hola, de lejos, mientras yo dejaba las llaves en un jarrón ancho sobre la consola del recibidor. Era una pieza que ella tenía en mucho aprecio —se lo había traído la madre de Marcos de un viaje a Dinamarca, «Es de vidrio soplado»— y por eso te daba la bienvenida nada más llegar.
Mamá se abanicaba con una revista —decía que no le gustaban los cotilleos, pero se había aficionado a las vidas ajenas durante los años que pasó en la peluquería— y apoyaba los pies estirados encima de la mesita con la falda un poco más remangada de lo habitual. Nuestro salón se parecía, de repente, al de la casa de Fernando. Unos cuantos metros de holgura, un papel pintado pretencioso y poco más.
Me dedicó un «Vaya calorazo» que quería decir, «Venga, suéltalo ya». Nada de qué tal se encuentra o ¿le duele mucho la pierna? Nada. Brazos cruzados. Mirada fija en la telenovela mexicana de ciento cincuenta y ocho capítulos que juraba aborrecer.
Él la sujetaba de la larga melena negro azabache, obligándola a doblar la cabeza dolorosamente hacia atrás.
—¿Qué? —preguntó sin apartar la vista de la pantalla—, ¿qué tal la suegra?
Murmuré un poco audible «Simpática, bien».
Ella le pidió clemencia, por Dios, por los niños, y él rió, a grandes carcajadas, mostrando sus dientes blancos como perlas. ¿Clemencia? ¡Jamás!
Entonces mamá dejó la revista de un golpe, con la intención de que me detuviera y para subrayarlo apagó el televisor. Eso quería decir, tú de aquí no te marchas hasta que yo lo diga, y ya puedes empezar a contármelo todo, todo, todo. De pe a pa.
—¿Y el de la pierna rota? —preguntó, seca.
Evitaba llamarle por su nombre. De hecho, en aquellos años, no había llegado a pronunciarlo, se las ingeniaba con «ése», «el arquitecto», «el rompecorazones», «el momio» o
«sumé
». Era una cuestión de principios, como cuando nos obligaba a decir «salón» en lugar de «peluquería».
«Bien», farfullé. Me agarré uno de los tacones en una extraña posición de cigüeña mientras pensaba en cómo escapar del tercer grado familiar.
—¿Y su casa? —añadió, curiosa—, ¿qué tal es?
Con mi tono más neutro posible y rehuyendo sus ojos respondí de nuevo algo parecido a «Bien».
Se volvió hacia la pantalla y sin mirarme soltó un cargado de significado «Ya».
Apretó de nuevo el botón de encendido del televisor y en la pantalla una mano voló como un torpedo hasta la cara de la mujer del pelo largo, que, después del impacto y una ráfaga sonora e intempestiva, se dobló hacia atrás. Clavó la mirada en el hombre con algo similar al odio. «¡Venganza!», exclamó.
—¿Te has enterado ya de quién es el padre? —preguntó mamá, cambiando de tercio.
¿A qué venía aquello?, ¿de verdad le importaba o era sólo por fastidiar?
—Del de la pierna, quiero decir.
Silencio. Sólo sollozos en la pantalla.
—Ahora somos todos muy modernos pero en mi época eso era de fulanas —añadió.
—Pero la gente se quedaba embarazada igual, ¿no? —rebatí con voz tensa.
Mamá frunció el ceño y no se dio por aludida; «Vaya, por fin una palabra detrás de la otra», remató.
Me extrañó que no dijera nada. Jamás, nunca en la vida había hecho mención a lo que acababa de insinuar. Es más, intuí que le había sorprendido que yo supiera eso. Que mis padres se habían casado apremiados por el nacimiento de Jaime, quien, por cierto, ignoraba por completo que no fuera sietemesino sino un bebé saludable nacido a término... Mis manías de curiosear.
Aproveché que cambiaba a la segunda cadena para sacarme los dos zapatos. Contuve un gemido de dolor al comprobar que tenía dos ampollas rojas y reventadas —en cada pie— y, con ellos en la mano, me escabullí hacia mi habitación.
—¡Tú sabrás lo que haces! —me gritó mientras cerraba la puerta de mi cuarto.
Tiré los zapatos junto a la cama. Los odiaba. Nunca me habían gustado los zapatos blancos. Nunca, nunca más volvería a ponérmelos. ¿Por qué habría tenido que colocármelos para ir a su casa? Como una niña cursi de primera comunión. Tan chillonamente blancos, tan poco como yo. Fuera, escuché a mamá reengancharse a su novela. Entró una ráfaga de música romántica más alta que el resto. Una melodía empalagosa y disonante a la vez. Debían de estar besándose el de la bofetada y la de la melena negro azabache. Pelillos a la mar.
The rainstorm had ended and the gray mist and clouds had been swept away in the night by the wind. The wind itself had ceased and a brilliant, deep blue sky arched high over the moorland. Never, never had Mary dreamed of a sky so blue. In India skies were hot and blazing; this was of a deep cool blue which almost seemed to sparkle like the waters of some lovely bottomless lake, and here and there, high, high in the arched blueness floated small clouds of snow-white fleece. The far-reaching world of the moor itself looked softly blue instead of gloomy purple-black or awful dreary gray
.
The Secret Garden,
F
RANCES
H
ODGSON
B
URNETT
La tormenta había parado y la niebla gris y las nubes habían sido barridas por el viento durante la noche. Luego, el viento había amainado también, y un cielo brillante y de un profundo azul se levantó sobre el páramo. Mary jamás había soñado con un cielo tan azul. En la India los cielos eran cálidos y llameantes. Ése, en cambio, era de un azul tan intenso y frío que casi parecía centellear como las aguas de algún encantador lago sin fin. Aquí y allá, muy alto, alto en aquel arco azul, flotaban pequeñas nubes de blanca lana. El lejano mundo del páramo se mostraba asimismo de un suave azul, en lugar del mustio púrpura tirando a negro o del horrible y monótono gris
.
El jardín secreto,
F
RANCES
H
ODGSON
B
URNETT
—Tú sabrás lo que haces... —me recriminó mi madre, en un susurro.
Yo le había repetido, como una disculpa pueril y falsa, que no me gustaba abusar pero que la noche había sido larga —larga no, eterna; una de mis temidas «noches negras»— y en vela, por culpa de la tormenta, y que, cuando por fin me había dormido, no había conseguido despertarme hasta entonces, casi las dos.
Y además, ella fue la que me sacó con la insistencia de su llamada de mi segundo sueño. Al principio estaba algo desorientada, hasta que puse en orden mis pensamientos: Barcelona, una habitación ajena, Fernando ya no estaba conmigo, ella tampoco... la realidad.
Había atrapado el móvil a punto de despeñarse por la mesilla: lo tenía siempre en silencio, en modo vibración.
—Estaba muy cansada —me justifiqué, con la boca pastosa tratando de vocalizar correctamente— y necesitaba dormir un poco.
—Ten cuidado con tanta pastilla —me advirtió, como si todavía fuera una niña a la que hay que recordar que cierre la boca al frío de la calle—, están bien para lo que están, pero no hay que pasarse.
—No te preocupes, mamá. Sólo quiero dormir por las noches.
No me voy a suicidar
.
—No digas eso... —me cortó con un deje de reproche.
Todavía no las tenía todas consigo. «¿Dónde te has ido a meter?, ¿quién es esa gente tan rara?»; no entendía por qué Barcelona, «Pero bueno, ¿a quién conoces tú allí?», y menos en medio del campo, con la de robos y atracos y asaltos que había de todo tipo de indeseables recién llegados de continentes lejanos o países del Este donde la vida de los otros no valía un pimiento. «Un día te van a dar un porrazo y verás.»
Pasada la tormenta, gotas mansas de color gris se escurrían por el cristal, una lluvia cansina que me robaba las fuerzas.
—¡Está desmontando la casa! —me informó indignada al otro lado del teléfono—. Si no te hubieras ido como una delincuente, podrías hacer algo...
A diario me hacía un resumen detallado de todo lo que yo había intentado dejar atrás.
—¿Y qué quieres que haga?, ¿que le pida que respete el cuarto de la niña como si fuera un templo? —le respondí mareada, sin poder incorporarme.
Noté que reculaba ofendida e inmediatamente me arrepentí.
—Bueno, pensé que te dolería ver cómo se lo carga todo, aunque parece que no...
Me di la vuelta para acomodarme algo más erguida, pero desistí. No me sentía capaz de explicarle que aquello no era más que una cáscara vacía; que lo que yo llamaba
«mi casa»
no existía. Que lo único que quedaba de esa casa era él.
Antes de irme había hecho el ejercicio más duro de mi vida sin que nadie me lo pidiera.
Abrir la puerta de su cuarto. Sentarme en el borde de su cama. Encender la luz —no quise levantar la persiana, como si el sol pudiera deshacer en cenizas los muebles de la habitación—. Sacar el cajón de la mesilla; guardar una bolsa con las pulseritas que hacíamos por las tardes con hilos de bordar, con el conejo de trapo que ya no usaba porque decía ella que era muy mayor y su agenda de teléfonos, un cuadernito rosa con estrellas de color rojo y un arco iris sonriente. Enterrar todo aquello en una de las cajas que había llevado, sin atreverme a mirar.
Ir al armario. Abrir la puerta —una bocanada con su olor me hizo trastabillar—, apoyarme en el frente y pasar la mano acariciando la ropa. Sin detenerme más, con perchas y todo, meter los vestidos, los calcetines tan bien doblados, el abrigo en las cajas. Cerrarlas.
Recorrer las estanterías con los libros que habíamos leído, yo primero, ella después. Sepultarlos en otra de las cajas. Apartar la fotografía que, sobre la cómoda, me sobresaltó; esa foto que te hacen a traición cuando traspasas la entrada en el zoológico. La niña en el medio, de una mano Fernando, y de la otra, yo. La niña se había empeñado en que la compráramos, a pesar de que a su padre casi no se le veía la cara y yo me ocultaba casi por completo tras unas gafas de sol. Nada más la veíamos a ella, ni un metro de alto, purita felicidad. Fue lo único que me llevé, unas pocas fotos junto a su cepillo del pelo y la funda de la almohada.
Dejar las cajas en un guardamuebles de las afueras. Almacenes de alquiler que, desde que los metros se reducen en las casas en paralelo a los salarios, proliferan como champiñones en el extrarradio. La gente guarda lo que no tiene la fuerza de tirar pero con lo que tampoco puede vivir.
¿Hasta cuándo? Conservé en mi cartera el recibo que me dieron como si fuera el mapa del tesoro y, después, me sentí mejor. No le dije ni a Fernando que sus cosas estaban allí.
Por eso, que hiciera agujeros en las paredes en el mausoleo de La Moraleja, que tirara tabiques o cambiara moquetas... que lo vendiera por parcelas. Que hiciera lo que quisiera. Eran cuatro muros sin alma... jamás la habían tenido.
Sin
ella
dentro, era nada.
Mi madre, cuando no quería pensar en una cosa, como los avestruces del cine de dibujos animados, enterraba la cabeza en el suelo y sanseacabó. Iba a seguir sus recomendaciones. No quería pensarlo más.
Nos quedamos calladas unos segundos que se me hicieron muy largos, y a sabiendas de que iba a decepcionarla, lo solté.
—Y Fernando, ¿ha dicho algo?
En nuestro particular idioma quería decir: «¿Ha preguntado por mí en algún momento?»
—Nada.
Mi madre, aunque no hablara idiomas, también sabía traducir.
No sé si será por culpa del rayo que partió al Buhonero y que acabó con su vida, convirtiéndolo en un montón de cenizas malditas y grisáceas, pero las tormentas siempre me han dado miedo. Más que miedo, pavor. La naturaleza desatada, fuera del control humano. Aquella noche, antes de que me sacaran de mi sueño las llamadas machaconas de mi madre, me pregunté si habría un pararrayos en Mon Repos.
Una violenta tormenta me había sobresaltado de madrugada. El retumbe del trueno en los cimientos y la vibración de los cristales me habían hecho saltar contra el cabecero, con los ojos muy abiertos y la lengua pegada al paladar. Quieta y aterrorizada.
Un rayo. Inmediatamente, un trueno.
La habitación se iluminó de golpe como con mil focos y la casa bailó sobre un suelo mojado. No podía quedarme temblando en la cama. Me levanté.
Tenía el estómago revuelto por las pastillas y pensé que algo caliente me sentaría bien. Bajé hacia la cocina y al pasar por el salón contemplé la maraña de rayos que iluminaba el cielo. Apoyé la frente sobre el cristal. Transmitía una sensación placentera que arrancaba en las muelas y salía por la planta de los pies. Sería tan fácil. Masa. Cuerpo. Vibraciones. Sería muy fácil, allá arriba. Cada rayo, una sacudida. Con un solo rayo bastaría. Y luego, paz.
El miedo me mantenía alerta. La gente dormía allá abajo. Y yo estaba sola, arropada por la presencia de Estela. Sentí que había vuelto. No dejaría que se me escapara.
Encendí la lámpara de la cocina y me senté frente al teclado del ordenador mientras la casa retumbaba sorda; un rayo, que cayó más cerca, hizo que la luz se apagara durante unas décimas de segundo y volviera con un leve temblor de la mesa.
Tecleé «Estela Vallés-Bruguera», con el guión.
Eran un clan; en cuanto buscabas a Estela, te topabas por fuerza con algún otro miembro de su familia.
La primera página la acaparaba Inés. Al lado del logo de la empresa Komunika2, junto a un teléfono de contacto, estaba su nombre. Si no de la sucesión, sí había conseguido desplazar a su hermana del primer puesto en el motor de búsqueda. Recordé que me había telefoneado un par de veces más desde el día en que me dijo que necesitaba hablar conmigo de algo privado, pero nunca le había devuelto la llamada. Ella tampoco lo había vuelto a intentar.
La página —una agencia de comunicación y relaciones públicas— abría con un pequeño icono con la leyenda «Quiénes somos». Pinché e inmediatamente aparecieron tres fotos: la primera, la de la consejera delegada y fundadora: Inés Vallés-Bruguera. Se desplegó un breve currículum en el que se omitía su fecha de nacimiento, que sí figuraba en el de los otros socios, dos varones algo más jóvenes que ella, de aspecto atildado. Como una medalla de honor exhibía un máster en una prestigiosa escuela de negocios de Fontainebleau, y entre sus aficiones destacaba «la vela, el esquí, el jazz». Explicaba que tenía «dos hijos, un teckel y un caballo tordo», en el mismo renglón. No especificaba el orden de preferencias.
La foto.
La
foto. De aspecto espontáneo pero con calidad profesional, mostraba a una estupenda rubia, de rostro algo mofletudo para ser del todo bella; no joven, pero tampoco vieja. Una de esas mujeres con gesto adusto que se cruzan en las avenidas de lujo nunca antes de mediodía, o se intuyen, medio ocultas por los cristales tintados al otro lado de las ventanas traseras de los coches. Tuve el pálpito de conocerla, pero, como me ocurría con la señora de la inmobiliaria de nombre imposible, no conseguía ubicar de qué: no, haciendo memoria no conseguía encontrar en mi cabeza nada sobre Inés.
Sus dos socios sonreían detrás de sus corbatas algo chillonas de pequeños motivos sobre fondo de color. Exhalaban el mismo perfume a estudios bilingües y eficacia. Un grupito dinámico y seguro de sus poderes. De esos que me hacían huir cuando tenía una vida de consorte salpicada de invitaciones a copazos después de cenar.
Pinché en «Clientes» y me aparecieron varias empresas de alimentación de gran consumo, una importante editorial y una larga lista de entidades públicas y firmas asociadas al universo del lujo. Como ellos mismos destacaban, trabajaban con todos los que eran «alguien» en el mundo de los negocios, de la cultura y la política. De repente me vino a la cabeza una vez que estuvimos en un gran hotel de la Costa Azul en el que se alojaban muchas de las estrellas de un festival de cine y, a la salida, un grupito de niñas que esperaban armadas de bolígrafo y cuadernos asaltó a Fernando, que salía recién duchado, todavía con el pelo húmedo, vestido con un polo de color oscuro y unas muy cinematográficas gafas de sol. Una de las más jóvenes, que necesitaba inaugurar su cuaderno, quiso saber inocentemente si él era «alguien». Fernando respondió entonces con un «No soy nadie» tan seco que me hizo reír.
Después de mi intermedio, seguí con la agencia de Inés Vallés-Bruguera. En «Acciones» aparecían sus trabajos, ordenados por la fecha de realización. Habían comenzado su actividad hacía tan sólo diez años. Los dos últimos no tenían más que un congreso de una sociedad de productos financieros y el lanzamiento de un nuevo modelo de automóvil. O no habían actualizado la página o el negocio no iba tan bien.
Dejé la página de Komunika2 y volví a los resultados del principio. Tuve que pasar una pantalla completa para encontrar, por fin, a Estela, destacada en negrita, en un artículo acerca de la modificación de la ley de sucesión de los títulos nobiliarios. Hermanas contra el varón.
La siguiente entrada, una página similar, recogía la pataleta de los sectores descontentos con la nueva norma, así como varios largos listados de nombres acompañados de fechas de nacimientos y defunciones en páginas como «Heráldica Ibérica» o «tuarbolgenealogico.com».
Dudé antes de seguir. Si continuaba buscando no conseguiría volver a dormirme. Ya casi era de día y aunque me sentía algo confusa, una vez que el sol entrara por la ventana no conseguiría enganchar el sueño otra vez.
Escribí en Google «Estela Vallés-Bruguera Mon Repos» y apareció, en lo alto de todo el listado, un artículo del periódico
La Vanguardia
firmado por un tal Ferrán Maroto aquejado de cursilería aguda y, con toda probabilidad, antiguo enamorado de la desdeñosa y decana Estela; un obituario fechado un año atrás.
Retrato de dama
Estela Barriú de Vallés-Bruguera, marquesa de Aguada de Pasajeros
Mon Repos es, desde ayer, un lugar más triste. La voz que la animaba, la voz de Estela, ha dejado de escucharse entre los pájaros y los cedros que la acompañaron desde su infancia en ese hermoso lugar. La marquesa de Aguada fue, en el riguroso sentido de la palabra, una dama. De las que sólo aparecen en la prensa con el motivo de su nacimiento (Barcelona, 1913) en la propiedad en la que ha fallecido cristianamente, la misma en la que celebró su petición de mano y, por último, en esta luctuosa efeméride, la de su trágica desaparición.
Mujer de gran carácter y estilo de vida, contrajo matrimonio con un primo hermano, fallecido prematuramente, que devolvió al hogar paterno el apellido que se perdiera a partir de la tercera generación. El patrimonio se transmitió de niña en niña hasta recabar en ella; pocos hombres la hubieran superado en eficacia en la gestión y administración de su hacienda. Estela de Barriú fue, con todas las implicaciones, un cabeza de familia ejemplar.
Mujer cosmopolita, viajera, de afilada lengua e ingenio y firmes convicciones, sus amigos han quedado terriblemente afectados por su final.
Otra nota más breve, en un diario que no conocía, no se iba tanto por las ramas.
Muere ahogada la propietaria de una polémica finca pendiente de calificación.
Barcelona, 23-09-2006
Estela Barriú ha sido encontrada muerta en la piscina de su finca por unos operarios que realizaban obras de mejora en el jardín de la propiedad. Todo apunta a causas accidentales aunque, según el proceso habitual, se haya abierto una investigación judicial en paralelo a la autopsia.
La casa, Mon Repos, y las tierras de los Vallés-Bruguera —el apellido familiar— fueron hace unos meses objeto de polémica por la oposición de los grupos ecologistas a que se construyera una urbanización de lujo en la falda del monte, un proyecto impulsado por un consorcio en el que figuran varios miembros de la familia y que, a día de hoy, no ha conseguido el visto bueno municipal.
Estaba claro que ya no me dormiría. Y seguía sin saber nada, o muy poco, de la Estela que quería encontrar. Probé con «Estela Vallés-Bruguera Armando», a ver.
Reencuentro. China Blue.
Sala Luz de Gas.
Barcelona, 16 de junio de 2006
Fue una de esas noches mágicas, míticas, estratosféricas. Muchos nostálgicos de las noches del Otto Zutz y otros, más jóvenes, atraídos por el aura de malditismo de los China Blue. Ecos de Marc Bolan, de los Rolling, de la chica de Ipanema y hasta de la Velvet Underground. Armando Sanchís (nunca ha utilizado el Vallés-Bruguera por el que se le conoce) y su grupo nos devolvieron al pasado, una estela de espumas adolescentes y de nostalgias de las noches de la Costa Brava. A la mañana siguiente, resaca de whisky con Coca-Cola.