Esas mujeres rubias (17 page)

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Authors: Ana García-Siñeriz

Las siete medallas

Todas las familias tienen sus secretos, todas. Hasta las más tontorronas, las de cuatro justitos que te salen sumando un simple dos y dos.

Nosotros, con mi hermano y mi abuela, éramos cinco: cuatro gatos y un pelagatos. Uno de los chistes malillos de mi padre en el que la gracia residía en que el pelagatos era él.

Esteban Fernández Montero, practicante ascendido a propietario de un pequeño laboratorio de análisis, hombre bueno; María del Carmen Fernández Expósito, primero hija y luego madre, ama de casa modélica, metro setenta de los de antes y rubia natural; hijos, Jaime Fernández —a secas; del que recibíamos una llamada distraída desde el otro lado del mundo dos veces al año— y María del Carmen Fernández Fernández —¡cuánto Fernández junto!—, María sin el Carmen, o sea yo. Y para terminar, la madre de mi madre, mi abuela Anselma Expósito Expósito, viuda de Alfonso Fernández, de Santoña, el de los «sardinucas», mujer de su casa que parió siete hijos, aficionada a los cuentos de ojáncanos y anjanas, hija de un ser brutal y silvestre, devota cristiana y abuela querida. Era evidente, al primer golpe de vista, que en nuestra familia existía una cierta tendencia a la repetición.

Incluso aunque dejáramos aparte el descalabro de fechas entre el matrimonio de mis padres y el nacimiento de mi hermano —que mamá disfrazaba con nebulosas explicaciones de bebé sietemesino en contraste con las fotos de un rollizo Jaime— vivíamos en el mundo de los cabos sueltos. Por ejemplo, mi madre. Nacía de un tronco que arrancaba en el Buhonero de nuestras pesadillas y que terminaba con él. No había constancia de que hubiera existido una madre de Anselma, pero de algún lado había debido de salir. Ella no la mencionaba. Parecía resignada a su condición de niña vieja sin madre y, por lo que supe después, mejor le hubiera ido de haber sido también una niña sin padre pero, desgraciadamente, a él lo tuvo bien presente hasta el día en que la pobre murió.

Me asombraba el afán materno por husmear en el pasado de los otros —«Que te lo diga Auxi, so tonta»— cuando a ella no había quien le sacara nada anterior a 1975, el año en que tuvo que casarse con papá protestando porque el vestido de novia se lo habían cosido demasiado estrecho, «Por comer el cocido antes de las doce», según la abuela Anselma, y según mi madre, «Por amor». Con eso quería decir que el novio no tenía un duro y no era ni siquiera médico sino el practicante que acababan de contratar en el dispensario de Santoña y que había conocido el día que se cayó en la acera enfrente del matadero y tuvo que ponerse la antitetánica además de volver a casa con un buen chichón.

Cualquiera hubiera dicho que su tema favorito debería ser, por fuerza, ella, pero no, no lo era. Todo lo que había ido recopilando sobre mi madre se lo debía a las tardes de Berria, cuando mis padres nos dejaban con la abuela antes de irse al Naútico a cenar. Jaime se levantaba, inquieto, a los cinco minutos, a tirar piedras contra las olas y hacerlas rebotar en uno, dos, nunca más de tres.

Yo me quedaba pegada a mi Anselma escuchando, embobada, historias de pena, de vida, de miedo en el bosque, y en el mar.

La historia de mi madre.

Mamá, Carmen, Carmela, fue la menor de siete hermanos, y la única de los siete que salió adelante. Se agarró bien fuerte a la teta de Anselma y siguió chupando con fuerza, sin dejar nada para los que vinieran después. Afortunadamente, ya no vino ninguno. Los que la precedieron murieron antes de terminar de echar los dientes. Todos, menos ella. Uno detrás de otro: Alfonso, Alfonsito —allí empezaron con las repeticiones, sin percatarse de la mala suerte que traían—, María Francisca, Ramón, María de las Mercedes y Joaquín. Seis. «Y María del Carmen, Carmela, tu madre, la séptima. La única que salió buena de todos. Dios los tenga en su gloria.»

Todos rubios, con ojos grandes y bien despiertos. Niños inocentes que fueron pereciendo sin que nadie supiera nunca el porqué. «El Señor se los llevaba, sin dar explicaciones.» El Todopoderoso no escuchaba los ruegos de Anselma y mi abuelo Alfonso, pues los niños no resistían al paso de la primera infancia. Parecían desarrollarse normalmente, aunque sin exagerar. «No es que fueran muy hermosos, de esos niños de muslos de manteca que las madres enseñan orgullosas, no. Eran poquita cosa, canijillos, pero rubios y tan blancos, como ángeles. Quizás por eso se marchaban al cielo.»

En aquella época de posguerra no era infrecuente que los niños murieran a edad temprana. Los matrimonios tenían muchos hijos, bendecidos por la ignorancia y por el párroco del pueblo. Campesinos y caciques, todos engendraban y parían al ritmo de las estaciones. Era la manera de asegurarse contra el diezmo de la enfermedad y el cuidado en la vejez. Si caían uno o dos por el camino, resignación. Eran tiempos de paciencia. Si morían seis, uno detrás de otro, se le llamaba fatalidad.

Mis abuelos se casaron justo antes del 36. Él, Alfonso, era un muchacho alto y bien educado para la época. A los diecisiete años se enganchó una pierna en la rueda de una carreta y, desde entonces, le quedó una cojera que resultó ser lo mejor que le podía pasar. Entonces no era consciente de lo que tendría que agradecer a la pierna. Cuando llegó la guerra se quedó fuera por inútil. Y como los sardinucas —les llamaban así por el pequeño negocio de conservas que había iniciado junto a su padre— no tenían enemigos, se libró. Por suerte el italiano no había llegado todavía, así que no aprovechó esa ocasión para quitarle la fábrica. Eso ocurrió en tiempos de paz, armado con abogados y apuntando con los papeles rubricados por mi propio abuelo, un hombre confiado hasta el final.

Alfonso Fernández era el único hijo de una familia en la que todos los varones habían sido pescadores. Cuando terminaron las guerras carlistas, muchos hombres marcharon a buscar trabajo en las villas pesqueras como Castro Urdiales o Laredo y, por lo que sabía Anselma, «No me hagas caso porque tengo muy mala cabeza», el primero de la familia de su marido que se dedicó a la pesca llegó, por esta razón, desde las tierras del interior. Cuando era niño, el abuelo y su padre salían a faenar con la barca y, al principio, lo que recogían era envasado en la casa por las mujeres, dentro de tarros de cristal. Lo que empezó siendo una minúscula empresa acabó dando de comer a la familia entera. Tanto que Alfonso dejó los aparejos y estudió primero en Santoña y luego en Torrelavega. El primero de los suyos que aprendió a leer. «A él también le gustaba jugar con las palabras como a ti.»

Sin embargo, mi abuela Anselma no había sido tan afortunada, «Me da lástima acordarme de aquellos tiempos». Ella era hija de un buhonero, un hombre silencioso y rudo, aficionado a beber, que pasaba de tiempo en tiempo por la aldea en la que, entonces, vivía mi abuelo. De allí se marchaban con el burro escorado por las cajas de conservas que acarreaban hacia los pueblos del interior. Anselma acompañaba a su padre desde que tenía memoria pero no recordaba haber llamado alguna vez a alguien madre. Nunca fue a la escuela. Había aprendido a trazar su nombre ella sola y murió con una espina clavada: cuando tenía que escribir o leer algo en público pedía que lo hiciera alguien, porque «Se me han olvidado las gafas de ver...». En nuestra casa me observaba esforzarme con la caligrafía de los trabajos de la escuela y me pedía que le prestara mis cuadernos ante la mirada impaciente de mi madre. «Deje de marearla, madre, que tiene que estudiar.» Nunca se reconoció en voz alta que la abuela no supiera leer.

Al chico de los sardinucas le había hecho gracia la niña del Buhonero desde que ésta llevara trenzas. Aunque semianalfabeta —en los pueblos de aquella época no era tan raro—, era fina por naturaleza, y muy rubia, un rayo de sol. Destacaba entre tanta pañoleta y rostro cetrino como una reina de incógnito. Una flor.

Alfonso aguardaba, con el calendario zaragozano en la mano, a que pasaran padre e hija, cargados con sus lociones crecepelo y jarabes curalotodo. Había aprendido a esperar el «Eooo, Eooo» que se anunciaba de lejos; la niña rubia llegaría poco después. Seria, con el mandil bien limpio a pesar del polvo de los caminos, ordenaba a un grito de su padre las estameñas, los botones de filigrana, las cintas de terciopelo delante de una clientela compuesta de mujeres con niños arracimados y hombres recios de la montaña en busca de nuevas fuerzas gracias a algún elixir.

Pasó mayo y llegó junio. Y luego, julio. Y el Buhonero no aparecía por la aldea de Alfonso, y tampoco por ninguna otra del concejo de la Ría de Boo. Alfonso iba sin ganas a los bailes del pueblo y danzaba cuatro pasos, mal que bien, con otras chicas. Incluso con la pierna mala, no le hacían ascos, «Se dejaban arrimar más de la cuenta al alejarse del farol de la plaza, porque tu abuelo, aunque cojo, era un hombre que cualquiera estaría contenta de llevar a casa».

Un día se hartó y partió hacia las montañas preguntando por el Buhonero. Salió de su pueblo y llegó a pie hasta Baranda y Borroto, preguntando en La Lastra, Los Palacios y hasta La Cagigoja. Vencido, sin encontrar rastro de ninguno de los dos, volvió arrastrando su cojera al pueblo.

Ya estaba entrado septiembre cuando Alfonso encontró a Anselma. Su padre le había pedido que le acompañara a casa de un señor muy importante de Santoña. El antiguo pescador, entonces próspero conservero, se sentía inseguro delante de los caballeros con traje de tres piezas y reloj de oro. Con su hijo Alfonso al lado, ya educado en colegio «de pago», pensaba que haría mejor papel. Cuando, bien peinados y con cuello duro, llamaron a la puerta del caserón de piedra del señor de Castro, les abrió una muchachita de cabello claro recogido en moño, tocada con cofia y vestida con delantal: Anselma.

¿Y qué había sido del Buhonero? «Un rayo le había partido en dos.» La abuela lo contaba bajando la voz para acrecentar el momento horrendo y misterioso de la muerte de su padre. Ahí sí que recuerdo a Jaime inmóvil junto a la abuela, sin despegar los ojos de sus labios. Temblábamos ambos al imaginar al Buhonero fulminado, súbitamente ennegrecido, reducido a una pavesa de maldad. Algo debía de haber hecho para merecer tal castigo. «Por aquel entonces te comían los lobos en cuanto te alejabas de los faroles de la calle principal. Te esperaban al borde del camino, enseñando los dientes, gruñendo, en grupos; les brillaban los ojos amarillos como a Belcebú. Ni las alimañas habían podido con él.» Puede que no supiera leer ni escribir, pero mi abuela contaba las historias con tanto realismo que, después, por las noches, su recuerdo no nos permitía dormir. «Aquella noche, tan borracho que no se tenía en pie, alzó los brazos al cielo clamando que, si había Dios, le matara allí mismo, por todos los pecados que había cometido —y que eran muchos—; a mí me apartó de un manotazo, blasfemando a gritos, decía que me odiaba, harto de verme rezar. Recuerdo que antes de la tormenta cayeron granizos del tamaño de naranjas. Y en la línea de las montañas, el negro del cielo se había vuelto del color del fuego y después azul como el de un mineral que sale de la tierra, y luego verde, de un verde tan oscuro como el del agua estancada; entonces se abrió la nube que había justo encima de nosotros y, como un latigazo, salió una espada blanca. Un rayo, un chasquido, una línea de humo negro. Y nada más. Un rayo le entró por el sombrero y le dejó en el sitio. No quedó más que un montoncito de cenizas y el cuerpo abrasado, como los restos de los troncos que se queman en las chimeneas. Como os lo cuento. Todavía se me ponen los pelos de punta. Santo Dios.»

El cura enterró al difunto al borde de la tapia del cementerio; a nadie le constaba que estuviera bautizado y, aunque Anselma calló sobre los malos ratos que le había dado su padre, no tuvo el valor de afirmar que hubiera sido un buen cristiano; a nadie hubiese podido engañar. A ella la colocó el cura en casa de un notable, aquel señor de Castro que fuera a hacer negocios con mi bisabuelo; era tan guapa y tan limpia que daba gusto verla, aunque fuera la hija de una bestia, la gente no lo podía ni imaginar. Y una vez que la encontraron en su casa, lo que fuera que tuvieran pendiente comercialmente hablando, se olvidó. Mi abuelo la salvó de la servidumbre, como en las películas. Cuando la abuela lo contaba, en esta parte siempre, siempre, se secaba el borde del ojo con la punta del delantal.

La pareja se quedó a vivir con la familia de Alfonso. La niña del Buhonero, ya con diecisiete años, resultó ser una excelente ayuda, trabajadora y devota. Los largos días y noches junto a su padre habían forjado un carácter en el que la queja no tenía hueco. Siempre a disposición de su suegra, ayudó a hacer crecer la fabriquita a la par que cuidaba de los niños, que nacían puntuales, una vez al año, y desaparecían, con la misma frecuencia, dos años después. Primero Alfonso, luego Alfonsito, después María Francisca, «la niña, un querubín», un año después Ramón, «un ángel del cielo», María de las Mercedes, «otra niña, igual de preciosa», y por último, el sexto, Joaquín.

Gracias a su fe sobrellevaron como pudieron la pérdida de todos sus hijos. Pero la gente de los alrededores ya empezaba a hablar de la Guajona de dientes de guadaña y de sangre mala. La ignorancia engendraba miedo. Y el miedo daba vida a las criaturas de ficción. Las leyendas de la montaña alimentaban las creencias de los lugareños, que se persignaban con agua bendita, a ellos y a sus pequeños, para evitarles los males de los que desconocían la razón.

Nadie sabía de dónde venía Anselma, tan hermosa además. Cargó con las culpas de todo. Por otro lado, la fábrica iba cada vez mejor. El dinero llegaba en contraste con el hambre de la posguerra y pronto trasladaron las salazones a la casa de Santoña, la nueva que construyera mi abuelo en la antigua dársena, al lado de las fábricas La Negrita y La Calderona. En ella nació mi madre. Lejos quedaba la residencia y los blasones del señor de Castro. Lejos, la maledicencia, también.

Cuando nació la séptima todavía tenían a Joaquín, pero acababan de perder a Merceditas. Joaquín y Carmela eran, como sus hermanos, bebés risueños de piel pálida y pelo pajizo. «Tan bonitos...», contaba mi abuela, enjugándose los ojos. Después de tanto ir y venir al cementerio, Alfonso y Anselma rezaban el rosario, hacían ayuno los viernes y penitencia los sábados. Ella, que había presenciado cómo las gastaban desde los cielos, oraba convencida de que con su entrega, al menos se les permitiría salvar a aquellos dos.

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