Esas mujeres rubias (20 page)

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Authors: Ana García-Siñeriz

¿Y Estela?, ¿cómo reaccionó?, ¿y Armando?, ¿y la Estela Barriú? ¿Alguien se dio por enterado?, ¿preguntó alguien por ella y por el bebé?

Al verano siguiente, cambiada, más mujer y con ropas extrañas, muy modernas, se presentó Estela, con un juguete para Iván, «Una bobada», restó importancia a su gesto, abriendo ella misma el papel. No se entretuvo. Se le notaba incómoda. No fue nadie más. Por la Montse se enteró Josefina de que a Armando también le habían despachado, no tan lejos, sólo a Madrid. Lo matricularon en un colegio repleto de repetidores y últimas oportunidades de aprobar el COU. Se juntó con otros piezas como él. Canutos, largas noches en El Sol, bocadillos en los bares de La Latina antes de ir a clase sin dormir, con el frasco de colirio recién comprado en la farmacia de guardia. De ahí pasó a los
chinos
, casi sin darse cuenta, papel de plata en los baños, y un buen colocón. Seguía sin aprobar más que dos por trimestre y apenas era consciente de que se había enganchado al vaivén delicioso que le provocaba la heroína, una sensación a la que nunca pudo renunciar.

Estela siguió con sus estudios bilingües y cosmopolitas, regresando cada verano, en un frenesí de risas y amigos. Preguntaba por Armando, al que sólo dejaban volver a casa, cada vez más flaco, con la nuez atravesándole la garganta, en Navidad.

En una de éstas compartieron algo más que juegos. «Jaco, caballo, heroína.»

—Ella ya venía resabiada de Londres. En el Saint Mary no todo eran ejercicios de álgebra y faldas tableadas —apuntó con amargura Josefina.

Londres estaba muy cerca, y libertad y dinero no faltaban, ni tampoco chicos tenebrosos ni amigas a las que sus padres no miraban a los ojos en meses, en años, sin adivinar. Niñas como Estela, ansiosas de probarlo todo y sin miedo.

Se encontraban de año en año. Él, definitivamente, bala perdida. Ella cada vez más fina, más alargada, más rubia; con un acento deliberadamente impostado, hermosísimas ojeras y una vestimenta excéntrica, lo más de lo más en Londres. Y, sin que nadie lo notara, una adicción.

Y Pepita con Iván, encerrada en Can Julieta, nadie bajaba a buscarla y ella ya no podía subir.

—¿Quién hubiera podido competir con Estela?

Josefina, desde luego, no.

La caja

Nos separamos en el camino que bajaba hacia Can Julieta.

No quedaban ya más que algunas islas de nieve rodeadas de un mar de hierba y matorrales húmedos. Josefina me había amenazado medio en broma, antes de irse, con el palo que le había servido de bastón, «No puedes quedarte sola; si no cenas con nadie, te vengo a buscar». Le sonreí prometiéndole que lo pensaría.

Entré sacudiéndome los restos de barro en el felpudo. Mi madre también me había insistido —ella, desde hacía semanas— para que volviera, al menos
esa noche
. Mi hermano estaba destinado en la otra punta del globo y, por fin, ella había reconocido casi a regañadientes que con él «no se podía contar».

Pero yo no había cedido; le había esgrimido mi nueva ocupación, un encargo por sorpresa y «remunerado»: la traducción de
El jardín secreto
, para una nueva edición, «Más extensa y con ilustraciones y un perfil de su autora», que me tenía muy ocupada. Bueno. La única ventaja de la desgracia es que puedes decir lo que te dé la gana. Nadie pregunta si lo que dices es o no verdad.

Nada más dejar el abrigo insistió in extremis, «¡Todavía te da tiempo a cogerte un puente aéreo!».

Imposible, ya le había dicho que no, que prefería quedarme, pero ella no se dejaba vencer, «Hoy, precisamente hoy, hoy no te puedes quedar ahí».

No podía negar que el miedo me había hecho dar muchas vueltas en la cama los días precedentes. Pero, estaba casi segura, en una noche como ésa, Fernando me tendría que llamar.

—¿Y qué te vas a preparar de cena? —preguntó mamá, siempre interesada por los rituales y las menudencias.

¿Qué más daba? No sabía. Quizás una ensalada de tomate y un poco de queso, o nada.

Respondió con un gruñido traducible por
«Un desastre de menú, lo mismo que el resto de tu vida»
.—¿Sabes algo de él? —le pregunté, en cuanto terminó de quejarse.

El
«él»
de mi pregunta era el único posible. No necesitaba interpretación.

—Nada. No sé qué hará esta noche; ya sólo le queda Auxi —añadió.

En el
«sólo»
, noté un ligero quiebro de arrepentimiento.

—Supongo que me llamará —añadí, vagamente.

—Seguro; aunque los hombres no dan mucha importancia a estas cosas —matizó, lo que en su idioma quería decir
«¡Acuérdate de Berria! ¡Te va a volver a pasar!»
.

—Así que no te lo tomes mal si no lo hace... —
«Así que no vayas a pasarte con las pastillas si no lo hace
.
»

Dudó un momento, pero al final le pudo.

—Si no da señales de vida en una fecha como ésta es que es un sinvergüenza... —susurró.

En nuestra jerga:
«Como no dé señales de vida el día del cumpleaños de vuestra hija muerta hace menos de seis meses es que es un sinvergüenza
.
»

—Igual no se acuerda, o no se entera de que esta noche es Nochebuena... —traté, como siempre, de disculparle.

En realidad, quería creer que, aunque remota, cabía la posibilidad de que lo estuviera pasando tan mal como yo.

—¡Pareces un villancico...! —cortó mamá en tono algo cínico.

Significado real:
«¡A mí me la va a pegar!»

Suspiré en el teléfono y noté su arrepentimiento. Continuó en un tono menos belicoso, informativo, sin cargas de profundidad.

—Tu padre y yo nos iremos a la misa del gallo, tan ricamente, y, en cuanto salgamos, a dormir.

O:
«Si vienes a casa te prometo que nos quedaremos los tres solos y haremos como si no hubiera pasado nada. A las doce y media en punto, cada uno con un solo somnífero, a dormir
.
»

La última insinuación me reafirmó en mi decisión de enfrentarme al temido «allí sola». Me daban escalofríos las parafernalias y los no dichos de la Navidad. Los reproches y los embotellamientos infames a medianoche, las señoras que se apresuran a la misa del brazo de sus maridos, los abrigos de piel, los niños con hambre, irritados y ruidosos, hartos de tener que aguantar las fiestas, esperando el discurso del Rey para poder empezar a cenar, las bolas multicolores, las cuentas pendientes, el espumillón, las miserias debajo del maquillaje y la alfombra, los peleles de Papá Noel colgando como ahorcados de las ventanas... Si no fuera por la nevada con la que me había despertado, por mí la Navidad no habría llegado aquel año hasta Mon Repos.

—Estoy segura de que te vas a arrepentir —insistió, en tono fatigado,
«Ya verás cómo otra vez seré yo la que tenga razón»
.

—Entonces, ¿no tenéis ninguna noticia de Fernando? —corté, de manera directa.

«Nada», repitió.

Lo último que habían sabido de él era que iba a hacer obras en nuestra antigua casa para «cambiarlo todo de arriba abajo»; no sabía qué iba a hacer con ella ahora que había vuelto a un ático en el centro.

—¿Por qué no te dejas de «fernandos»? —suspiró al otro lado.

Entonces yo también le hice una petición. Le rogué que parase, que me diera un poco de tregua, que aquél era un mal día para mí. Se sintió herida, «Yo también sufro, ¿lo sabes?», y para terminar de arreglarlo prescindió de los eufemismos y se lanzó directa a la yugular.

—Dejado está —me cortó, con tono ofendido y casi en un susurro—, pero que sepas que ir detrás de él, como una pedigüeña, no lo va a arreglar.

Ahí terminó nuestra conversación. Y aquella noche tan temida me quedé en Mon Repos.

Dejé pasar la tarde en un estado somnoliento. Sin atreverme a dormir. Cuando la luz empezó a bajar, decidí que ya había cumplido. Pasar el trago rápido. Meterme en la cama, con la puerta y las contraventanas cerradas y dos pastillas de un golpe. El único inconveniente era que, si Fernando llamaba, podría estar dormida y el timbre del teléfono no me despertaría. O peor, sí me despertaría; pero medio atontada, con la mente a pocas revoluciones y la lengua rasposa. Tenía que aguantar todavía un poco más.

Todos los días pasaba una hora mala. Una hora a la que no sabía cómo vencer. Fuera, la luz se desvanecía detrás de las lomas de la montaña. Las sombras de los árboles se proyectaban como fantasmas cenicientos sobre las baldosas de la cocina. La madera del parquet se tornaba gris oscuro y dentro de la casa todo iba cambiando de color. Paredes pardas, sofás plomizos, manchas oscuras entre los libros. Hasta el aire se encapotaba entre el artesonado de la biblioteca.

A esa hora, a la que el resto de la gente no daba importancia, me encontraba, sin falta, acurrucada en la butaca de Román. Me hubiera gustado atravesarla, como ellos, en el trayecto de regreso a casa, preparando la cena o eligiendo un traje para salir. A mí me caía encima, inmovilizada, con la vista perdida hacia un horizonte en el que no se escuchaba más que silencio.

Me quedaba inmóvil hasta que la oscuridad ganaba. Sentía la sangre circular por mi cuerpo. Me latía en las orejas, en las sienes, en el pecho. Ya hecha la oscuridad total, tenía que avanzar en las tinieblas para encender la luz. Entonces, iba hasta la nevera y me forzaba a comer cualquier cosa. Un yogur, un trozo de queso, de pan. Alimento.

Después, subía la escalera e iba directamente al cuarto de baño. Abría la puerta del armario y buscaba la caja con las pastillas.

Sólo una.

Me lo recordaba a mí misma cada noche. Una, sólo una.

Los peores días, dos.

Un trago de agua del vaso del lavabo, sabor a menta y gusto amargo de polvos al final.

Entraba en la cama y encendía el televisor. Daba igual lo que hubiera. Lo necesitaba para quedarme dormida, para romper el silencio y la angustia.

Para alejar el silencio.

Aquel día la hora mala fue negra.

Dejé la butaca y, a tientas, sin parar ni para encender la luz del pasillo, subí hasta el dormitorio. Con prisas, como un drogadicto que pone patas arriba la casa hasta encontrar su dosis de emergencia. Levanté el taburete del baño y lo apoyé contra el armario. De un manotazo aparté dos bufandas y un par de pantalones. Allí guardaba mi último cartucho. Todavía tuve que inclinarme peligrosamente en el taburete para alcanzar. La había guardado el primer día, pegada a la pared. Temerosa de abrirla y desatar tempestades, pero sabiendo que podía recurrir a ella en caso de necesidad extrema.

Estiré los brazos y enganché la tapa con la uña. Un poco de pericia, deslizarla con cuidado sin soltar el borde de lata y ya. Ya tenía la caja con sus cosas delante de mí.

Levanté la tapa apoyándola en el maletero del armario sin bajarme del taburete. Mi tesoro de emociones; sus fotos, el cepillo con sus cabellos rubios enredados, la funda de la almohada que había usado hasta el último día. Su olor.

Alma...

¿Dónde estaría mi niña?, ¿por qué?

Hice un esfuerzo por controlarme, y bajar con cuidado. Me senté encima de la cama y hundí mi cara en ella y aspiré. Por un instante estuvo Alma, de nuevo, allí conmigo... Miles de sensaciones me envolvieron; momentos preciosos, guardados en mi memoria como tesoros que me había dado miedo revivir.

Cerré los ojos y me tumbé lentamente en la cama con la caja en mis brazos. La vi en nuestra antigua cocina con su piel de cera, como la de las imágenes religiosas; las venas transparentándose en las sienes, de color azul, los párpados hinchados y el pelo rodeando su cabeza como flecos de seda revueltos: sentada a la mesa, con la espalda encorvada y el vientre atravesado por tres pliegues infantiles en su piel tan tersa, los pies colgando descalzos, la cabeza inclinada, un mechón cerca de la barbilla, sujetando la taza más grande que ella, concentrada en no dejarla caer...

Su manita, tan especial...

Saqué una de las fotografías que había guardado cuatro meses antes. La había tomado Fernando en la casa de Berria el primer año. Fue su primera vez en el mar. Las piernas algo curvadas todavía y un gorrito tapándole los rizos rubios, protegiéndola del sol. Tan blanca, tan pálida y diminuta como una de las anjanas de los cuentos de mi abuela, una sonrisa inocente y confiada en nosotros, en el futuro... las olas en el fondo de la playa, acunándola como un arrullo y la vida delante, una incógnita para todos, para ella también.

No pude seguir, me mareaba. Me había reprimido durante demasiado tiempo... Empecé a notar que me faltaba el aire. Una angustia inmensa me atenazaba el centro de mi cuerpo. Me dolía el pecho como si se me fuera a detener el corazón.

En ese momento, unos nudillos sonaron abajo enérgicos, contra el cristal. Cerré la caja de golpe. Tuve un momento de duda. ¿Fernando, tal vez? Igual por eso no me había llamado. No era su estilo, pero ¿por qué no?; podía ser. No, no; ni siquiera sabía dónde vivía... aunque podía habérselo preguntado a mis padres. Me lo hubiera dicho mi madre...

Bajé descartando la idea de antemano; sería algún despistado en busca de aguinaldo... aunque ya era un poco tarde... no, no quería llevarme una nueva decepción. Sin embargo quién podría ir a verme a esas horas y hasta allí.

Puse las manos a modo de visera, y a través de los dos vidrios que enmarcaban la puerta pude distinguir una sombra. Era una figura masculina con las palmas metidas debajo de los sobacos para calentarse. Traía la cara empotrada en el cuello del suéter, por lo que sólo sobresalían los ojos, de un azul intenso, y por encima de la frente pálida el pelo, de un rubio casi alemán.

Me hizo señas de que le abriera mostrándose bajo la bombilla, «Soy el hijo de Josefina, Iván». Le abrí, recuperando el control sobre mis emociones. Era muy diferente de Román y Josefina, y de Julián, su hermano pequeño, tan moreno y parecido a su madre. Tenía muy poco de Can Julieta, él era mucho más de Mon Repos.

Venía a decirme que me esperaban para la cena y, de parte de su madre, que no había peros porque, si no, no empezaban a cenar.

Me di por vencida. Prometí que estaría allí a eso de las nueve y le despedí. Antes de salir verifiqué que funcionara correctamente la línea del teléfono fijo.

Después, en la habitación, al lado de la mesilla, el móvil, como siempre, en silencio, enchufado al cargador. Cobertura al máximo y sin llamadas perdidas. Todavía podía llamar.

Me lo guardé en el bolsillo, por si acaso, y me preparé para pasar la Nochebuena en casa de aquellas personas, ¿amigos?, que no sabían nada de quién era yo.

Dejé sobre la cama la caja que había soltado precipitadamente cuando escuché la llamada de Iván en la puerta. Ella tan pequeñita, en aquella foto; sería la única que me esperase, como cuando rogaba que la despertara a la vuelta de las cenas a las que acudía con su padre, «Ven a darme un beso y despiértame, que quiero verte; no te olvides, por favor».

Envolví la foto con la funda de almohada, como si la acostara en una cuna. Salí, dejando la luz encendida.

Por si tuviera miedo.

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