Read Esas mujeres rubias Online
Authors: Ana García-Siñeriz
Josefina metió el brazo hasta el codo en una hendidura en la pared de roca, mientras hacía muecas de disgusto. Con una exclamación de alegría, sacó del fondo una caja de lata algo oxidada. Sonrió y me la pasó.
—Ábrela. A ver qué hay dentro... —me pidió.
No pesaba mucho, pero algo sonaba en su interior. Levanté la tapa con cuidado, y cientos de trocitos de papel de plata de colores reflejaron la escasa luz que entraba en la cueva. Los separé con la mano, buscando un imaginario tesoro. Un envoltorio de plástico reforzado con celofán dejaba transparentar algo en su interior. Lo abrimos. Un papel con los bordes quemados, al modo de los pergaminos que, en clase con mis amigas, y para los trabajos del colegio, yo también solía fabricar...
—¡Déjame ver! —exclamó Josefina, tomando la caja de mis manos—, a ver qué pusimos... Eli nos hacía jurar todo en plan ultrasecreto. ¡Hasta quería que nos hiciéramos cortes en las muñecas y selláramos los documentos con sangre! Era muy teatrera, pero, con ella, no te aburrías jamás.
Separó el papel para tratar de distinguir las letras, pero en aquel lugar oscuro, sin las gafas, no era capaz de leer. Me pasó el papel.
Girándome hacia la luz, leí.
Club de la Cueva. 1984.
Estela V.-B., 14 años
Armando S., 16 años
Pepita M., 14 años
Reglas del Club:
Guardar nuestros secretos hasta la muerte.
Ayudar a todos los miembros, siempre jamás.
Juramos solemnemente cumplirlo.
Firmado: Todos
Una sonrisa enigmática se instaló en su cara mientras yo leía. Dejó escapar un «Qué tontos son los críos» entre los dientes y cogió el papel para mirarlo otra vez.
—¿Qué hacemos con esto?, ¿la quieres? —le pregunté tendiéndole la caja, sin saber muy bien a quién pertenecía nuestro hallazgo.
—No —respondió tajante—, déjala en su sitio. Lleva aquí más de veinte años, ¡que se quede otros veinte más!
Dejé la caja en el hueco de la pared y empujé hacia el fondo. Josefina, de repente, tenía prisa y me aguardaba para salir.
—Pepita soy yo, como te podrás imaginar...
Intuí que algo se quebraba en su rostro por el tono de su voz porque no pude ver la expresión de su cara en la oscuridad.
Salimos de la cueva, las dos, con aire taciturno. Josefina trató de recomponerse, adoptó una actitud ligera e inició una conversación banal acerca de la nieve y de aquel jardín maravilloso; ella temía por sus propias plantas, que cuidaba amorosamente cuando volvía de trabajar. Pero, inevitablemente, volvimos al punto principal: el trío de la foto. Armando, Estela y Pepita. Los tres.
Josefina se remontó en el tiempo con tono didáctico y una inflexión divertida, y con gesto campestre peló la rama caída de un cedro para procurarse otro bastón. Seguimos andando...
—El 15 de junio se cerraba la casa de la ciudad donde vivía Estela, en la calle Montcada. Y cada verano, aquello era la revolución —dijo golpeando una piña, y siguió:
»Mi madre, Montse y la Reme iban a echar una mano, excitadas por las mudanzas estivales. Llegaban en pareja, con la ropa de faena preparada en una bolsa y un bote de Tulipán Negro con el que se repasaban las axilas —sobacos, decían ellas con toda la razón— una vez que, sudorosas, y con las mejillas encendidas, habían terminado. Eficientes, cerraban persianas y distribuían cazuelas bajo los radiadores, echaban lienzos de gasa por encima de las butacas de brocado, y guardaban la ropa de invierno en baúles que luego mi padre, con la ayuda del hijo de los porteros, cargaba en la espalda, por una escalera de madera empinada como una rampa hasta llegar a las
golfes
. «Buhardillas —me tradujo Josefina—.
Golfes
, son sólo aquí.»
Todos los veranos los nietos Vallés y el nieto Sanchís se instalaban en la finca para escapar del calor de Barcelona.
Una vez todo en su sitio, las neveras repletas, las camas bien tendidas con sólo una colcha finita de piqué, la casa de verano se daba por abierta. Llegaban los niños a Mon Repos, entre revuelo de gritos y nubes de polvo levantadas por las ruedas de los coches. Y Josefina —la niña Pepita, por entonces— aguardaba cada tarde sentada, paciente, y pasando calor, en el saloncito de Can Julieta, con las persianas bajadas para ver nítidos y a la fresca los dibujos animados de la televisión.
Era una ley no escrita. Tenían que ser siempre ellos los que vinieran a buscarla. Ella sabía que debía ser así. «No bajaban a diario, y cuando venían era con la seguridad de que les estaba esperando; al principio, cuando necesitaban una tercera para jugar a las cartas, porque se aburrían de jugar a dos. O para fastidiar al otro cuando se enfadaban Estela y Armando, porque no contaban nunca con Diego ni con Inés.» Se divertían entre ellos, con Josefina como único testigo; hablaban en una lengua que nadie más entendía, se gastaban bromas y se adoraban. Pero siempre terminaban por enfadarse. Él llevaba mal que una niña más pequeña tratara de gobernarle. Pepita intercedía, le tocaba ir de un lado para otro, llevando mensajes. Y al final, él siempre volvía al redil.
Josefina había sido una criatura muy miedosa.
—«Pusilánime», decía mi padre —precisó—, siempre asustada, tenía pavor a romper las reglas de la casa, mi madre me tenía bien aleccionada con su letanía del «no molestar».
Todo lo contrario que Eli, que hacía lo que le venía en gana; pasaba completamente de lo que le dijera su abuela, daba volteretas sobre la alfombra de la biblioteca, se disfrazaba con la ropa de fiesta de la marquesa y saltaba al suelo, agachándose, para no hacerse daño, desde el tejado de Mon Repos.
—¡Una vez se cayó rodando desde la linterna y sólo se rompió un brazo! —exclamó Josefina.
Estaba convencida de que la cuidaba un ángel de la guarda día y noche... uno tan rubio como la propia Estela, y alto, y con una larga túnica de color blanco y alas de plumón. Estaba claro que ese ángel no se preocupaba ni de Armando, ni de la propia Pepita, ni de ninguno de los demás.
Estela, aunque la más joven, era la capitana, la graciosa, la que siempre tenía las mejores —«Y las peores»— ideas pero también era «caprichosa y mandona, y lo mismo no podía separarse de Armando que, sin razón alguna, se cansaba de él». Era una niña precoz, «en todo»; parecía mayor que Pepita, y eso que eran de la misma edad.
—Yo era la última en nuestro escalafón, sólo por delante del perro que tenía Estela por entonces y que se llamaba
Duke
.
El primer verano en el que se convirtieron en inseparables —Estela y Pepita, once años, Armando casi trece— los dos primos habían establecido la rutina de ir a buscar a Pepita de manera rutinaria, casi todas las tardes, sin faltar.
Pasaban a última hora, vestidos para la cena, todavía con el pelo chorreando del agua de la piscina, y jugaban al tute, a la brisca o al continental. «Trataron de enseñarme a jugar al
bridge
, pero no me entraban las reglas y, además, necesitábamos otro compañero. Como no querían jugar con los hermanos de Estela, Diego e Inés, me quedé sin aprender.»
Merendaban los tres en la gran cocina de veladores de mármol de Mon Repos. «Se los cargaron en la última reforma, qué pena me dio», se lamentó Josefina.
Aunque tenía derecho a merendar con ellos solo en la cocina, lo hacía de pie frente a la inmensa mesa de madera, incómoda y en silencio. Y era su propia madre, la Montse, la que le ofrecía un pan de leche relleno de jamón dulce primorosamente envuelto en una servilleta de hilo blanco bordado con una E y una B. Con un imperioso «ten cuidado», su madre le tendía uno de los platos de la vajilla de Vistalegre que sólo se usaba para los niños; no le quitaba ojo, no fuera a ser que tirase el vaso de leche o de CocaCola encima del mantel o que la Eli o el Armando prefiriesen otra cosa en lugar del bocadillo, mejor un chocolate, o unas tostadas de pan de leña con tomate y jamón, del de Jabugo que compraba Román por encargo de su abuela, o unas tortitas como las que habían probado en la cafetería California de Madrid. ¡Demonio de tortitas!, si ella eso no lo sabía hacer...
Eli se hartaba de todo lo bueno. Hasta del pan de leche y del jamón dulce. Hasta de su primo Armando y de los veranos en Mon Repos.
Josefina, sin embargo, no le hacía ascos a nada.
—Yo me comía todo lo que me daban sin rechistar.
Así se mantuvieron las cosas —inamovibles, rigurosamente bien organizadas— durante varios veranos en Irlanda. Junio en Mon Repos y primera quincena de julio internos los tres niños Vallés. Segunda quincena de julio y parte de agosto en Mon Repos de nuevo. Y el resto del verano, con sus padres en la Costa Brava. Menos Armando, que se quedaba fijo en Mon Repos, cuando no estaba con su padre, que para entonces ya se había marchado «a por tabaco», como decía Román.
Pepita vivía en el desasosiego. Entre el deseo de estar con ellos, aunque fuera como compañera de segunda, y el temor a que se olvidaran de ir. Había días en que su abuela se los llevaba con ella a hacer algún recado a Barcelona, o se entretenían con algo tan apasionante que no se acordaban de que Pepita les esperaba, abajo, en Can Julieta, para jugar.
Cuando pasaban de las seis y media y no habían aparecido, Pepita hacía como que leía, tumbada en su cama, rehuyendo las preguntas de Román, que quería saber por qué se había pasado la tarde sin hacer nada. Y si no venían, ¿por qué no subía ella? ¿Es que acaso era menos? ¡Ni hablar!
El verano de los quince años de Pepita —justo antes del desembarco en la Costa Brava— Armando empezó a encontrarse raro. En julio, había pasado unas semanas en Guinea; Armando padre —después de lo del tabaco volvía de vez en cuando, como el Guadiana— tenía intereses allí.
Curioso: todas las mujeres de la familia se habían ido quedando solas, todas como ella, la matriarca, Estela de Barriú; todas solas, pero bajo su tutela, como una banda de niñas inmaduras y dependientes que necesitaran de su consejo hasta para cambiar de peluquería o de lápiz labial.
A la vuelta de Armando de Malabo, empezaron los síntomas en Mon Repos.
Le dolían los músculos y tenía dificultades para moverse, algo de fiebre, voz ronca. Algo de tos.
Pensaron que sería una gripe fuerte y le pusieron en cuarentena en la habitación de la torre. Para acallar las voces que se cebaban en las diferencias que hacía la señora entre sus nietos, generosa, le cedió su cama. Por el bien de todos. Para evitar que contagiara a los demás.
No mejoraba, y el médico de la familia, el doctor Esteve, planteó una posibilidad remota y descabellada; el caso es que no encontraba otra explicación. ¿Habían completado la vacunación de la polio? Su padre, al que costó Dios y ayuda encontrar en Guinea, no tenía ni idea. ¡Bastantes problemas tenía él allí! Su madre juraba que sí.
Una vez identificado el enemigo —polio, sí, resultó ser polio— se le combatió. Armando salió de aquello con una pierna más delgada y sólo un poco más corta que la otra. A los diecisiete años ya casi había terminado de crecer. Pero con el marchamo familiar de una enfermedad que ya no padecían «ni los pobres». El suyo —según aquel galeno cuyo fuerte eran las visitas a domicilio— debió de ser de los últimos casos que hubo antes de que se erradicara la poliomielitis del hemisferio occidental.
—Yo iba a verle, ¿sabes? Lo del pasadizo era cierto —desveló Josefina.
Ese verano tuvo a Armando sólo para ella.
Al principio aburrido, ávido de cualquier visita; cuando éstas se hicieron tan frecuentes que comenzaron a ser sospechosas, Josefina se las ingenió para encontrar el camino secreto. Todavía no habían vuelto los primos Vallés de su colegio en Irlanda. Estela aún era una joven risueña sin más preocupaciones que gustar a los chicos que le gustaban y ver cómo se le agotaban las libras que recibía en su asignación.
Aquel tiempo de la polio Estela lo emplearía en aprender a jugar al
lacrosse
.
Con Armando convaleciente llegaron por fin las primas y Diego, el pequeño, que no se juntaba con nadie. Estela reclamó, regia, lo suyo, nada más volver.
—Dejamos de vernos, aunque sólo por un tiempo.
Armando volvió a sus pasatiempos casi infantiles y a la complicidad con Estela. Con más entusiasmo que nunca. Y Josefina, a Can Julieta, de vuelta a esperar.
La marquesa se sentaba en el porche a leer revistas francesas después de almorzar —ligero, ella no cometía excesos— y escudriñaba a los primos que se perdían entre las ramas de los cedros, de camino a la piscina, a la cueva, el pequeño anfiteatro con las musas como testigos mudos de su renovado amor. Por primera vez les animaba a que invitaran a Pepita, pobre, debía de estar tan aburrida, y pasando tanto calor ahí abajo...
La preocupación de la señora no duró mucho porque las niñas pasaron como una exhalación: el tiempo de lavar la ropa, cortarse el pelo en su peluquería de toda la vida y volver a hacer las maletas. Parada en la Costa Brava, y hasta septiembre,
adéu
.
A su vuelta,
madame
de Barriú había dedicado una parcela de su tiempo a la reflexión (entre una escapada rápida a París para encargarse unos trajes y tres días en la masía de una amiga de la infancia cerca de Pals). Llegó pletórica; ya lo tenía todo organizado: Estela —e Inés, de propina— se marcharían para el nuevo curso a un internado muy cerquita de Londres que ella conocía muy bien. Era de toda confianza, un colegio monísimo, con unas niñas monísimas; no sólo de Barcelona, sino de todas partes... que había que salir un poco de aquello y abrirse al mundo, sobre todo a su edad. Tranquilizó a Tona diciéndole que también iban otras niñas conocidas. Por si no lo sabían, allí mandaban a sus hijas los Lobato y también los Riambau.
Josefina sonrió al recordar el exótico desfile de amigas que trajo aquel colegio a las terrazas de Mon Repos. «En aquel colegio, lo de menos era la religión. Estela una vez trajo a una india a la que seguía por todas partes una mujer regordeta envuelta en su sari con bordes dorados, con la tripa al aire y un pendiente en la nariz. Le hacía el desayuno y le lavaba la ropa a mano, y la secaba encima de los setos de boj del jardín. La marquesa, cuando se encontraba una camiseta interior o unos pantalones tendidos a la hora en que salía a la terraza, a tomarse un oporto o un muscat, los hacía una bola y los tiraba por el suelo, con rabia. Pero la india los lavaba otra vez y a la mañana siguiente los volvía a tender.»
La idea de quitarlas de en medio se le metió entre ceja y ceja a la marquesa, según captó la Reme en una conversación entre la señora y su nuera, porque le daba que Estela y su primo Armando tenían una relación «demasiado estrecha». Lo que eran las cosas, porque la propia señora se había casado con un primo hermano suyo de la rama más pobre. Pero gracias a eso sus hijos podían llamarse de nuevo Vallés-Bruguera.
—Armando, con aquello de la polio, lo acabó de jorobar.
Armando se quedó en Barcelona, con su madre y con Pepita.
Ellas se marcharon, con los uniformes entre papeles de seda dentro de las maletas, para volver los veranos, rodeadas de su tribu de amigas de idiomas variopintos con las que hablaban en inglés.
Cuando Estela se marchó a Saint Mary, Pepita descubrió con estupor que estaba embarazada.
Josefina me sonrió tímidamente después de esa confesión. Andábamos despacio, recreándonos en la charla, y la verdad, a pesar de ser algo tan íntimo, llegado a ese punto, no me sorprendió.
Se dice que es más fácil abrir el corazón a un desconocido, y doy fe.
—Nunca pensé que algo así pudiera pasarme a mí... —señaló Josefina—; me había dicho Armando que, si lo hacías de una determinada manera, era imposible... bendita ignorancia...
Estela en el extranjero, Armando en Mon Repos. Nadie volvió a buscarla a Can Julieta. No llamaron. Nadie preguntó. En aquel momento no supieron si la señora estaba al tanto del «problema». No existía el embarazo, ni la niña Pepita, ni la joven Josefina en apuros; ni siquiera sus padres reaccionaron.
—Fue muy duro, más que si me hubieran gritado. Vacío y silencio, y soledad.
Cumplió diecisiete años con un bebé en brazos y en el hospital, «Mi hijo Iván, lo que más quiero en el mundo», con Román fumando dentro de la habitación, sacudiendo la cabeza, y su madre enternecida, olvidado, al ver al niño, el disgusto.
¿Y qué pasó luego? ¿Volvieron a Mon Repos?
Sí, como si tal cosa. No había habido embarazo, ni padre de su hijo, ni niño, por lo que concernía a Estela de Barriú. Llegaron con el bebé en mantillas y allí se quedó.