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Authors: Ana García-Siñeriz

Esas mujeres rubias (21 page)

El ángel de la guarda

Fernando bromeaba diciendo que él tenía «un ángel de la guarda, de guardia siempre». Yo, sin embargo, pensaba que el mío había tenido que salir con más frecuencia de la deseada. Pero el día que nació Alma tampoco estaba en la garita de Fernando. Cayó en la Nochebuena de 1993.

A las doce del día 24 de diciembre —«Vaya fecha tan mala», se quejó mi madre al comprobar que no había manera de encontrar al ginecólogo—, empecé a notar cosas extrañas. Como si mi cuerpo se disolviera. Además de la sospecha de que iba a vomitar lo poco que había comido para desayunar.

A las cinco, mientras esperaba a Fernando ya vestida para la cena en casa de mis padres —mamá montaba cada año un nacimiento que rivalizaba con el de la Puerta del Sol— noté una humedad caliente en las perneras del pantalón y me levanté a cambiarme pensando que aquello se debía a la famosa incontinencia de la que hablaban en voz baja las amigas que arrastraban tres o cuatro niños muy seguido. En el pasillo del dormitorio una descarga como el pis de un equino me sacó de dudas; eso era romper aguas.

Todo estaba preparado para la llegada de la niña, pero no la esperábamos hasta dentro de dos semanas.

A lo largo del embarazo había escuchado con los pelos de punta las anécdotas que contaban amigas de otras amigas a las que les había llegado el momento con un charquito entre las piernas en medio de una tienda o, peor todavía, pariendo con los pies apoyados en el salpicadero de un coche. Por no hablar de lo innombrable. Dolores «como si te partieran por la mitad», aunque, según contaban, «en cuanto ves al niño, se te olvidan», dientes apretados, heces, orines, sangre... no todo era un panorama de ramos de flores y mañanitas azul celeste. Con un punto de angustia, puse en marcha lo que había repasado mentalmente desde que comenzara aquel último mes.

Llamé a Fernando a su oficina. No estaba allí. Entonces, llamé a casa de mis padres pero tampoco contestaron. No quería ponerme nerviosa por el hecho de que todos los imprescindibles en mi vida parecieran haberse desvanecido al mismo tiempo, engullidos por las prisas y los compromisos de la Navidad.

Busqué la bolsa de la clínica y, después de arreglar el desaguisado de las aguas, ducharme y cambiarme de ropa, «Las primerizas tardan lo suyo», salí de casa. La portería estaba vacía, y Raimundo, el portero, también debía de haberse recogido ya. Bajé con cuidado por los últimos escalones de la estrecha escalera de servicio y en su casa me abrió su mujer. Fue ella la que tuvo que pararme un taxi al que le instó a darse prisa, «A menos que no quiera ayudar en un parto, como si se tratara del Niño Jesús».

Hasta llegar a la clínica atravesamos una ciudad tomada por miles de madrileños que se afanaban por hacer sus compras de último momento. Era como si nadie conociera el significado de la palabra «previsión».

El cielo pesaba cargado y con un aura metálica. Un día de atmósfera dura y plomiza, con un horizonte de nieve retenida que no acababa de caer. Los otros taxistas pitaban irritados, los peatones cargados de bolsas se aventuraban por los pasos de cebra arriesgándose, y yo, en el asiento trasero del coche, estiraba el cuello por encima de mi abultado vientre, intentando sugerir al conductor un camino por entre aquella marea de bombillas de colores y fluorescentes chillones de paz y felicidad.

Llevaba mi pequeña maleta a mi lado, preparada desde hacía dos semanas. Zapatillas nuevas, varios camisones y la ropa del bebé doblada con mimo. Jerséis y patucos tejidos a mano por Auxi, amorosamente. Tan sólo un día antes los había sacado de la maleta y extendido encima de nuestra cama. Por el mero placer de contemplar mi pequeño ajuar. Fernando los había inspeccionado con un gesto extraño. Levantó las cintas de raso de un faldón con las puntas de los dedos y estiró sus volantes de batista como si fuera la vestimenta de un antiguo bebé faraón.

—Menos mal que va a ser una niña, porque si no entre tu madre y la mía le vuelven maricón —bromeó, dejándolos encima de la colcha al descuido.

—No tienes ni idea de cómo vestir a un bebé —me reí— ni a nadie.

—No lo dirás por mí, ¿no? Es cierto que gano mucho desnudo...

Sobre la cama, varias pilas de ropita. En una, los jerséis. En otra, los pijamas. No me resistía a pasar la mano por encima de las camisitas, de hilo finísimo, una segunda piel.

—Son las mismas que llevé yo —le dije a Fernando, que leía el periódico al otro lado de la cama, casi tocando la ropa limpia con los pies— y mi madre.

—Pues ya va siendo hora de modernizarnos un poco.

Estábamos los dos en el dormitorio. Él leía una de las revistas profesionales con las que llenaba los ratos de ocio que compartíamos sentado al lado de una cómoda, regalo de bodas de mi abuela. Era el único lugar de la casa en el que me había permitido exhibir algunas fotografías familiares que calificaba, burlón, de «galería de retratos de los Fernández». La encabezaba una foto de mis padres, en la arena de Berria. En otra, la abuela Anselma, muy seria, en el portón de Santoña. Pequeñita y toda orgullosa de las hortensias que crecían pegadas a la pared. Era una pena que la foto fuera en blanco y negro. Con lo brillante que recordaba su color... Y delante de todas, en un marco pequeñito, una foto de mamá, de niña. Llevaba un mandil rasposo encima del vestido y unos zapatos tristones. «Parezco una palurda», dijo la última vez que fue a vernos, intentando escamotearla en su bolso. Se la quité y la recuperé, devolviéndola a su sitio sobre la cómoda.

Curiosamente no había fotos de Fernando, ni de ninguno de los pocos miembros de su familia. Insistí mucho para colocar al menos una con su madre, y cuando se la enseñé no quiso. La encontré cuando vaciamos sus cajas; dentro de una carpeta con sus boletines de calificaciones escolares había un sobre abultado con unas cuantas, de vacaciones.

Era una estampa de otros tiempos; de comedia de los setenta con patillas exageradas y estampados chillones. Auxi debía de andar por los treinta y algo, y él, en una edad incierta, delgado, casi famélico, con los miembros y la nariz desproporcionados antes de pegar el estirón. Miraban los dos fijamente al objetivo, sentados detrás de varios vasos, en la terraza de un bar con un tablón que anunciaba las tapas. Fernando sonreía relajado, con una mano apoyada en la mejilla, súbitamente reducido a chico feliz. Su madre, recostada en la silla metálica, se dejaba fotografiar vigilante, demasiado vestida para un día de playa, el pelo, entonces liso y de calidad pobre, los zapatos de medio tacón, muy cerrados, como de monja...

—Tenemos pinta de desgraciados... ¿no lo ves? —dijo, quitando la foto de en medio y guardándosela en uno de sus cajones—, no me gustan las casas recargadas con tanto marco —se justificó.

Con esto se zanjó el tema fotográfico y mi pequeño homenaje al pasado se redujo al mío.

El taxi en que me había ayudado a meterme la portera, «Con cuidado, sin movimientos bruscos», me dejó en la puerta de urgencias de una pequeña maternidad. Al verme sola y de pie con la maleta —los enfermeros debían de estar de servicios mínimos y mirando la gala de Nochebuena de la televisión—, el hombre se bajó del coche y dio toda la vuelta para acompañarme hasta el mostrador de registro. Se puso a dar voces —allí tampoco había más que unos cuantos
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de Unicef clavados con chinchetas en un corcho y un «¡Felicidades!» retorcido en espumillón. Mi padre me había recomendado que fuera a un gran hospital, «Con quirófanos y unidad de neonatología y UCI», pero mi madre y Fernando me convencieron de que para un parto lo único que hacía falta era un sitio decente —privado— y, sobre todo, tener una habitación para ti sola, «Mejor una clínica pequeña que sea como un hotel».

Un rumor de zuecos blancos como los que llevaban las peluqueras de mi infancia anunció a un enfermero, con una de esas camisetas escotadas por las que asoman impúdicos los pelos del pecho. Aún tenía en la mano un vaso de plástico con lo que parecía un resto de cava. Lo tiró a la papelera y me hizo la ficha de ingreso, sin muchas felicitaciones, impaciente y de pie.

Una vez en la habitación —una cama muy alta de tubo metálico, dos butacas imitación de cuero, una mesa con un televisor que funcionaba con monedas y la puerta de un cuarto de baño al que entré rápidamente—, dejé la maleta y me tumbé en la cama. Nunca me había imaginado que ese momento sería así. Extrañamente sola y más que sola en el momento más importante de mi vida tuve un instante de angustia, ¿y si algo salía mal? Esperaría a que llegara Fernando. Había usado el teléfono de al lado de la cama y le había encontrado.

—Pero si estamos en Nochebuena... —había protestado incrédulo al avisarle del acontecimiento.

Me aseguró que localizaría a mis padres, y le arranqué la promesa de que vendría «volando». Parecía que el mundo se hubiera detenido por culpa de las fiestas.

Una de las primeras que apareció, acompañada de dos monjitas diminutas, fue una matrona que me rasuró el vello púbico mientras se quejaba de lo poco que iba a disfrutar esa Navidad, «Si llego al final de la cena será un milagro». Me afeitó a pelo. Sin espuma ni gel, ni nada. Sin preguntar.

—Aquí querría ver yo a los tíos de los anuncios, esos que salen dándose palmaditas en la cara después de afeitarse... ¿Verdad, monji? —comentó con guasa la matrona mientras la religiosa sonreía sin inmutarse.

—Y ahora, el enema —escuché paralizada.

Había llegado la parte de la que nadie me había querido hablar.

Las monjitas me sonrieron comprensivas mientras la matrona me empujaba como si fuera un balón, diestra, hacia un lado de la cama.

—Aguanta todo lo que puedas. Y cuando no puedas más, ve al baño —me indicó, con la seguridad del mecánico que aprieta el mismo tornillo cien veces al día.

Volvía cada quince o veinte minutos, «Para ver cómo va todo». Nadie se molestaba en cerrar la puerta. Daba igual que me estuvieran explorando y que pasara una familia apresurada por el pasillo después de alguna visita de última hora. O un señor trajeado, también con cara de prisas, pero que no desperdiciaba la ocasión de cotillear. Me preguntaba cuánta gente más iba a ver, sin mi consentimiento, el trozo de carne en el que me había convertido. Me vino a la cabeza la discusión con una de mis amigas, defensora de los partos en casa a la que criticaba por exagerada. En esos momentos, no tanto.

—Quítatelo de la cabeza, hija —me había recomendado mi padre—. ¿Por qué te crees tú que ahora mueren menos parturientas? Porque se da a luz en los hospitales. Y, fíjate, por algo tan aparentemente tonto como lavarse las manos.

Mi padre era un practicante a la vieja usanza, de los que regalaban caramelos a los niños después de pincharlos; siempre que pienso en él, lo asocio con el aroma penetrante del alcohol.

—Aquí no se puede tener una UVI delante de cada casa... —decía—. Tú confía en los médicos, que ellos saben lo que hacen.

Él confiaba ciegamente en los que sabían más que él.

Ni que decir tiene que Fernando descartó mi propuesta de asistir en pareja a un curso de preparación al parto.

—Eso son pamemas. No he visto nada más ridículo que un cojín simulando una tripa debajo del jersey. No, no, conmigo no cuentes... Para prepararte al parto te vale con decir «Póngame la epidural». Lo he visto en la tele y me parece lo más sensato que he oído nunca.

El trance misterioso al que asociaba el nacimiento de un niño se reducía a un tipo de cadena de montaje medicalizada conmigo en la cinta en lugar de un Citroën.

Fernando fue el primero en entrar en mi habitación de la segunda planta, justo cuando empezaba el discurso del Rey. Me dio un beso en la frente, tiró el abrigo encima de la butaca y ruidosamente se desplomó en el sillón. Con su tez de árabe y su cabello oscuro le sentaba bien el traje que se ponía para las citas importantes. Gris marengo, con camisa blanca y corbata azul. Por aquel entonces, no osaba combinaciones más arriesgadas. Era arquitecto, pero se vestía como el director de una sucursal bancaria. O el cliente que va a pedir el crédito a ese director.

—Hasta ahora mismo he estado reunido con Gálvez —me anunció mientras se aflojaba la corbata de animales diminutos de Hermès, regalo de mi madre—, pero esto va a salir bien. Me ha dicho que te dé ánimos, que esta noche vas a montar el belén... —bromeó, dejando a un lado la voluminosa carpeta de arquitecto—. Me ha preguntado qué nombre vamos a poner a la niña... ¿Alma o Camila?, ¿lo sabes ya?

—Nos decidiremos en cuanto le veamos la carita. A ver si parece más una Camila o una Alma.

—O una Anselma... —bromeó—. ¡Nooo! No le vamos a hacer esa putada...

Desde que casi cinco meses antes supiéramos que iba a ser una «carmencita», como anunció entusiasmada mi madre, habíamos tratado de encontrarle un nombre. Y el de Carmen lo descarté el primero de todos, yo sola. Bastante había tenido yo con un nombre y una personalidad amputados por culpa de la falta de imaginación de unos padres que dejaron una tarea tan importante a la tradición en una familia sin tradiciones. Por otro lado, estaba claro que no íbamos a llamarla Auxiliadora —la propia Auxi lo tenía clarísimo, «¡Con una Auxi es demasiado! Nunca, por Dios»—; por lo tanto mamá no podría ofenderse, «Nada de nombres repetidos». Con esto se zanjó la cuestión.

Dos meses antes del nacimiento, el doctor me había ordenado, sin querer alarmarme, algo de reposo porque había observado un ligero retraso en el crecimiento, «Nada grave»; pero sí que merendase, como cuando volvía del colegio, que me echara siestas abotargantes y que no me moviera mucho después de comer. Aprovechaba los intermedios de descanso para bucear en mis libros favoritos en busca de nombres que me sugirieran una vida interesante: Maia, Carlota, Camila, Alma, Sylvia, Valentina... y eliminaba de mis favoritos los rebuscados por literarios —Ada, Emma...— o aquellos con ecos de existencias trágicas o banales. Costaba imaginar a una mujer importante que se llamara Arancha o Rosa-Mary, nombres encantadores pero que en un caso me recordaban a aquellas amigas de Marcos que hablaban en tono gangoso y en el otro a la antigua compañera de fatigas de mamá.

No, el nombre de la niña no era algo que tomar a la ligera. Llevaba tanto tiempo dándole vueltas y me parecía tan importante que no me acababa de decidir. Como con la decoración del cuarto de la niña, Fernando —reservándose el derecho de veto— me había dejado, graciosamente, la elección a mí. Aún me costaba más elegir uno. Tamaña responsabilidad. Un nombre erróneo podía ser un tropezón, un obstáculo en una carrera. Una futura ingeniera con nombre de bailarina. O una bailarina con nombre de miembro del Tribunal Constitucional. Fernando me gastaba bromas continuamente: «Será maestra de escuela, una Ángeles malvada como el demonio que tirará del pelo a los otros niños», o «Una Pureza con un cuerpo de diosa pagana, más zorra que las gallinas». Así no avanzábamos en nuestra elección.

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