Read Esas mujeres rubias Online
Authors: Ana García-Siñeriz
El 1 de enero amaneció tan limpio y azul como debe ser un comienzo. Cielo frío y aire helado. Limpio. De puro tranquilo resultaba inquietante, como los instantes previos a una catástrofe.
Una avioneta ronroneaba perezosa por encima del Tibidabo. Jirones de nubes altas manchaban de blanco el horizonte. De Can Julieta no salía ni el zumbido de una mosca. Abajo, sin coches, ni luces, ni sonidos discordantes, parecía haberse detenido la ciudad.
La noche anterior, después de hablar con Fernando, recibí una llamada de la hermana de Estela, Inés. Había intentado ponerse en contacto conmigo, «Sin éxito», y, aunque volvió a rehusar adelantarme el motivo de su interés en encontrarnos —adujo que prefería explicármelo en persona—, insistió en que nos viéramos al día siguiente, el primero de enero. Por mí no había problema, pero ¿y ella?, ¿no prefería quedarse con su familia y vernos, por ejemplo, el día 2? «No, no, cuanto antes mejor», respondió resolutiva. Se marchaban a esquiar el 1 por la tarde y no volverían hasta el 10. No le gustaba dejar las cosas a medias: «Prefiero empezar bien el año», afirmó. A mí me daba lo mismo un día que otro, así que le dije que sí. Tampoco me preocupaba el motivo de su llamada. Era obvio que su visita tendría que ver con el único vínculo que había entre nosotras: el alquiler de Mon Repos.
Inés Vallés-Bruguera apareció a eso de las doce, con quince minutos de adelanto sobre la hora prevista; «Impertinente», pensé, recordando las manías de mamá. Supongo que no hallaba ningún mal en presentarse antes de tiempo en una casa que consideraba como suya pero que, técnicamente, no lo era porque la ocupaba yo.
Desde la ventana del dormitorio había visto un Mercedes oscuro avanzar lentamente, haciendo chisporrotear los guijarros bajo las llantas. Alguien —¿los hijos de Josefina?, ¿Román?— había abierto la cancela. Un chófer uniformado abrió la puerta trasera y, con gran parsimonia, descendió Inés Vallés-Bruguera, bastante más rotunda y real —la foto de la página de su agencia debía de ser de una época en la que tuviera menos apetito— que la mujer afinada y rubia que había visto en Internet. Una vez fuera del coche, clavó los ojos directamente en la ventana tras la que yo la observaba; cruzamos las miradas y corrí las cortinas con energía antes de bajar.
Esperaba sobre el felpudo con media sonrisa pintada en la cara estirándose los faldones de la chaqueta. Se cubría apenas con un chal muy fino al que llamó
shatoosh
, y sujetaba un bolso con grandes cantoneras doradas, un objeto visiblemente caro. Vestida como una reina frente a la adversidad.
Nada dejaba adivinar que por entonces Inés y el «buenazo de Ramón», su marido, eran motivo de murmuraciones entre sus amistades que, no se sabía cómo, habían llegado hasta los oídos orientables de Román. El bienestar familiar pendía de un hilo, mejor dicho, de una racha de Ramón en la ruleta o del anuncio de un
croupier
.
—Soy Inés Vallés-Bruguera, de la propiedad de Mon Repos —se anunció ampulosa.
Me tendió la mano mirándome con soltura a los ojos, lo que estableció el carácter formal de la visita. Llevaba una gruesa pulsera de oro al lado del reloj de la que colgaban varios dijes y medallas que tintinearon al estrechar la mía.
—La hermana de Estela, ¿no? —precisé, mientras la invitaba a pasar. A su salón.
Avanzó segura, conocedora del camino, haciendo repiquetear sus altos zapatos de tacón. Un haz de luz atravesaba la pieza e incidía directamente en su rostro. La pelusilla rubia de su cara retenía una fina capa de polvos que le daba un aire antiguo, de mujer mayor. Por Josefina sabía que rondaba los cuarenta años, pero lo mismo podían ser treinta que cincuenta y seis. Se había instalado en ese limbo orquestado por los cirujanos que permite a las mujeres de cierta clase atravesar varias décadas en la indefinición.
De repente, me resultó conocida. Quizás sólo era su semejanza con un tipo determinado de mujer. Me escuché repetir la muletilla de aquella amiga suya que me había enseñado la casa y, excusándome por mi mala memoria, le pregunté si no nos conocíamos de algo, por una casualidad.
—No lo creo —respondió estudiándome de arriba abajo.
Y la respuesta no sonó bien.
Se despojó de la chaquetilla con manos cuidadosas. La lanzó sobre la butaca con un cascabeleo de medallas y se envolvió con gesto coqueto con el chal, como si la temperatura de la casa no fuera lo suficientemente caldeada para ella; después pasó revista al salón —todavía con los muebles de Estela— y a las paredes, desnudas, inspeccionando la pieza, antes de detenerse en mí.
—Está
todo
como siempre. Veo que no te has traído prácticamente nada... —aprobó o censuró. No se sabía.
—No me hacía falta —respondí.
—¡Me
encanta
este salón! —exclamó de modo algo afectado. Hablaba de manera peculiar, estirando innecesariamente la sílaba tónica de cada palabra con un acento indefinido, ni castellano, ni catalán. Como las personas que hablan muchos idiomas, sin saber, al final, qué idioma fue el materno.
—¿Nos sentamos? —propuso, tratando de ser cómplice.
—Estás en tu casa... —le señalé.
Lo hizo en la butaca de enfrente, muy recta, y cruzó las piernas en primer plano. Unas piernas estupendas, calzadas con unos zapatos de salón de cocodrilo, color tabaco. Se notaba que estaba orgullosa de ellas y que se vestía en consonancia. Y que carecía tanto de sentido del ahorro como de conciencia ecológica.
Arrancó explicándome lo que ya sabía: que aquélla había sido la casa familiar que, «por las razones que fueran», había heredado su hermana Estela. Y que el resto de la propiedad que la rodeaba, «prácticamente todo, excepto la casa y la casita», les correspondía a ella y a su hermano «Diego; Diego hermano», aclaró.
Pasó por encima de la existencia de un padre —también de nombre Diego, pero afincado en Cuba— y de la «extraña desaparición» de su hermana, como la calificó.
—En realidad, es
nada
lo que te pedimos. Necesitamos venir con un notario... y poner, de una vez por todas, en orden las cosas para poder acometer algunas
mejoras
.
En ese momento entró
Parker
desde la cocina, avanzando sobre sus finas patas de terciopelo gris. Oficialmente seguía siendo la perra de Josefina, pero, como apátrida, pasaba la mayor parte del día en mi casa. Aunque, insistí mucho, seguía siendo su responsabilidad.
—¿Es la perra de mi hermana? ¡Vaya! —se sorprendió.
Retomó el hilo de su historia con otro «¡Vaya!» que lo mismo podría significar qué maravilla o qué contratiempo o sólo vaya, porque hay gente que no tiene más que un grado muy leve de profundidad, y después se demoró en explicarme el porqué de todas aquellas obras a medio acabar. «Estela, y una de sus espantadas». Así lo calificó.
Se lamentó de cómo ella y su hermano —que trabajaba en el sector inmobiliario— habían tenido que despedir a los albañiles, «a los escayolistas, a los oficiales»; Estela les había dejado colgados a todos. Hasta al arquitecto —un chico
encantador
de Madrid—, que no entendía nada. Estela aparecía y desaparecía, según estuviera «limpia» o en «eich».
—¿«Eich»? —le pregunté sin entenderla. Necesitaba traducción.
—«Heich». Hache. Heroína... —me aclaró, impaciente por obligarla a especificar.
Antes de su
desaparición
, Estela había planeado una ampliación ambiciosa en la zona de la casa de los negritos y las antiguas cocheras, que ya habían sufrido una primera remodelación. Ahí era donde los dormitorios infantiles habían estado ubicados «cuando éramos pequeños», el cuarto de la
nanny
, y un comedor de diario, también para los niños, además de un cuarto de juegos y un salón. El recuerdo del esplendor pasado pareció animarla, «Papá y mamá viajaban
muchísimo
, y mi abuela también; un estilo de vida
bárbaro
, no como el de ahora, con tanta oferta y tanto
tour
operador...».
La primera obra la había acometido su abuela para que Estela e Inés durmieran en habitaciones separadas al regreso de su primer verano irlandés y acabaran con las interminables peleas que alborotaban a toda la casa, y ponían de mal humor a sus padres los escasos días que paraban allí; «Mi hermana y yo no nos llevábamos», comentó con un mohín de incomodidad.
Nunca se habían entendido. Estela era desordenada y caótica, Inés todo lo contrario, «Me sacaría de quicio vivir en medio de una leonera». A Estela le apasionaban los deportes arriesgados: paracaidismo, montaña. Buceaba en el mar Rojo, esquiaba en Rusia y en Canadá. A Inés le gustaba su semana en Baqueira en las Navidades y su
paddle
, tres veces por semana, en el club. Inés comenzó a salir con un chico de su pandilla de la Costa Brava a los dieciséis años —«Ramón, mi marido»— y Estela, «¡Huy, Estela... el terror!», empezó a tontear en la cuna y, desde que salió de casa a estudiar fuera, había seguido una carrera internacional de novios que estudiaban leyes en Ginebra, tocaban la guitarra en Londres o se dedicaban a explorar los océanos: uno de ellos, el «más guapo» —suspiró Inés—, un peruano de una familia estupendísima que estudiaba Oceanografía en Los Ángeles y al que habían conocido juntas en un avión. Él —lo deduje— había preferido a la loca Estela.
Y luego, Inés, «Yo prefiero una vida estable», se había instalado en un piso en Tres Torres, «Con todo cerca, colegios, un buen súper, las tiendas, hasta el gimnasio, al lado, genial». Estela —además, porque la había heredado— se había encastillado después de sus fracasos —como su abuela, como su madre— en los jardines de Mon Repos.
—Volvió a vivir con mi abuela cuando se separó —apuntó lanzando una gotita de veneno— pero ya había vuelto unas cuantas veces; cada vez que necesitaba quitarse del medio...
Estela había estado casada, «No sé si lo conocerás», con un famoso pintor inglés. «¡Un
desastre
de matrimonio!» Él le llevaba muchos años. Le había encontrado fascinante cuando los presentó una amiga antes de una conferencia sobre la crisis y el arte contemporáneo en el salón de actos de una gran agencia de publicidad. La diferencia de edad «no fue el problema», sino las continuas infidelidades de los dos. Y el mal de Estela.
—Su marido pensó que podría con ello; a ella apenas se le notaba pero... No, el matrimonio no salió bien. Hay gente que no se sabe para qué se casa —dejó escapar en voz alta con una mueca mezquina.
Cuando se separaron, «
superamigos
, más que antes», fue cuando Estela volvió, por enésima vez, a Mon Repos.
—No tuvieron hijos —apuntó.
Lo de los hijos, me señaló, removiéndose ampulosa, era para ella una cuestión capital. ¿Para qué se necesitaban tantas habitaciones, casas, propiedades si no es para legárselas a alguien de tu sangre después de ti? Ella tenía dos, me explicó, «Un chico y una chica»; y los dos estudiaban en Suiza, en el mismo colegio al que había ido ella, «Nos cuesta un dineral».
—Mi hermana carece de instinto para ser madre —reprochó Inés a Estela.
Bajando la voz hasta un tono grave reveló enarcando las cejas que se había sacado de encima un embarazo porque su marido, «el pintor», tenía una buena prole de sus tres ex mujeres y no quería ya más. Y ni siquiera lo habían llevado discretamente, sino que había sido vox pópuli, como si se hubiera hecho un aumento de pecho o se hubiera quitado un lunar. Hasta su abuela se enteró.
—Lo peor de Estela es que actúa como si sólo existiera ella. Es mi hermana y la quiero —una nota falsa se le escapó, indiscreta—, la quería..., pero es la verdad.
Añadió, como si le importara, que ya, probablemente, tendría que resignarse a vivir una vida a solas y sin hijos —con un pequeño gesto dio a entender que nunca lo estaba del todo—, porque «con casi cuarenta años» y sus relaciones tan particulares... en fin. Ella tenía «a Marc y a Gabriela», y eso te cambia la vida, cuentas con alguien por quien preocuparte... y a la vez es —económicamente, suspiró— una gran responsabilidad.
Con esto dio la explicación por terminada, como si se arrepintiera de haber hablado de más. Se estiró la falda en un afán de ocultar sus verdaderas intenciones, y volvió al tema que le ocupaba. Mon Repos.
—
Vamos
a lo que importa —anunció esbozando una sonrisa labial y estirada—, la declaración de ausencia.
Me imaginé que así haría con sus clientes antes de detallarles una factura con un veinte por ciento sorpresa.
Era imperativo arreglar
ese
desastre administrativo en el que les había sumido Estela con su inconsciencia y su egoísmo.
—Será muy sencillo —me explicó—. No necesitamos más que un inventario de lo que contiene la casa. Con esto, y otros documentos, se hará una declaración de ausencia, y ya está —terminó pizpireta.
Se comportaba como una niña calzada con los zapatos de su madre, recitando la lección.
—¿Y para qué sirve una declaración de ausencia? —le pregunté.
—¡Poca cosa! —respondió, restándole importancia—, el típico trámite que se hace cuando desaparece alguien y que a ti, como arrendataria, no te va a afectar.
No puse objeción aparente e inicié una pequeña charla, en la que al final revelé que conocía el dato de que las últimas propietarias habían sido siempre mujeres.
—¡Has estado hablando con los de Can Julieta! —exclamó, algo molesta.
—No han sido ellos —me defendí—, fue tu amiga, la que me enseñó la casa, no me acuerdo cómo se llamaba...
—¡Oria!, Oria Montejo —aclaró—. Sí, bueno; ella conoce bien todo lo de aquí. Y lo de todas partes... le encanta chafardear, ¿no? —lanzó maliciosa—, te haría el repaso del vecindario... Efectivamente —prosiguió—, en la casa ha habido tres
pubillas
en este siglo, ¡ya en el pasado! —rió—; cuando mi padre renunció a su herencia, aprovecharon para añadir leña al fuego. Ya sabes cómo son las gentes sencillas, que les encantan las bobadas... hablar por no callar. Una historia sin fundamento pero con cierto
color
.
Sonrió de nuevo de aquella manera suya tan especial. Con toda su cara, excepto los ojos, como congelada en el tercio superior.