Esas mujeres rubias (26 page)

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Authors: Ana García-Siñeriz

Mamá y Anselma

Llegamos a Berria con el coche hasta los topes. La cuna de viaje, la silla de Alma, las sombrillas... A base de «por si acaso» habíamos apelotonado media casa en el maletero de un Audi Break —el automóvil de las familias bien situadas— recién salido del concesionario. De hecho, pensé que la razón de nuestro viaje —por carretera a Berria, a Mallorca en avión— no era más que la necesidad de hacer el rodaje del coche.

El plan era pasar allí la primera semana de agosto, volver a Madrid, y de allí, la tercera semana, saltar a Mallorca. Fernando incluso insinuó que dejáramos a Alma con mi abuela la segunda semana, «Se volvería loca de tenerla para ella sola», porque desde que empezaron a irle bien los negocios, cada vez veía menos a Auxi; y con mi madre... lo de hacer de canguro no era para ella. La llenaba de carantoñas y de mimos y pequeños regalos, pero cuando llegaba la hora de la cena me la entregaba impaciente, «Yo ya no estoy para estos trotes». Tenía que marcharse corriendo a ver a sus amigas a Embassy, o a hacerse los pies con Rosa-Mary o a la masajista, que le aliviaba las piernas y la desazón.

«Tu abuela ya no es la que era», me había avisado mi madre. La abuela Anselma era la piedra sobre la que se levantaba Berria, sólida, como tallada en las canteras a golpe de cincel. «No la cargues con la niña; se cree que puede con todo y cualquier día se le cae o se le olvida, y nos da un disgusto.»

Cuatrocientos sesenta kilómetros desde Madrid. Y, al final del camino, allí estaba, de pie junto a la inmensa mata de hortensias, con la regadera en la mano y la misma alegría de siempre; el pelo bien estirado en un moño bajo, la falda negra al tobillo, un delantal sujeto al pecho con alfileres y oliendo a agua y jabón.

—Meted el coche que esta noche llueve —anunció escudriñando el horizonte. La tarde, sin embargo, se desvanecía rodeada de azul.

Anselma se equivocaba menos que el hombre del tiempo y no sólo trabajaba la meteorología; los perros se acercaban a su mano antes que a la de ninguna otra persona, las plantas reverdecían cuando les hablaba bajito y les echaba el agua que quedaba después de hacer café.

Fernando arrimó el coche y Anselma lo rodeó hasta llegar al asiento de atrás. Sacó a la niña entre risas y «palmas, palmitas» mientras nosotros vaciábamos el cargamento. Al ver tanto mosquitero y walkie-talkie, se echó a reír.

Fernando se instaló en la playa con Alma desde la primera mañana, jugando a los cinco lobitos —«cuatro», adaptaba él— debajo de la sombrilla y allí se quedaban hasta la hora de comer. El aire del mar nos sentaba bien a todos excepto a la niña, que seguía tan blanca como cuando llegó. «Cómo se va a poner morena si la tenemos embadurnada de cremas», protestaba Fernando cuando le decía que me parecía un poco raro que no tomara al menos algo de color.

Mis padres aparecieron a los cuatro días de llegar nosotros, después de llamar avisando «¡Que vamos!», nada más. Fernando no dijo nada pero noté que la noticia no le volvía loco. Sus planes no se alteraron. Siguió bajando a la playa con la niña y su periódico después de desayunar, y luego, siesta. La brisa atravesaba las persianas de rulo y las hacía golpetear contra el alféizar, hasta que llegaba el sueño...

Yo dedicaba las sobremesas a cotorrear con mi madre y mi abuela en torno a la mesa de la cocina para escapar del «calorón», como se lamentaba abanicándose ostentosamente mamá. Cumplía años, pero su cabello rubio y su cuerpo se mantenían tan delgados como si la hija fuera ella en lugar de yo.

—¡No te comas eso ahora! —me regañaba si me veía picar.

Le disgustaba mi escasa fuerza de voluntad, mis kilos resistentes al posparto.

—Así se pierden los maridos...

Trataba de asustarme si me veía pellizcar la barra de pan o cortar una esquinita de la quesada.

—Deja en paz a la chica —terciaba la abuela. Restablecía la jerarquía y mi madre callaba.

Algunas veces se nos unía una antigua vecina de la calle de la Ribera, Nicolasa, viuda también. Pasaba el verano «con la hija» en una de las antiguas casitas que habían pertenecido a los pescadores no muy lejos de allí. Esas charlas se convertían en un «¿qué pasó con?» a tres bandas entre mi madre y las dos damas en el que yo me quedaba algo apartada, pero que escuchaba como si volviera a las tardes del Salón Estilo. En Santoña o en Madrid, las señoras se quejaban igual de lo egoístas que eran los maridos, de los disgustos que les daban las hijas. Toda la vida atenta a las vidas ajenas. A otras voces femeninas. Callada. «Desplegando las antenas», según mi madre. Aprendiendo cómo eran las señoras, pensaba yo.

—¿Sabes algo de las brutas? —preguntó mamá a la abuela Anselma una tarde en la que estábamos las cuatro alrededor de la mesa de la cocina.

Nicolasa miró a Anselma sin entenderla y Anselma me miró a mí. Mamá seguía llamando a las hijas del antiguo socio de su padre —muerto ya, hacía más de treinta años— por el mismo apodo que les daban en el patio del colegio. Margheritta y Maddalena, Maddalena y Margheritta. Las niñas de la muñeca Mariquita Pérez y de los zapatos de charol.

—¿Siguen aquí en Santoña? —insistió.

La abuela quitaba las hebras a un montón de judías verdes que tenía delante, y paró un instante para contestar.

—¿Quiénes, las del Hilario? —se adelantó Nicolasa.

No, aquéllas eran las hijas de Arrola, le explicó la abuela; éstas eran las italianas, Maddalena y Margheritta, las hijas de Stefano Burutto, las «brutas», como decía mamá. Dos muchachas guapas y muy buenas niñas, añadió, pasando por alto el gesto irónico de su hija.

—Siguen bien —respondió Anselma—, la mayor casada con un oftalmólogo muy bueno —puntualizó—, ésa es la que vive en Pedreña; y la otra es la que acabó casándose con otro que estaba muy bien considerado en el Banco Santander.

Se detuvo un instante para limpiarse las manos en el mandil. «Se conoce que los domingos van a casa de Botín y todo», añadió con respeto.

Nicolasa hizo un gesto de admiración con las manos y se levantó para servirse de la botella de anís «un dedal».

Mamá encajó la noticia con cara de póquer pero se le notaba que hubiera preferido escuchar que sufrían de alopecia o que una de sus nietas danzaba con los del Hare Krishna. O, por lo menos, en un cabaret.

La cena en el Náutico

Las vacaciones se escapaban como el aire del mar por las puertas de la casita. El sol y la brisa nos dejaban las pieles caldeadas y cubiertas de una costra de sal.

Fernando circulaba tan relajado que parecía casi dormido. Me gastaba bromas, paseaba a mi lado por las marismas, apoyaba su mano en mi hombro delante de mis padres.

Cuesta darse cuenta en el momento, pero visto desde lejos aquello se parecía a la felicidad.

Dos días antes de salir para Mallorca, mi madre se empeñó en que fuéramos a cenar al Náutico de Laredo. «Lleváis aquí diez días y no hemos puesto el pie en la calle. No puede ser.»

—A mí no me apetece ir a ningún club... —protestó con fastidio Fernando.

Había superado una corta fase de letargo. Somatizaba cuando se sentía aprisionado. A Mallorca ya habían llegado los Vilches, y Gonzalo Gálvez llamaba a Fernando cada día, impaciente, «¡Que aquí se acaban los gin-tonics!, ¡que se acuestan las niñas!, ¿dónde coño estáis?». Fernando estaba tranquilo. Teníamos fecha para marcharnos.

Mamá se puso muy pesada. «Es la cena que hacen todos los años.» Estaba segura de que a Fernando le divertiría ver cómo son los «de toda la vida de aquí». Se había traído un vestido nuevo —un camisero blanco, «muy marinero», que había comprado en Escada— y le rezumaban las ganas de estrenarlo como una niña en Domingo de Ramos. Las mismas que las de enseñar a su yerno a sus antiguas amigas del Sagrado Corazón.

Le tentó describiéndole lo espectacular del sitio, «Una punta de arena, sobre un promontorio y con unas enormes terrazas voladas al mar» —me sorprendió que usara el término «voladas»—, pero no obtuvo más que un par de cejas que querían decir que lo podría considerar; entonces papá sacó inocentemente el tema de los miembros de la junta. «Juan Huguet es el presidente, el de Pereda, Huguet y Allen. Ése es el Huguet de en medio.» Y eso lo convenció.

La abuela se trajo a su Nicolasa del alma, contentas las dos de quedarse con Alma para ellas dos solas, jugando a la brisca y bebiendo Anís del Mono en la terraza, pegadas al mar.

Y esa noche, por fin Fernando estuvo encantador con mis padres. Y con las amigas de mi madre. Y con los maridos de las amigas de mi madre. Hasta con el sumiller. Devolvió el corcho en un platito y paladeó el vino. Aprobó con un golpe de cabeza y comenzaron a servir a las señoras. Le gustó el reconocimiento a su liderazgo. A partir de ese momento, se relajó.

Conversaba animado con su vecina de la izquierda, que era «Carmela», y luego con la de la derecha, que era yo.

Carmela resplandecía como si tuviera veinte, treinta años menos. Tan bronceada y guapa, con su túnica de lino crudo y una gruesa cadena de oro al cuello; el regalo que le había hecho mi padre por su aniversario y que ella misma se había encargado de elegir.

Cenamos muy bien. Un marisco «extraordinario», señaló mamá. Nos levantamos de muy buen humor, algo alegres por el vino. Incluso Fernando había cruzado unas palmadas en la espalda con Juan Huguet. «¿Verdad que es simpático?», elogió mamá. Salimos hacia el vestíbulo del Náutico, entre viejas fotografías en blanco y negro de regatas y barcos de los socios. Una de ellas había sido tomada en la bahía de Santoña, al aviador Charles Lindbergh, un pie en el ala del
Albatros
, su hidroavión. Viajaba con su mujer desde el lago Constanza, en Suiza, pero las malas condiciones atmosféricas les obligaron a hacer un aterrizaje de emergencia. Muy
polite
, se puso en contacto con el embajador norteamericano en Madrid, para informarle del percance. Una vez en tierra —en mar, más concretamente—, le llevaron a la fábrica de los Albo donde se encontraba Roberto González de Córdoba, el único que era capaz de hablar en inglés.

—¡Los Albo! —precisó mamá alborozada.

Que yo supiera, no los conocía de nada, pero le enseñó a Fernando una copia de la carta de agradecimiento de Lindbergh enmarcada al lado de una goleta de madera del año 31. Como si fuera ella la destinataria de tanto honor.

Apreciable señor alcalde:

Antes de abandonar Santoña, deseamos expresarle nuestra gratitud por las grandes atenciones y la hospitalidad que hemos recibido en esta villa. Hemos encontrado el puerto en condiciones excelentes para amerizar en la oscuridad que estaba ya encima. Queremos agradecer a usted y al vecindario de Santoña la gratitud y hospitalidad dispensadas, muy particularmente por el auxilio que encontramos a nuestra llegada durante la tempestad.

Afectuosamente,

Charles A. Lindbergh.

Fernando hizo como que lo leía con atención y salimos hacia el aparcamiento. Bajamos la escalera y una dama regordeta con el pelo cortito que avanzaba del brazo de un señor con gafas y bigote blanco se acercó a saludar. Mamá no caía en quién era a pesar de que la otra parecía conocerla.

—Normal... —la disculpó, tomándola por las manos—, han pasado más de cuarenta años desde que no nos vemos. Mi hermana Margarita —dijo, castellanizando el nombre— ha cambiado menos que yo.

Cuando se dio cuenta de quién era, mamá la dejó seguir envidiándole su línea esbelta, su aire juvenil. Fue el remate perfecto para su cena triunfante. Su enemiga vencida por los estragos de la edad.

La «bruta» encantadora, la Margheritta de su infancia, le dio recuerdos para mi abuela, «Una verdadera señora, tan buena, tan cariñosa», destacó con afecto sincero.

—De tu parte —respondió mamá con una sonrisa de labio sobre dientes. Un gesto de satisfacción e hipocresía cortés.

Cuando llegamos a la casita, estaba toda iluminada como si fuera de día. Entramos con prisas, directos a la habitación. ¿Qué estaba pasando? La abuela Anselma era de acostarse pronto y levantarse también temprano. Esperaba encontrarla con Alma en los brazos, mirándome con cara de «perdón». Abrí despacito la puerta del cuarto donde se acostaba la niña, por si acaso. La luz estaba apagada. Alma dormía abrazada a una gasa en medio del silencio y la oscuridad. Calma total. Cerré con cuidado y volví a salir.

Entonces escuché la voz de Nicolasa al fondo, cerca del cuarto de mi abuela. Raro que todavía siguiera allí. Parecía que hablara sola. La puerta estaba entreabierta y se veía luz. Mis padres acababan de dejar sus cosas cuando se precipitó hacia nosotros.

—¡Ay, hija, que se nos va! —se lamentó.

Entramos en tromba en la habitación.

En la cama, Anselma tenía el pelo blanco, que siempre llevaba recogido, desparramado sobre la almohada. Parecía una niña vieja a la que le faltara el aire. Más pálida y pequeña que nunca, las manos las mantenía por encima del embozo. Tenía los ojos entornados y rezaba sólo moviendo los labios, sin hablar.

Nicolasa parloteaba nerviosa como si Anselma ya no estuviera allí.

—Hay que llamar a don José, ¡hay que ir a buscarlo! —nos rogó retorciendo sus manos huesudas y deformadas por la artrosis.

Mientras mi padre le tomaba el pulso intenté enterarme de qué era lo que estaba pasando, ¿por qué no habían llamado a un médico o a una ambulancia?

La vecina se aferraba a que había que ir a buscar al cura. Y de ahí no había manera de sacarla.

—Dile a tu marido que vaya a buscarlo. Y que le diga al médico que venga, si quiere, pero que traiga al cura, porque tu abuela me ha dicho que se muere, ¡que se muere esta noche! Lo sabrá ella mejor que nadie.

—Pero ¿qué tiene la abuela? —insistí.

Me acerqué a ella y le tomé la mano. Movía los labios despacio, desgranando avemarías y yo pecadores, casi inaudibles para los demás. Su apariencia era la misma de siempre sólo que diminuta entre las gruesas sábanas de hilo y las pesadas colchas de su cama. Como si fuera a desaparecer.

—Abuela, abuelita... ¿qué tienes?, ¿qué te pasa? —le dije dulcemente—, ¿por qué dices eso de que te vas a morir?

No sé si me oyó. Mantuvo los ojos cerrados y el rosario apretado entre los dedos sin dirigirse a nosotros. La brisa del Cantábrico entraba como una caricia materna por su ventana. Tenía una expresión serena, descansada, hermosa. No temía, esperaba.

Anselma acertó una vez más y murió antes de que se hiciera de día. Dio tiempo a que llegaran todos: el cura don José, el médico y hasta una ambulancia con unas incongruentes luces naranjas que lanzaban destellos infernales. Como un luminoso de barrio de mala nota, fuera de sitio delante de la casita del mar. La abuela había abierto los ojos para recibir la extremaunción. Pudo arrepentirse de sus pecados y despedirse de su hija y de este mundo por el que no había hecho más que cumplir con todos: con su esposo, ya muerto mucho antes que ella, con sus pequeños, con sus angelitos. Nicolasa no paraba de hipar.

Fuera, aguardábamos su nieta y su bisnieta. Cuatro generaciones de mujeres que bruscamente quedaron reducidas a tres.

Me senté sin creerme todavía que mi abuela ya no fuera de este mundo mientras Nicolasa, con la sabiduría de la gente de los pueblos, se encargaba de hacerle los últimos arreglos. Liberada del peso de la vida, reposaba en su cama con las arrugas borradas y el pelo recompuesto de nuevo en un moño algo menos perfecto que el que ella se solía hacer, sin ni siquiera mirar. Nicolasa no nos permitió acercarnos hasta que la dejó «guapa como una novia». Mamá se encerró en su cuarto mientras duró la operación. Nunca la había visto en ese estado. Incapaz de tenerse en pie, hundida, la cara de otra persona. No era ella.

Los hombres salieron temprano a cumplir con la burocracia siniestra que llega con la muerte. Determinar si es un coche u otro, el tamaño, la madera y la calidad del ataúd. Dar de baja a una persona como se cancela la cuenta del agua o la de la electricidad. Que descanse en una tumba bien emplazada en zona de sol, «Y todavía queda sitio para cuatro», resaltó Nicolasa, para que lo tuviéramos en cuenta. Ella no tendría tanta suerte, se lamentó secándose el lagrimal con el piquillo del pañuelo. Anselma llevaba años —yo la había acompañado muchas veces a pagar el recibo— cotizando una póliza para el más allá. Un señor de la aseguradora apareció como si hubiera olido el suceso. Todo se haría sin que nos diéramos cuenta, no tendríamos que ocuparnos más que de llorar a la finada, que él sabía de muy buena tinta que era «tan buena, tan buena... —mamá ahí, rompió a llorar—, que ya estaría en el Cielo, al lado del Señor».

Un silencio espeso se instaló en la casita. Sólo Alma, en su inocencia, lo rompía con medias palabras y gorjeos, ajena al recogimiento y al dolor. Era su hora y reclamaba el desayuno. Sentada en una silla con un cojín para elevarle el asiento, no entendía muy bien el porqué de tantas caras largas y lágrimas sorbidas.

Mamá entraba y salía de su habitación con el mismo vestido nuevo —la túnica de lino— arrugado y sucio. Se había echado por encima una bata y cambiado por unas zapatillas las sandalias de tacón. Las bolsas de los ojos se le marcaban acentuadas por el rojo de la sangre. Tenía el aliento espeso después de toda la noche. Había pasado más de media hora a solas con la abuela antes de que llegara el cura. No dejó entrar a nadie, ni siquiera a mi padre, ni al médico, hasta que salió. Cerró la puerta apoyándose en el marco durante unos segundos, con el gesto endurecido y el color blanco a pesar del bronceado de la playa.

—Estoy agotada... y no voy a poder dormir.

Yo tampoco podía. Se había hecho de día sin que llegáramos a acostarnos pero, una vez en marcha la cadena de la muerte, teníamos que atender a la niña, a los trámites, y a las visitas, como nos anunció una Nicolasa fresca como una rosa, excitada por la emoción de la noche y dispuesta a servir a su amiga como lo había hecho en vida. «Hay que pensar en qué vamos a dar de comer y de beber.»

Le tomé la mano mientras sostenía a mi hija en las rodillas.

—No lo entiendo, no lo entiendo... —repetía mamá, incrédula—, ¡si estaba tan bien ayer mismo...!, ¡ay! —se lamentaba—, qué voy a hacer yo ahora...

Fruncía las cejas desfondada, súbitamente envejecida; pasaba la mirada de la mesa a su nieta. Le hacía una caricia, tierna, y volvía a llorar.

—¿Tenéis aquí algo de luto? —preguntó Nicolasa.

Mamá sacudió la cabeza, «Es igual».

Todavía le quedaban restos de maquillaje en la cara.

«Qué voy a hacer yo ahora —repetía como un salmo entre sollozos—. Qué voy a hacer...»

Nicolasa se ofreció a quedarse con la niña para que nosotras pudiéramos adecentarnos un poco. De descansar o acostarse, ya nada. Estaba fuera de cuestión.

Tuve que forzar a mamá para que se levantara, y la acompañé del brazo hasta el cuarto de baño. Pasamos por delante de la habitación de Anselma. Nicolasa había cerrado la puerta, y lo había convertido casi en un templo. Mamá, sorprendentemente, se santiguó.

—¿Sabes lo que nos pidió anoche, después de que se fuera el cura?

Fue el momento en que pidió hablar con su hija, cuando se quedaron a solas. De lo que hubieran hablado no había habido noticias. Mi padre no había estado y tampoco yo.

—¿Cuando Fernando llevó al cura a su casa?

—Sí.

—¿Que pidió? —pregunté, pensando en la charla que mantuvieron a solas.

¿Tendría algún secreto Anselma? Quién no los tiene... Hay que desconfiar de quien diga que no; aunque a veces no sean más que detalles nimios, pequeñas parcelas, dolores que no es necesario compartir. ¿Sería algo tan importante como para haberlo mantenido oculto a todos nosotros durante toda una vida?

Mamá suspiró antes de contestarme, pero no pareció que fuera a desvelarme ningún secreto crucial.

—Que abriéramos la ventana. Que la acercáramos hasta allí. Llamé a tu padre para que arrastráramos la cama entre los dos y pudiera ver el cielo, las estrellas; no quería morir a cubierto, quería morir como había vivido, salvaje, al raso, decía que una cama con techo ya era como un ataúd —se rió, amarga—... ¡Ahora sé lo que quiere decir que algo pesa como un muerto!; nos destrozamos la espalda, pero no la conseguimos mover. Quería ver el mismo cielo que cuando era niña y dormía a la intemperie con ese desgraciado de su padre... —se interrumpió, con la voz quebrada por un sollozo, ya sin más lágrimas que llorar. Nunca la había oído hablar así del Buhonero.

Se abrió la bata y buscó en el bolsillo de su vestido.

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