Esas mujeres rubias (37 page)

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Authors: Ana García-Siñeriz

Anduve las tres calles que había recorrido antes en dirección inversa. Pasaban de las tres y los taxis se habían recogido como aves tempranas hacia los barrios de la periferia; las ráfagas de luces en rojo y en blanco me daban la espalda y algún amarillo me avisaba de algún peligro con su intermitencia perdiéndose en la noche.

Me refugié en una marquesina y me sacudí el agua. Me había calado hasta convertir en una bayeta la gabardina de Estela. El agua me chorreaba por la cara y el pelo, convertido en una masa de algas tan oscuras como un detritus traído del mar. Una mujer se sentaba en el banco con las piernas separadas y tan hinchadas que parecían sin tobillo. Al acercarme descubrí que iba muy pintada y que su pelo era de un amarillo quemado que no existía en la realidad.

—Éste es mi sitio, y no hay sitio para dos —me ahuyentó, con rudeza de vieja prostituta.

—Sólo he parado para secarme —contesté buscando un pañuelo en los bolsillos.

—Pues te secas ahí fuera —respondió cerrándose la chaqueta de nailon para apoyar su frase—, ¡aire! —me increpó.

Abandoné la marquesina y me paré debajo de una farola. Rebusqué en los bolsillos tratando de encontrar un pañuelo con el que secarme la cara. Saqué lo que me pareció la tarjeta que me había dado Armando con la dirección y el teléfono de Estela en Cuba, y un recibo de tarjeta de crédito a nombre de Estela Vallés-Bruguera con algo escrito por detrás.

Fernando
Hospital Santa Teresita
Segunda planta, hab. 243

Ése era el número de la habitación en la que me habían ingresado cuando pasó todo aquello, y la planta, y el hospital. Pero ni era mi letra ni era mi papel.

El diario

No había vuelto al trastero desde aquel día en que encontré las revistas con los recortes de la boda de Estela. El del viejo
Vogue
británico y el
¡Hola!
con la nota de sociedad. Varias veces me había dicho que no estaría de más echar un vistazo por ahí abajo, pero a mis escrúpulos —no se curiosea en las pertenencias ajenas— sumaba el esfuerzo que me demandaba salir de la casa y rodearla hasta el trastero. Lo dejaba para más adelante o lo olvidaba. Todo lo cambió el hallazgo de aquel trocito de papel.

Tras mi paso —breve pero intenso— por el China Blue y Armando, bajé del taxi y en lugar de entrar en la casa —ya eran casi las cuatro— dejé de lado las filas de olivos y cipreses que la custodiaban como una guardia severa y nocturna.
Parker
vino a recibirme —la había soltado en el jardín cuando bajé a Barcelona— y se acercó hasta mi mano con una de sus caricias perrunas, casi gatunas, concedidas de refilón. No quería mostrarme que me había echado de menos. Hacía tiempo que había claudicado y yo también la acaricié. Juntas llegamos hasta la puerta del trastero, una boca metálica que se abrió con gran gesto de pereza, como si le molestara nuestra intrusión.

Tal y como recordaba, era una vasta pieza de paredes brutas y suelo de cemento. Un vago olor a humedad espesaba el aire hasta convertirlo en una materia sólida y algo fétida, como un olor a pañal rancio, a leche cuajada en la ropa de un bebé.

Me sobresalté con lo que me pareció una figura humana, y al girarme me di cuenta de que no era más que un traje de neopreno colgado de un saliente.
Parker
se acercó a olisquear los invisibles pies y le lanzó una mirada crítica, un reproche por el mal gusto de ir asustando a damas como nosotras con su triste silueta de hombre decapitado.

Apiladas en las estanterías, cunas desarboladas, bicicletas sin cadena, esquíes, cascos, floretes y botas de montar. A su lado, cestos de los que sobresalían juguetes y peluches ennegrecidos por el tiempo y moho. A primera vista, aquello era un templo consagrado a la infancia polvorienta. Archivados bajo tierra los días de vacaciones, de perros ladradores y de caballos, de risas incontroladas y espaldas enrojecidas y cubiertas de sal. Tan sólo una sombra de hollín negro en el techo se chivaba, acusica, de las veleidades revolucionarias de un padre, eternamente niño, como ellos. Nadie se había preocupado de limpiar la huella de la explosión.

En las baldas, bien ordenadas y unas encima de otras, se amontonaban varias cajas. Todas con una fecha, o un período entre años, escrito en rotulador.

Primero eché un vistazo a las que estaban visiblemente abiertas y abandonadas junto a la entrada. No contenían más que prendas, ropa y complementos sin interés. Las dejé a un lado y me concentré en las que estaban archivadas en la estantería.

Iban de 1988 a 2005. Cerradas con una ancha tira de cinta de embalaje, la fecha escrita en el costado y una estrella dibujada.

Y había dos cajas Londres 1988, dos. Era el año de Berria. Y el que se marchó Fernando a estudiar inglés.

Parker
me miró interrogante. Sus ojillos inteligentes parecían tratar de adivinar por dónde iba a tirar.

Saqué la primera de su sitio y comprobé que había sido abierta y que no la habían cerrado. Un viejo walkman Sony, cintas de Rick Astley y Dire Straits, una vieja chaqueta militar, un sujetador muy pequeño de cuadritos de Vichy, unas Ray Ban Wayfarer con sólo un cristal, un monedero de nailon marca Privata y una agenda muy gastada de cuero rojo con una estrella dorada en la tapa cubierta de teléfonos de la A a la Z. La hojeé rápidamente, «Can Julieta», «Lala», «Mireia», «Patricia», sin pararme a leer.

La dejé en el suelo y saqué la segunda.
Parker
metió el morro olisqueando con fuerza, y tuve que apartarla para que me dejara examinarla. Aquélla estaba cerrada.

No pesaba mucho; la agité en el aire y dentro se desliaron varios objetos. La perra gimió como hacía cuando no la dejaba subirse a la cama y dio un par de vueltas a mi alrededor. Acaricié su cabeza, y ella me lamió el dorso de la mano. Pensé en Román y sus métodos. Si hubiera estado allí conmigo, no se habría detenido por una tirita de celofán.

Con mano nerviosa busqué el borde de la cinta que sellaba la caja. No tenía tijeras ni cuchillo, así que clavé las uñas hundiéndolas como si fueran garras. Me deshice de la bola de papel que se me pegaba a los dedos, como reprochándome mi falta, y separé las tapas mientras
Parker
desviaba la mirada. Sentía decepcionarla, pero los humanos somos incapaces de comportarnos con la elegancia de algunos animales.

Apoyé la caja en el suelo y saqué un pasaporte con las esquinas recortadas a nombre de Estela Vallés-Bruguera y Vilar, expedido en 1987. Sello de entrada en el Reino Unido. Después Suiza y el Reino Unido otra vez. Busqué las primeras páginas para encontrar la foto. De carnet, y con una grapa oxidada en medio de toda la frente, era la misma chica blanca y rubia de la foto de
El jardín secreto
, pero menos expresiva por los rigores del fotomatón. Podía ser ella y también podía no serlo.

Tiré el pasaporte y saqué un álbum. De cuero, tapas negras y mullidas con una estrella dorada. ¿De oro?, rasqué un poco para comprobarlo. Me pareció que sí.

Abrí las tapas ávidamente. Estela en Harrod’s con gafas negras (las Wayfarer que había en la otra caja, cuando todavía estaban enteras), Estela, delante de una tienda de discos enseñando la cinta de Dire Straits, Estela con la cara tapada por una bolsa de
fish and chips
; un
bobby
muy serio con su casco obsceno de tan negro, un mercadillo, el Big Ben y la puerta de un
pub
con el letrero de Guinness. Estela, con un rostro anónimo de puro blanco y deslavazado, al lado de todos los tópicos del Imperio británico salvo la reina de Inglaterra, siempre sola y seguida por la cámara, errática y enamorada. Perseguida por alguien fuera de campo, invisible para todos menos para ella, ¿quién podía ser?

Seguí pasando más hojas, pero faltaban fotos. En su lugar, cuatro motitas delatoras de pegamento marrón. ¿Dónde estaban? ¿Por qué las había quitado?, ¿las encontraría en otro lugar?

No había más. Un plano del
underground
y un billete de entrada para ver
The Rocky Horror Picture Show
.

Creí que una vez más Estela se me escaparía, agitando su cabeza de seda finísima y rubia, despidiéndose con la mano blanca y grácil, sin dedicarme ni una sola palabra,
au revoir
.

Metí el brazo hasta el fondo, hasta tocar el cartón. Palpé a ciegas, buscando una última pista e incliné la caja hacia un lado. Algo plano que se había enganchado entre las tapas del fondo se desplazó. Le di la vuelta y cayó un objeto, un cuaderno protegido por una bolsa de tela.

Un diario. Piel de color negro y una estrella dorada.

Primera página, septiembre de 1988. Y las fotos que faltaban. Ya sabía que eran de él antes de verlas, pero dolió. Fue aquel verano, mi verano. Y el suyo...

Allí estaba, la voz de Estela.

Sólo tuve que empezar a leer.

La voz de Estela

Ya está. Ha sido hoy.

He tenido que mentirle a Montse. Me ha perseguido hasta la puerta con el vaso de leche en la mano. Y todavía me ha gritado por la escalera que adónde voy tan temprano si casi ni ha salido el sol. Menos mal que sabía que me esperaba la abuela. No sé si menos mal, porque Montse se lo huele todo antes que nadie.

Es curioso pero esta mañana me ha dado por despedirme de la casa como si no fuera a verla nunca más. Hubiera querido despertar a mis hermanos y darles un beso y decirles que les quiero. Se hubieran reído de mí.

Lala ya estaba sentada en el asiento trasero detrás de Manolo con la calefacción puesta y el motor encendido. Perfecta a las siete, impecable, con el pelito rubio metido por detrás las orejas, y los pendientes del trébol de brillantitos, nada, un puntito de luz. Olía a su colonia de diario, tan bien... Me ha dicho buenos días y se ha inclinado para darme un beso aunque ni me ha rozado para no quitarse el carmín.

Las calles estaban húmedas y los hombres levantaban los cierres metálicos de los bares a nuestro paso. Qué diferente se ve el colegio a esas horas, sin las chicas en la puerta y con la cancela cerrada con una cadena y un candado. Me he imaginado a mis amigas, a Patricia, a Mireia, cuando llegaran dentro de un rato, superexcitadas porque hoy comenzaban las clases. No para mí.

Me notaba cada vez más mareada pero no podía quejarme. Manolo iba por la autopista, pisando a fondo el acelerador. Dentro de mí casi quería que nos saliéramos en una curva, y con eso hubiéramos terminado ya. De repente he sentido como me subía una arcada enorme desde el estómago y no me ha dado tiempo ni a decir «para». He intentado hacer un gesto con la mano a Lala pero me he puesto a vomitar. Estaba en ayunas, así que debían de ser jugos gástricos o bilis o una de esas cosas asquerosas porque olía muy ácido y muy fuerte, y era muy líquido con trozos amarillos. Lala se ha sacado un pañuelito del bolso y se ha tapado la nariz.

Me he puesto a llorar de vergüenza. Casi la salpico, menos mal que no.

Hemos tenido que pararnos a un lado, y me he bajado a ver si me daba otra vez, pero ya había terminado y me sentía algo mejor. Lala se ha quedado dentro y Manolo ha sacado una gamuza y un spray de la guantera y ha frotado la tapicería aunque no ha habido manera de sacar el olor.

Cuando hemos arrancado de nuevo, Lala ha abierto la ventanilla y la ha mantenido así hasta que hemos llegado aunque entraba frío. Debía de darle asco.

Hemos tardado un buen rato en llegar a Gerona. La consulta del doctor Restrepo está en una de las calles principales, no sé cuál; no pienso volver. Es un edificio antiguo con suelos y arcos de piedra. En el portal hay una placa de bronce dorado que dice con letras inglesas «Doctor Restrepo, Especialista en Estomatología». ¿Estomatología? Ya.

Hemos subido en un ascensor tan viejo como una vitrina que crujía cada vez que avanzaba un piso. He tenido miedo de que se soltaran las poleas y nos cayéramos por el hueco, y, aunque tampoco me hubiera importado que se acabara todo, morirme en un ascensor descacharrado me parecía más triste que salirme en una curva, tonto, ¿no?

Una enfermera con medias y zapatos blancos y que hablaba muy bajito nos ha abierto la puerta, muy amable, y nos ha hecho pasar a una salita en la que ya había bastante gente, y eso que todavía era muy temprano. Todo mujeres.

Nos hemos sentado en silencio en un sofá de terciopelo beige y he cogido una revista del taco que había delante, encima de una mesita muy fea. He hecho como que me ponía a leer.

Me había quedado leyendo en cuclillas y no podía soportar más el dolor, creí que iba a darme un tirón. Me di cuenta de que toda yo estaba en tensión; retenía el aliento como antes del susto que sabes que te van a dar en una película de miedo.

Me senté en el suelo para terminar de leer.
Parker
se había tumbado a mi lado con los ojos cerrados, resignado. Seguí.

La sala de espera hubiera pasado por la de un dentista. Enfrente tenía una chica más rubia que yo con la cara llena de pecas y una señora que debía de ser su madre, sentada a su lado, con el bolso encima de las rodillas, sin hablar. En la otra butaca, una mujer de unos treinta y cinco años, igualita que la profesora de Dibujo del Saint Mary y que leía una revista haciendo mucho ruido al pasar las hojas. Encima de la chimenea había un retrato, como el de la abuela, yo creo que hasta del mismo pintor, de una señora en traje de noche. La enfermera me ha visto mirando y me ha dicho que era la esposa del doctor.

Lala no se ha movido en todo el tiempo, sentada en un sillón cerca de la puerta. Sin leer, sin hablar. Me ha hecho un gesto para que me sentara más derecha y en ese momento nos hemos cruzado las miradas con la chica rubia. Me ha dado la impresión de que ella se estaba preguntando lo mismo que yo, si iba al dentista o no.

No me ha dado tiempo a seguir pensando en eso porque entonces ha llegado la enfermera y nos ha hecho pasar las primeras. La hemos seguido, levantándonos aprisa, para evitar las miradas un poco molestas de vernos llegar las últimas y, ¡hala!, entrar.

Nos ha llevado a otro despacho donde estaba el doctor Restrepo, muy sonriente, con una boca llena de dientes y un par de muelas de oro. Cuando ha hablado lo ha hecho con acento sudamericano. Ha saludado a Lala llevándose su mano hasta la boca con gesto decidido, y a mí me ha dado un pellizco en el moflete.

Después, nos ha ofrecido un par de butacas frente a su mesa mientras nos sonreía por encima de una foto de su familia, blocs de recetas y cajas de medicamentos.

Entonces le ha preguntado directamente a mi abuela. Que cuándo había tenido la última regla, que si tenía autorización de mis padres... entonces ella le ha dicho que se hacía responsable, y él, que entonces serían quinientas mil. No había pensado en lo del dinero, y al oír lo de las quinientas mil me ha dado otra vez un mareo, pero sin vomitar. Luego le ha explicado que no serían más de diez minutos y que en seguida podría irme a mi casa. Nunca me ha mirado a mí; bueno, sí, una vez. Sólo para decirme que no me asustara si sangraba y que no se lo dijera a nadie.

Se ha levantado para que le siguiera y he ido a darle un beso a Lala, que me ha empujado con la mano, hacia el doctor.

La gabardina de Estela me estaba enfriando los huesos. Intenté quitármela pegando un par de tirones a las mangas, pero con la humedad se me había pegado y era muy difícil. Desistí.

Seguí leyendo.

Lo hacen en una habitación muy pequeña, nada que ver con el salón del retrato y el despacho.

Ya estaba allí la enfermera de la recepción junto a otra y una camilla con una especie de estribos. Estaban criticando a una amiga que siempre quería decir la última palabra o algo así. A su lado había una mesita de cristal con unos instrumentos metálicos muy raros como con boca de tiburón, una papelera de plástico y una radio en la que sonaba una canción de Mecano, la de Me cuesta tanto olvidarte. Podía haber sonado otra.

La enfermera de la recepción se ha dado cuenta de que me molestaba y ha bajado un poco la música y me ha dicho que fuera al baño y me quitara todo lo de abajo, además de vaciarme lo que pudiera. Así lo ha dicho, vaciarse. Me han salido cuatro gotas y nada más. Llevaba una semana como si se me hubieran taponado todos los agujeros del cuerpo y nada pudiera salir.

He entrado bajándome los faldones de la camisa para taparme un poco y se han reído diciendo algo como que a estas alturas no había que tener vergüenza. Me ha sentado fatal, no he dicho nada porque no era el momento... entonces me ha señalado la camilla que había visto a la entrada, la de las correas. Me ha puesto una goma alrededor del brazo, y me ha dicho que contara hasta diez. Sólo recuerdo hasta tres. Después, que tenía mucho frío, y que las oía hablar. Ellas creían que estaba dormida y decían que tenía la tripa dura como una piedra y que a ver si les iba a dar el día. Después les oí reírse de algo que no entendí, y hacer bromas con el doctor, que las regañaba. Hablaban de fútbol. De un partido que había habido el domingo.

Entonces, de esto no estoy segura, creo que hablé yo y les llamé putas. Y que una de ellas me dio un cachete en la pierna y el doctor la regañó otra vez diciendo algo de la anestesia. No sé si lo soñé o si de verdad les dije putas, pero cuando me desperté tenía mucha rabia por dentro y pensaba eso, putas, putas, todo el tiempo. Seguía teniendo mucho frío y entonces creo que alguien me echó una manta que se me caía todo el rato pero que yo no podía coger. Esto sé que fue verdad porque cuando me desperté tenía la manta, de cuadros y que olía a naftalina, medio caída por encima.

Septiembre de 1988. La vuelta de las vacaciones. El verano en que todo pasó.

Continué con el diario, buscando en las páginas siguientes.

12 de septiembre

Papá se ha ido.

15 de septiembre

Ha vuelto a llamar Fernando. No he querido hablar con él.

Ahí estaba, en una sola línea.

El principio de mi final.

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