Esas mujeres rubias (40 page)

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Authors: Ana García-Siñeriz

—Me moría de ganas de verte, mi vida —se deshizo con ella, apoyado sobre su cama sin ni siquiera quitarse el abrigo—, he llegado justo para llevarte a casa —prometió.

¿Cómo se monta una crisis en un momento como ése?

Cuando le dieron el alta, volvimos a casa con ella en el asiento trasero del deportivo de Fernando, envuelta en una manta, como si fuera un bebé. Todavía quedaba nieve en las cunetas y en algunas zonas de césped en las que no daba el sol. Fernando le había preparado un muñeco a la entrada, con uno de sus viejos gorros de lana y una zanahoria en la nariz, y un letrero que él mismo había dibujado, dándole la bienvenida, a casa, nuestra flor, nuestra niña, nuestra anjana de cabellos de oro, nuestro rayito de sol. «Qué cursilada más grande, papá, no sé cómo no te mueres de vergüenza», se rió ella, pero le dio un beso y un abrazo muy, muy fuerte con los ojos cerrados, y cuando el muñeco se fundió en un charquito de agua tan sucio como un bebedero de patos tuve que salir a rescatar el cartel de entre los barros porque quiso que lo pusiéramos en su cuarto, en un sitio de honor, entre las fotos de sus amigas, de ella en Eurodisney y un cartel de Britney Spears.

Las fiestas no resultaron muy alegres. Algo pesaba tanto en Fernando como en mí misma, ambos demasiado conscientes de que el otro se reservaba parte de la verdad.

La noche de Fin de Año hubo un momento muy tenso cuando mamá frenó en seco cuando, justo antes de que Fernando descorchara una botella de
champagne
. Los últimas citas navideñas en las que la salud de mi padre había ido mermando, nos había amargado el brindis con un «Igual éste es el último año en que estamos todos...». Entonces, se interrumpió antes de completar la frase, y aunque se quedó en «igual» yo la escuché por entero en mi cabeza, e imagino que el resto también.

Después de aquella explosión del coche a la salida de la consulta del joven doctor, que seguía adelante con los preparativos del transplante —cada vez más apremiado por mí—, Fernando la trataba con cortesía excesiva y ella a él, con resignación doméstica, como una de esas suegras de las series de televisión.

Pasados los días de locura de hospital y sucedáneo de felices Navidades, la vida volvió a lo de siempre. Evité mencionar el asunto
«transplante»
. Tampoco la palabra
«Marrakech»
—fue allí, y no en Barcelona, donde se había quedado incomunicado—
. Demasiados significados. Vocablos capaces de desatar tormentas morales, tornados amorosos y separaciones permanentes en el mar de fondo de nuestra célula familiar. Ninguno de los dos se atrevió a llamar a las cosas por su nombre.

Así que volvimos a los no dichos. Al aislamiento y la opacidad. Él dejó de ir a Barcelona «a trabajar». Supuse que
aquello
se habría terminado. Supuse, pero, nunca lo confirmé. Curiosamente, reapareció mi viejo reloj en su muñeca. Y desapareció el otro, el de la estrella y los miles de euros.

—¿No te lo habías olvidado en un baño? —preguntó Alma, inocente.

—Sí, pero lo han encontrado, y me han avisado para que fuera a por él.

Dejé correr el asunto; ya no tenía importancia. A él también le necesitaba para mi plan de salvamento de Alma, lo que pensaba que era
nuestro
plan.

Después de la bronca pasamos el resto de la semana cruzándonos como fantasmas mudos en la misma casa, deslizándonos entre los mármoles verdinegros del cuarto de baño, incómodos por un encuentro fortuito frente a la encimera de Macael de la cocina, antes de cenar. ¿Quién podía ayudarme? ¿Qué más podría hacer? Los finales felices sólo llegaban en los cuentos y aquello era la vida real. Sólo Alma tendía un puente entre nosotros. Fernando llegaba cada vez más tarde; evitaba el peligro y pasaba directamente a nuestra habitación.

El silencio y la distancia se habían instalado entre nosotros. ¿Hacía cuánto? No lo sabía ¿Desde que estuviéramos en la consulta de Muñiz? ¿Cómo se convive bajo el mismo techo con un extraño? Sencillo: alejamiento de los cuerpos y silencio. El otro deja de existir, como una pierna que se hubiera dormido por una mala postura y ya no notamos. Preferimos morir el uno para el otro. Dormidos. Sonámbulos. Sin hablar.

Aquella tarde, Muñiz me había dado la confirmación: podríamos iniciar los trámites para el transplante. Supondría volver a Bruselas, quizás cruzarnos con aquel antipático doctor que nos habría olvidado, la pequeña familia española con niña, enfrentándose a un futuro que había llegado ya. Quizás ni siquiera nos reconocería. Ese hombre directo y seguro de sí mismo, la niña rubia que aparentaba diez años y no trece, la mujer cansada en la que me había convertido yo. A la vez nos habían llegado los resultados de las últimas pruebas de Alma. Desde hacía tiempo su organismo era un desastre con demasiado hierro y úlceras gástricas, diabetes, acumulación de líquidos e hipertensión. Había ido adquiriéndolo todo, como si fuera tachando, una por una, todas las casillas del cuestionario de la salud. La última había sido la más grave. Ya no le quedaban más.

Fernando se había marchado por la mañana a su despacho, cerca de nuestra primera casa. Pasé el día con Alma. No se encontraba muy fuerte desde que enganchó dos neumonías seguidas. Vimos juntas una película en la televisión,
El jardín secreto
, de Agnieszka Holland; le gustó, sobre todo un personaje al que obedecen todos los animales; aunque la encontró demasiado infantil. En lugar de irme a la cama, esperé a que volviera Fernando. Aquella semana, extrañamente, él había cenado en casa todas las noches; tarde y en una especie de penitencia a solas con su televisor. Le esperé en nuestra habitación, para que no se me escapara. No sabía cómo abordarlo, pero le tenía que hablar.

Fernando llegó pasadas las diez y media. Escuché sus pasos en la escalera. Yo hacía como que trabajaba, sentada en el escritorio. Esperaba que entrase en el cuarto para hablar con él.

Fernando abrió bruscamente la puerta.

—¿Qué haces? —preguntó, sorprendido de que yo estuviera allí, sentada en silencio.

Repasar unas facturas. Alargué un poco la respuesta para impedir que saliera otra vez. Iba camino del cuarto de baño y le pregunté si había cenado antes de llegar o quería que le preparase algo rápido. Alma quería pedirle permiso para dormir en casa de una amiga al día siguiente; sí, ya sabía que no era prudente, pero no podíamos tenerla aislada del mundo, quería la vida de una niña como las otras, entrar, salir, salir, entrar. Yo no era capaz de negárselo, si no le parecía apropiado, que se lo impidiera él.

—Puede haber una esperanza, ¿sabes? —solté, de repente.

Al escucharme, me miró, extrañado de que hubiera dicho eso pero no hizo gesto ni dijo nada. Al contrario, siguió manipulando su teléfono para engancharlo en el cargador.

—Hablas de Alma, supongo —dijo, por fin, levantando la vista.

—Podemos intentar el transplante —revelé mirándole de frente—. Necesita un donante compatible. Y nosotros se lo podemos dar.

Fernando se sentó en el borde de la cama y empezó a desabrocharse los cordones del zapato.

—Eres consciente de que está al límite; no saben cuánto va a aguantar su cuerpo... —comencé, atropelladamente; necesitaba contagiarle, hacérselo entender.

—Estás hablando de algo hipotético; y que, además, no sé cómo podríamos. Te aferras a quimeras, como siempre; te engañas y no podemos más que ayudarla y esperar.

—Podemos tener otro hijo... —propuse en voz baja mirando hacia abajo.

Quería ponérselo fácil, presentárselo como algo aséptico, como un medicamento o un tratamiento; en una clínica, con probetas, in vitro y todo ese rollo. —«No hace falta ni que te acuestes conmigo», me faltó por decir.

Después no me atreví a levantar la mirada. Me ardían las mejillas mientras contenía la respiración esperando a ver si era que sí.

En lugar de hablar, rió sin ganas.

—Es mal momento —dijo, sacándose el zapato—, no entiendo cómo puedes ponerte a hablar de hijos, ¿es que no quieres ver lo que tienes delante de ti?, sabes que tenemos asuntos pendientes... deberíamos esperar.

No pensaba tirar la toalla tan rápido. Esta vez, no. Yo también podía ser fría; hacer un trato; lo que fuera, pactar. Por Alma, por mí.

Le miré otra vez desde mi esquina; definitivamente era un extraño.

—Puede que ésta sea la última oportunidad que nos quede, ¿de verdad te parece una opción lo que estás diciendo?, ¿esperar? —respiré fuerte—, ¿a qué? —recalqué. Ahora le miraba fijamente, directa a los ojos—. Mira —le dije, intentándolo todo—, haz lo que quieras, de verdad —enfaticé—, pero no me digas que te niegas a intentar salvar a tu hija.

Fernando me miró con ojos incrédulos.

—No juegues a eso —me pidió, serio, muy serio.

—¡De acuerdo! —casi sollocé, avergonzada. Las fuerzas me abandonaban—. Por favor, sé comprensivo. Por una vez, sé generoso. ¡Por favor! —le supliqué.

—... Es... absurdo. ¡Dejemos de hablar de esto! Y yo... no sé si puedo. Tengo que pensar en otras cosas que no conoces... y no me dejas... —protestó contrariado.

Así que era eso. Ella. Él solo no podía decidirlo.

Abandonó los dos zapatos en el suelo y, huyendo, salió de la habitación.

La kermés

Dejamos pasar el invierno sin resistencia. Lejos pero cerca, en la misma casa, con Alma. No me explicaba nada de esa otra vida que yo presumía que existía. A veces me tentaba la curiosidad, dudaba si preguntarle, pero luego lo descartaba; mejor no. Lo que no tiene nombre, no existe.

En el último mes —le había percibido especialmente irritable, nervioso—, trabajaba mucho. Por fortuna, había dejado de viajar. Ya no pasaba noches fuera de casa y no se sobresaltaba cuando Alma tocaba su teléfono móvil. Incluso se dejó la barba, por probar; nunca la había llevado, «qué feo que estás con ella, quítatela que pareces un chivo, papá».

Quedaba su mirada ausente, su esquiva falta de compromiso —las largas al asunto del transplante—, un donante compatible, un hermano de padre y madre, ¡un hijo!, llamáramoslo por su nombre, no por el genérico como si fuera un Gelocatil. No hubo manera de reestablecer el contacto. Esperé, agazapada, a que llegara el momento oportuno. Yo no me había dado por vencida. Aquella vez, no. Llegó el verano y con él las invitaciones, las propuestas de viajes, las cenas al aire libre. La renacida vida social.

—Ha llamado la mujer de Gonzalo para invitarnos la semana que viene —le anuncié por la mañana, mientras se vestía antes de salir a trabajar.

Habíamos vuelto a dormir en el mismo cuarto, incluso en la misma cama. Alma ya no era una niña, aunque lo pareciera, y nos había mirado con ojos preocupados al notar nuestro distanciamiento, al volver él de Marrakech.

Fernando entró al baño desde el vestidor remetiéndose la camisa por los pantalones. En los últimos dos años había adelgazado los pocos kilos que se le habían acumulado en torno a la cintura, y no los había vuelto a engordar. Su gimnasio le costaba y algunos sacrificios a la hora de la cena. Disciplina, resultado, juventud.

—¿Y a qué quiere invitarnos Liliana? —preguntó con desgana.

—A una de esas cenas que hacen ellos. Mayordomo, cócteles y negocietes. Los íntimos, o sea, unos cuarenta: tus socios y nosotros, y los nuevos, que en este caso creo que son un italiano casado con una brasileña que han conocido hace poco. Les harán el show para los recién llegados... —aventuré con tono crítico—, será un inversor potencial, o florones para añadir a su agenda, o ella estará muy buena... o él... —apunté con algo de sorna—. Tú sabes mejor que yo cómo funciona todo eso... —terminé, cerrando el grifo. Apretando, más que cerrar.

Fernando había instalado un lavabo en el que el agua se deslizaba por una superficie plana hasta filtrarse por unos bordes invisibles que te angustiaban con la impresión de que acabaría por desbordarse. Y el grifo no era tal grifo, sino un botón. Apreté varias veces, exasperada por la dificultad de controlarlo; sólo tenía un pensamiento en mente: ¿vamos a ayudar a Alma o qué?, ¿a qué tenemos que esperar?

—No me apetece —gruñó saliendo del cuarto de baño, ajustándose el cinturón; significaba «deshazte de ella».

Tendría que esperar a que estuviera de mejor disposición. Ya nunca le apetecía nada. Incluso había perdido el interés por aquella casa, con todo el esfuerzo que le había costado y de la que se había sentido tan orgulloso; la tarde anterior le había escuchado decir que estaba harto de «hacer kilómetros», cuando se olvidó las gafas para ver la televisión.

—Estoy aburrido de las cenas de casa de Gonzalo. Y del propio Gonzalo, y de toda esa gente que bebe y que come y que fuma en pandilla por sentir que pertenecen a algo... —escuché desde la otra punta del cuarto antes de salir.

—¡Pero si eso es lo que he dicho yo siempre! —protesté.

Muñiz había vuelto a insistir en que nos teníamos que dar prisa. Había que actuar antes de la adolescencia, «Su cuerpo va a necesitar un extra de todo; es un momento delicado» y, discretamente, me hizo notar que los años también corrían para mí, «Hay tiempo, todavía hay tiempo, pero mejor no demorarlo demasiado, nunca se sabe». Fernando ya había desaparecido escalera abajo, en busca de su cartera, antes de bajar hasta el sótano y el garaje. Se había dejado el móvil en su mesilla, conectado al cargador. Por un instante dudé si buscar rápidamente el teléfono de ella; no conocía muy bien su funcionamiento y podía hacer una llamada por error, o borrar algo sin querer y dejar mis huellas, y además, no sabía ni cómo se llamaba. Si no me atrevía a planteárselo abiertamente a Fernando, menos me atrevería con una desconocida.

En ese momento se abrió la puerta del cuarto, y entró directo hacia la mesilla.

—Mejor dile que vamos —dijo cambiando repentinamente de idea—, a lo de Gonzalo y Liliana —aclaró.

Salió guardándose el teléfono y palpando a través de la chaqueta las gafas de sol.

Era como si en casa sólo quedara su piel, como la muda de una culebra, y lo de dentro, lo que fuera, el alma, la sustancia, la persona que era Fernando, permaneciera siempre en otro lugar.

Gonzalo y Liliana Gálvez —en realidad, Bercovitz; Liliana usaba el apellido de su marido al modo anglosajón, descartando el suyo propio por «argentino y judío, sobredosis requeteexótica para una ciudad tan paleta como Madrid»— habían comprado su casa en el año 85 a una dama belga de casi noventa años que había sido la esposa de un embajador. Demasiados metros y goteras que arreglar y también gastos de personal que la señora resolvió vendiendo barato pero no tanto como para que Gonzalo la considerase como uno de sus trofeos de caza inmobiliaria más importantes, «La casa en la que vas a vivir no es como las otras; vale más pagar alto lo que vas a disfrutar durante mucho tiempo...», y tampoco tan caro como para que los hijos de la embajadora, que vivían desperdigados entre Brujas, Singapur y Boston, se alegrasen de una venta que hubieran preferido comandar y cobrar ellos, una vez resuelta la sucesión.

Llevaban más de veinte años en aquella casita de estilo neomudéjar, «y ojalá otros veinte», pretendía Liliana, encantada con su excéntrico castillo de ladrillo y arabescos con tejados de cerámica verde esmeralda y rojo burdeos, y aleros como picos de aves amazónicas, en el puro centro del distrito burgués y financiero de Madrid. No tenían un jardín demasiado grande, pero Liliana, con esa mezcla de chic medio arrabalero, medio sofisticado —y algo putero, habían sugerido en voz baja y sibilante las malas lenguas que abundaban, y mucho, entre las señoras de gemelo tan gordo como la cartera de sus esposos— lo había transformado, a base de bombillas de colores y sillas de tijera, en lo que ella llamaba «mi kermés».

Aquélla era la primera de una lista de cenas que inauguraban la temporada veraniega y no habían invitado más que a los «de siempre», que éramos unos cuantos, entre los que estaban los Vilches —Juan y Margarita, la de los pedruscos de varios quilates— y aquella pareja que conocieron justo antes de que Fernando se marchara a Londres, los del barco con cocinero experto en
sushi
, Rosaura y Miguel Tarrés.

Fernando andaba tan distraído que ni se había preocupado de chequear qué me ponía para la cena. Había aprobado sin mirarla siquiera mi falda larga de color blanco con una camisa suelta, del mismo color. No había dicho nada de mi pelo, recién lavado y rizado, sin domar por las chicas de la peluquería, ni de la ausencia de maquillaje o de mis uñas sin pintar. «Te conocen de sobra», musitó como para sí.

Juan Vilches le sacudió el polvo con una palmada en la espalda nada más atravesar el portón de entrada enjaezado de luces.
Blazer
azul marino y camisa azul claro con una J y una V bordadas sobre el corazón. Unas pocas canas entreveraban los rizos oscuros que domaba a base de fijadores evitando usar la palabra «gomina», pero el resultado era idéntico.

—¡Fernando!, ¡hombre!, ¡qué caro te vendes! —exclamó nada más vernos llegar con una sonrisa en su rostro bronceado.

«Todo bien», respondió un Fernando que había suavizado la expresión que traía en el coche aunque conservaba un punto permanente de distracción.

Nos obligó a acompañarle hasta una barra en la que un joven camarero con pintas de estudiante me tendió una copa de
champagne
.

—Oye, macho —se acercó Vilches a Fernando, agarrándolo por los hombros—, no me irás a dejar solo con esos mamones en lo de Morella...

Yo ya no estaba al tanto de sus operaciones, y tenía la impresión de que Fernando tampoco, tratando como trataba de desmarcarse de lo menos lucido. Levantó las cejas con aire circunspecto antes de responderle con una evasiva que el otro no quiso aceptar.

—¡Joder, Fernandito!, que te necesito, macho —se quejó propinándole otra palmada—, no me vengas con milongas de pureta. —Vilches le agarró del brazo, impidiéndole moverse. Momento que yo aproveché para despistarme hacia la casa en busca de Liliana.

Todavía tuve el tiempo de ver a Fernando con su ex socio colgado del brazo. Juan Vilches gesticulaba con la mano que le quedaba libre a la vez que el propio Fernando escuchaba con la mirada fija en el pavimento del jardín.

Llamé a Liliana en voz alta, y me salió al paso una doncella, que me indicó que la señora había bajado ya a saludar.

Traté de entrar en el cuarto de baño de visitas pero estaba ocupado y la doncella me indicó que usara «el de la señora Liliana», al fondo del pasillo, después del despacho del señor Gonzalo. Acompañada por la joven —uniformada de negro con un delantal de puntillas en blanco— atravesé despacho y dormitorio —con cierta aprensión, no me gustaba penetrar en territorios tan privados—, y entré en la toilette de Liliana. Por la funda ganchillo con volantes con que cubría un rollo suplementario de papel deduje que Gonzalo disfrutaba de otro retiro sólo para él.

A los pocos segundos escuché el batiente de la puerta y dos voces entremezcladas, la de Liliana y la de Rosaura Tarrés.

—... Al entrar he visto a Fernando Prado, pero no a su mujer... María... —apuntó Rosaura, después de dudar—, ¿ha venido con ella?

—Iba a venir... —respondió Liliana—... pero con esos dos, y lo que tienen con la niña, nunca se sabe; pobre gente —comentó removiendo en un recipiente metálico lo que sonaban como lápices o cepillos de su tocador.

Fui a salir para que no siguieran hablando de mí sin identificarme pero me detuvo la voz de Rosaura.

—Qué poca cosa que es la mujer de Fernando, ¿no? —empezó a comentar en tono ligero—. Y hay que ver qué pelos y qué fachas tan raras que lleva —rió.

—Bueno, ella tiene un estilo interesante, un poco hippy, ¿no? —me defendió Liliana, benévola—, cuando menos, es original.

—Son una pareja un poco extraña... —insistió Rosaura.

—No tanto... —dejó caer Liliana sin especificar—... aunque él... —señaló, refiriéndose a Fernando—, hace años que se lo monta por su cuenta. Ella yo creo que lo sabe y se hace la tonta...

Abrieron un grifo y creí entender «... si no fuera por lo de la niña...», pero del resto no pude descifrar nada más.

Cerraron el agua y, por la manera en que hablaban, imaginé que se estaban retocando los labios. Faltaban consonantes.

«... vivía en Barcelona, una monada, nada que ver con ésta; monísima, ideal... una mujer diez.»

Hablaba Liliana.

«¿Y ya no está con esa chica?», Rosaura.

Ruido de papeles arrugados y de papelera arrastrada, «... se ha desvanecido sin decir ni mu...», Liliana. Más Liliana, «... Gonzalo me ha dicho que él sigue detrás de ella. Está como atontado... encoñado...», unas risas argentinas interrumpieron la frase. Había escuchado demasiado. Ya no podía salir.

Seguí la conversación con las manos sujetándome la cabeza, la mirada fija en el suelo, sentada en el retrete de Liliana.

«... y luego hay mujeres que sólo le echan la culpa a las otras, ¡coño! —se quejó Liliana, con su acento de Serrano porteño—, ¡levántate y tira
p’alante

Entonces, una mano empujó la puerta del retrete, y de un golpe seco la devolví hacia ellas, que chillaron asustadas, impidiéndoles entrar.

Mi grito emergió como un torrente.

—¡Iros de aquí!

Al poco rato, escuché la voz de Liliana, acompañada de Fernando.

—¡No sé cómo disculparme...! Estábamos hablando, un poco a la ligera, y la pobre María ha debido de malinterpretar las bobadas de Rosaura... ¡no sé!

Fernando restaba importancia a lo sucedido con voz segura, «... a María siempre le han gustado mucho los cuartos de baño...». Él llamó con los nudillos a la puerta, y pronunció mi nombre dejándolo en una entonación interrogativa, como si se acercaran al cubil de una fiera de la que pudiera esperarse cualquier reacción.

No respondí.

Entonces entró Gonzalo en el tocador, «... pero ¿qué coño está pasando?...», preguntó sorprendido por la alta concentración de invitados en torno al retrete. Estaba buscándonos y la doncella le había señalado la puerta de la habitación.

—Os llaman al fijo, no habéis oído ni los móviles. Creo que es tu suegra. Ha preguntado por ti.

En un tono que no admitía réplica, Fernando me ordenó que me dejara de «niñerías» y que abriera la puerta. Yo le obedecí, y sin mirarles a ninguno de los dos, salí. Liliana nos acompañó con cara de circunstancias, «El teléfono de mi cuarto está estropeado», hasta el salón.

Atravesamos el comedor con sus paredes recubiertas de paneles lacados con escenas y flores en colores oscuros, «mis
chinoiseries
», los llamaba orgullosa Liliana, precedidos por ella, apretando los puños y muy seria.

Fue Fernando quien respondió.

Sabía que mi madre no llamaría a una fiesta si no fuera por algo grave. Dejé de lado la escena del retrete. Esperé a que colgara para dirigirle una mirada suplicante, por favor, dime que no ha pasado nada, dime que ha sido un susto, un capricho de Alma, una exageración de mi madre, una confusión.

—No has traído chaqueta ni nada, ¿no? —me preguntó impaciente, conduciéndome del codo—. Liliana, discúlpanos con Gonzalo, nos tenemos que marchar.

Liliana, con los brazos cruzados sobre el pecho, y las pulseras a lo esfinge egipcia, se deshizo en «Ni os preocupéis por Gonzalo, faltaría más; vamos, vamos, os acompaño a la puerta, no será nada, ¿eh?, las abuelas, que en seguida se alteran... llamadme en cuanto sepáis algo, por favor».

No me despedí de ella.

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