Read Esas mujeres rubias Online
Authors: Ana García-Siñeriz
Me gustan las mudanzas. Hay a quien le exasperan. Quien dice —en realidad, lo afirman las estadísticas: hoy día todo se mide con tablas y encuestas fantasma— que, después de un divorcio, son el principal motivo de estrés. No para mí. Quizás es a causa de tantas como hicimos con Fernando; no sé. Una mudanza me revive, me da tono, esperanza. Hay algo que no conozco y que me espera. Un lugar nuevo significa otros hábitos, otras gentes, otras maneras de vivir.
El sábado se despertó con una luz brillante. Tuve que cerrar los ojos al salir de la cama, y correr las cortinas para poder llegar al cuarto de baño sin tropezarme. Una ligera brisa agitaba las copas de los árboles más altos: los tilos y los cedros y una mimosa, más pequeña y despeinada que se movía acompasada como siguiendo los pasos de un vals.
A los pies de la cama, desde la noche anterior, mi bolsa, preparada. Dentro, la caja de Alma, el libro, mis cuatro cosas de ropa y el ordenador.
Habían pasado seis meses. Las mismas terribles estadísticas dicen que el duelo dura de media dieciocho meses. No especifican qué tipo de duelo. No es lo mismo perder un amor a los diecisiete años que a una abuela de noventa y seis.
Todavía no era suficiente —¡nunca lo es!—, pero me sentía más fuerte, con ganas de mirar hacia delante en lugar de encogerme.
Oria me había llamado la tarde anterior para quedar y recoger las llaves. Faltaba comprobar que todo estuviera en su sitio. Que no hubiera destrozado la casa con fiestas salvajes o levantado las tablas del parquet. Total, para luego convertir los jardines de Mon Repos y Can Julieta en terraplenes parcelados para chalets de alto
standing
con domótica y seguridad. Tiempos duros, en los que todo tenía que ser a estrenar.
—La fianza te la devolveremos a través del banco el primer día hábil después de comprobar que todo está tal y como lo recibiste. —Oria Montejo se había aficionado a hablar como si hiciera las cosas bien.
Lo cual no era el caso.
Román había quedado en venir a fumarse un último cigarrillo a mi salud.
—Si quieres, lo hacemos dentro para joder. Y que conste que se lo he dicho a Josefina. Con éste, me corto la coleta...
Que se fastidiaran Inés y sus reglas de conducta.
—Fumaremos en el salón, como un último homenaje a las conquistas de los oprimidos. Y puede que lo haga yo también... —decidí.
Le esperé abajo. La cama levantada con el colchón a la vista como en un hospital de campaña. Las buganvillas apuntaban ya sus primeras hojas de color fucsia sobre la pérgola del porche y todo se veía más verde, como en un dibujo infantil. Me pareció escuchar voces alegres, como de otros tiempos: risas de juegos, un sonido cristalino que asocié con el rubio de Estela y de sus hermanos y los tiempos felices de Mon Repos.
Román llamó a la puerta tal y como acostumbraba para hacerme saber que era él. Entró con brío, seguido de
Parker
. La perra había vuelto a conquistar sus lugares y ya dormía en la biblioteca, enroscada sobre sí misma, como una pescadilla rebozada y de pelaje gris.
—Inés aún no lo sabe, pero Estela está de camino —reveló Román con una sonrisa sardónica—, quiere darle una sorpresa...
Hizo un gesto burlón con la mano, poniéndola a modo de abanico sobre la punta de la nariz. Y entonces, levantó el brazo, para anunciar una gran noticia.
—¡Nos vamos!, ¿qué te parece? —preguntó—. ¡Ya era hora!, ¿no?, después de tantos años, Estela nos compra la libertad.
Es lo que hacía Fernando con los inquilinos incómodos, las «viejas» que no se morían nunca y ocupaban los pisos que codiciaban para sus reformas de lujo incompatibles con la vejez.
¡Se iban de Can Julieta! Aquélla sí que era una noticia. Mucho más que la de que yo me fuera de Mon Repos. ¿Sería capaz de vivir Román en otro lugar? ¿Y lo de Iván? ¿Lo habían arreglado? «Él es hijo de Josefina, y un verdadero marqués.» Ésa era otra historia, añadió Román, y que tuviera un final feliz dependía de Armando.
Pero la gran noticia, la de la vuelta de Estela, no me pilló de nuevas; ya sabía que estaba viva. Demasiado bien lo sabía. Me lo había confirmado Josefina aquella mañana. Regaba las plantas que tenía en su porche. Sólo lo hacía los sábados, pero se dedicaba una buena hora a quitar las hojas secas, a hablarles, hasta a reírse con ellas. Tenía manos verdes, no sólo para los enfermos del hospital.
—Vuelve Estela —me confirmó—, me llamó hace una semana, pero esperé a que decidieras por ti misma qué ibas a hacer. ¿Inés lo sabe?, ¿te ha llamado?
—Veinte veces. Pero, como no me pongo, no sé para qué —le dije—, y creo que no. Que no lo sabe...
—Así es Estela —confirmó Josefina.
—¿Y cuándo llega? —le pregunté.
Hurgaba en la tierra de un naranjo evitando mi mirada, como si todavía tuviera alguna cosa que ocultar.
—A mí me llamó hace unos días... puede que mañana o pasado o que esté a punto de llegar.
—¿Sabías dónde ha estado todo el tiempo? —le pregunté, mirándola directamente.
—Te juro que no —respondió—. No me dijo nada, y esta vez... tuve mis dudas. —Josefina se pasó las manos por el delantal para secarlas—. Si lo hubiera sabido la habría llamado para parar a esos dos. Me imaginaba que podría estar en algún lugar perdido, alejada de tentaciones y de malas compañías... siempre lo ha llevado más o menos bien lo de la droga —incidió con gesto de reproche—, pero tenía que terminar con ello algún día. Estela y sus secretos. Estela y su enfermedad.
Bajé, junto a Román, a Can Julieta, para darle a Josefina mi último adiós.
Parker
nos acompañaba, con un trotecillo indolente. Se había acostumbrado a mí, a mis raros humores y hasta a mi voz. Ya obedecía cuando la llamaba y por las noches, para evitar que acabara en mi cama, tenía que cerrar la puerta de la habitación.
Una ráfaga de viento removió las ramas de las acacias. Las hojas se agitaron en un inoportuno remolino de verde. El viento arreciaba. Nubes altas como pinceladas de blanco se deslizaban veloces. Sacudieron las copas contra el azul brillante del cielo, iluminado como en un
trompe l’oeil
.
Un remolino de ramas nos siguió por el camino. Una racha más fuerte arrancó hojas de la acacia que se pegaron contra el muro. Comenzaba el huracán.
¿Me llevaría de vuelta a Berria, ligera como una pluma, hasta depositarme con mimo enfrente de la playa?
Me iba.
Seis meses de convalecencia en un balneario para almas devastadas y era capaz de salir.
Román y Josefina se despidieron dándome grandes abrazos. Nos contemplaban, toscos, y algo incómodos por tanta demostración de afecto, los dos hijos, grandotes, Iván y Julián. Tuve que prometerles que les escribiría —una postal, por lo menos, en Navidad, que no me olvidara— y que les llamaría de vez en cuando, una vez supiera dónde iba a vivir.
Una vez hecha la promesa Román agachó la cabeza y empezó a revolverse de pie. «No me gustan las despedidas», gruñó.
Se volvió hacia la casa, saludando con la mano, sin volver la cabeza. Román, querido Román.
Josefina me sonrió y me apretó muy fuerte contra su pecho. Olía como me imaginaba. A tierra húmeda y a arcilla, a tiesto de geranio. Me miró a los ojos y acercó su cara, susurrándome unas palabras al oído, «ya te han dado el alta». Nada más.
Rehíce el camino hacia Mon Repos, a pie, por última vez.
Un taxi acudiría a buscarme en media hora.
Había salido dejándolo todo en un estado latente de reposo y semioscuridad, como si allí no hubiera vivido nadie. La puerta de la nevera, entreabierta. Los postigos cerrados, enfurruñados, sin permitir la entrada del sol.
Me senté en el salón a esperar el coche. Como decía Román, era complicado llegar hasta allí. ¿Y marcharse?
Me pareció oír un coche en la vereda. Agucé el oído, y después, sólo el viento. Soplaba muy fuerte, como aquella primera vez.
Oria no había aparecido, y eso que había prometido que lo haría para comprobar que todo estuviera correcto, el inventario y todo eso. Pues, al final, no.
Hacía mucho aire. Vibraban los cables de la torre como si se tratara de un enorme violín. Pero también escuché un alboroto; voces y golpes, como de cosas pesadas desplazadas sobre la grava. Y una risa, o un gorjeo, más bien.
Quizás era Josefina que había vuelto, incapaz de despedirse a la primera.
Me asomé al ventanuco del recibidor y sólo vi a
Parker
, ladrando, excitada, saltando sobre las patas traseras, poniéndose prácticamente de pie.
Tomé la bolsa, por si era el taxi, cuando oí una llave arañando la puerta y se me heló el corazón.
El pomo giró con un movimiento lento y se abrió parcialmente. El sonido se hizo más fuerte. Era la voz de una mujer.
Una cabeza rubia asomó, parloteando y riendo, como si lo hiciera para ella sola, o para un niño de corta edad.
Parker
empujó la puerta y se coló por la rendija a la velocidad del rayo. Vino, con las orejas gachas, en señal de arrepentimiento, a pedirme perdón, ¿por qué?
La mujer terminó de abrir con un golpe de rodilla y posó una maleta en el suelo para recuperar el uso de las dos manos. Sobre la cadera, sujetaba un bebé.
Fue ella quien me vio, un fantasma contra la oscuridad del recibidor.
Ella, rubia y blanca. Blanca y azul.
Y, en lugar de asustarse, alargó, con una deliciosa sonrisa de babas sin dientes, una pequeña mano hacia mí.
Debía de tener, por lo menos, seis meses, pues se sostenía erguida contra el cuerpo de su madre. Con una mano sujetaba una muñeca, con la otra se aferraba, segura, a su costado. No tenía más pelo que un plumón rubio, de pollito recién nacido, nimbándole la cabeza. Y se reía igual.
Tenía que ser
su
hija. La hija de Fernando. Blanquita y con esas hebras doradas, tan poco parecida a mí... ¿no era igual que ella?
Retuve un suspiro y le sonreí.
Y su madre; Estela.
Delgada y bronceada. El pelo tan largo como en la adolescencia, suelto a ambos lados de la cara, sin control. Los ojos, con la misma expresión de asombro que recordaba de la joven de Bruselas. Vestida sin cuidado, pero como aquel día, hermosa y segura, siempre resplandeciente, sin hacer esfuerzos.
Le pareció natural, o, al menos, no demostró lo contrario, encontrarse a otra mujer dentro de su casa, bien que confundida y preparada para salir. Al contrario, se disculpó por haber entrado con la llave,
su
llave. Pensaba que Josefina me habría prevenido; no, no lo había hecho, vaya usted a saber por qué...
Sentía mucho llegar de una manera tan poco ortodoxa, más, con el follón que había dejado detrás, rió, como una niña traviesa, pero, cuando se fue, no estaba como para preocuparse, podía imaginármelo... ya debía de haber conocido a su hermana, ¿no?
Con una sonrisa cómplice acarició la cabeza de la pequeña, que se echaba hacia delante, rebelde, inclinándose hacia mí.
La niña soltó la muñeca y me echó los brazos.
—¡Le gustas! —exclamó sorprendida—, ¡qué raro!, no te creas que lo hace con mucha frecuencia... Debes recordarle a alguien, tener un aire familiar.
Estela me la ofreció con una sonrisa. La tomé en mis brazos y la acaricié.
Su pelo, sus ojos reidores, su piel...
Camila, Alma, Camila, Alma... Camila Vallés.
Camila Prado y Vallés-Bruguera, nacida en el Hospital Maternidad Obrera de La Habana. De vuelta a la casa de sus ancestros, en Barcelona, a la finca de Mon Repos.
Catorce años en 2020, y veinte en el 27, y treinta... ¿quién sabe?
Camila tendría su propia vida, su tiempo, ¿una canción o una sinfonía?, su oportunidad.
Sentí que se había hecho la magia. Que Camila era Alma y Alma era Camila y que yo ya había terminado allí.
Ya lo he dicho anteriormente, pero lo repito. No viene mal hacer hincapié en lo poco de bueno que pueda haber en estar solo. Sin lazos ni obligaciones, el tiempo es únicamente tuyo.
Fue así como tras dejar Mon Repos, con parada en Berria, recalé en Nueva York.
Un periplo cosmopolita que nadie puso en cuestión.
Para llegar al cementerio de Roslyn desde la Quinta hay que bajar por una de las grandes avenidas que cortan la isla de norte a sur y girar a la derecha para buscar la orilla hacia Long Island. Una vez atravesado el puente de Queens, dejas atrás una serie de localidades más o menos residenciales y más o menos clónicas. Cientos, miles de casas semiprefabricadas, hechas a base de paneles blancos y rampas de asfalto donde viven familias que se empeñan en ajustarse al patrón de la felicidad doméstica. Millas y millas, y millas de más carretera y todo es igual.
Roslyn es un pueblo como el resto de los que desaparecieron engullidos por el camino, detrás de la ventanilla, en mi viaje. Proclama orgulloso que tiene un club de campo y una torre de ladrillo, chaparra y poco proporcionada, erigida hace cien años. Tiempo insuficiente para limar sus defectos y dignificarla. Se erigió en memoria de una rica, por dos veces viuda, que, con tres millones de dólares de la época, quiso que sus convecinos recordaran que el paso del tiempo nos encamina más rápido de lo que nos gustaría hacia la posteridad.
Pero no fue ella quien convirtió en modestamente célebre a Roslyn, sino otra difunta, que mora en su pequeño cementerio, el otro orgullo local (aunque, técnicamente esté en el pueblo de al lado, Greenvale). Se llama Frances Hodgson Burnett y murió hace casi cien años, después de escribir
El jardín secreto
o
El pequeño Lord
. Tuvo dos hijos, Vivian y Lionel (éste fue el que murió a los trece o catorce años); es difícil encontrar dos veces la misma fecha de su desaparición o el lugar en el que está enterrado. Lo achacan a que ocurrió en París, una ciudad muy poco de fiar.
Frances Hodgson Burnett fue una escritora de gran éxito pero antes, y después, conoció la pobreza y la desgracia. Cada uno de sus libros era esperado como un acontecimiento. El público encontraba irresistible su particular mezcla de sentimientos con la descripción de las costumbres de las clases altas inglesas y norteamericanas, sus niñas criadas entre elefantes en la India, los mozalbetes de rizos dorados y trajes de terciopelo, ¡incluso se fabricaron muñecos a semejanza de su lord Fauntleroy!
Y entonces perdió a su amado hijo Lionel. Murió.
Frances se recluyó en su casa de Great Maytham Hall. Se retiró de su vida, tan mundana. Tomó contacto con los animistas; quería recuperar el tiempo con Lionel, hallarle en otra dimensión desconocida. Escribió.
Un gorrión —como en el libro— le guió por entre los altos muros de piedra para encontrar la puerta del viejo jardín, construido en 1721 y dejado al abandono hasta que ella llegó. Con sus propias manos plantó cientos de rosales, agachada sobre la tierra, destrozándose la espalda, excavando con las uñas, las yemas desolladas y el barro incrustado en la piel.
Meses de trabajo después recuperó el jardín y la compostura. Vestida de impecable blanco, tocada con una ancha pamela, se sentaba bajo un
gazebo
a escribir. Con Lionel, siempre, cerca de ella. Allí nació
El jardín secreto
, su libro más amado, su dedicatoria, su medicina particular.
El éxito volvió hasta ella, pero nunca su hijo Lionel.
A los pies de la tumba de Frances Hodgson Burnett, hay una estatua de piedra, desgastada por las esquirlas de hielo, de tamaño natural.
Lionel y la eternidad.