Esas mujeres rubias (42 page)

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Authors: Ana García-Siñeriz

Tantas mujeres rubias

Emprendimos la vuelta en mi coche, en medio del silencio. Me sentía orgullosa de su arranque. Como una niña a la que quieren humillar en el patio y que ve como el castigo se lo llevan los malos. Mamá, mi heroína, no despegó los labios hasta que pasamos Cerecedas, casi en Argoños.

—Pobre Anselma, pobre Elena... —musitó desde su ventanilla—, pobres criaturas... ¡pobres de nosotros! —exclamó.

Por primera vez su aspecto no era mejor que el mío. El rojo de sus labios había desaparecido sin que se molestara en retocarlo. La boca no era más que una raya en medio de un entramado de finas arrugas. Hasta el pelo, habitualmente tan lustroso, la rodeaba como una paja reseca y pobre. No parecía mamá.

Con una mano apretaba el asa del bolso, y con la otra, como una garra, se aferraba a los papeles del autodenominado historiador.

Pasamos por delante de la carretera que llevaba a Piedrahíta y seguimos. Soltó una risa corta y amarga.

—Por ahí, tu abuela pasó los tres meses más felices de su infancia —me informó, señalando por encima de los prados hacia el horizonte.

»A los ocho años estuvo recogida en casa de unos vaqueros, mientras su padre se curaba de unas fiebres en el hospital. Se levantaba de noche a sacar a las vacas y pasaba todo el día ayudando al hombre en el campo, y luego a la mujer con los hijos, pero tuvo tiempo de echarse amigas y de vivir de una manera normal...

Esperé a que terminara la frase, en suspenso.

—Nunca había pasado tanto tiempo en el mismo lugar —suspiró—, eso, para ella, era algo parecido a la felicidad.

—Pobre Anselma...

La recordaba tan silenciosa y amante. Apegada a la tierra, a sus árboles del patio, al mar.

—Las arrastraba con él por los caminos, una detrás de otra, «degradándolas» —dijo, sin ser capaz de pronunciar la palabra que correspondía—. Primero la madre y luego la hija, y la hija de la hija... el muy animal. ¡Qué tiempos de mierda! —exclamó mamá.

Reduje para tomar la pequeña carretera que dejaba atrás la nacional y llevaba a la parte trasera de Berria. Pasamos por delante de un pequeño bar con una abuela de guardia y pañuelo negro, sentada a la fresca. Una Anselma satisfecha, pensé.

—No creo que le pasara también... —pensó mamá en voz alta—, con su pobre hermana sí, pero con ella puede que fuera demasiado viejo... no lo sé... —se interrumpió, bajando la voz y los ojos.

—Pobre, pobre mamá —dije, soltando una mano del volante, buscando la suya.

Tenía la mano fría y nudosa. Sentí de golpe toda su vejez.

—¡Mil rayos y mil golpes tenían que haberle partido! —exclamó llorosa.

Cuánto más triste es ver llorar a un viejo que a un niño.

Siguió.

—Mi madre no me dijo nunca nada, se lo guardó para ella sola, se lo comió, como hacía con todo. Fue aquella noche, cuando sacamos la cama a la calle, en Berria. Para ella lo de aquel Buhonero del infierno era peor que el pecado original. La pena que tuvo que pagar ella con sus propios hijos, sus seis angelitos. Y
la niña
... Alma.

No pudo seguir hablando.

—¡Perdóname, cariño! —suplicó.

Me pasé una mano por la cara para intentar alejar lo que fuera que se había colado en aquel coche.

—¿Papá lo sabe? —pregunté mirando hacia delante.

—¡Claro! Tu padre lo sabe todo de mí.

El fiel compañero, callado. Comprensivo. Leal.

—Yo no me enteré hasta que se murió tu abuela, ¿te acuerdas cuando me llamó?

Asentí con la cabeza.

—Quiso decírmelo, por ti, por si acaso. Y yo no tuve valor para contártelo, ¡me parecía tan vergonzoso!, ¿para qué necesitas saber que tu bisabuelo era un ser despreciable?, ¿cómo una cosa así podría haber tenido relación con... lo que pasó con mi madre... con lo que pasó después?

—No fue la causa. No saben cuál es.

—Tu padre me dijo que en el caso de Alma ya no podía tener nada que ver... ¡pero no sé si esa vez tu padre tenía razón! —se lamentó con la voz quebrada.

—No —insistí—. Tenía razón. Nadie sabe muy bien a qué se debe, pero, en cualquier caso, no hay culpa. Mamá buscaba un responsable, alguien o algo al que achacarle nuestros males; la enfermedad.

Pasamos —dos giros más a la derecha y otro a la izquierda— a su eterna bestia negra: Fernando.

—¿Tenía yo razón cuando decía que no era trigo limpio? —preguntó, soliviantada.

—No es trigo, ni limpio, ni sucio; es él —respondí.

—¡Nunca estaba cuando le necesitabas!

—Pero qué maravilla cuando está... o estaba —sonreí—, ha rehecho su vida —expliqué, para cerrar el tema—, ¡cómo odio esa expresión tan cursi! —reí—, y además, la historia, que venía de largo, no le ha salido del todo bien.

—Por eso ni apareció cuando estuviste en el hospital, ¿no? —apostilló mamá, incapaz de acabar con los eufemismos: sustitúyase «intento de suicidio» por «hospital».

—Así que ahora es él quien corre detrás de otra; pues que aprenda —declaró. Ya empezaba a revivir.

—Y no sabes cómo... No es tan sencillo; pero, al final, no le ha funcionado. No sé por qué.

—No, hija, tú con él, nunca has sabido los porqués.

—¡Bueno! No me arrepiento. He vivido. Una vida entera y maravillosa, la de mi hija, de principio a fin.

Pensé en las cajas del guardamuebles. Acababan de llegar. Todavía las tenía amontonadas a la entrada. Las abriría, pero aún no.

—Pero qué poco nos ha durado... qué lástima tan grande... —se lamentó.

—Todo depende. El tiempo no es lineal. ¿Cuál es la diferencia?, ¿tres años o treinta? Tres minutos que diez. No es mejor una sinfonía de Beethoven que una canción de los Beatles...

—Es sólo que una la disfrutas durante más de ese tiempo... relativo... —apuntó mamá.

Disminuí la velocidad al pasar por el centro de otro pueblo. Ya no había nadie en la calle. Un perro callejero cruzó, prudente y silencioso, delante de nuestro coche.

—¿También estaba con ella cuando decía que iba a Barcelona? —preguntó mamá.

Esperé un segundo antes de contestar.

—Es posible. Ella también tenía lo suyo. Ahora lo sé.

—Y les has perdonado, ¿no? A los dos... Y si te llama, volverás con él —afirmó, mirándome directamente de asiento a asiento.

—No. Ya no. Y no va a llamar, al menos en el sentido en que tú lo dices —puntualicé.

Torció la cabeza en gesto de duda.

—Me quedo aquí, sola —le dije, y aceleré—, he terminado de traducir. El libro ese que tenía encima de la mesa...

—¿El de la cría rubia con la llave? —preguntó mamá—, ¿no era un cuento para niños?

—Más o menos —respondí—, empecé en Barcelona, cuando llegué. Y lo he acabado. Ahora igual escribo la historia de Anselma, y la de Elena —iba improvisando, a la vez que hablaba, pero sí, era eso lo que quería hacer—, y, si me dejas, también la tuya...

—Pero cambiarás los nombres... —se aseguró.

Me reí de su preocupación. Genio y figura...

—No te preocupes... Ya no voy a prestar mi voz a las de otros, voy a usar la mía...

—¿Vas a querer escribir sobre
ella
? —se sorprendió.

—Sí —le dije, tocándome el pecho—, puede ser... —Miré hacia el horizonte—. Y de ella, Alma, mi niña. Tengo mucho trabajo, ¡y estoy sola! Perfecto, para empezar.

Cuando llegamos a Berria no quedaban más que unos rayos de sol asomando por entre las nubes.

Nos bajamos del coche y entramos en la casa.

—¿Qué vas a hacer con esto? —preguntó, rozando una de las cajas.

—Abrirlo. Ordenarlo. Guardarlo. Ya veré.

Fuimos hacia la cocina. Era el primer lugar al que nos dirigíamos cuando entrábamos allí.

—Tu padre y yo lo hemos estado pensando... —arrancó mamá, abriendo el grifo del fregadero—, te vamos a dar la casa. Tú eres la única a la que le gusta este sitio... Nosotros ya no necesitamos nada —sonrió— y tu hermano...; bueno, ya sabes, él sigue con su vida de sin patria por ahí.

Pobre mamá. Todos sus sueños se habían cumplido. La riqueza, el ascenso; el hijo diplomático, el ilustre que solucionaba la papeleta con una visita corta cada dos años, una mujer de lengua desconocida y dos nietos rubísimos con los que no tenía un idioma común en el que hablar.

Me separé de la encimera y la abracé por detrás. Hacía tanto que no lo hacíamos... Era tan alta y tan rubia... una estrella más que una madre. Le di un beso en el pelo y respiré su olor, «Mamá...».

Al pronunciar esa palabra sentí que me flaqueaban las piernas y que me hacía pequeña. Mi madre me sujetó de los brazos con toda su fuerza y me miró a la cara.

—¡Pero bueno!... ¡No lo estropees ahora!

Entonces fue ella la que se separó de mí a empujones, como había hecho antes con el odioso investigador. Su cara había recuperado el color de rosa y ya no se veía tan vieja. Al contrario, había rejuvenecido, como en los tiempos del Salón Estilo, se sacudió un poco el pelo y sonrió.

—¿Sabes qué te digo? ¡Que el Raposo ese es un idiota! —exclamó, atusándose la melenita—, ¡pues claro que el ojáncano era él!

Los papeles de Cuba

Lo que Manuel Raposo tenía en el portafolios confirmaba dos cosas: que mi abuela Anselma era la hija de su hermana, Elena, fallecida a causa de las labores de parto a los quince años (pobre criatura), y que Anselmo Valles, además de ser un criminal culpable de incesto, un violador, ladrón de ganado, desertor y otros muchos crímenes, todos ellos deleznables, había sido el hijo postrero de un armador de Fuenterrabía fallecido de una epidemia de tifus en 1830, seis meses antes que su mujer. El mismo año en que, siendo un niño de pecho, su hermano Eliseo se lo llevó hasta La Habana.

Anselmo Valles, después de haber desperdiciado todas las oportunidades que le brindó la vida en Cienfuegos, traspasado una y cien veces el límite del delito, volvió a la metrópoli, tras abominar de los suyos y cambiar su apellido por el de Expósito. Hijo de nadie. Nadie supo por qué.

Se desconoce si lo hizo con la intención de borrar su rastro y seguir con sus fechorías o por alguna otra razón —¿un pacto con su hermano?—. Por lo que fuera, quedó excluido para siempre de la fortuna familiar. No se puede saber todo acerca de los otros, por mucho que escarbemos. Quedan flecos, hilos que penden sin que encontremos el origen, el motivo final. Es la vida. Y el ser humano.

Siempre hay hueco para las emociones, la locura y la improvisación.

Mamá se negó a leerlos. No quiso saber más de lo que le había contado Anselma. Y yo me callé quiénes eran los Vallés. De repente, ella era aquella a quien había que proteger.

¿
Casi
marquesa? No lo hubiera podido resistir.

Mi jardín

Y ahora, a Mon Repos. Vuelta a la casa, y al trastero en el que encontré el diario de Estela, y al contrato de alquiler que estaba a punto de expirar.

Echemos marcha atrás. Sé que cuesta, pero ya estamos, queda muy poco; nos acercamos al final de los finales.

Yo. Mon Repos. Vestida todavía con la gabardina de Estela —la había tomado prestada para ir al China Blue—. El cuaderno en las manos. Acababa de leer la frase: «Ha vuelto a llamar Fernando. No he querido hablar con él.»

Era Estela quien lo había escrito. A los quince, dieciséis años. Una eternidad atrás.

Y en ese momento, sonó el teléfono. Mi móvil, en mi bolsillo, para mí.

Miré la pantalla.
«Fernando»
. Dejé que sonara otra vez. Respiré hondo antes de contestarle con naturalidad.

Su voz sonó cómoda en aquel decorado.

—¿Dónde estás? —preguntó nada más responder.

—No lo creerías —respondí en tono ligero—, pensando en ti.

Cajas, ropa, diarios, yacían desparramados en medio del trastero, en exposición.

Debió de captar el punto de ironía en mi respuesta porque preguntó a su vez, con voz ligeramente inquieta «¿Estás bien?»

—¿Y tú? —le devolví la pregunta.

Estaba al límite, tanto que, después de tantos meses, tanta espera, ni siquiera podía creerme que fuera él.

—Sí. Yo sí —respondió firme.

—Me alegro.

—Y yo por ti. Oye, ¿vamos a seguir así más tiempo? —cortó perdiendo la paciencia.

Había pasado tiempo pero nuestra relación no había variado.

—Bueno, es lo que hace la gente cuando lleva mucho tiempo sin verse y vuelve a hablar... entrar lentamente en materia; o llamas... ¡ya sé! —exclamé, con una idea súbita—, ¡te quieres divorciar!

Escuché su risa al otro lado del teléfono, y busqué un apoyo en aquel desastre de cajas y pertenencias ajenas.

—No —respondió elevando la entonación como un niño que no cede pistas en el juego de las adivinanzas.

—Bueno, pues tú dirás.

—He estado en Cuba hasta hace muy poco... —arrancó cauteloso.

—Ya. El famoso viaje al Caribe de esta Navidad —precisé.

—Sí, ése. Fui un poco por negocios; ¡bah!, no te conté nada porque nunca te han interesado mucho mis cosas... —Sonreí sin que lo notara y me concentré en escuchar—. Un tema con unos italianos, un complejo gigantesco en una isla cerca de La Habana; no Cayo Coco, pero algo similar: golf, varios hoteles de cuatro, cinco estrellas, centro de convenciones, en fin, un buen mogollón...

—Una de vuestras intervenciones radicales para salvar el planeta, ¿con Gonzalito también?

—Sí, claro, esto vino a través de él.

—Pensé que te habías cansado...

—Sí, bueno... Ahora sí que ya me he cansado del todo; de él, de los cubanos y de lo que hay que bregar hasta para que te vendan un puto sello... hasta del clima tropical. Te pasas el día sudando...

Escuché una pausa al otro lado, acompañada de un silbido, como una aspiración.

—Y de Gonzalo —precisó, sin detenerse—, hasta los mismísimos cojones, porque nos ha salido mal todo. ¡Un desastre! Hemos palmado un buen puñado allí...

—¡Vaya!

Nunca había confesado tan abiertamente que algo no hubiera salido bien.

Hubo un silencio un poco más largo de lo razonable y un chasquido, como el de un encendedor. Agucé el oído a ver qué era lo que estaba haciendo y no pude descifrarlo. Esperé a que hablara.

—He vuelto —anunció solemne.

—Ya —respondí en piloto automático.

La revelación tuvo menos efecto del que él hubiera esperado.

—A casa, te digo —insistió.

—¿A qué casa?

Lo dije en serio. ¿Casa?, si se refería a la última, eso ya no era para mí.

—La nuestra. La tuya, la mía, la de ella —no se atrevió a pronunciar su nombre—, no han adelantado nada mientras he estado fuera y cuando he vuelto he parado la obra yo.

Pensé en Oria Montejo y sus «casas tóxicas», las invendibles por «gafadas».

—¿Quieres venir? —preguntó en voz baja. Nos quedamos callados y repitió—. ¿Estás bien?

Intenté ganar tiempo y pensar correctamente. Arqueé la columna tratando de estirarme —la espalda, la espalda me estaba matando—, y llevé la cabeza hacia atrás.

En mis fantasías más lastimeras de autocompasión salvaje, me había imaginado esta misma escena... tenía que aclarar mi cabeza, reflexionar.

—No te entiendo —rebatí, desconcertada—, ¿y esto ahora, qué?; no te entiendo... —repetí.

—¡Qué más dan las razones! Ya está —cortó, sin especificar—, ¿por qué algo es de una manera y no de otra?, pues porque sí. Sin más. No hay que estar todo el santo día buscándole tres pies al gato...

—Al gato no; pero a las personas, sí.

De repente, un golpe de energía regresó a mí y volví a la carga.

—¿Qué quieres de mí ahora?, ¿es que me quieres? —pregunté envalentonada por la distancia del teléfono—, ¿te hace gracia?; no se trata de eso entre nosotros, ¿verdad?, nunca se ha tratado de esto, ¿no?... ¿qué, en este caso, cuál es?, ¿has perdido mucho?, ¿estás solo?, ¿te han dejado tirado? —«otra», pensé; le escuché reír.

—¿Qué te ha pasado? Te has vuelto dura —constató como un reproche—, ya no eres tú... —Hizo otra pequeña pausa; me pareció que exhalaba el humo de un cigarrillo. Le dejé hablar—. Siempre has sido tan real... —me definió.

De repente, me pareció insoportable la presión de la gabardina de Estela y dejé el teléfono en el suelo para arrancármela. La tiré, hecha una bola. De una patada, la aparté. Él seguía en silencio.

—¿Te acuerdas de aquel viaje a Londres, cuando fuiste a aprender inglés? A los veinte años...

—... Sí... —titubeó—, supongo que te refieres a mi verano de lavaplatos... el de tu hermano Jaime... ¿A qué viene ahora? —preguntó.

—¿Por qué volviste conmigo en octubre?, ¿te acuerdas? No me escribiste en tres meses; no me llamaste jamás. Ni una carta, ni una mierda de tarjeta. Y un día, apareciste como por arte de magia, sin molestarte en inventar una explicación.

—¿Es importante? —preguntó, cansino.

—Para mí, sí —respondí—. ¿Estabas enamorado de mí, entonces? —Mi tono era tan serio que esta vez no soltó ningún bufido.

—A mi manera —respondió con voz plana—, ya sabes cómo soy.

Fernando se quedó callado unos instantes. Ya no hablaba en broma. Dejó un silencio que suavizara la tensión.

—Tú me conoces mejor que nadie. Contigo no necesito ser de otro modo de como soy.

Otra vez se hizo silencio y tuve la certeza de que exhalaba una bocanada de humo.

—¿Estás fumando?

—No —respondió, confundido.

Me reí.

Inés Vallés-Bruguera no podía esperar. Teníamos que arreglar el tema del notario. Inmediatamente. Había perdido de un golpe su pátina de buena educación. Hasta la voz se le había tornado estridente como una nota fuera de lugar. Insistió, a riesgo de ser pesada, se justificó. Había que cerrar todos los asuntos pendientes. El primero, el de Mon Repos. Poner punto final a ese capítulo tan desagradable que les había impuesto, con no poca desconsideración, su hermana. Qué situación tan incómoda, ni viva ni muerta. Y la casa sin barrer (eso lo dije yo).

Había mandado a una emisaria de avanzadilla: Oria, Oria Montejo. Aquella condenada mujer.

Por entonces yo ya la había localizado, pero ella no había descubierto quién era yo. La mujer de Fernando Prado, el arquitecto promotor, el de los chollos inmobiliarios. Tanto había debido de cambiar...

Oria llegó en el mismo coche destartalado y con un paquete de Marlboro rojo sujeto debajo de unas gafas de sol. Se deshizo de la colilla antes de entrar en la casa. Con un gesto de derrota me explicó que había vuelto a fumar.

—Entonces, ¿qué hacemos? La
dueña
—recalcó, refiriéndose a Inés— no quiere a nadie en la casa. Tiene una oferta de compra importante, pendiente de que se resuelva el papeleo. Ya se ha formalizado la señal.

—Ningún problema. No me quedo. Pero, hasta que me vaya, aquí no entra nadie.

—¿Y eso será cuándo? —preguntó, molesta.

Aquello retrasaría la operación, por poco que fuera. Sin visita del notario no habría inventario, ni declaración de ausencia.

—El día en que venza el contrato. El 30. Que tenga paciencia, de aquí al sábado no va a resucitar su hermana...

Oria hizo saltar las llaves del coche en su mano y cerró su bolso con un sonoro clic. Ya no llevaba aquel bolso despanzurrado sino una cartera de cuero clarito rematada con una cadena de eslabones dorados, como todo lo suyo, algo deslucidos por la antigüedad.

—Muy bien; entonces, hasta el sábado. Supongo que no tenemos de qué preocuparnos... es una operación importante, y, tal como está el mercado, estas cosas no se pueden demorar —apuntó.

Se giró para despedirse. Terminó su charla poniéndome al día de cómo iba el mercado inmobiliario, para que me hiciera una idea de lo importante que era atrapar las ocasiones al vuelo. Unos días podían ser decisivos.

—Hay operaciones millonarias que se van al garete por detalles ridículos como quién paga el IBI o a quién le corresponde cambiar la propiedad en el Registro... no puedes ni imaginarte las neuras de los compradores y de los vendedores —precisó...

No podía evitar hablar más de la cuenta. Ni una semana hacía, en Madrid, le había pasado algo terrible a un conocido suyo, un arquitecto muy bueno; de hecho, el mismo que se había encargado de la reforma de Mon Repos, ¿no me lo había dicho cuando me la enseñó? Ése.

Una venta que estaba ya «hecha» se había ido al traste. No se pusieron de acuerdo en la forma de pago del dinero B, que era una cantidad absurda porque eso ya estaba más que controlado... Ya no se podían escriturar las casas por dos perras, ¡uf! Hacienda tenía la mano muy larga y el ojo muy vivo... Y las cosas habían cambiado... difícil, muy difícil encontrar compradores para según qué casas, «diez mil de parcela, mil metros construidos, pista de tenis, gimnasio, sala de cine, piscina exterior e interior...». Un sueño que se iba a quedar callado como una tumba hasta que la pintura estucada se desprendiera de los muros y las malas hierbas abrieran grietas en el solado de los porches... los propietarios se habían separado... habían perdido a su única hija... y, aparte de unos amigos que se habían echado para atrás, en cuanto los candidatos para una casa tan grande —familias con críos pequeños, lo lógico, y posibles— se enteraban del asunto, pues nadie la quería. No era un buen argumento de venta.

«La muerte estorba», exclamó.

En fin.

Me iría en dos días.

Tenía bien poco que recoger. Lavar las sábanas y las toallas. Tirar la fruta y los huevos de la nevera. Dejar comida y agua para el gato... Llevar a
Parker
a Can Julieta y atarla hasta que yo me fuera. Cerrar la casa. Llamar a un taxi para que me llevara a la estación, o al aeropuerto, o a otro hotel.

Todavía no había decidido adónde iría. ¿A Madrid? No, no me imaginaba allí. ¿Al extranjero? Demasiado lejos. Demasiado cambio.

Berria.

La casa llevaba cerrada años, pero seguro que nadie habría tocado la llave. Mi abuela la escondía bajo una piedra en medio de las hortensias. Y si se hubiera desintegrado, o simplemente desaparecido, siempre podía forzar un cristal. Nadie iba a denunciarme.

Y era mi único lugar.

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