Read Esas mujeres rubias Online
Authors: Ana García-Siñeriz
Dudé un momento. ¿Debería hacer como que me despertaba y preguntarle dónde había estado?
Tuve miedo de romper el silencio. De molestarle. Respiré fuerte de nuevo y cerré los ojos.
Había sido un día muy largo. Lo mejor era dormir.
«It is my garden now. I am fond of it. I shall come here every day», announced Colin. «But it is to be a secret. My orders are that no one is to know that we come here. Dickon and my cousin have worked and made it come alive. I shall send for you sometimes to help —but you must come when no one can see you.»
The Secret Garden,
F
RANCES
H
ODGSON
B
URNETT
—Ahora es mi jardín. Le tengo cariño. Vendré a diario —anunció Colin—, pero tiene que ser un secreto. Nadie debe saber que venimos aquí. Dickon y mi prima han trabajado y han hecho que cobre vida. Mandaré a por ti de vez en cuando, pero debes venir cuando nadie pueda verte.
El jardín secreto,
F
RANCES
H
ODGSON
B
URNETT
Se te hace raro pisar la calle cuando llevas mucho tiempo encerrado. De las bocas de metro sale gente y vaharadas de calor, y todo te parece raro, como cuando pronuncias una palabra del revés. Suena como un lenguaje extraterrestre, a lengua satánica o muerta. Te preguntas por qué todo el mundo corre. Caras preocupadas y serias, carreras. ¿Adónde irán con tanta prisa? ¿Quién les espera? Tú ya sabes, por experiencia propia, que el mundo no se detiene porque uno de esos pequeños seres desaparezca y mucho menos se retrase en una cita. La mayoría se precipita para llegar a tiempo a un trabajo asesino de ilusiones, mal pagado, sin interés. Y algunos, ni siquiera eso. Entre esa masa de caras vacías sobresale una persona. Rostro desencajado. Huellas de lágrimas, ropa desparejada y a medio abrochar. No le importa cómo le perciban los otros. Quiere llegar. Eso es urgencia. Demasiado bien conocía los síntomas, demasiado bien.
Fue un milagro que respondiera al teléfono. Nunca llevaba el móvil encima, desde que Inés Vallés-Bruguera comenzara a llamarme a diario, empeñada en fijar la fecha de la visita para la declaración de ausencia y el inventario, «a menos que ya hayas decidido si te quedas o te vas de Mon Repos». Habían transcurrido casi los seis meses del contrato. En el caso de que me marchara podrían hacer lo que quisieran sin problemas, conseguir el poder de administrar los bienes de Estela y «ponernos de patitas en la calle», había pronosticado con gesto irónico Román, «¿Para qué si no querrían meter la mano en Mon Repos?».
La penúltima vez que Román había estado en casa tuvo que marcharse arrastrando los pies con la lentitud de un condenado del corredor de la muerte, «Va a tener razón Pepita con el puto tabaco». Se fue tosiendo y con mala conciencia, «He fumado un poco más de la cuenta». La tos le hacía sacudirse con latigazos desde el fondo de las tripas. Quiso deshacerse de las pruebas, temeroso como un chiquillo que sabe que ha obrado mal, Subí al baño a buscar algo que pudiera camuflar el olor del humo pero yo no tenía colonias ni perfumes, «Eres una mujer bien rara», así que se marchó apestando a
spray
para limpiar cristales. Le advertí que conmigo se había acabado el tabaco. La fatiga no le permitía andar y hablar a la vez pero se paró en el camino riendo, conmigo o sin mí era lo mismo, «Me los voy a fumar igual».
Le acompañé hasta Can Julieta, con la excusa de que, casi en marzo, daba gusto salir de casa, «Si tú no sales a ningún sitio», gruñó desabrido; sí, sí que salgo, al jardín, a pasear por la montaña, a sacar la basura... se rió. Una mata rebelde de flores amarillas había crecido en el medio del camino, justo entre los rodales por donde solían pasar los coches cuando allí había circulación y vida. Me lo mostró con gesto de burla, «Ya».
Le dejé en casa y me entretuve contemplando los lirios que habían crecido en los bordes de la carretera. Eran violetas e inesperados; sufrí pensando en que desaparecerían en pocos días y hasta un año más tarde no volverían a aparecer. Un paso fugaz. Corté uno, el más alto, para colocarlo en la mesa de la cocina; me alegraría las horas del desayuno y de la cena. Uno solo entre tantos no es nada, me dije, tratando de contener mi sentimiento de culpa. Me disgustaba tronchar una vida, aunque ésta fuera la de una flor...
Habían transcurrido varios días sin ver a Román. Al ir a buscar el pan a la bolsa que dejaba colgada en la valla, Josefina me había saludado por la ventanilla de su viejo Citroën. Después salieron sus hijos, primero Iván en su moto y luego Julián, a pie hacia la parada del autobús. A ese ritmo, iba a convertirme en una vieja chismosa ocupada en fisgar en las vidas ajenas, incapaz de tener una propia.
Ya había traducido los primeros capítulos de
El jardín secreto
—hasta el noveno, «La casa más rara en la que nadie hubiera vivido nunca»—, aunque seguía perdiéndome en la red, aprovechando el ordenador para rastrear más pistas sobre Fernando o Estela. Sobre ella, no hallaba mucho más que lo que ya había encontrado. A partir de su separación del «artista» en el año 2000 —buena fecha para no caer en olvidos—, se esfumaba Estela Vallés-Bruguera. La encontré en un artículo sobre Matthew Park y su «cuarta esposa», una joven enfermera a la que había conocido en una de sus
performances
, una liposucción de abdomen con la que había obtenido la grasa suficiente para conseguir varios millones de libras más después de vender esa serie, «Fat». También buscaba el rastro de Estela por otros canales: consultaba, de vez en cuando, a «Inés Vallés-Bruguera», hermana, y a «Armando Sanchís», primo y antiguo miembro del club.
Y confieso que también me entretenía —de manera algo obsesiva— yendo en pos de Fernando, releyendo sus «Proyectos», su currículum, archisabido, en «El equipo» por el mero placer de contemplar su foto. Pinchaba y ahí le tenía. Contemplándome más obediente que nunca, desde algún espacio en el que siempre acudía a mi llamada.
El más secreto de mis vicios no lo practicaba más que cuando no podía resistirme. Cuando agotaba a Fernando, a Estela, a Inés, o no mataba las horas con Román, me asaltaba el miedo a olvidar su cara. Se borraban los contornos, como entrevistos a través de la niebla, y sólo quedaban impresiones por separado: la expresión de unos ojos, la comisura de una boca, la textura de una piel.
Entonces subía a la habitación de la torre y me encerraba como si alguien pudiera sorprenderme haciendo algo vergonzoso. Allí guardaba mi caja, la llave que me transportaba hasta ella... las fotos, el cepillo, la funda de la almohada. Su olor.
La memoria tiene que trabajarse como si fuera un músculo que se atrofia por falta de uso.
Cuando vi un número parecido al de Mon Repos centellear en la pantalla pensé que podría ser el de Can Julieta y descolgué, pero nadie respondió.
Me extrañó que aquella mañana tampoco hubiera aparecido Román aunque sólo fuera para charlar. No había vuelto desde el día en que se marchó semiasfixiado por la peste del producto para «todo tipo de superficies modernas».
Dejé de preocuparme por el número desconocido porque de inmediato llamó mi madre. Definitivamente, iba a tener que hacer un viaje a Berria, quería explicarme por qué pero un alboroto, cerca de la cocina, reclamó mi atención. Le prometí que la llamaría más tarde y me preparé para plantar cara a lo que quisiera que fuese que se atrevía a aplastar ramas, revolver cubos y montar un escándalo en mi jardín.
Era el último que faltaba de toda la familia de Mon Repos. Diego Vallés-Bruguera, como precisó él mismo cuando se presentó con un barbudo acompañante armado de uno de esos trípodes con patas de cigüeña que utilizan los topógrafos. Éste rumió una despedida atropellada y se marchó, peludo y apresurado, como un jabalí. Me sentí ridícula armada con una escoba para defender la escudilla con la comida de
Parker
. No pensaba tolerar que traspasara la frontera alguno de esos bichos salvajes de los que Román despotricaba por su afición a hozar en las basuras, «Son el fin de una raza, como los Vallés».
Diego esperaba, todavía sin hablar. Era el más joven de la familia y compartía el mismo aire nórdico de Inés. Ojos muy azules, perfectos como los de un muñeco, y una cabeza despejada cruzada por unos cuantos pelos que, de tan rubios, parecían incoloros. Vestía una chaqueta verde de punto, de hechura blanda, sin hombreras. Esas que los rentistas llevan cuando salen a comprar el periódico, vestidos pero de manera informal; tebas, las llaman. En la lista de prejuicios sobre moda masculina de Fernando el primero era que nadie por debajo de los sesenta debería permitirse una de esas chaquetillas de punto a menos que buscara, voluntariamente, una jubilación anticipada. Diego, «hermano», la anteponía como una capa de respetabilidad, un escudo en el que ampararse para que le dejaran en paz.
Nos estudiamos mutuamente delante de la puerta de la cocina. Antes de salir a defenderme me había echado por encima, apresurada, una de las dos gabardinas de Estela que colgaban, abandonadas, en el fondo del armario de la entrada. Si reconoció la prenda de su hermana, se lo guardó.
Esperé a que se arrancara con la explicación de lo que había estado maquinando respecto a Mon Repos con el que parecía un topógrafo.
—Ya que estoy aquí, considera esto como una visita de cortesía —bromeó colándose en la cocina.
—Entra si quieres —le propuse, sin que lo captara—, estaba hablando con mi madre pero me ha colgado —le expliqué.
—¡Qué suerte! —exclamó en tono inocente—. Mamá no me cuelga porque no llama jamás. Bueno, ni a mí ni a nadie porque no dice más que lo imprescindible desde hace veintitrés años —siguió en tono intrascendente—. Yo creo que es
bárbaro
; ese desinterés sólo puede permitírselo alguien realmente importante, ¿no te parece?
—Completamente de acuerdo —respondí.
¿Estaría volviéndome importante por negarme a responder a Inés?
—La mía, sin embargo, ha rejuvenecido veinte años desde que aprendió a manejar un móvil —añadí, haciendo una broma.
Diego lanzó una risa infantil con cara de sorpresa.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó directamente, una vez dentro de la cocina—. ¿Te quedas o te vas de Mon Repos?
La verdad era que ni me lo había planteado. Dejé la escoba en el armario y me volví hacia él.
—No lo sé —respondí—, todavía me quedan unas semanas para ver qué hago, ¿y tú? —pregunté, igual de directa—, ¿qué es lo que habéis estado haciendo aquí?
—¡Nada! —contestó, algo confundido—, tomando unas medidas a los terrenos para un informe que necesita Inés.
Sonreí y aproveché para reclamar noticias de su hermana. Su respuesta fue igual de elusiva. No, no tenían. No sabían dónde estaba, recalcó. Pero necesitaban con urgencia arreglar «sus asuntos», no podían esperar a que se decidiera a regresar.
—¡Debe de estar a punto de llegarte un burofax! A Inés le urge su declaración de ausencia...
—No te preocupes; voy a llamarla muy pronto.
—No te preocupes tú. Si no lo haces, lo hará ella. Tres veces al día, hasta que te pongas, te rindas o contrates una secretaria. Es super-eficaz. La
másss
.
—Ya —dije, recordando las llamadas perdidas en mi teléfono.
Se pasó la mano por los escasos cabellos pegados al cráneo y dudó un momento antes de culpar a los problemas de Ramón, Ramón «cuñado», como si yo estuviera al tanto, del desastre financiero familiar. A Ramón ya no le dejaban entrar en ningún casino, pero él se las arreglaba para colarse en las timbas, ¡bueno! a veces tenía que irse hasta Madrid. Le habían pescado en el salón de una casa en la que cambiaban de manos —en mesas de póquer, en las de black jack— sumas
muy
fuertes. Hablamos de cientos de miles, de llaves de coches —Mercedes, Jaguars, Audis—, a modo de apuesta en la mesa, de la casa de la Costa Brava perdida y de gentuza con la que no valían las buenas palabras o las garantías y el honor... No, Inés no se merecía eso, afortunadamente lo llevaban con mucha discreción y serenidad pero para arreglarlo necesitaban poner en orden lo de Mon Repos y lo de Can Julieta, menudo lío tenían ahí. No quería decirme nada porque para qué, ¿ya les conocía?. Seguro que me habrían dado una versión interesada y errónea, las cosas no eran tan básicas como ellos pensaban, que no tenían derecho a nada. Mejor que escuchara también su versión; un hijo se hace cuando vives con él y compartes una vida y una educación. Cada familia tiene sus códigos y sus lenguajes, ¿estaba de acuerdo?. Por supuesto que en la suya se entendían entre ellos de manera que nadie más hubiera podido meter baza; se reconocerían con una sola palabra en cualquier parte del universo, en China, en el Machu Picchu, en Japón; aunque se pelearan, de hecho se habían enfrentado en los tribunales, ¿qué familia no lo haría? Aunque dejaran de hablarse, seguiría existiendo un lazo entre ellos más fuerte que nada, un reconocimiento en el otro, una conexión extragenética, llámalo equis; y eso no tenía nada que ver con un, perdona que lo diga así de crudo, un polvo, un polvo irresponsable, como el tipo que entrega a una enfermera un botecito con una muestra de esperma, nada más. Eso, ¿qué era?, como el que adopta un niño y luego lo reclaman sus padres biológicos veinte años más tarde, ¿de quién es el niño?, ¿de los del polvo? Nooo... de quien lo ha criado... ¿estaría de acuerdo? Claro, había casos y casos; no es lo mismo un niño robado que uno dado en adopción... y, ¿qué es la sangre?, ¿qué nos determina nuestra pertenencia, nuestra identidad?, ¿una decena de cromosomas? No se llega hasta ahí por accidente, es un tema muchísimo más complejo.
Diego sudaba de hablar tan encendido, y se le había formado un bigote ridículo de gotitas de sudor. Sacó un pañuelo blanco y se secó con pequeños golpes, como una dama algo pasada de moda que se retocara con la polvera después de comer.
—Nosotros no necesitamos a nadie para arreglar nuestros problemas —añadió, doblando el pañuelo con gran cuidado y guardándolo otra vez.
Charlábamos apoyados en las encimeras de la cocina, muy informales. Había rechazado pasar al salón con un gesto de la mano, como si no valiese la pena porque estuviera a punto de irse; una de esas despedidas largas en las que transcurre media hora con el visitante preparado y la anfitriona con la mano sostenida en el pomo de la puerta.
Suspiró antes de volver al tema de la casa. Tenían que ponerse de acuerdo; estaban sentados encima de un dineral al que no le sacaban más que una miseria, que le perdonase, porque no era una insinuación, en absoluto, sobre el alquiler, pero, claro, con ellos dos solos no valía, tenían que estar en sintonía los tres. Y Estela, antes de marcharse o lo que fuera, bueno, Estela, que era tan impulsiva y a la que su marido había dejado muy bien situada, de eso no había querido ni oír hablar... Era verdad que ella era la más apegada a todo aquello, a los magnolios y a los cedros, que eran tan hermosos pero que en plan ecologista, como decía Inés, no vamos a ninguna parte; a los jardines de su padre... y eso que había estado casi siempre fuera; era curioso, sí. Ella pensaba quedarse a vivir en la casa, no tenía ninguna duda... iba a hacer un tipo de despacho o estudio o llámale equis, repitió, en la parte en la que había estado la casa de los negritos... ¡Ah!, ya me lo había contado su hermana... Bueno, Inés hablaba mucho pero no le gustaba que fueran otros los que hablaran de más. Mejor que no le dijera nada, ¿eh?, insistió, de que habíamos estado hablando; le había pedido que fuera discreto con las mediciones, que no molestara a la inquilina, qué palabra tan fea, «inquilina». Y «casero», peor todavía. Las palabras a veces lo estropean todo. Sonaba mejor
landlord
, como en inglés.