Esas mujeres rubias (31 page)

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Authors: Ana García-Siñeriz

Fernando y yo nos miramos extrañados, negándolo él con una risa cínica y un comentario despectivo en castellano acerca de la inclinación del médico al melodrama y que me abstuve de traducir. Éste pareció captar la intención, pues se mostró aún más seco ante las demandas de Fernando, que, como en el resto de sus asuntos, exigía una solución.

El doctor Nasser llamó por interfono a la enfermera del primer día, que entró tan sonriente como una azafata de un avión. Se llevó a Alma con ella prometiéndole que iba a enseñarle un pequeño animal,
«Viens avec moi, ma petite cherie; quelle jolie blonde tu es»
.

Sólo cuando Alma salió, el doctor Nasser continuó con su argumentario.

—No conocemos la solución, por ahora, le repito. Aunque sea una anemia, una dieta rica en hierro no ayuda. Los corticoides funcionan, hasta que dejan de hacerlo, y las transfusiones, como ya han comprobado, a largo plazo provocan acumulaciones de hierro en los órganos vitales. La única vía es la investigación. Por eso son tan importantes los datos de ustedes...

Fernando esperó a que le tradujera a la oreja, mirando hacia él. Se removió en el asiento y se pegó al respaldo antes de hablar. En inglés.

—Mis padres no mantienen relación, por eso no dispongo de todos los datos —aclaró sin entrar en detalles—, pero entre ellos no había parentesco y me consta que, por parte de padre, tengo tres hermanos, todos en buena salud.

Giré la cabeza hacia la ventana para evitar la mirada de Fernando. No sabía que tuviera hermanos y tampoco que lo supiera él.

Nasser esbozó lo que podía considerarse una media sonrisa y anotó algo en el folio que tenía delante.

—No tiene por qué ser una enfermedad heredada, es sólo una posibilidad —afirmó mientras redactaba—, ¿alguna anomalía conocida en esos niños fallecidos prematuramente?, ¿malformaciones?, ¿pulgares trifalángicos?, ¿alguien a quien preguntar?

Negamos con la cabeza, aunque Fernando seguía sin entender. Se pasó la mano por la cara, en un gesto nervioso, y volvió a dirigirse al médico en inglés. ¿Qué esperanza nos daba?, ¿qué podíamos hacer?

El médico explicó, como si dictara una conferencia, que, hasta entonces, la media de vida —contando los peores y los «mejores» casos— era de treinta años, con un porcentaje muy elevado de niños que desgraciadamente, morían, en la adolescencia.

Ya lo había leído en revistas médicas antes, y nos lo habían dicho en Madrid, pero él era la eminencia a la que habíamos acudido en busca de una esperanza. Tragué saliva y abrí mucho los ojos. Noté el aire que entraba en mis lagrimales. No, no iba a llorar.

—No hay nada que yo pueda hacer por ustedes que no encuentren en su casa. Ésta es una enfermedad rara con pocos casos diagnosticados en el mundo. No hay apenas investigación en los organismos oficiales, y muy poco en la industria farmacéutica; para las grandes corporaciones no es rentable —expuso sin alterar su voz.

Fernando escuchaba sin entender lo que decía. Yo me había cansado de traducir.

—¿Son ustedes creyentes? Un diez por ciento de casos se cura espontáneamente. No es que hable de milagros; eso también es ciencia, pero siempre puede quedarles el consuelo de rezar.

En ese momento se quitó las gafas de pasta oscura que le colgaban sobre el puente de la nariz en un gesto de «No queda nada más que añadir». Noté que Fernando sentía deseos de clavarle esas mismas gafas en medio de la cara de un puñetazo. De todas maneras, no iba a ayudarnos. Según él, nadie podía, pero ¿por qué tanta falta de humanidad?

Fernando suspiró y traduje sus pensamientos. ¿Para eso habíamos ido hasta allí? ¿Para no recibir ni una palabra de aliento?, ¿por qué decían que era tan bueno ese médico?, ¿porque publicaba artículos en
The Lancet
?, ¿porque viajaba a congresos internacionales? ¿Para no decir nada que no se supiera ya?

No tenía ni idea de lo que es una persona, del ser humano, de lo que significa ponerse en la piel del otro. «Empatía», ésa era la palabra que buscaba Fernando, «empatía». Ni de lejos sabía lo que era empatizar.

Fernando se levantó como con un resorte y se despidió de él en inglés, sin florituras. El doctor Nasser, por su parte, esbozó algo parecido a un estiramiento de la comisura de sus finos labios y desde el fondo de su mesa de despacho nos dedicó unas palabras de despedida en correcto español.

La dama del perrito

De vuelta al hotel, Fernando no paró de insultarle en el taxi ante el estupor de Alma, que nunca había visto a su padre lanzar tantas palabrotas seguidas, «Hijo de la gran puta, cabrón estirado y retorcido, aborto, mariconazo, mil leches...». El taxista nos miraba de reojo por el retrovisor, intrigado. Esta vez estábamos casi seguros de que no hablaba nuestro idioma, a menos que en Senegal —la tarjeta que pendía del cristal delantero certificaba su nacionalidad de origen— hubiera estudiado español. «Hijo de puta... ¡hijo de la gran puta!», repetía con rabia.

«Que no tenía cura», susurraba entre dientes; al menos, en Madrid, un hombre caritativo, además de médico, había añadido «a día de hoy».

Alma trataba de contarme indignada que la enfermera tenía un «¡Hámster en una jaula que daba vueltas en una rueda sin poder salir!» y preguntaba qué le pasaba a papá, por qué estaba tan enfadado. Yo la estrechaba en mis brazos, incapaz de responderle más que con mentiras cariñosas. «Nada, nada, mi vida. Papá no se encuentra bien.» Fernando, con los puños crispados seguía, «Falso belga de los cojones, cabrón de mierda, soplapollas...». Tuve que decirle que era un juego. El de la palabrota más gorda. Y que él quería ganar.

Entramos en el hall del Royal Windsor. Fernando fue derecho al mostrador a pedir la llave; por entonces todavía se abrían con ellas las habitaciones en lugar de con las tarjetas de plástico que hoy día imperan por doquier.

Alma y yo nos quedamos a un lado, curioseando una vitrina con collares y pendientes y anillos de brillantes de una firma de Amberes.

Detrás de nosotros había entrado la pareja del día anterior: el caballero de la cabeza afeitada y la chica rubia, rubísima, del galgo gris. Venían riendo de algo, ella enteramente vestida de blanco con medias y un bonito bolso, del mismo color. Formaban una pareja con un cierto toque de extravagancia, agradable de mirar. Él se dirigió hacia el mostrador del fondo sacando unas cuantas libras del bolsillo con la intención de conseguir cambio, supuse. Ella se quedó en el centro de aquel inmenso hall, desafiante, sujetando la correa sin bajar la mirada, fijando sus ojos en todos. Se cruzó con los míos y siguió, hasta que se detuvo en Fernando, que esperaba de espaldas, y ella, con gesto de desconcierto, se acercó hasta él.

—¿Fernando? —interrogó con tono incrédulo antes de que él se girara—. Fernando... —repitió estremecida al verle bien la cara—, ¡no puedo creerlo!

—¿Qué haces aquí? —acertó a decir él, completamente blanco.

Su expresión no dejaba duda. Era la última persona a la que hubiera imaginado encontrar allí.

—¿Y tú? —respondió ella, riendo. Tenía una sonrisa preciosa, blanca y marfileña, húmeda y roja a la vez.

—Largo de explicar... —respondió Fernando, guardándose la llave en el bolsillo—, ¿estás de paso?, ¿vives aquí? —preguntó algo confuso.

—¡No, qué horror! —respondió ella risueña—, ¡esto es aburridísimo! He venido a acompañar a mi marido; está allí... —dijo, señalando al hombre de la cabeza afeitada que esperaba paciente a que el cajero contara los billetes por segunda vez.

Fernando la observaba, desconcertado.

—... Ya... —musitó, ganando tiempo.

—¿Qué haces este Fin de Año? —preguntó ella con una gran sonrisa.

Era la pregunta recurrente del momento. El mundo entero se había vuelto majara con la llegada del 2000. Los hoteles montaban fiestas por todos los rincones del globo, la gente buscaba un no va más que epatara a sus conocidos... paso el fin de año en las pirámides de Egipto, en una fiesta privada enfrente de Times Square, en un barco anclado en el puerto de Sídney. Fernando y yo nos conformaríamos con Madrid, con Alma no se podía arriesgar.

Fernando dudó un poco antes de dar una respuesta.

—Todavía no lo he pensado...

—Si te decides a tiempo, hay una fiesta genial —dijo ella, sonriendo de nuevo con los ojos muy abiertos y muy azules sombreados por el flequillo.

—No sé... —sonrió Fernando. ¿Estaba nervioso?

—Tú mismo. Es en casa de un amigo divertidísimo, en Baja California; no creo que lo conozcas... —descartó ella—, todos tenemos que llevar a alguien nuevo para animar la cosa, ¡nos tenemos muy vistos! —volvió a sonreír, esta vez con mayor amplitud.

Lo hacía por sistema, cada vez que terminaba una frase, iluminando sus palabras con un destello celeste y vivaz.

La vida para ella era una fiesta a la que no se podía dejar de asistir.

Fernando la escuchaba a unos pasos de distancia. Esgrimía su timidez como una defensa contra su luz envolvente, sus pestañas en cortina de seda, los gestos de sus manos largas y blancas como alas de ángel de la buena sociedad.

Ella miró hacia abajo, hacia el perro que esperaba a que su ama terminara su charla. Debía de estar acostumbrado a sus encuentros y a la conversación.

—Detesto Bruselas —confesó con un pícaro gesto de hartazgo—, menos mal que me he venido con él; quieto,
Charles
—pidió al perro, que empezaba a tironear hacia la puerta—. ¡Y este hotel es espantoso!, ¿no? —preguntó con los ojos muy abiertos mirando directamente hacia mí.

Alma había establecido contacto con el perro y nos acercábamos sin remisión.

Fernando se vio obligado a presentarme, atropellado y haciendo las cosas muy mal. Ni siquiera dijo mi nombre o el de ella, todo quedó en un mortecino «mi mujer» dirigido a su amiga, que acarició a la niña con una sonrisa mientras ella hacía lo propio con
Charles
. «Alma», musitó Fernando, «Qué mona», le respondió ella mirándole con dulzura a su vez.

Su marido se acercaba como un peso pesado con gesto evidente de posesión.

—Es un viejo cascarrabias —explicó ella, tirando de la correa del perro.

El hombre voluntariamente calvo le tocó ligeramente la espalda y le hizo gesto de que la esperaba arriba, en su cuarto. De cerca tenía más pinta de extranjero, con su cabeza sin pelo y los ojos aún más intensamente azules que los de ella. Como no dijo una palabra, no pudimos deducir su nacionalidad.

Ella esgrimió un compromiso vespertino para el que tenía que arreglarse un poco aunque a mí me pareciera que era imposible mejorar nada; «Siempre llego tarde, no sé cómo lo hago», soltó, coqueta, con una barrida de flequillo sobre el resto de su simetría rubia y salió despidiéndose de Alma con la mano, mientras lanzaba una última mirada a Fernando, y después, ya en la puerta, otra más disimulada, rubricada con una sonrisa de desarme, destinada a mí.

De pie en el hall, cuando ella se fue, me sentí horrible, mal vestida, hasta sucia, con la ropa arrugada por las horas pasadas en la sala de espera, embutida en un taxi con un conductor senegalés, descuidada, en mi empeño de dedicar todos mis esfuerzos a mi hija. Ya no me valía esa coartada.

Lo viví como una injusticia. Pero la vida es así. Quién ha dicho que tenga que ser justa.

Cuando la dama rubia desapareció precedida de su perro tras las puertas de bronce del ascensor, el hall del Royal Windsor sí que me pareció realmente espantoso. Tanta gente, tantos hombres con corbata y traje, tanto funcionario gris. Éramos, de verdad, la mancha de café en el mantel blanco, el vino derramado en el vestido, el grano en medio del rostro adolescente, un trío completamente fuera de lugar. Había algo extraño en nosotros, una pareja joven con pinta de turistas que no hacían turismo, que no sonreía al entrar. Una familia, y desgraciada... Subimos a la habitación, sin saber muy bien a qué. A escondernos de los que tenían una meta y un maletín al que agarrarse. A hacer tiempo hasta la hora de comer. Allí se almorzaba muy pronto y si no nos dábamos prisa nos cerrarían los restaurantes. No teníamos hambre, pero algo había que hacer. Seguir como si nada, ¿no? Comer, dormir, levantarse.

Fernando abrió la puerta con la llave y soltó un comentario despectivo sobre las pesadas cortinas adamascadas y el falso Luis XVI de las butacas de la suite. Lo que hasta entonces le había parecido tan «noble» ahora era «hortera». Ella y su «Este lugar es horrible». Me limité a sumar dos y dos.

Tiró los papeles de las pruebas encima de la cama y comenzó a desabrocharse los zapatos. Alma se subió a la cama y empezó a saltar. Fernando masculló que iba a ducharse y desapareció camino del cuarto de baño. Yo esperé sentada en una de las butacas mirando el plato con fruta y una tarjeta de cortesía del director. Salió al poco rato entre vapores y aromas a gel de cinco estrellas, conmigo todavía sentada en el mismo lugar. Llevaba la toalla atada a la cintura y el pelo húmedo. El torso elástico y los brazos alrededor de la cabeza, secándose el pelo con rostro grave. Me anunció que necesitaba un poco de aire. Con eso quiso decir que me ocupara de Alma. De su comida, de la siesta, de los juegos, hasta que él volviera. «Necesito pensar», resumió abrochándose los botones de la camisa blanca. La tela se le pegaba al cuerpo en las zonas en las que no se había secado del todo. Me acerqué con la toalla, «Espera», le dije absorbiendo el agua que le escurría desde el pelo. Cogió la cartera de encima de la mesilla, y una chaqueta y salió.

Al poco rato llamó mi madre. Que por qué no la había llamado, que a qué estaba esperando, con lo preocupadísima que estaba por la niña, ella también. Evité, sin que tuviera ninguna razón, contarle que Fernando no estaba. Ella sólo quería saber qué nos había dicho el médico, ¿alguna solución?, ¿alguna novedad? Preferí callar lo más duro, ya lo sabíamos, lo de los treinta años, lo de la adolescencia... no quería ni pensarlo. Lo aparté. Tampoco mencioné lo que le había revelado Fernando al doctor Nasser sobre su padre, algo que ni siquiera me había contado a mí; me centré en la tozudez con la que el médico había reiterado la importancia del historial familiar.

—¿Y qué tenemos que ver nosotros con lo que le pasa a la niña? —respondió con tono irritado—, desde luego, qué ganas de buscarle tres pies al gato... ¿os ha dicho por qué?

Preguntaba ansiosa, preocupada.

—Nada —respondí, restándole importancia—, no tienen ni idea de por qué te toca una enfermedad como ésta. Por eso dice que a veces se da entre gente con antecedentes de consanguinidad. ¡Fernando se ha puesto hecho una fiera cuando nos ha preguntado si éramos parientes!

—Pues vaya con el Premio Nobel —criticó con sorna, refiriéndose al por entonces vilipendiado doctor Nasser—, cuando no saben de lo suyo, no hay como echarle la culpa a otros.

Mamá siempre se había mostrado a la defensiva cuando algún extraño indagaba en el anecdotario familiar. Que yo me acordara, pocas veces había sido ella la que me contara, voluntariamente, algo de la casa de la Ribera, o de la de Berria y menos todavía sobre la abuela Anselma o su abuelo, aquel temible hombre agreste y montaraz, el Buhonero, enterrado fuera del cementerio al que el cielo castigara por algo que sólo sabía él.

Recordaba entonces que cuando mi padre sacaba el tema de Anselma y la casa en la que la encontró mi abuelo después de buscarla de aldea en aldea, la casa del señor de Castro, en la que, hablando claro, entró para servir, mamá cambiaba hábilmente de tema hacia cualquier otro asunto intrascendente. Y eso que no había sido nunca una anfitriona que se esforzara en avivar las sobremesas, pero si por un azar alguien mencionaba aquel hecho ella sonreía y se preparaba, como en una de las últimas veces que comimos todos juntos, antes de casarnos Fernando y yo. Después de señalar que aquello había sido un arreglo «transitorio» del cura hasta que le encontrara «otro lugar» a Anselma, pasaba la jarra del agua a alguno de nosotros y sugería, levantando las cejas por encima del pollo, «¿Alguien quiere un poco más?».

Fernando me lo hizo notar aquel día, «A tu madre no le gusta que le saquen el tema de tu abuela». Más curioso todavía. Al día siguiente, mamá me señaló la alergia de mi entonces novio a hablar de su familia, «en general».

Habían pasado los años pero sentí a través del teléfono la incomodidad de mi madre con el asunto de los historiales y la ayudé. Saqué uno de sus temas favoritos.

—¿Sabes que Fernando quiere que nos mudemos?

—¡Virgen Santa! ¿Y adónde, esta vez? —exclamó, aliviada.

Le expliqué lo de la casa de Arturo Soria, «Tres mil metros cuadrados de parcela en pleno centro, una casa de ochocientos para reformar»; hice énfasis en que iba a quedar de miedo, «Una vez terminada la obra, claro», porque por entonces, después de varios años con un colegio dentro, aquello era un solar con un montón de cascotes. Pero ya vería el resultado una vez pasada por Prado y Gálvez...

—A este paso vais a acabar en el palacio de Oriente; ese marido tuyo no tiene límites, ¡qué barbaridad!

Fernando abrió la puerta de la habitación, sigiloso, pasadas las once. Alma y yo habíamos cenado hacía rato, un sándwich del servicio de habitaciones con patatas fritas de bolsa y una sombrillita de papel clavada en el pan tostado y frío, que le había encantado. La niña dormía con los brazos abiertos encima de la almohada, ocupando dos tercios de la cama en el lado de Fernando.

Le había permitido que se metiera conmigo como hacíamos otras veces, «Hasta que volviera papá». Cuando él llegaba a casa —tarde, del trabajo—, la cargaba, como una muñeca de largas hebras rubias bamboleante, larga y desmañada entre sus brazos; recorría el pasillo hasta acostarla en posición fetal y arropada en su habitación.

Fernando comenzó a despojarse de la ropa a oscuras y la dejó, bien ordenada, en la banqueta al borde de los pies de la cama. Le escuché entrar en el baño, cerrar la puerta y abrir el grifo de la ducha, otra vez.

Abrió la puerta y apagó la luz del baño. Buscó el pijama a tientas en el armario y soltó una exclamación de disgusto. No lo encontraba. Yo me hacía la dormida aguantando la respiración.

Avanzó a tientas desnudo, deslizándose como un animal nocturno —podía verle con claridad gracias al reflejo de un luminoso que se colaba por el hueco de las cortinas— pero en lugar de sacar a Alma de nuestra cama para recuperar su plaza, buscó el sofá que habían preparado para ella y con un tirón suave de la funda de algodón blanco se deslizó encima del colchón. Se tapó la cabeza enérgicamente con el embozo de la sábana y se giró hacia un lado, con la intención de dormir.

No veía de él más que el pelo oscuro, más largo últimamente, «Te queda muy bien, no te lo cortes», y la mano que sujetaba la sábana, la mano y el reloj. Casi diez años desde que se lo regalara; diez años juntos. Quizás debería anticiparme, y sorprenderle con uno nuevo...

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