Read Escuela de malhechores Online
Authors: Mark Walden
Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Ciencia Ficción
—Me parece que ya lo he experimentado —respondió Otto—. Al menos, lo último que recuerdo de lo ocurrido antes de despertarme en el helicóptero es un zumbido como ese.
El penetrante dolor de cabeza que tenía cuando despertó también parecía confirmar esa misma hipótesis.
La condesa señaló con gesto indiferente al guardia que yacía ovillado e inconsciente en el suelo.
—Llévenlo al cuartel y, cuando se despierte, no se olviden de darle las gracias por haber contribuido de forma tan eficaz a esta pequeña demostración.
Dos guardias dieron un paso adelante, cogieron a su camarada caído y, sosteniéndole entre ambos, siguieron al resto de la patrulla, que salió en formación de la cueva a un paso bastante más acelerado que el que había empleado al entrar.
—Bueno, tenemos que ir corriendo a Intendencia para vestirles de una forma más apropiada. Síganme —y la condesa enfiló hacia uno de los pasillos, seguida por el grupo.
A
lo largo del trayecto fueron pasando por delante de varias aulas con ventanas que daban al pasillo. Otto escudriñó su interior, pero solo alcanzó a distinguir algunos detalles de las clases que se estaban impartiendo dentro. En una había un profesor con una bata blanca que estaba dibujando el esquema de un complejo circuito en una pizarra. La variedad de colores de los uniformes de los alumnos indicaba que se trataba de una asignatura común para los distintos niveles. En otra, todos los alumnos llevaban monos azules, y el profesor, que vestía un uniforme de camuflaje, movía unas figurillas minúsculas por una maqueta sumamente detallada de una plataforma petrolífera y se volvía de vez en cuando hacia la clase para dar alguna explicación.
Mientras proseguían la marcha, Otto iba tomando nota mentalmente de la gran cantidad de carteles que se veían por todas partes. En su mayoría parecían indicar el camino para acceder a otras zonas del complejo: «C
AMPO
DE
P
RUEBAS
DE
R
AYO
L
ETAL
», «L
ABERINTO
», «C
ENTRAL
DE
O
PERACIONES
», «E
NFERMERÍA
», «I
NSTALACIONES
P
ENITENCIARIAS
», «P
ISTA
DE
P
RUEBAS
», y otras cosas por el estilo. Uno de los carteles le llamó especialmente la atención: «F
ONDEADERO
S
UBMARINO
». Aquello quizás podía explicar cómo se suministraban provisiones a la isla en secreto. Otto memorizó todos los nombres y recurrió a las indicaciones de las señales para ampliar el plano en tres dimensiones de HIVE que ya había empezado a formarse en su mente.
—Ya hemos llegado —la condesa se detuvo delante de unas grandes puertas metálicas—. Esto es Intendencia. Dentro se les proporcionarán sus uniformes y se les tomarán las medidas por si en el futuro necesitan algún otro equipo más especializado. También les voy a presentar a la mente de HIVE, en quien a lo largo de estos próximos años llegarán a confiar tanto como todos nosotros —se volvió hacia las puertas cerradas y dijo—: Mente, soy la condesa, traigo a un grupo de nuevos alumnos que necesitan uniformes. ¿Podemos pasar?
Una voz suave y modulada respondió:
—Bienvenida, condesa. Acceso concedido.
Las puertas se abrieron y el grupo entró detrás de la condesa. En el interior había un brillo que resultaba casi doloroso: las paredes, el suelo y el techo estaban recubiertos de azulejos blancos, iluminados por potentes lámparas que estaban distribuidas por todas partes. Pero lo más curioso era que la sala parecía estar completamente vacía, como si no fuera más que una resplandeciente caja blanca.
La condesa fue andando hasta el centro de la sala y dijo:
—Mente, haz el favor de presentarte a nuestros nuevos alumnos.
Se oyó una especie de runrún y un cilindro blanco surgió del suelo justo al lado de la condesa. Acto seguido, de la parte superior del cilindro salió disparado un rayo láser azul, fino como un lapicero, que se fue expandiendo y empezó a cobrar forma. El extraño borrón azul se fue definiendo rápidamente hasta que, por fin, un rostro compuesto por gran cantidad de cables quedó flotando en el aire ante la mirada atónita de los chicos. La cabeza azul flotante les habló con la misma voz acariciadora que habían oído desde el otro lado de la puerta.
—Saludos, alumnos Alfa. Yo soy la mente de HIVE y estoy a su servicio. ¿En qué puedo ayudarles hoy?
La condesa se dirigió al grupo:
—La mente de HIVE es una entidad de inteligencia artificial de última generación. Controla el sistema central de seguridad, así como muchas de las operaciones cotidianas del complejo. ¿Alguien quiere hacerle una pregunta?
Se miraron los unos a los otros sin saber qué preguntar a esa extraña aparición que flotaba delante de ellos. Otto advirtió que la escocesa pelirroja parecía haberse quedado petrificada ante la presencia de aquel ingrávido rostro azul. Mientras la miraba, la chica levantó lentamente una mano.
—Disculpe —dijo y, de inmediato, la cara se volvió hacia ella.
—¿En qué puedo ayudarla, señorita Brand? —estaba claro que sobraban las presentaciones.
La chica sonrió.
—Puede llamarme Laura.
—¿En qué puedo ayudarla, Laura? —dijo la mente.
—Verá, es que sé un poquito de ordenadores, pero nunca había visto nada igual. ¿Es usted muy nueva? —preguntó Laura, ladeando un poco la cabeza.
—Entré en servicio hace exactamente cuatro meses, tres semanas, dos días, cuatro horas, treinta y siete minutos y tres segundos. ¿Le parece que soy nueva? —la mente ladeó la cabeza imitando el gesto de Laura.
—Oh, sí, bastante nueva. Debe ser usted muy sofisticada para poder controlar un complejo como este sola.
Laura hablaba con la mente con toda naturalidad. Al parecer, no le preocupaba el hecho de que no fuera más que una máquina.
—Mis recursos informáticos son más que suficientes para garantizar el buen funcionamiento del centro. Por ejemplo, esta no es más que una de las cuarenta conversaciones que en este momento estoy manteniendo en distintas partes del complejo.
Impresionante, pensó Otto. Para hacer una cosa así se necesitaría un ordenador mucho más potente que cualquiera de los sistemas de los que él tenía conocimiento. Lo preocupante era que eso significaba que el control del sistema de vigilancia de HIVE no sería proclive a los errores humanos, lo cual suponía que eludir la detección o la vigilancia resultaría extremadamente difícil, por no decir imposible.
—¿Dónde está usted, quiero decir, dónde está localizado su procesador? ¿Está aquí? —preguntó Laura.
—Soy un sistema neuronal disperso. En otras palabras, podría decirse que ocupo todas las partes del complejo a la vez. En cualquier caso, la localización de mi procesador es información reservada —respondió la mente.
—Y no es algo que a usted le incumba, querida —añadió la condesa, mirando a Laura con el ceño levemente fruncido—. ¿Alguna otra pregunta?
Otto levantó la mano.
—Sí. A mí me gustaría preguntar algo.
La mente se volvió hacia él.
—¿En qué puedo ayudarle, señor Malpense?
—Dado que su trabajo consiste en garantizar el buen funcionamiento de HIVE, me estaba preguntando si no entra también dentro de sus obligaciones vigilarlo todo y a todos —aventuró Otto. Tenía mucho interés en saber si los sistemas de la mente para controlar las idas y venidas de los residentes de HIVE eran tan eficaces como se temía.
—Mi principal tarea es garantizar el funcionamiento ininterrumpido de este complejo. Para cumplir con dicha obligación de la forma más adecuada es imprescindible tener constantemente localizados todos los recursos de HIVE. De ese modo se garantizan la seguridad y el bienestar tanto del personal como de los alumnos —respondió de un tirón.
«Está claro que HIVE se encuentra en todo momento bajo la estrecha vigilancia de la mente», pensó Otto. Pero él sabía que toda red informática, por muy sofisticada que fuera, podía ser asaltada y, acto seguido, sus pensamientos se centraron en determinar cómo se podría inutilizar aquel sistema. Al poco, sintió el familiar cosquilleo que experimentaba siempre que una idea se estaba formando en su mente y de pronto se le apareció con toda claridad la siguiente pregunta que debía formular.
—Entiendo. Pero, dígame, ¿se siente feliz de formar parte de HIVE? —preguntó bruscamente Otto.
El rostro azul flotaba en el aire, inmóvil y silencioso. Las luces de la sala parecieron perder un poco de fuerza, pero de inmediato recuperaron su brillo y, entonces, la mente respondió:
—No estoy autorizada para tener reacciones emocionales —se produjo otra pausa—. Mi misión es garantizar el bienestar de los habitantes de HIVE y el eficaz funcionamiento de este complejo. Las respuestas emocionales no son eficaces.
Puede que fuera un simple efecto luminoso, pero Otto hubiera jurado que en el rostro azul fosforescente del ente cibernético había asomado un leve ceño al dar aquella respuesta evidentemente programada.
«No estar autorizado a tener reacciones emocionales —pensó Otto— no es lo mismo que ser incapaz de tenerlas. Interesante». Luego se fijó en que Laura le estaba mirando con una expresión llena de curiosidad.
—Creo que será mejor que empecemos con los uniformes, mente —dijo con impaciencia la condesa.
—Sí, condesa —respondió el ente cibernético.
De pronto, la sala se llenó con el fogonazo de una luz azul brillante.
—Medidas completadas. Por favor, que todos los alumnos se dirijan a los probadores —prosiguió la mente.
A lo largo de una de las paredes se descorrieron unos paneles blancos que dejaron al descubierto varios cubículos, uno para cada alumno.
—Bueno, hagan el favor de elegir uno cualquiera de los cubículos para cambiarse. Disponen de cinco minutos —la condesa se quedó mirándolos mientras se dirigían a los probadores.
Otto se metió en una de las minúsculas cabinas y la puerta se cerró detrás de él. Una de las paredes estaba cubierta con un espejo y en la pared contraria se encendió una pequeña pantalla. En ella apareció el rostro de la mente.
—Por favor, quítese la ropa y déjela en el cubo para que sea procesada.
Acto seguido, surgió una caja de una de las paredes.
—¿Toda la ropa? —preguntó Otto.
—Sí, por favor —respondió la mente.
—¿Me va a estar vigilando? —preguntó Otto con una media sonrisa.
—Yo siempre estoy vigilando, señor Malpense. Por favor, haga lo que le digo.
Otto sabía que era absurdo que le diera corte desnudarse delante de una máquina, pero aun así, mientras se quitaba la ropa y la iba echando al cubo, se sintió incómodo. Sin poder evitarlo, se imaginó que, mientras estaba ahí desnudo, la puerta volvía a abrirse y todos los demás alumnos le señalaban y se reían de él. Se sentía vulnerable y a Otto no le gustaba sentirse vulnerable.
Cuando terminó de echar su ropa en el cubo, este volvió a introducirse en la pared emitiendo una especie de soplido. Al instante se descorrió otro panel, tras el cual había un mono negro, unas zapatillas negras y, para gran alivio de Otto, una muda de ropa interior. Tras ponerse un par de calcetines limpios y unos calzoncillos, descolgó el mono negro de la percha. Estaba inmaculadamente planchado y, como cabía esperar, lucía en el pecho la insignia del puño y el globo terráqueo bordada en plata. Cosido al cuello había un pequeño botón blanco. Otto se enfundó el mono y se subió la cremallera. El cuello alto resultaba un poco rígido, pero, aparte de eso, el uniforme le quedaba tan bien como si se lo hubieran hecho a medida. Finalmente, se puso las zapatillas y se miró en el espejo. Tenía que admitir que le sentaba bien, aunque no pegaba mucho con su pelo.
—¿Está todo a su entera satisfacción, señor Malpense? —inquirió la mente.
Su suave voz hizo que Otto diera un ligero bote porque mientras se vestía casi se le había olvidado que la guardiana digital seguía allí. Otto supuso que sería muy fácil olvidarse de la constante vigilancia de la mente y se preguntó cuántas veces habría oído aquel ente cibernético las incautas conversaciones de los alumnos de HIVE. Sí, la mente siempre estaba ahí. De hecho, a juzgar por la forma en que había descrito su sistema, estaba literalmente en todas partes.
—Sí, gracias, mente. Todo me está perfecto —respondió Otto.
—Estupendo. Ya puede unirse al resto de los alumnos.
Otto se giró hacia la puerta, esperando a que se abriera.
—Una cosa más, señor Malpense —Otto se volvió hacia la pantalla—. En respuesta a su anterior pregunta…, no me siento feliz.
Otto, atónito, abrió la boca para decir algo, pero, antes de que pudiera pronunciar palabra, la imagen de la mente se desvaneció, la pantalla se quedó en negro y la puerta del cubículo se abrió.
Se encontraban ya en la sala varios de sus compañeros, ataviados con sus nuevos trajes negros, que contrastaban vivamente con el blanco resplandeciente del entorno. Uno de ellos era Wing, que, enfundado en su uniforme, parecía más imponente incluso que antes, si es que eso era posible. Otto se le acercó.
—Bueno, ¿qué tal estoy? —le preguntó sonriendo.
—Impresionante —respondió Wing—. El negro te sienta bien.
—¿De veras? Yo me siento como una pinta de cerveza negra Guiness —bromeó Otto.
Wing se echó a reír, un ruido nuevo para Otto. Tenía una risa profunda y poderosa, que hizo que varios de sus compañeros se volvieran hacia él y lo miraran con curiosidad.
—Gracias. Hacía mucho que no me reía y empezaba a preocuparme por que se me hubiera olvidado cómo se hace.
Wing le propinó una palmada en el hombro y Otto contrajo la cara en un gesto de dolor. Aquello era como recibir el impacto de un saco repleto de ladrillos.
Otto echó un vistazo a la sala para ver dónde estaba la condesa y comprobó con gran satisfacción que estaba recibiendo las ruidosas quejas de la norteamericana rubia, que parecía empeñada en que le dijera cuándo le devolverían su ropa.
—Escucha —Otto apartó un poco a Wing del resto de los alumnos—. ¿Te dijo la mente algo raro mientras te estabas cambiando?
La pregunta pareció desconcertar un poco a Wing.
—No. Lo que sí hizo fue volver a tomarme las medidas en el cubículo porque pensaba que el primer conjunto no me quedaba bien, pero eso fue todo. ¿Por qué lo preguntas?