Espacio revelación (30 page)

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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

En ese momento, los pájaros de Janequin percibieron el perfume.

La mujer que había destapado el tarro de ámbar había desaparecido; su asiento estaba vacío. El aroma, fragante y otoñal, hizo pensar a Sylveste en hojas aplastadas. Sintió ganas de estornudar.

Algo iba mal.

La sala centelleó en azul turquesa, como si se hubieran abierto a la vez cien abanicos de tonos pastel. Los pavos reales habían desplegado sus colas, mostrando un millón de ojos tintados.

El aire se volvió gris.

—¡Al suelo! —gritó Girardieau, llevándose una mano al cuello. Había algo clavado en él, algo diminuto y punzante. Entumecido, Sylveste contempló su túnica y vio media docena de púas en forma de vírgula aferradas a ella. Aunque no habían traspasado la tela, no se atrevía a tocarlas.

—¡Herramientas de asesinato! —Girardieau se abalanzó bajo la mesa, arrastrando a Sylveste y a su hija con él.

El auditorio era un caos, una masa frenética de personas histéricas que intentaban escapar.

—¡Son los pájaros de Janequin! —gritó Girardieau al oído de Sylveste—. ¡Llevan dardos venenosos en la cola!

—Estás herido —dijo Pascale, demasiado sorprendida para transmitir emoción a su voz. Luces y humo estallaban sobre sus cabezas. Se oían gritos. Por el rabillo del ojo, Sylveste vio a la mujer del perfume con un arma dañina en las manos, cuyo cañón escupía fríos pulsos de energía a los presentes. Las cámaras flotantes se movían a su alrededor, grabando desapasionadas la carnicería. Sylveste nunca había visto un arma como la que blandía aquella mujer. Era obvio que no había sido fabricada en Resurgam, y eso sólo dejaba dos posibilidades: o había llegado a Yellowstone con la colonia original o se la había comprado a Remilliod, el único mercader que había pasado por el sistema después del golpe. El cristal, aquel cristal amarantino que había sobrevivido durante diez mil siglos, se resquebrajó con estridencia sobre sus cabezas y se desplomó sobre el público en afilados pedazos. Sylveste observó con impotencia cómo se hundían en la carne de los presentes aquellos proyectiles de rubí, como rayos congelados. Los gritos del público eran tan fuertes que sofocaban los alaridos de los heridos.

Lo que quedaba del equipo de seguridad de Girardieau se estaba movilizando terriblemente despacio. Ya habían caído cuatro hombres, cuyos rostros había sido perforados por las púas. Uno de ellos había llegado a los asientos y estaba forcejeando con la mujer de la pistola. Otro había abierto fuego contra los pájaros de Janequin.

Mientras tanto, Girardieau gemía. Tenía los ojos en blanco, inyectados en sangre, y sus manos intentaban aferrarse al aire.

—Tenemos que salir de aquí —gritó Sylveste al oído de Pascale.

La transferencia neuronal la había dejado tan aturdida que parecía que no era consciente de lo que estaba pasando.

—Pero mi padre…

—Ha muerto.

Sylveste depositó el cuerpo inerte de Girardieau sobre el frío suelo del templo, intentando en todo momento mantenerse bajo la seguridad que le proporcionaba la mesa.

—Esas púas tienen la única función de matar, Pascale. No podemos hacer nada por él. Si nos quedamos aquí, seremos los siguientes.

Girardieau refunfuñó algo. Puede que fuera un «marchaos» o, simplemente, un último estertor.

—¡No podemos abandonarlo! —gritó Pascale.

—Si no lo hacemos, sus asesinos ganarán.

Las lágrimas se deslizaban por su rostro.

—¿Adónde podemos ir?

Miró a su alrededor, frenético. El humo de las bombas de conmoción (que probablemente habían lanzado los hombres de Girardieau) inundaba la sala, asentándose en perezosas espirales pastel, similares a las cintas que lanza un bailarín. De repente, la sala se sumió en una oscuridad total. Todas las luces, tanto las del interior como las del exterior del templo, se habían apagado… o habían sido destruidas.

Pascale gritó.

Los ojos de Sylveste entraron en modo infrarrojo casi automáticamente.

—Aún puedo ver —le susurró—. Mientras estemos juntos, no tienes que preocuparte de la oscuridad.

Rezando para que el peligro de los pájaros hubiera desaparecido, Sylveste empezó a incorporarse lentamente. El templo emitía una incandescencia gris verdosa. La mujer del perfume había muerto: tenía un agujero humeante del tamaño de un puño en el costado y los fragmentos del tarro ámbar se diseminaban a sus pies. Sylveste suponía que el perfume era algún tipo de detonante hormonal que afectaba a los receptores de los pájaros. Sin duda alguna, Janequin estaba implicado en este asunto… pero también había muerto. Una daga diminuta se había clavado en su pecho, haciendo que la sangre se deslizara por su chaqueta de brocado.

Sylveste cogió a Pascale y la empujó hacia la salida: un pasaje abovedado adornado con figurillas amarantinas y graficoformas en bajorrelieve. Al parecer, la mujer del perfume había sido la única asesina presente en la sala, pues ahora estaban entrando sus colegas, vestidos con ropa de camuflaje y provistos de mascarillas y gafas de infrarrojos.

Sylveste empujó a Pascale tras una confusión de mesas volcadas.

—Nos están buscando —susurró—. Es probable que crean que estamos muertos.

Los miembros supervivientes del equipo de seguridad de Girardieau se habían diseminado por el auditorio para adoptar posiciones defensivas, pero estaban en desventaja, puesto que los recién llegados llevaban armas mucho más potentes. La milicia se defendía con rayos láser de bajo rendimiento y armas de fuego, pero los rifles del enemigo acabaron con ellos con alegre e impersonal facilidad. La mitad del público estaba inconsciente o había muerto tras haber recibido la peor parte del venenoso ataque de los pavos reales. Estas aves habían sido herramientas de asesinato sumamente efectivas, sobre todo porque se les había permitido acceder al auditorio sin hacerles pasar antes por ningún control de seguridad. Sylveste advirtió que dos de ellas seguían con vida. Sus colas, todavía accionadas por las moléculas del perfume que se demoraban en el aire, se abrían y cerraban como el abanico de una cortesana nerviosa.

—¿Tu padre llevaba encima algún arma? —preguntó Sylveste, lamentando al instante haber hablado en pasado.

—No lo creo —respondió Pascale.

Por supuesto que no. Girardieau nunca habría confiado esa información a su hija. Rápidamente, Sylveste palpó el cuerpo inerte del hombre, deseando encontrar un arma bajo su traje ceremonial.

Nada.

—Tendremos que arreglárnoslas sin ella —dijo Sylveste, como si constatar este hecho pudiera, de alguna forma, aliviar el problema que conllevaba—. Si no nos damos prisa, nos matarán.

—¿Vamos hacia el laberinto?

—Nos verán.

—Puede que piensen que no somos nosotros —dijo Pascale—. Es imposible que sepan que puedes ver en la oscuridad. —Aunque sus ojos estaban ciegos, logró mirarlo directamente a la cara. Tenía la boca abierta: una expresión circular de vacío o esperanza—. Pero antes, deja que me despida de mi padre.

Encontró su cadáver en la oscuridad y lo besó por última vez, mientras Sylveste observaba la salida. En aquel instante, un miembro de la milicia de Girardieau asestó un disparo al soldado que la protegía. Cuando la figura enmascarada se desplomó, su temperatura corporal empezó a verterse en estado líquido alrededor de su cuerpo, diseminando gusanos blancos de energía térmica por el suelo de piedra.

El camino estaba despejado, de momento. Pascale la cogió de la mano y, juntos, echaron a correr.

Ocho

Rumbo a Delta Pavonis, 2546

—Doy por hecho que has oído la información referente al Capitán —dijo Khouri, cuando la Mademoiselle tosió discretamente a sus espaldas. Excepto por aquella presencia ilusoria, estaba sola en su camarote, intentando digerir lo que Volyova y Sajaki le habían contado.

La mujer esbozó una sonrisa paciente.

—Eso complica bastante las cosas, ¿verdad? Reconozco que pensé en la posibilidad de que la tripulación tuviera alguna relación con él. Debido a sus intenciones de viajar a Resurgam, me pareció algo lógico. Sin embargo, nunca extrapolé nada tan complejo como esto.

—Supongo que es una forma de decirlo.

—Su relación es… —El fantasma pareció tomarse un momento para elegir sus palabras, aunque Khouri sabía que no era más que un molesto engaño— interesante. Pero puede que limite nuestras opciones en el futuro.

—¿Sigues estando segura de quererlo muerto?

—Sin duda alguna. Esta noticia no hace más que intensificar la urgencia. Ahora existe el riesgo de que Sajaki intente traerlo a bordo.

—¿Y no sería más sencillo que lo matara entonces?

—Por supuesto. Pero llegados a ese punto, no bastaría con matarlo: tendrías que encontrar la forma de destruir el conjunto de la nave. El hecho de que lograras sobrevivir sería únicamente problema tuyo.

Khouri frunció el ceño. Todo este asunto carecía de sentido.

—Pero si garantizara que Sylveste está muerto…

—Eso no bastaría —respondió la Mademoiselle, con una nueva franqueza—. Matarlo forma parte de lo que tienes que hacer, pero eso no es todo. Debes ser específica en el modo de hacerlo.

Khouri esperó a escuchar lo que la mujer tenía que decir.

—No debes prevenirlo, ni siquiera unos segundos antes. Además, tienes que matarlo cuando esté completamente solo.

—Eso formaba parte del plan.

—Bien… pero quiero que sea tal y como digo. Si es imposible asegurar la soledad en algún momento concreto, deberás demorar su muerte. Sin compromisos, Khouri.

Ésta era la primera vez que le hablaba de los detalles del trabajo. Obviamente, la Mademoiselle había decidido que ya estaba preparada para saber un poco más.

—¿Y qué hay del arma?

—Podrás usar la que prefieras, siempre y cuando ésta no incorpore componentes cibernéticos que superen cierto nivel de complejidad que estipularé más adelante. —Antes de que Khouri pudiera protestar, añadió—: Un arma de rayos es aceptable, siempre y cuando no entre en contacto con el sujeto en ningún momento. Los proyectiles y los artefactos explosivos también sirven a nuestro propósito.

Khouri pensó que, dada la naturaleza de la bordeadora lumínica, a bordo debía de haber armas apropiadas suficientes. Cuando llegara el momento, podría hacerse con alguna moderadamente letal y concederse un tiempo para conocer sus detalles, antes de usarla contra Sylveste.

—Seguro que encuentro algo.

—No he terminado. No deberás acercarte a él ni podrás matarlo si se encuentra cerca de sistemas cibernéticos… pero, de nuevo, te daré a conocer los detalles cuando se aproxime la fecha. Cuando más aislado esté, mejor. Si puedes hacerlo cuando esté solo y la ayuda esté lejos, sobre la superficie de Resurgam, habrás realizado tu trabajo para mi completa satisfacción —hizo una pausa. Era obvio que estos detalles eran sumamente importantes para la Mademoiselle; Khouri estaba haciendo grandes esfuerzos para recordarlos, pero de momento no le parecían más lógicos que los conjuros utilizados en la Edad Oscura para prevenir la fiebre—. Bajo ningún concepto debes permitir que abandone Resurgam. Debes comprender que, en cuanto sepa que ha llegado una bordeadora lumínica a la órbita, aunque sea ésta, Sylveste buscará y encontrará la forma de subir a bordo. No debes permitirlo en ninguna circunstancia.

—He captado el mensaje —dijo Khouri—. Debo matarlo en la superficie. ¿Eso es todo?

—No. —El fantasma esbozó una sonrisa macabra que Khouri no había visto nunca. Quizá, la Mademoiselle mantenía algunas en reserva para momentos como éste—. Por supuesto, quiero una prueba de su muerte. Este implante registrará el acontecimiento, pero cuando regreses a Yellowstone querré una prueba física que corrobore lo que éste haya registrado. Quiero restos… y no simples cenizas. Puedes preservarlos en vacío, mantenerlos sellados y aislados de la nave o enterrarlos en roca, lo que prefieras, pero tráemelos de vuelta. Exijo tener una prueba.

—¿Y entonces?

—Entonces, Ana Khouri, te devolveré a tu marido.

Sylveste no dejó de correr hasta que Pascale y él cruzaron el caparazón de ébano que encerraba la ciudad amarantina y se adentraron varios cientos de metros en el imbricado laberinto de túneles que lo agujereaban. Fue escogiendo el camino tan al azar como era humanamente posible, ignorando las señales que habían incorporado los arqueólogos e intentando no seguir un camino predecible.

—No vayas tan rápido —dijo Pascale—. Me da miedo que nos perdamos.

Sylveste acercó una mano a su boca, aunque sabía que su necesidad de hablar era sólo una forma de olvidar por unos instantes el asesinato de su padre.

—Debemos guardar silencio. Estoy seguro de que hay unidades del Camino Verdadero en el caparazón, listas para deshacerse de todo aquel que consiga escapar. No debemos llamar su atención.

—Pero si nos perdemos… —protestó ella, ahora con voz calmada—. Dan, en este lugar murieron muchas personas que fueron incapaces de encontrar la salida.

Sylveste le indicó que descendiera hasta un estrecho refugio sumido en una densa oscuridad. Las paredes eran resbaladizas, pues no habían instalado el pavimento de fricción.

—No nos vamos a perder —dijo él, con más serenidad de la que sentía. Se dio unos golpecitos en los ojos, aunque todo estaba demasiado oscuro para que Pascale pudiera advertir el gesto. Como un vidente entre ciegos, le costaba recordar que la comunicación no verbal no servía de nada—. Podré desandar todos los pasos que demos. Además, las paredes reflejan los infrarrojos de nuestros cuerpos bastante bien. Estaremos más seguros aquí que en la ciudad.

Pascale resopló, pero no dijo nada durante largos minutos.

—Espero que ésta no sea una de las escasas ocasiones en las que te equivocas —murmuró por fin—. Sería un principio sumamente desfavorable para nuestro matrimonio, ¿no crees?

La carnicería del vestíbulo seguía estando tan fresca en su mente que Sylveste no tenía ganas de reír… pero lo hizo, y este gesto pareció suavizar ligeramente la realidad. Y fue lo mejor porque, cuando lo pensó de forma racional, se dio cuenta de que las dudas de Pascale estaban perfectamente justificadas. Aunque conociera el camino exacto para salir del laberinto, este conocimiento sería inútil si los túneles resultaban ser demasiado resbaladizos para trepar por ellos o si, como decían los rumores, el laberinto cambiaba su configuración de vez en cuando. En ese caso, con ojos mágicos o sin ellos, se morirían de hambre, del mismo modo que habían muerto los pobres estúpidos que se habían desviado del camino señalado.

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