—No serviría de nada —respondió Sajaki—. Si realmente tuviera intenciones de hacerte algo, no se detendría ante una insignificante reprimenda. Si me limitara a amonestarla, encontraría la forma de herirte de forma permanente. Por eso, la única opción razonable sería matarla. Por cierto, me sorprende que intentes ver las cosas desde su punto de vista. ¿No se te ha ocurrido pensar que Nagorny pudo haberle contagiado parte de su locura?
—¿Me estás preguntando si creo que está completamente cuerda?
—Es igual. Te doy mi palabra de que no hará nada en tu contra. —Sajaki hizo una pausa—. Y ahora… ¿podemos acabar con esto de una vez? He tenido Nagorny suficiente para toda una vida.
—Sé exactamente cómo te sientes.
Habían pasado varios días desde la primera reunión con la tripulación. Se encontraban delante de los aposentos del difunto, en el nivel 821, preparándose para entrar. Habían permanecido sellados desde su muerte (algo más, por lo que sabían los demás), y ni siquiera Volyova había entrado en ellos, por miedo a dejar alguna prueba que hubiera alertado a los demás de su presencia.
Habló por su brazalete.
—Desactivación de la prohibición de seguridad, aposentos personales del Oficial de Artillería Boris Nagorny, autorización de Volyova.
La puerta se abrió ante ellos, provocando una corriente palpable de aire gélido.
—Ordénales que entren —dijo Sajaki.
Los criados armados tardaron sólo unos minutos en barrer el interior y certificar que no había peligros obvios. Se trataba de una posibilidad demasiado remota pues, seguramente, Nagorny no había planeado morir cuando Volyova acabó con su vida. Sin embargo, con tipos como él era imposible estar seguro.
Cuando entraron, los criados ya habían activado las luces de la habitación.
Como la mayoría de los psicópatas con los que había tropezado, a Nagorny siempre le había gustado ocupar los espacios personales de menor tamaño. Sus aposentos eran mucho más pequeños que los de Volyova, y en ellos reinaba una fastidiosa pulcritud, como un poltergeist a la inversa. La mayor parte de sus pertinencias (no había demasiadas) estaban atadas, de modo que no habían sido perturbadas por las maniobras que realizó la nave cuando acabó con su vida.
Sajaki hizo una mueca y acercó una manga a la nariz.
—Ese olor.
—Es
borscht
, sopa rusa de remolacha. Creo que a Nagorny le gustaba.
—Recuérdame que no la pruebe nunca.
Sajaki cerró la puerta tras ellos.
En la atmósfera había cierto frío residual. Los termómetros indicaban que la temperatura de la habitación era normal, pero era como si las moléculas de aire llevaran consigo el recuerdo de los meses de frío. La sobrecogedora austeridad de aquel cuarto tampoco ayudaba a disipar esta sensación: en comparación, el camarote de Volyova parecía opulento y lujoso. No se trataba simplemente de que Nagorny hubiera sido negligente personalizando su espacio, sino que además se había alejado tanto de los estándares normales que sus esfuerzos resultaban contradictorios y hacían que la sala resultara más desapacible que sí hubiera estado vacía.
Y el ataúd tampoco era de gran ayuda.
Aquel alargado objeto era lo único que no había estado atado cuando mató a Nagorny. No había sufrido ningún daño, pero Volyova tenía la impresión de que antes había estado derecho, dominando la habitación con su temible grandeza premonitoria. Era inmenso y, probablemente, de hierro. El metal era negro como el ébano y absorbía la luz como la superficie de una Mortaja. En todas sus caras se había tallado un bajorrelieve tan intricado que era imposible percibir todos sus secretos de un sola vez. Volyova lo contempló en silencio.
¿Estás intentando decirme que Boris Nagorny quería acabar con su vida
?, pensó.
—Yuuji —dijo—. No me gusta nada este lugar.
—No puedo culparte.
—¿Qué tipo de loco construiría su propio ataúd?
—Yo diría que uno muy entregado. Pero aquí está, y posiblemente es el único atisbo de su mente que tenemos. ¿Qué opinas de los adornos?
—Sin duda alguna, son una proyección de su psicosis, una concretización. —Ahora que Sajaki imponía la calma, Volyova empezaba a adoptar una actitud servil—. Tendría que analizar la imaginería. Podría proporcionarme cierta comprensión. —Hizo una pausa antes de añadir—: Para que no cometamos el mismo error dos veces.
—Me parece prudente —comentó Sajaki, arrodillándose y pasando su enguantado dedo índice por la superficie tallada al estilo rococó—. Al menos has tenido la suerte de no haberte visto obligada a matarlo.
—Sí —respondió ella, dedicándole una mirada curiosa—. ¿Pero qué opinas tú de los adornos, Yuuji-san?
—Me gustaría saber quién o qué era Ladrón de Sol —respondió, señalándole las palabras que habían sido grabadas en cirílico sobre el ataúd—. ¿Tiene algún sentido para ti? En relación con su psicosis, por supuesto. ¿Sabes qué significaba para Nagorny?
—No tengo la menor idea.
—De todos modos, permíteme que haga una conjetura. Yo diría que en la imaginación de Nagorny, Ladrón de Sol representaba a alguien de su experiencia diaria… y en mi opinión, sólo hay dos posibilidades.
—Él mismo o yo —comentó Volyova, sabiendo que Sajaki no se distraía con facilidad—. Sí, sí, todo eso es obvio… pero no nos ayuda en nada.
—¿Estás segura de que nunca te mencionó a Ladrón de Sol?
—Recordaría algo así.
Algo bastante cierto porque, de hecho, lo recordaba: había escrito estas palabras con su propia sangre en la pared de su camarote. Para ella no significaban nada, pero eso no significaba que le resultaran desconocidas. La verdad es que, a medida que se aproximaba el incómodo final de su relación profesional, Nagorny apenas había hablado de otra cosa. Ladrón de Sol aparecía en todos sus sueños y, como cualquier paranoico, veía señales de sus malvadas obras incluso en las contrariedades más monótonas de la vida diaria: si una de las luces de la nave fallaba inexplicablemente o un ascensor lo llevaba a una planta equivocada, el culpable era Ladrón de Sol. Nunca se trataba de una simple avería: todos aquellos incidentes eran una prueba de las maquinaciones deliberadas de una entidad que se movía entre bambalinas y a la que sólo Nagorny podía detectar. Volyova había sido una estúpida al ignorar aquellas señales. Tenía la esperanza de que aquel fantasma regresaría al infierno de su inconsciencia, e incluso había rezado de la mejor forma que sabía para que eso ocurriera. Sin embargo, Ladrón de Sol había permanecido con él, tal y como atestiguaba el ataúd que descansaba en el suelo.
Sí… recordaría algo así.
—No lo dudo —replicó Sajaki. Entonces volvió a centrar su atención en los grabados—. Creo que en primer lugar deberíamos hacer una copia de esas marcas —dijo—. Puede que sean útiles, pero este maldito efecto Braille impide que podamos distinguirlas a simple vista. ¿Qué crees que es? —Deslizó la palma de la mano por una especie de dibujo radial—. ¿Alas de pájaro o rayos de sol brillando desde arriba? Yo creo que son alas de pájaro… ¿pero por qué iba a tener algo así en la mente? ¿Y qué tipo de lengua se supone que es?
Volyova contempló los grabados, pero fue incapaz de asimilarlos, debido a su complejidad. Por supuesto que estaba interesada en descifrar su significado, pero quería hacerlo a solas, bien lejos de Sajaki. En ese ataúd había demasiadas pruebas de las profundidades en las que se había sumido la mente de Nagorny.
—Creo que deberíamos estudiarlos en mayor profundidad —respondió, con cautela—. Has dicho «en primer lugar». ¿Qué pretendes hacer cuando tengamos la copia?
—Pensaba que era obvio.
—Destruir este maldito ataúd —conjeturó.
Sajaki sonrió.
—O eso, o dárselo a Sudjic. Personalmente, preferiría destruirlo. No es bueno tener ataúdes en una nave, ¿sabes? Sobre todo si son de fabricación casera.
Las escaleras ascendían hasta el infinito. Un buen rato después, cuando ya llevaban unos doscientos escalones, Khouri perdió la cuenta, pero justo cuando empezaba a pensar que sus rodillas iban a ceder, la escalera finalizó con brusquedad, mostrándole un larguísimo pasillo blanco cuyos lados eran una serie de arcos en bajo relieve. Era como encontrarse en un pórtico bajo la luz de la luna. Recorrieron el reverberante pasillo hasta llegar a las puertas dobles que se abrían al final, adornadas con volutas negras orgánicas e incrustaciones de vidrio polarizado. Sobre ellos se vertía la luz lavanda que escapaba de aquella habitación.
Obviamente, habían llegado.
Era posible que todo esto fuera algún tipo de trampa y que el simple hecho de entrar en aquella sala fuera una forma de suicidio, pero no había posibilidad alguna de dar media vuelta; Manoukhian se lo había dejado muy claro. Khouri tiró del pomo y entró. Algo en el aire le produjo un agradable cosquilleo en la nariz: un perfume floreciente que negaba la esterilidad del resto de la casa. Aquel olor le hizo sentirse sucia. Sólo habían transcurrido unas horas desde que Ng la había despertado y le había ordenado que matara a Taraschi, pero en el intervalo había acumulado la suciedad de todo un mes, debido a la lluvia de Ciudad Abismo, el sudor y el miedo.
—Veo que Manoukhian ha logrado traerte hasta aquí de una pieza —dijo una voz de mujer.
—¿Él o yo?
—Ambos, querida —respondió la oradora invisible—. Ambos gozáis de una fama formidable.
Las puertas dobles se cerraron a sus espaldas, con un chasquido. Khouri empezó a examinar sus alrededores, una tarea complicada debido a la extraña luz rosada de la sala. Tenía forma de olla y había dos ventanas en forma de ojo dispuestas en una pared cóncava.
—Bienvenida a mi lugar de residencia —dijo la voz—. Considérate en tu casa.
Khouri avanzó hacia las oscuras ventanas. A un lado descansaban un par de arquetas de sueño frigorífico, que centelleaban como peces plateados. Una de las unidades estaba sellada y activada, mientras que la otra estaba abierta; una crisálida lista para convertirse en mariposa.
—¿Dónde estoy?
Las persianas se abrieron al instante.
—Donde siempre has estado —respondió la Mademoiselle.
Estaba contemplando Ciudad Abismo, pero desde el lugar más elevado que había pisado en su vida. En realidad se encontraba sobre la Red Mosquito, a unos cincuenta metros de su manchada superficie. La ciudad yacía bajo la Red como una fantástica criatura marina espinosa conservada en formaldehído. No tenía ni idea de dónde estaba, sólo de que debía tratarse de uno de los edificios más elevados; uno que, seguramente, siempre había creído deshabitado.
—Llamo a este lugar Château des Corbeaux —dijo la Mademoiselle—. La Casa de los Cuervos, por su oscuridad. Sin duda alguna, lo habrás advertido.
—¿Qué quiere? —preguntó Khouri, por fin.
—Quiero que hagas un trabajo para mí.
—¿Todo eso sólo para esto? ¿Realmente era necesario que me secuestrara a punta de pistola para contratarme? ¿No podría haber utilizado los canales habituales?
—No se trata del tipo de trabajo habitual.
Khouri señaló con la cabeza la unidad de sueño frigorífico que estaba abierta.
—¿Qué tiene que ver con eso?
—No irás a decirme que te inquieta. Al fin y al cabo, usted vino a nuestro mundo en uno de esos aparatos.
—Acabo de preguntar qué significa.
—Todo a su tiempo. Gírate, por favor.
Khouri oyó un ligero bullicio de maquinaria a sus espaldas, como el sonido de un archivador al abrirse.
El palanquín de un hermético había entrado en la sala… ¿o había estado allí desde un principio, oculto mediante algún artificio? Era tan oscuro y angular como un metrónomo, carecía de ornamentación y su exterior negro estaba toscamente soldado. No tenía apéndices ni sensores visibles, y el diminuto monóculo dispuesto en su frente era tan oscuro como el ojo de un tiburón.
—Sin duda alguna, está familiarizada con los de mi especie —dijo la voz que emanaba del palanquín—. No se asuste.
—No lo estoy —dijo Khouri.
Estaba mintiendo. En aquella caja había algo inquietante. Nunca había experimentado nada similar ante la presencia de Ng u otros herméticos a los que había conocido. Puede que se debiera a la austeridad del palanquín o a la sensación, completamente subliminal, de que la caja estaba desocupada. El reducido tamaño de su panel de visión no resultaba de gran ayuda, ni tampoco la sensación de que había algo monstruoso tras aquella oscura opacidad.
—Ahora no puedo responder a todas tus preguntas —dijo la Mademoiselle—. Pero no te he traído hasta aquí sólo para que veas mi casa. Puede que esto te sirva de ayuda.
Al lado del palanquín apareció una figura, proyectada por la propia habitación.
Era una mujer joven, vestida con el tipo de atuendo que nadie había vuelto a llevar en Yellowstone desde la plaga; envuelta en un remolino de entópticos. Tenía el cabello moreno, peinado hacia atrás desde una frente noble y sujeto mediante un broche tejido con luces. Su vestido, de color azul eléctrico, dejaba desnuda su espalda, deslizándose hacia el suelo en un atrevido décolletage. En el punto en que tocaba el suelo, se desdibujaba hasta desaparecer.
—Así es como era yo antes de que llegara toda la suciedad —dijo la figura.
—¿Y no puede seguir siendo así?
—El riesgo de abandonar la cápsula es demasiado grande, incluso en los santuarios herméticos. Desconfío de sus precauciones.
—¿Por qué me ha traído a este lugar?
—¿Manoukhian no te ha explicado los detalles?
—No exactamente. Sólo me dijo que no sería bueno para mi salud no acompañarlo.
—Qué poco delicado. De todos modos, debo reconocer que no estaba equivocado. —Una sonrisa desestabilizó la pálida serenidad de su rostro—. ¿Cuáles crees que son las razones por las que te he traído hasta aquí?
Khouri sabía que, pasara lo que pasara a partir de ahora, ya había visto demasiado para que le permitieran regresar a la vida normal de la ciudad.
—Soy una asesina profesional. Manoukhian me vio trabajando y dijo que era tan buena como mi reputación. Puede que me esté precipitando en mis conclusiones, pero supongo que lo que quiere es que alguien muera.
—Muy bien —la figura asintió—. ¿Manoukhian no te dijo que en esta ocasión sería algo distinto a lo que haces normalmente?
—Mencionó una diferencia importante, sí.
—¿Y eso te preocupa? —La Mademoiselle la observó con atención—. Es un punto interesante, ¿verdad? Sé que tus víctimas consienten en ser asesinadas antes de que vayas a por ellas, pero lo hacen porque saben que, probablemente, lograrán esquivarte y podrán alardear de ello durante el resto de su vida. Dudo que muchos de ellos te pongan las cosas fáciles cuando consigues atraparlos.