—¿Reflexionar sobre qué?
Taraschi se pasó los dedos por el húmedo cabello y se restregó las manos contra las perneras de sus pantalones, para limpiarlas de polvo y de sangre.
—Si debo seguirla o no.
La pulsación se detuvo y su súbita ausencia bastó para que Khouri se sintiera mareada. Cayó al suelo, semiinconsciente. El contrato había finalizado. Ella había ganado… una vez más. Pero Taraschi seguía con vida.
—Esta era mi madre —dijo, señalando el altar más próximo, uno de los pocos que estaban bien cuidados. Parecía que Taraschi había limpiado su busto de alabastro justo antes del encuentro, pues en él no había ni una mota de polvo. Su piel estaba impoluta y las gemas de sus ojos seguían presentes en unos rasgos aristócratas que no habían sido deteriorados por las manchas ni por la erosión—. Se llamaba Nadine Weng-da Silva Taraschi.
—¿Qué le ocurrió?
—Murió mientras la escaneaban. El barrido destructivo fue tan rápido que la mitad de su cerebro siguió funcionando con normalidad a pesar de que la otra mitad estaba destrozada.
—Lo siento… aunque sé que se ofreció voluntariamente.
—No lo sientas. La verdad es que fue una de las afortunadas. ¿No conoces la historia, Ana?
—No soy de aquí.
—Eso tenía entendido. Sé que antes fuiste soldado y que te ocurrió algo terrible. Bueno, permíteme que te explique lo siguiente. Los escáneres funcionaban bien. El único problema radicaba en el software que se suponía que debía ejecutar la información escaneada, para permitir que los alfas evolucionaran en el tiempo y experimentaran conciencia, emoción, recuerdos… todo aquello que nos convierte en humanos. Todo fue bien hasta que el último de los Ochenta fue escaneado, un año después del primero. Entonces, los primeros voluntarios empezaron a sufrir extrañas patologías. Se colapsaron irremediablemente o quedaron encerrados en bucles infinitos.
—¿Has dicho que ella fue afortunada?
—Algunos de los Ochenta siguen activos. Se las han arreglado para seguir adelante durante un siglo y medio. Ni siquiera la plaga pudo herirlos, pues ya habían migrado a ordenadores seguros en lo que ahora llamamos el Cinturón de Óxido. —Taraschi hizo una pausa—. Pero desde hace algún tiempo se mantienen apartados del mundo real… evolucionando en entornos simulados cada vez más elaborados.
—¿Y tu madre?
—Me sugirió que me uniera a ella. Ahora, la tecnología de escaneo es mejor; ni siquiera tiene que matarte.
—Entonces, ¿dónde está el problema?
—No sería yo, sino una copia… y mi madre lo sabría. Pero ahora… —Señaló la diminuta herida—. Pero ahora moriré en el mundo real y la copia será lo único que quede de mí. Tengo tiempo de sobra para ser escaneado antes de que la toxina provoque algún deterioro mensurable en mi estructura neurológica.
—¿Y no podrías habértela inyectado?
Taraschi sonrió.
—Eso habría sido demasiado frío. Debes recordar que me estoy matando… y eso no es algo que se pueda tomar a la ligera. Al implicarte, he podido demorar mi decisión e introducir un elemento de riesgo. Si hubiera decidido seguir viviendo y me hubiera enfrentado ti, habrías seguido ganando.
—Pero la ruleta rusa habría sido más barata.
—Habría sido demasiado rápida y aleatoria, además de poco elegante. —Avanzó hacia ella y, antes de que ésta pudiera retroceder, le tendió la mano, como si acabaran de sellar un acuerdo comercial—. Muchas gracias, Ana.
—¿Gracias?
Sin responder, pasó junto a ella, dirigiéndose hacia el ruido. El montón de cabezas se estaba desmoronando; los pasos resonaban en las escaleras. Un jarrón de cobalto se rompió en pedazos mientras la barricada cedía. Khouri oyó el susurro de las cámaras flotantes, pero cuando llegó el gentío, no vio los rostros que había esperado. Aquellas personas iban vestidas de forma respetable pero no ostentosa. Pertenecían a las viejas familias ricas de la Canopia. Tres hombres ancianos vestían ponchos, sombreros de fieltro y gafas de carey con cámaras flotantes; las cámaras pendían sobre ellos como solícitos sirvientes. Había dos palanquines de bronce a sus espaldas, uno de ellos lo bastante pequeño para contener a un niño. También había un hombre con una torera de color ciruela y una diminuta cámara de mano, y dos muchachas adolescentes con paraguas en los que había grullas y pictogramas chinos pintados con acuarela. Entre las muchachas pudo ver a una mujer que tenía el rostro tan pálido que bien podría haber sido un juguete de origami de tamaño real, apretado, blanco y fácilmente rompible. Cayó sobre sus rodillas delante de Taraschi, sollozando. Khouri no la conocía, pero su intuición le decía que era la esposa de Taraschi y que el alfanje de toxinas le había arrebatado a su marido.
La mujer miró a Khouri con sus límpidos ojos de color gris humo. Su voz, cuando habló, estaba impregnada de cólera.
—Espero que te hayan pagado bien.
—Sólo he hecho mi trabajo —respondió Khouri, sin apenas ser capaz de pronunciar aquellas palabras.
Taraschi avanzó hacia las escaleras ayudado por aquellas personas. Khouri observó cómo las descendían. Antes de que desaparecieran de su campo visual, la esposa de Taraschi se giró para dedicarle una última mirada de reproche. Oyó la reverberación de su retirada y el sonido de los pasos por el suelo de mármol. Los minutos pasaron y entonces supo que estaba completamente sola.
Hasta que algo se movió a sus espaldas. Se giró al instante, disparando su arma.
Un palanquín apareció entre dos altares.
—¿Eres tú, Case? —Khouri bajó el arma, consciente de que no le resultaría muy útil, puesto que la toxina sólo afectaba a la bioquímica de Taraschi.
No era el palanquín de Case. Carecía de marcas; era completamente negro. Por primera vez en su vida, vio que el palanquín se abría, revelando a un hombre que avanzó sin temor alguno hacia ella. Vestía una torera de color ciruela, no la indumentaria hermética que cabría esperar en alguien que temía a la plaga, y en una de sus manos llevaba un accesorio moderno: una cámara diminuta.
—Ya nos hemos ocupado de Case —dijo el hombre—. A partir de ahora, ya no tiene que preocuparse de él, Khouri.
—¿Quién es usted? ¿Alguien relacionado con Taraschi?
—No… sólo he venido hasta aquí para ver si es usted tan eficiente como implica su reputación. —El hombre hablaba con un suave acento que no era local, que no procedía de este sistema ni de Borde del Firmamento—. Y me temo que lo es. Y de momento, eso significa que trabaja para la misma persona que yo.
Khouri se preguntó si sería capaz de clavarle un dardo en el ojo. No lo mataría, pero al menos le obligaría a deshacerse de su presunción.
—¿Y podría decirme quién es esa persona?
—La Mademoiselle —respondió.
—Nunca he oído hablar de ella.
El hombre levantó el extremo de la cámara en el que se situaba la lente. Ésta se abrió como un huevo de Fabergé especialmente ingenioso. Cientos de elegantes fragmentos de jade se deslizaron a sus nuevas posiciones hasta que, de pronto, Khouri advirtió que estaba mirando el cañón de una pistola.
—No, pero ella sí que ha oído hablar de usted.
Cuvier, Resurgam, 2561
Lo despertaron unos gritos.
Sylveste comprobó la hora en el reloj táctil que tenía junto a la cama, palpando la posición de las manecillas. Hoy tenía una cita. Tenía que estar listo en menos de una hora. La conmoción del exterior había ganado a la alarma en sólo unos minutos. Sintiendo curiosidad, apartó las sábanas y avanzó hacia la elevada ventana enrejada arrastrando los pies. A estas horas de la mañana siempre estaba medio ciego, porque sus ojos se sometían a la comprobación de sistemas del despertar: lanzaban láminas de colores primarios a su alrededor haciendo que la habitación pareciera haber sido redecorada durante la noche por una brigada de cubistas excesivamente entusiastas.
Apartó la cortina. Sylveste no era bajo, pero aquella ventanita estaba tan alta que no podía ver nada por ella (por lo menos, desde un ángulo útil) a no ser que amontonara en el suelo los libros de su estantería y se subiera a ellos. Y ni siquiera así la vista resultaba edificante: Cuvier se había construido en el interior y alrededor de una única cúpula geodésica, la mayor parte de la cual estaba ocupada por estructuras rectangulares de seis o siete pisos de altura, edificadas durante los primeros días de la misión con el propósito de que fueran duraderas, no estéticamente agradables. Como no había estructuras autorreparadoras, la necesidad de protegerse contra un fallo en la cúpula había dado lugar a edificios que no sólo eran capaces de soportar las tormentas-cuchilla, sino que también podían ser presurizados de forma independiente. Las grises estructuras, provistas de pequeñas ventanas, estaban unidas por carreteras por las que solían desplazarse vehículos eléctricos.
Pero hoy no.
Calvin había dotado a sus ojos de un dispositivo de zoom/grabación, pero para utilizarlo necesitaba concentrarse, o mejor dicho, invertir la ilusión óptica. Unas figuras en forma de palo, reducidas en perspectiva por el ángulo, se alargaron y dejaron de ser los amorfos elementos de una horda para convertirse en individuos exaltados. No podía leer sus expresiones ni identificar sus rostros, pero la gente de la calle definía su personalidad a través de su forma de moverse, y Sylveste se había convertido en todo un experto interpretando dichos matices. La multitud avanzaba por la arteria central de Cuvier, tras una barricada de pancartas y banderas improvisadas. Excepto por algunos escaparates pintarrajeados y un rosal japonés desenraizado, el gentío había causado pocos daños en el paseo. Sin embargo, nadie había advertido que las tropas de la milicia de Girardieau habían empezado a movilizarse en el extremo opuesto de la calle: habían salido en tropel de un furgón y, tras abrocharse sus chalecos de camuflaje, habían echado un rápido vistazo a los modos de color hasta que todos ellos habían adoptado el mismo amarillo cromado sosegador.
Sylveste se lavó con agua tibia y una esponja, se recortó cuidadosamente la barba y se ató el cabello. Después se vistió, deslizándose en una camisa y unos pantalones de terciopelo, seguidos por un quimono decorado con esqueletos amarantinos litográficos. Finalmente desayunó (cuando sonaba su despertador, la comida ya le estaba aguardando en una pequeña ranura) y volvió a consultar la hora. No tardaría en llegar. Hizo la cama y la plegó para convertirla en un sofá de cuero escarlata lleno de hoyuelos.
Pascale, como siempre, llegó acompañada por un guardaespaldas humano y un par de criados armados. Ninguno de ellos la siguió hasta el interior de la habitación, sino que formaron un diminuto trazo confuso y zumbante, como una avispa electrónica, de aspecto bastante inocuo… aunque Sylveste sabía que bastaba con que se tirara un pedo en la dirección de la biógrafa para que le hicieran un orificio adicional en el centro de la frente.
—Buenos días —saludó la mujer.
—Yo diría que son cualquier cosa menos buenos —respondió Sylveste, señalando la ventana con la cabeza—. La verdad es que me sorprende que hayas conseguido llegar hasta aquí.
Ella se sentó en un taburete forrado de terciopelo.
—Tengo contactos en seguridad. No ha sido difícil, a pesar del toque de queda.
—¿Han instaurado el toque de queda?
Pascale llevaba un sombrero sin ala de color púrpura Inundacionista; la línea geométrica de su despuntado flequillo negro enfatizaba la palidez de su inexpresivo rostro. Vestía ropa ceñida: chaqueta y pantalones a rayas púrpuras y negras. Sus entópticos eran gotas de rocío, caballitos de mar y peces voladores, que dejaban una estela brillante de tonos rosas y lilas. Se sentó con los pies en ángulo, tocándose los dedos, y la parte superior de su cuerpo inclinada ligeramente hacia Sylveste, que también se había inclinado ligeramente hacia ella.
—Los tiempos han cambiado, doctor. Y tú deberías saberlo mejor que nadie.
Y lo sabía. Ya llevaba diez años encerrado en el corazón de Cuvier. Después del golpe, el nuevo régimen que había derrotado al suyo había resultado ser tan fragmentario como el anterior, en el modo tradicional de las revoluciones. Pero aunque el paisaje político estaba tan dividido como siempre, la topología subyacente era bastante distinta. En tiempos de Sylveste, el cisma se había producido entre aquellos que deseaban estudiar a los amarantinos y aquellos que deseaban terraformar Resurgam y convertir ese mundo en una colonia humana viable, no en una base de investigación temporal. En aquel entonces, incluso los terraformadores Inundacionistas habían estado dispuestos a admitir que los amarantinos merecían ser objeto de estudio. En cambio, en la actualidad, las facciones políticas existentes sólo disentían en las tasas de terraformación que defendían: desde lentos proyectos que se prolongarían durante siglos hasta alquimias atmosféricas tan brutales que los humanos tendrían que evacuar la superficie del planeta mientras trabajaban. Sólo había una cosa clara: incluso la más modesta de las propuestas destruiría para siempre muchos de los secretos amarantinos… pero, al parecer, había pocas personas a quienes les importara. Es más, esas pocas estaban demasiado asustadas para levantar sus voces. Aparte del reducido personal de investigadores amargados y con escasos fondos, nadie sentía ningún interés por los amarantinos, de modo que en tan sólo diez años el estudio de los alienígenas desaparecidos había quedado relegado a una contracorriente de intelectuales.
Y las cosas sólo irían a peor.
Cinco años antes, una nave mercante había cruzado el sistema. La bordeadora lumínica había plegado sus velas y había entrado en la órbita de Resurgam, convirtiéndose en una brillante estrella que centellearía temporalmente en sus cielos. El comandante, Remilliod, les había ofrecido un tesoro de maravillas tecnológicas: nuevos productos creados en otros sistemas y objetos que no se habían visto desde antes del motín. Sin embargo, como la colonia no podía permitirse todo lo que Remilliod ofrecía, se habían producido disputas sangrientas para comprar esto o aquello: máquinas en vez de medicinas; naves en vez de herramientas de terraformación. También habían surgido rumores sobre pactos clandestinos, comercio de armas y tecnologías ilegales. Aunque el nivel de vida general de la colonia era superior que en tiempos de Sylveste (hecho que quedaba reflejado en los criados y en los implantes, que ahora Pascale consideraba que eran lo más natural del mundo), habían aparecido diferencias insalvables entre los Inundacionistas.