Espacio revelación (14 page)

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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

Khouri pensó en Taraschi.

—Normalmente no. Por lo general me suplican que no lo haga, intentan sobornarme y todo eso.

—¿Y?

Khouri se encogió de hombros.

—Los mato.

—Ésa es la actitud de un verdadero profesional. ¿Has sido soldado, Khouri?

—Hace tiempo. —La verdad es que no le apetecía pensar en eso ahora—. ¿Cuánto sabe usted de lo que ocurrió?

—Lo suficiente. Sé que tu marido también era soldado, un hombre llamado Fazil, y que luchasteis juntos en Borde del Firmamento. Después ocurrió algo. Un error administrativo. Te montaron a bordo de una nave con destino a Yellowstone, pero nadie se dio cuenta del error hasta que despertaste en este lugar, veinte años después. Para entonces, ya era demasiado tarde para regresar a Borde del Firmamento, porque aunque Fazil siguiera con vida, ya tendría cuarenta años más que tú.

—Supongo que ahora sabe por qué el hecho de convertirme en asesina no me ha quitado nunca el sueño.

—Puedo imaginar perfectamente cómo se siente: considera que no le debe ningún favor al universo ni a nadie que viva en él.

Khouri tragó saliva.

—Pero usted no necesita a ningún exsoldado para un trabajo como éste. Ni siquiera me necesita a mí. Ignoro de quién quiere deshacerse, pero hay muchas personas más capacitadas que yo. Técnicamente, soy buena: sólo fallo un tiro de cada veinte; sin embargo, conozco a personas que sólo fallan uno de cada cincuenta.

—Encajas con mis necesidades de otra forma. Necesito a alguien que esté más que deseoso de abandonar la ciudad. —La figura señaló con la cabeza la cápsula de sueño frigorífico—. Y con eso me refiero a un largo viaje.

—¿Fuera del sistema?

—Sí. —Su voz era paciente y matronal, como si hubiera repetido decenas de veces los principios básicos de esta conversación—. Un viaje de veinte años luz; exactamente los que nos separan de Resurgam.

—He oído hablar de ese lugar, pero ignoraba a qué distancia estaba.

—Me inquietaría que lo hubieras sabido. —La Mademoiselle extendió la mano izquierda y, al instante, apareció un pequeño globo a unos centímetros de su palma. Era un planeta mortalmente gris, en el que no había océanos, ríos ni vegetación. Sólo la atmósfera, una especie de arco fino próximo al horizonte, y un par de casquetes de hielo de color blanco sucio indicaban que aquel mundo no era una luna carente de aire—. No es ninguna de las colonias nuevas, ni siquiera lo que nosotros llamaríamos colonia. En todo el planeta no hay nada más que algunas bases de investigación diminutas. Hasta hace poco, Resurgam no tenía ningún tipo de importancia, pero ahora todo ha cambiado. —La Mademoiselle hizo una pausa, como si intentara poner en orden sus pensamientos y decidir cuánto debía revelarle en esta fase—. Ha llegado alguien a Resurgam. Un hombre llamado Sylveste.

—No es un nombre demasiado común.

—Entonces, supongo que conoces la posición de su clan en Yellowstone. Bien. Eso simplifica enormemente todo este asunto. No tendrás ninguna dificultad para encontrarlo.

—Pero no sólo se trata de encontrarlo, ¿verdad?

—Oh, no —respondió la Mademoiselle. Cogió el globo con brusquedad y lo aplastó entre sus dedos, haciendo que cayeran riachuelos de polvo entre ellos—. Hay mucho más.

Cuatro

Carrusel Nueva Brasilia, Yellowstone, Epsilon Eridani, 2546

Volyova desembarcó de la lanzadera y siguió al Triunviro Hegazi hasta el túnel de salida. A través de juntas serpenteantes, el túnel los condujo hasta el ingrávido centro de una sala de tránsito esférica situada en el corazón del carrusel.

En este lugar estaban presentes todas y cada una las cepas de la humanidad. Era un desconcertante tumulto de color que se movía a la deriva, como peces tropicales en busca de comida. Ultras, Marinos Celestes, Combinados, Demarquistas, comerciantes locales, viajeros del sistema, holgazanes, mecánicos… todos ellos seguían lo que parecían ser trayectorias aleatorias sin chocar jamás entre sí, por muy peligrosamente cerca que estuvieran. Algunos, si su diseño corporal se lo permitía, tenían alas diáfanas cosidas en la parte inferior de las mangas o unidas directamente a la piel. Los menos intrépidos se las apañaban con pequeños propulsores o con diminutos remolcadores de alquiler. Los criados personales volaban entre la multitud, transportando el equipaje y trajes espaciales doblados. Unos monos capuchinos alados y uniformados rebuscaban en la basura y guardaban todo aquello que encontraban en unas bolsas marsupiales que tenían bajo el pecho. En el aire resonaban melodías chinas que, para los ignorantes oídos de Volyova, sonaban como las campanillas de un móvil agitadas por una brisa que tuviera un gusto particular por la disonancia. Yellowstone, a miles de kilómetros de distancia, era un siniestro telón de fondo de color marrón amarillento para toda esta actividad.

Volyova y Hegazi llegaron al extremo opuesto de la esfera de tránsito y cruzaron una membrana permeable a la materia que conducía a la zona de aduanas: una esfera en caída libre con la pared decorada con armas autónomas que rastreaban cada llegada. La zona central estaba repleta de burbujas transparentes de tres metros de ancho y abiertas por la mitad a lo largo de una bisectriz ecuatorial. Al percibir a los recién llegados, dos burbujas se deslizaron por el aire y se detuvieron junto a ellos.

Suspendido en el interior de la burbuja de Volyova había un pequeño criado en forma de casco Kabuto japonés, provisto de sensores y dispositivos de lectura que asomaban por el borde. La mujer sintió un hormigueo neuronal cuando la criatura efectuó un barrido de su cabeza.

—Detecto estructuras lingüísticas rusianas residuales, pero determino que el norte moderno es su lengua estándar. ¿Será suficiente para el proceso burocrático?

—Sí —respondió Volyova, ofendida porque aquella cosa hubiera detectado lo oxidada que tenía su lengua nativa.

—Entonces proseguiré en norte. Aparte de los sistemas de mediación de sueño frigorífico, no detecto implantes cerebrales ni dispositivos exosomáticos de modificación perceptiva. ¿Requiere el préstamo de un implante antes de continuar con esta entrevista?

—Limítese a proporcionarme una pantalla y un rostro.

—De acuerdo.

Bajo el borde apareció un rostro femenino blanco, con leves rasgos mongoles y un cabello tan corto como el de Volyova. Suponía que el entrevistador de Hegazi se mostraría como un hombre quimérico de piel oscura y bigote, como él.

—Manifieste su identidad —ordenó la mujer.

Volyova se presentó.

—La última vez que visitó este sistema fue en… permítame que lo consulte… —El rostro bajó la mirada unos instantes—. Hace ochenta y cinco años; en el 461. ¿Correcto?

En contra de su voluntad, Volyova se acercó a la pantalla.

—Por supuesto que es correcto. Usted es una simulación de nivel gamma. Ahora puede dejar de actuar e ir al grano. Tengo cosas que hacer y cada segundo que me tiene aquí retenida es un segundo más que tendremos que pagar por tener estacionada la nave en los alrededores de este estúpido planeta de mierda.

—Actitud hostil registrada —dijo la mujer, que pareció anotar algo en una libreta que estaba fuera de su campo visual—. Para su información, los registros de Yellowstone están incompletos en diversas áreas debido a la corrupción de datos causada por la plaga. Si le he formulado esta pregunta ha sido únicamente porque quería confirmar un registro que no estaba verificado. —Hizo una pausa—. Por cierto, me llamo Vavilov. Llevo ocho horas de las diez que dura mi turno sentada en una oficina en la que soplan corrientes de aire. En estos momentos estoy bebiendo café rancio y me estoy fumando mi último cigarrillo. Mi jefe asumirá que he estado haciendo el vago si hoy no rechazo a diez personas, y de momento sólo me he deshecho de cinco. En las dos horas que me quedan por delante espero cubrir mi cuota, así que, por favor, piénseselo bien antes de su próximo ataque. —La mujer dio una calada al cigarro y lanzó el humo en su dirección—. ¿Ahora podemos continuar?

—Lo siento, pensé… —Volyova se interrumpió—. ¿Su gente no usa simulaciones para este tipo de trabajo?

—Solíamos hacerlo —respondió Vavilov, dejando escapar un largo suspiro de hastío—. El único problema era que las simulaciones tenían que soportar demasiada mierda.

Desde el centro del carrusel, Volyova y Hegazi se montaron en un ascensor del tamaño de una casa y descendieron por uno de los cuatro radios de la rueda; su peso fue en aumento hasta que llegaron a la circunferencia. Allí, la gravedad era la normal de Yellowstone, prácticamente idéntica a la gravedad estándar de la Tierra que habían adoptado los Ultras.

Carrusel Nueva Brasilia daba una vuelta alrededor de Yellowstone cada cuatro horas, en una órbita que serpenteaba para evitar el «Cinturón de Óxido»: los aros de detritos que habían aparecido tras la plaga. Como la mayoría de los carruseles, tenía forma de rueda. Medía diez kilómetros de diámetro y mil cien metros de ancho. Toda la actividad humana se desarrollaba en la franja de treinta kilómetros que rodeaba a la rueda. Este espacio era más que suficiente para que se diseminaran ciudades, pequeñas aldeas, paisajes en los que predominaban los bonsáis e incluso algún bosque cuidadosamente cultivado, con montañas cubiertas de nieve celeste alzándose sobre los valles que se habían tallado a los lados de la franja para proporcionar cierta sensación de distancia. La parte cóncava de la rueda estaba rodeada por un curvado techo transparente que se alzaba a medio kilómetro de la franja, por el que se extendían raíles metálicos. De éstos pendían ondulantes nubes artificiales que se desplazaban al antojo de un ordenador. Aparte de simular las condiciones atmosféricas planetarias, las nubes servían para romper las inquietantes perspectivas de este mundo curvado. Volyova suponía que eran realistas, pero como nunca había visto nubes reales con sus propios ojos (o al menos, no desde abajo), no lo sabía con certeza.

El ascensor les había dejado en una terraza situada sobre la comunidad principal del carrusel: una confusión de edificios amontonados entre abruptos valles. Ciudad del Borde era una monstruosidad de estilos arquitectónicos distintos que reflejaban la sucesión de inquilinos que había tenido este lugar durante el transcurso de su historia. En el nivel del suelo había una hilera de
rickshaws
esperando clientes. El conductor del más próximo estaba intentando apagar su sed con una lata de zumo de plátano que descansaba en un soporte unido al manillar de su vehículo. Cuando Hegazi le tendió un trozo de papel en el que estaba anotado su destino, el hombre lo acercó demasiado a sus ojos negros, antes de dejar escapar un gruñido de asentimiento. Pronto estuvieron avanzando lentamente entre el tráfico, donde vehículos a pedales y eléctricos se movían de forma imprudente y los valientes peatones se abrían paso entre los huecos que dejaba aquel flujo aparentemente aleatorio. Más de la mitad de las personas de este lugar eran Ultranautas, hecho que quedaba reflejado en su tendencia a la palidez, su complexión larguirucha, sus ostentosos aumentos corporales, su indumentaria de cuero negro y la enorme cantidad de joyas centelleantes, tatuajes y trofeos comerciales de los que hacían gala. Sin embargo, ninguno de ellos era un quimérico extremo… con la posible excepción de Hegazi, que debía de ser una de las doce personas más aumentadas que había en todo el carrusel. En su mayoría llevaban el cabello al estilo Ultra, caracterizado por espesas trenzas que indicaban el número de periodos de sueño frigorífico que habían realizado; además, muchos de ellos llevaban la ropa cortada para mostrar sus partes protésicas. Viendo a estos especímenes, Volyova se vio obligada a recordarse que formaba parte de esta misma cultura.

Los Ultras no eran la única facción de viajeros del espacio que había engendrado la humanidad. De hecho, en el carrusel también había una gran cantidad de Marinos Celestes. Éstos eran habitantes del espacio, pero como no formaban parte de las tripulaciones de las naves estelares, su aspecto era muy distinto al de los fantasmagóricos Ultras, con sus rastas y sus anticuadas expresiones. Y había muchos más. Por ejemplo, los Cardadores de Hielo eran una rama de los Marinos Celestes que habían sido psicomodificados para la extrema soledad resultante de trabajar en el área del cinturón de Kuiper, y se esforzaban todo lo posible en mantenerse aislados. Los Branquiados eran humanos acuáticamente modificados que respiraban aire líquido y sólo podían unirse a la tripulación de una nave en trayectos de corta distancia y alta gravedad. También constituían una fracción considerable de la fuerza policial del sistema. Algunos Branquiados eran tan incapaces de respirar y desplazarse con normalidad que tenían que moverse en enormes tanques robotizados para peces.

También estaban los Combinados, los descendientes de una facción experimental de Marte que había ido enriqueciendo su mente e intercambiando sus células por máquinas hasta que había ocurrido algo repentino y drástico: habían escalado hasta un nuevo modo de conciencia, que ellos llamaban Transiluminación, provocando una breve pero desagradable guerra durante el proceso. Resultaba sencillo distinguir a los Combinados entre la multitud, porque en la actualidad tenían enormes y hermosas crestas craneales de bioingeniería para disipar el exceso de calor producido por las furiosas máquinas que ocupaban sus cabezas. Últimamente había menos, de modo que intentaban llamar la atención. Otras facciones humanas, conscientes de que sólo los Combinados sabían construir los motores que necesitaban las bordeadoras lumínicas, intentaban aliarse con ellos, como ya habían hecho los Demarquistas hacía largo tiempo.

—Deténgase aquí —dijo Hegazi.

El conductor corrió hacia un lado de la calle, donde unos ancianos marchitos, sentados alrededor de mesas plegables, jugaban a los naipes y al mahjong. Hegazi dejó el dinero en la palma del conductor y siguió a Volyova hacia la acera. Habían llegado a un bar.

—El Malabarista y el Amortajado —dijo Volyova, leyendo la señal holográfica que había sobre la puerta. El dibujo representaba a un hombre desnudo que salía del mar, dejando atrás a unas figuras extrañas y fantasmagóricas que se movían entre las olas. En el cielo, justo encima de él, pendía una esfera negra—. Qué extraño.

—Aquí es donde se reúnen los Ultras. Será mejor que te vayas acostumbrando.

—De acuerdo. Entendido. De todos modos, creo que nunca me sentiré como en casa en un bar de Ultras.

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