—Nunca te sentirás como en casa en ningún lugar que no tenga un sistema de navegación y muchísima potencia, Ilia.
—Me parece una razonable definición de sentido común.
Unos jóvenes salieron a la calle, empapados en sudor y en lo que Volyova esperaba que fuera cerveza derramada. Habían estado echando pulsos: uno de ellos ayudaba a caminar a un protésico que se había desgarrado el hombro y otro miraba un fajo de billetes que debía de haber ganado dentro del bar. Todos llevaban las rastas que indicaban el número de periodos de sueño frigorífico realizados y los tatuajes estándar. Al verlos, Volyova se sintió vieja y tuvo envidia de ellos. Dudaba que sus inquietudes fueran más allá de preguntarse dónde tomarían su próxima copa o dónde dormirían aquella noche. Hegazi les echó una mirada que, a pesar de sus aspiraciones quiméricas, debió de resultarles intimidante, sobre todo porque era difícil saber qué partes del Triunviro no eran mecánicas.
—Vamos —dijo él, abriéndose paso entre la confusión—. Sonríe y aguanta, Ilia.
El interior, oscuro y lleno de humo, combinaba los efectos sinérgicos del ruido y la música, (vibrantes ritmos de Burundi superpuestos a algo que podrían ser canciones humanas) con los suaves alucinógenos perfumados del humo, haciendo que Volyova tardara unos instantes en orientarse. Cuando Hegazi le indicó una mesa libre situada en un rincón, ella lo siguió con poco entusiasmo.
—Vas a sentarte, ¿verdad?
—Creo que no tengo muchas opciones. Si no somos capaces de fingir que, como mínimo, toleramos nuestra mutua compañía, la gente empezará a recelar.
Hegazi movió la cabeza, sonriendo.
—Te aseguro que hay algo en ti que me gusta, Ilia. Si no fuera así, te habría matado hace años.
La mujer se sentó.
—Procura que Sajaki no te oiga decir ese tipo de cosas. No le gusta nada que los miembros del Triunvirato reciban amenazas.
—Por si lo habías olvidado, no soy yo quien tiene algún problema con Sajaki. ¿Qué te apetece tomar?
—Algo que mi sistema digestivo pueda digerir.
Hegazi pidió unas bebidas (su fisiología se lo permitía) y esperó a que el sistema de entrega aéreo se las sirviera.
—Sigues inquieta por el asunto de Sudjic, ¿verdad?
—No te preocupes —respondió Volyova, cruzándose de brazos—. Sé como ocuparme de Sudjic. Además, seré afortunada si logro ponerle una mano encima antes de que Sajaki acabe con ella.
—Puede que el Triunviro cambie de idea. —Las bebidas llegaron en una nubecita de plexiglás con una cubierta móvil. La nube pendía de una carretilla que se deslizaba por unos raíles instalados en el techo—. ¿De verdad crees que la mataría?
Volyova dio un sorbo a su bebida, complacida por tener algo con lo que limpiarse el polvo que había tragado durante el trayecto en
rickshaw
.
—Ni siquiera me atrevería a afirmar que Sajaki nunca acabaría con uno de nosotros.
—Antes confiabas en él. ¿Qué es lo que te ha hecho cambiar de opinión?
—No ha vuelto a ser el mismo desde que el Capitán cayó enfermo. —Miró a su alrededor nerviosa, consciente de que Sajaki podía estar cerca—. ¿Sabías que antes de que eso ocurriera, ambos visitaron a los Malabaristas?
—¿Estás diciendo que los Malabaristas hicieron algo en su mente?
Volyova pensó en el hombre desnudo saliendo del océano de los Malabaristas.
—Eso es lo que hacen, Hegazi.
—Sí, pero los cambios son voluntarios. ¿Estás diciendo que Sajaki decidió ser más cruel?
—No sólo cruel, sino también obstinado. Aquel asunto con el Capitán… —Movió la cabeza hacia los lados—. Es enigmático.
—¿Has hablado con él recientemente?
Ella entendió su pregunta.
—No; no creo que haya encontrado a quien busca, aunque estoy segura de que pronto lo haremos.
—¿Y qué tal va tu búsqueda?
—No busco a nadie en concreto. El único requisito es que, sea quien sea el elegido, tendrá que estar más cuerdo que Boris Nagorny. No creo que sea mucho pedir. —Dejó que su mirada se deslizara por los clientes del bar. Aunque ninguno de ellos parecía psicópata, tampoco había ninguno que pareciera exactamente estable y equilibrado—. Al menos, eso espero.
Hegazi encendió un cigarrillo y ofreció otro a Volyova. Ésta lo aceptó con gratitud y lo fumó con decisión durante cinco minutos, hasta que pareció una resplandeciente mota de material fisible envuelto en ascuas. Se recordó que tenía que reabastecer su reserva de cigarrillos durante la escala.
—De todos modos, mi búsqueda no ha hecho más que empezar —añadió—. Tengo que manejarla con cuidado.
—Lo que estás diciendo —señaló Hegazi, esbozando una astuta sonrisa— es que no les explicarás en qué consiste el trabajo hasta que los hayas reclutado.
Volyova sonrió con afectación.
—Por supuesto que no.
La lanzadera de zafiro en la que viajaba no había ido demasiado lejos: sólo había realizado un breve salto interorbital desde el hábitat doméstico de Sylveste. Sin embargo, los preparativos no habían sido sencillos. Calvin desaprobaba que su hijo mantuviera algún tipo de contacto con el ser que ahora residía en el Instituto, como si creyera que éste podía contagiarle su estado mental mediante algún proceso misterioso de resonancia compasiva. Pero Sylveste ya tenía veintiún años y era libre de elegir con quién se relacionaba. Calvin podía colgarse o reducir a cenizas sus neuronas en la locura que estaba a punto de infligir sobre sí mismo y sus setenta y nueve discípulos, pero no estaba dispuesto a decirle a su hijo con quién podía hablar y con quién no.
Al ver que el ISEA surgía amenazador ante él, Sylveste pensó que nada de esto era real, que sólo era un hilo narrativo de su propia biografía. Pascale le había entregado el borrador y le había pedido que le diera su opinión. Ahora la estaba experimentado, encerrado en su prisión de Cuvier pero moviéndose como un fantasma por su propio pasado, acechando a una versión más joven de su propio ego. Recuerdos largamente enterrados aparecían en su mente de forma inesperada. La biografía, que aún no estaba en absoluto terminada, sería accesible de diversas formas, desde distintos puntos de vista y con diferentes niveles de interactividad. Sería una obra lo bastante detallada para que cualquiera que lo deseara pudiera pasar más de una vida explorando tan sólo una parte de su pasado.
El ISEA parecía tan real como lo recordaba. El Instituto Sylveste para Estudios sobre los Amortajados tenía su sede en una estructura en forma de rueda construida durante los días de los amerikanos, aunque no había ni un sólo nanómetro cúbico que no hubiera sido reprocesado varias veces durante los siglos intermedios. Del centro de la rueda brotaban dos hemisferios grises en forma de champiñón, salpicados de interfaces de acoplamiento y de los
modestos
sistemas de defensa que permitía la ética Demarquista. El borde de la rueda era una frenética acumulación de módulos vivos, laboratorios y oficinas, integrados en una matriz de voluminosos polímeros de quitina y unidos por una confusión de túneles de acceso y tuberías de abastecimiento revestidos de colágeno de tiburón.
—Está muy bien.
—¿De verdad lo crees? —La voz de Pascale sonaba distante.
—Así es como era —respondió Sylveste—. Esto era lo que transmitía cuando lo visité.
—Gracias, yo… Bueno, la verdad es que sólo es una tontería… la parte más sencilla. Estaba bien documentada: teníamos heliografías del ISEA y había personas en Cuvier que conocían a tu padre, como Janequin. Lo difícil llegó después, pues para continuar sólo contábamos con lo poco que explicaste a tu regreso.
—Estoy seguro de que has hecho un trabajo excelente.
—Bueno, ya lo verás… Espero que pronto.
En cuanto la lanzadera se acopló a la interfaz, los criados de seguridad del Instituto que esperaban al otro lado del la esclusa validaron su identidad.
—A Calvin no le hará ninguna gracia —dijo Gregori, el administrador del Instituto—. Pero supongo que ya es demasiado tarde para enviarte de vuelta a
casa
.
En los últimos meses habían repetido este ritual dos o tres veces, y en todas ellas Gregori se había lavado las manos ante las consecuencias. Además, Sylveste ya no necesitaba que nadie lo escoltara por los túneles de colágeno de tiburón hasta el lugar en donde estaba retenida la criatura.
—No te preocupes, Gregori. Si Padre te da algún problema, dile simplemente que te ordené que me acompañaras a dar una vuelta.
Gregori arqueó las cejas; sus entópticos emocionalmente adaptados registraban diversión.
—¿Acaso vas a hacer algo más, Dan?
—Intentaba ser cordial.
—Es inútil, querido. Todos estaríamos mucho más contentos si te limitaras a seguir las órdenes de tu padre. Sabes que estás en un lugar con un régimen totalitario.
Le llevó veinte minutos recorrer los túneles, avanzando de forma radial hacia el exterior del borde y pasando por secciones científicas en las que equipos de pensadores (tanto humanos como máquinas) intentaban resolver el enigma central de las Mortajas. Aunque el ISEA había dispuesto estaciones de control alrededor de todas las que se habían descubierto, la mayor parte de la información de procesamiento y cotejo de datos tenía lugar en los alrededores de Yellowstone. Aquí, las elaboradas teorías se juntaban y se probaban ante los hechos, escasos pero no ignorables… y de momento, ninguna había conseguido durar más de unos años.
El lugar en donde tenían a la criatura que Sylveste había venido a ver era un anexo bien custodiado del borde. Se trataba de una asignación de espacio generosamente grande, sobre todo teniendo en cuenta que quien moraba en su interior nunca había demostrado ser capaz de apreciar el regalo. El nombre de aquel ser era Philip Lascaille.
Ya no recibía demasiadas visitas. Al principio, poco después de su regreso, muchísimas personas se acercaban a este lugar, pero el interés había mermado cuando quedó claro que Lascaille era incapaz de revelarles nada, ni útil ni inútil. Sylveste no había tardado en darse cuenta de lo mucho que le beneficiaba el hecho de que apenas nadie le prestara atención en la actualidad. Sus visitas relativamente infrecuentes (un par de veces al mes) habían permitido una especie de entendimiento mutuo entre ambos; entre él y aquello en lo que se había convertido Lascaille.
El anexo de Lascaille incorporaba un jardín situado bajo un cielo falso, barnizado de azul cobalto. La brisa artificial agitaba las campanillas que pendían de un entramado de árboles que se arqueaban en lo alto y bordeaban el jardín.
Sylveste solía tardar algo más de un minuto en encontrar a Lascaille, porque el jardín era una especie de laberinto rústico de senderos, zonas rocosas, oteros, entramados y estanques de peces de colores. Cuando lo encontraba, siempre estaba igual: desnudo o semidesnudo, sucio en cierta medida y con los dedos multicolores por las manchas de los lápices y las tizas. Sylveste sabía que ya estaba cerca cuando veía algo garabateado en el sendero de piedra, ya fuera un diseño simétrico complejo o lo que parecía un intento de imitar la caligrafía china o sánscrita sin conocer esas lenguas. En ocasiones, los dibujos que trazaba Lascaille en el sendero parecían banderines o álgebra booleana.
Entonces, al doblar una esquina, podía ver a Lascaille trabajando en otro símbolo o borrando con sumo cuidado uno en el que había estado trabajando previamente. Tenía un rictus de concentración absoluta congelado en el rostro y todos los músculos del cuerpo rígidos por el esfuerzo de pintar, un proceso que llevaba a cabo en completo silencio, excepto por el repique de las campanillas, el silencioso susurro del agua y los arañazos de los lapiceros y las tizas contra la piedra.
Normalmente, Sylveste tenía que esperar durante horas a que Lascaille advirtiera su presencia, algo que por lo general consistía en que el hombre volvía el rostro hacia él un instante antes de proseguir con su trabajo. Entonces, el rictus se suavizaba y en su lugar aparecía una momentánea sonrisa. Una sonrisa de orgullo, de diversión o de algo que quedaba completamente fuera de la comprensión de Sylveste.
Pero al instante, Lascaille volvía a centrarse en sus dibujos, y ya no había nada que sugiriera que era un hombre. El único hombre, el único ser humano, que había tocado la superficie de una Mortaja y había logrado regresar con vida.
—No espero que sea sencillo —dijo Volyova, apagando lo que le quedaba de sed—, pero sé que tarde o temprano encontraré un recluta. Ya he empezado a poner anuncios, dejando constancia del destino. En lo que respecta al trabajo, lo único que digo es que se requiere a alguien con implantes.
—Pero no vas a quedarte con el primero que aparezca, ¿verdad? —preguntó Hegazi.
—Por supuesto que no. Aunque ellos no lo sabrán, investigaré a los candidatos para saber si tienen antecedentes militares. No quiero a nadie que se derrumbe ante la primera señal de peligro o que no esté dispuesto a someterse a disciplina. —Después de todo el asunto de Nagorny, por fin empezaba a relajarse. En el escenario, una muchacha tocaba una melodía india con una teeconax dorada. Aunque Volyova nunca había sentido interés por la música, en aquella melodía había algo matemáticamente seductor que, por unos instantes, logró hacerle olvidar sus prejuicios—. Confío plenamente en conseguirlo. Por lo tanto, de lo único que tenemos que preocuparnos es de Sajaki.
En ese mismo momento, Hegazi le señaló la puerta con la cabeza. Volyova parpadeó ante la brillante luz del día. Allí, silueteada majestuosamente contra el resplandor, se alzaba una figura. Era un hombre ataviado con una capa negra que le llegaba hasta los tobillos y un casco vagamente definido que, debido a la iluminación, parecía un halo que rodeara su cabeza. Una vara larga y suave que sujetaba con ambas manos cortaba en diagonal su perfil.
El Komuso avanzó hacia la oscuridad. Lo que parecía una vara de kendo resultó ser simplemente un shakuhachi de bambú: un instrumento musical tradicional de Japón. Con una rapidez fruto de la práctica, lo deslizó en una funda que quedaba escondida entre los pliegues de su capa y entonces, con una lentitud imperial, se quitó el casco de mimbre. El rostro del Komuso era difícil de distinguir. Tenía el cabello cubierto de brillantina y atado hábilmente a la nuca en una cola en forma de guadaña. Sus ojos quedaban ocultos tras unas impecables gafas de asesino en las que unas facetas infrarrojas atrapaban la oscura luz de la sala.