Espacio revelación (11 page)

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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

—Girardieau debe de estar asustado —comentó Sylveste.

—Pues no tengo ni idea —dijo ella, con demasiada premura—. Lo único que me importa es que tenemos una fecha límite.

—¿De qué quieres que hablemos hoy?

Pascale echó un vistazo al compad que sostenía en sus rodillas. En seis siglos, los ordenadores habían asumido todas las formas, estructuras y componentes imaginables, pero su sencillo programa de dibujo, con una entrada de datos en modo manuscrito, llevaba largo tiempo sin pasar de moda.

—Me gustaría hablar de lo que le ocurrió a tu padre —dijo Pascale.

—¿Te refieres a los Ochenta? Creía que ese tema ya estaba bastante documentado.

—Casi. —Pascale acercó la punta de la pluma a sus labios de color cochinilla oscuro—. He examinado todos los informes estándar y puedo decir que han respondido a la mayoría de mis preguntas. Sin embargo, hay cierto asunto que no he sido capaz de resolver de un modo que me satisfaga por completo.

—¿Cuál?

No le quedaba más remedio que proporcionarle toda la información que necesitara. Tal y como había respondido, sin el menor indicio de interés en su voz, indicaba que se trataba de un cabo suelto que necesitaba aclaración. Era una habilidad; una que solía llevar a Sylveste a la imprudencia.

—Es sobre la grabación de nivel alfa de tu padre —dijo Pascale.

—¿Y bien?

—Me gustaría saber qué ocurrió después.

* * *

Bajo la suave lluvia interior, el hombre de la pistola camuflada condujo a Khouri hacia un teleférico que los estaba esperando. Era tan discreto y carente de marcas como el palanquín que habían abandonado en el Monumento.

—Entre.

—Espere un momento… —En cuanto Khouri abrió la boca, él le clavó el extremo de la pistola en la espalda; lo hizo con firmeza, sin hacerle daño, tan sólo para recordarle quién estaba al mando. La gentileza de aquel gesto le dijo a Khouri que aquel hombre era un profesional y que era mucho más probable que disparara el arma que cualquier otra persona que la hubiera golpeado con mayor agresividad—. De acuerdo, ya voy. Por cierto, ¿quién es esa Mademoiselle? ¿Alguien de una empresa de Juegos de Sombra rival?

—No; ya se lo he dicho. Deje de pensar de un modo tan limitado.

Khouri era consciente de que aquel tipo no iba a decirle nada útil.

—¿Entonces, quién es usted? —preguntó, con la certeza de que su pregunta tampoco recibiría respuesta.

—Carlos Manoukhian.

El hecho de que respondiera le inquietó mucho más que su forma de manejar la pistola. Lo había dicho con demasiada sinceridad, así que no se trataba de ningún apodo. Pero ahora que sabía su nombre y que tenía la certeza de que era algún tipo de criminal (por risible que pudiera parecer esta categoría en la anarquía de Ciudad Abismo), no le cabía ninguna duda de que aquel hombre tenía intenciones de matarla.

La puerta del teleférico se cerró herméticamente. Manoukhian presionó un botón del tablero de instrumentos para depurar el aire de Ciudad Abismo, haciendo que chorros de vapor estallaran bajo el vehículo mientras éste se abalanzaba hacia un cable cercano.

—¿Quién es usted, Manoukhian?

—Ayudo a la Mademoiselle. —Como si eso no fuera evidente—. Mantenemos una relación especial. Hemos recorrido juntos un largo camino.

—¿Y qué quiere de mí?

—Creía que a estas alturas sería obvio —respondió. Seguía apuntándola con el arma, a pesar de que mantenía un ojo en el panel de navegación del vehículo—. La Mademoiselle desea que acabe con cierta persona.

—Eso es lo que hago para ganarme la vida.

—Ya lo sé. —El hombre sonrió—. La única diferencia es que ese tipo no ha pagado para que lo maten.

Aunque no era necesario decirlo, la biografía no había sido idea de Sylveste. De hecho, la iniciativa había surgido de la persona más insospechada. Había sucedido seis meses antes, durante una de las pocas ocasiones en las que había hablado cara a cara con su secuestrador. Nils Girardieau había sacado el tema casi por casualidad, cuando comentó que le sorprendía que nadie hubiera emprendido ya esa labor pues, a su entender, aquellos cincuenta años en Resurgam representaban virtualmente otra vida y, aunque ahora estaba sellada con un epílogo ignominioso, podría proporcionar a su vida anterior una perspectiva que no había tenido durante los años de Yellowstone.

—El problema radica en que sus anteriores biógrafos estaban demasiado cerca de los acontecimientos —había dicho Girardieau—. Formaban parte del medio social que intentaban analizar. Todo el mundo estaba a su servicio o al de Cal, y la colonia resultaba tan claustrofóbica que no había espacio suficiente para dar un paso hacia atrás y tener una perspectiva más amplia.

—¿Intenta decirme que Resurgam es, de algún modo, menos claustrofóbico?

—Bueno, es obvio que no… pero al menos contamos con la ventaja de la distancia, tanto en el tiempo como en el espacio. —Girardieau era un hombre robusto y musculoso, de melena pelirroja—. Reconózcalo, Dan… Cuando piensa en su vida en Yellowstone, ¿a veces no tiene la impresión de que la vivió otra persona, en una época muy lejana a la nuestra?

Sylveste estuvo a punto de soltar una carcajada burlona pero, por una vez, descubrió que estaba completamente de acuerdo con Girardieau. Fue un momento perturbador, como si hubiera infringido alguna regla básica del universo.

—Sigo sin saber por qué quiere que alguien escriba mi biografía —dijo Sylveste, mirando al guardia que presidía la conversación—. ¿Acaso tiene esperanzas de conseguir algún beneficio?

Girardieau había asentido.

—En parte sí… De hecho, en su mayor parte, si quiere que le sea sincero. Estoy seguro de que es consciente de que sigue siendo una figura fascinante para el populacho.

—A pesar de que a la mayoría le resultaría más fascinante verme colgado.

—Tiene razón, pero primero insistirán en darle un apretón de manos… antes de ayudarlo a subir a la horca.

—¿Y usted cree que puede saciar ese apetito?

Girardieau se había encogido de hombros.

—Obviamente, el nuevo régimen determina quién puede tener acceso a usted… y tenemos en nuestro poder todos sus registros y material de archivo. Eso nos da bastante ventaja. Además, podemos acceder a documentos de la época de Yellowstone que nadie, excepto su familia más inmediata, sabe que existen. Es cierto que debemos utilizarlos con cierta discreción… pero seríamos estúpidos si los ignoráramos.

—Comprendo —dijo Sylveste, porque de pronto todo estaba muy claro—. Usted piensa utilizar todo eso para desacreditarme, ¿verdad?

—Sólo si los hechos lo desacreditan… —Girardieau dejó el comentario suspendido en el aire.

—¿No le bastó con destituirme?

—Eso ocurrió hace nueve años.

—¿Y eso qué significa?

—Significa que ha transcurrido el tiempo suficiente para que la gente lo haya olvidado. Ahora necesitan un sutil recuerdo.

—Sobre todo si hay una nueva oleada de decepción generalizada.

Girardieau hizo una mueca, como si aquel comentario hubiera sido de muy mal gusto.

—Puede olvidarse del Camino Verdadero… sobre todo si cree que acabará siendo su salvación. No se habría detenido ante nada hasta verlo en prisión.

—De acuerdo. —Sylveste empezaba a aburrirse—. ¿Qué tengo que hacer?

—¿Asume que tiene que hacer algo?

—Por supuesto. De otro modo, ¿por qué iba a molestarse en contarme todo esto?

—El hecho de que coopere lo beneficiará en gran medida. Podemos trabajar a partir del material incautado, pero sus comentarios serán muy valiosos… sobre todo en los episodios más especulativos.

—Permítame ir al grano: ¿Me está pidiendo que autorice una crítica feroz? ¿Pretende que, además de darle mi bendición, lo ayude a destruirme?

—Puedo hacer que merezca la pena. —Girardieau señaló con la cabeza los confines de la sala en la que estaba encerrado Sylveste—. Fíjese en la libertad que le he concedido a Janequin para que prosiga con su hobby. Podría ser igual de flexible con usted, Dan: darle acceso a material reciente sobre los amarantinos, permitir que se comunique con sus colegas, compartir sus opiniones… y puede que incluso acceda a que salga del edificio.

—¿Podré hacer trabajo de campo?

—Tendré que pensarlo. Algo de semejante magnitud… —De pronto, Sylveste fue consciente de que Girardieau estaba actuando—. Sería aconsejable un periodo de gracia. La biografía ya está en marcha, pero pasarán meses antes de que necesitemos sus comentarios. Puede que medio año. Le propongo que esperemos a que empiece a darnos lo que necesitamos. Trabajará con la autora de la biografía y si esa relación es positiva… si ella considera que es positiva, puede que entonces estemos preparados para discutir sobre un trabajo de campo limitado. Para discutirlo, recuerde; no le estoy haciendo ninguna promesa.

—Intentaré contener mi entusiasmo.

—Bien, volverá a tener noticias mías. ¿Hay algo que quiera saber antes de que me vaya?

—Sólo una cosa. Ha mencionado que la biógrafa es una mujer. ¿Puedo preguntar de quién se trata?

—Sospecho que alguien cuyas ilusiones están a punto de romperse en pedazos.

Volyova estaba trabajando cerca de la caché, pensando en las armas, cuando una rata conserje se deslizó suavemente por su hombro y le habló al oído.

—Compañía —dijo la rata.

Estas ratas eran una rareza peculiar del
Nostalgia por el Infinito
. Sólo eran ligeramente más inteligentes que sus fieros ancestros, pero lo que las hacía útiles, lo que hacía que dejaran de ser una plaga para convertirse en una herramienta, era que estaban unidas de forma bioquímica a la matriz de mando de la nave. Cada rata poseía receptores feromonales especializados y transmisores que les permitían recibir órdenes y transmitir información a la nave, codificada en complejas moléculas secretas. Saqueaban los desperdicios y comían prácticamente todo aquello que fuera orgánico, siempre que no estuviera clavado o siguiera respirando. Antes de dirigirse a cualquier otro sector de la nave, llevaban a cabo algún tipo de procesamiento rudimentario en sus entrañas y excretaban gránulos en sistemas de reciclaje mayores. Algunas de ellas incluso habían sido equipadas con cajas de voz y un pequeño diccionario de frases útiles que activaba la vocalización cuando los estímulos externos encajaban bioquímicamente con las condiciones programadas.

Volyova, por ejemplo, había programado a las ratas para que la alertaran en cuanto empezaran a procesar desechos humanos (células de piel muertas y similares) que no procedieran de ella. De este modo, aunque se encontrara en cualquier otra sección de la nave, sabría si habían despertado otros miembros de la tripulación.

—Compañía —chilló de nuevo la rata.

—Sí, ya te he oído.

Tras dejar al pequeño roedor sobre la cubierta, blasfemó en todos los idiomas que conocía.

La avispa defensiva que había acompañado a Pascale se acercó a Sylveste zumbando al captar la tensión nerviosa de su voz.

—¿Quieres saber más cosas sobre los Ochenta? Pues puedo asegurarte que no siento ni el menor ápice de pesar por ninguno de ellos. Todos conocían los riesgos. Además, no fueron ochenta los voluntarios, sino setenta y nueve. La gente ha preferido olvidar que el octogésimo fue mi padre.

—No puedes culparlos.

—Si asumimos que la estupidez es una característica heredada, no, no puedo culparlos. —Sylveste intentó tranquilizarse, pero era difícil. En algún momento de la conversación, la milicia del exterior había espolvoreado gas del miedo en el aire, tiñendo de negro la sonrojada luz del día—. Escúchame —dijo ahora, con más serenidad—. Cuando fui arrestado, el gobierno se apropió de Calvin. Él es perfectamente capaz de defender sus propias acciones.

—No quiero que me hables de sus acciones —Pascale anotó algo en su compad—. Quiero que me cuentes qué fue de él, qué ocurrió con su simulación de nivel alfa. Cada una de las alfas comprendía entre diez elevado a dieciocho bytes de información —dijo, rodeando algo con un círculo—. Los informes de Yellowstone son heterogéneos, pero logré realizar ciertas averiguaciones. Descubrí que sesenta y seis de las alfas residían en depósitos de datos orbitales alrededor de Yellowstone: carruseles, ciudades candelabro y diversos refugios de los Marinos Celestes y los Ultra. En su mayoría se estropearon, pero nadie se encargó de borrarlas. Rastreé otras diez hasta archivos de superficie corrompidos, lo que nos deja con cuatro desaparecidas. Tres de esas cuatro son miembros de los setenta y nueve, pertenecientes a familias muy pobres o muy extintas. La otra es el alfa de Calvin.

—¿Adónde quieres ir a parar? —preguntó, intentando no demostrar que aquel asunto le preocupaba.

—Simplemente no puedo aceptar que Calvin se perdiera del mismo modo que los demás. No es lógico. El Instituto Sylveste no necesitaba acreedores ni albaceas para proteger su legado familiar. Fue una de las organizaciones más ricas del planeta hasta que llegó la plaga. Por lo tanto, ¿qué fue de Calvin?

—¿Crees que lo llevé a Resurgam?

—No. Las pruebas sugieren que, para entonces, ya llevaba largo tiempo perdido. De hecho, la última vez que estuvo presente en el sistema fue más de un siglo antes de que partiera la expedición de Resurgam.

—Creo que te equivocas —dijo Sylveste—. Si examinas con más atención los informes, comprobarás que el alfa fue enviado a un caché orbital de datos a finales del siglo xxiv. El Instituto trasladó sus dependencias treinta y siete años después, de modo que, sin duda alguna, fue trasladado en aquel entonces. Más adelante, en los años treinta o cuarenta, el Instituto fue atacado por la Casa Reivich, que destruyó los centros de datos.

—He descartado esos ejemplos —respondió Pascale—. Sé con certeza que en el año 2390 el Instituto Sylveste trasladó a la órbita diez elevado a dieciocho bytes de algo, y que esa misma cantidad fue reasignada treinta y siete años después. De todos modos, no tenía por qué tratarse necesariamente de Calvin. Esos bytes podrían haber contenido poesía metafísica.

—Eso no demuestra nada.

Ella le tendió el compad y su séquito de caballitos de mar y peces se diseminaron como luciérnagas.

—No, pero resulta muy sospechoso. ¿Por qué iba a desvanecerse el alfa en la misma época en la que te reuniste con los Amortajados, si ambos acontecimientos no estaban relacionados?

—¿Estás insinuando que tengo algo que ver con ese asunto?

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