Sylveste se preguntó si todo eso sería cierto.
—Entonces, ¿qué son las Mortajas? ¿Cofres del tesoro de los que sólo consiguen las llaves las razas más desarrolladas?
—Mucho más que eso. Los defienden de los intrusos. La frontera de una Mortaja es algo que prácticamente está vivo. Responde a los patrones de pensamiento de aquellos que entran en ella… y si el patrón no se parece al de los Amortajados, se defiende alterando el espacio-tiempo de forma local para crear depravadas espirales de curvatura. La curvatura iguala la tensión gravitacional, doctor. Te rompe en pedazos. Sin embargo, la Mortaja admite a las mentes correctas, las ayuda a acercarse, las protege en un hueco de espacio tranquilo.
Las implicaciones eran terribles. Si pensabas como un Amortajado, podías cruzar aquellas defensas y adentrarte en el reluciente corazón de un cofre del tesoro. No importaba que los humanos no estuvieran suficientemente desarrollados para contemplar el tesoro, pues si eran lo bastante astutos como para abrir el cofre, ¿acaso no tenían derecho a quedarse con lo que había en su interior? Según Lascaille, los Amortajados habían asumido el cargo de amas de llaves galácticas al esconder aquellas peligrosas tecnologías… ¿pero alguien les había pedido que lo hicieran? De pronto se le ocurrió otra pregunta.
—Si lo que hay en el interior de las Mortajas debe ser protegido a toda costa, ¿por qué le permitieron saber todo esto?
—No sé si fue algo deliberado. Quizá, aunque sólo fuera por un instante, la barrera que rodea a la Mortaja que lleva mi nombre no me identificó como extraño. Puede que estuviera estropeada o, quizá, mi estado mental le confundió. La información empezó a fluir entre nosotros en cuanto empecé a adentrarme en ella. Así fue como supe todo eso: qué contenía la Mortaja en su interior y cómo se podían esquivar sus defensas. Debe saber que no es un truco que las máquinas puedan aprender. —Este último comentario, que pareció proceder de ninguna parte, quedó suspendido en el aire durante un prolongado momento—. Pero supongo que la Mortaja empezó a sospechar que era un extraño y me rechazó. Volvió a arrojarme al espacio.
—¿Y por qué no lo mató?
—Sospecho que no confiaba por completo en su buen juicio —hizo una pausa—. En Espacio Revelación percibí dudas. A mi alrededor se desarrollaron discusiones arrolladoras, más rápidas que el pensamiento… y al final debió de prevalecer la precaución.
Ahora otra pregunta, la que había querido formular desde el mismo instante en que había abierto la boca.
—¿Por qué ha esperado hasta ahora para contarlo?
—Le pido disculpas por mi anterior reticencia, pero necesitaba digerir los conocimientos que los Amortajados habían depositado en mi mente. Estaban en su idioma, no en el nuestro. —Su atención pareció desviarse hacia una mancha de tiza que mancillaba la pureza matemática de su mandala. Humedeció un dedo con saliva para borrarla—. Ésa fue la parte sencilla. Después tuve que recordar cómo se comunicaban los humanos. —Lascaille miró a Sylveste; su despeinada melena de neandertal cubría sus ojos animales—. Usted ha sido bueno conmigo, no como los demás. Ha sido paciente. Pensé que esto lo ayudaría.
Sylveste percibió que la ventana de lucidez no tardaría en cerrarse.
—¿Cómo podemos persuadir a los Malabaristas para que nos impriman el patrón de conciencia de los Amortajados?
—Esa es la parte más sencilla —respondió, señalando el dibujo de tiza—. Memorice esta figura y recuérdela cuando nade.
—¿Eso es todo?
—Bastará. La representación interna de esta figura en su mente indicará a los Malabaristas sus necesidades. Por cierto, será mejor que les lleve un regalo. Nunca harían algo de semejante magnitud a cambio de nada.
—¿Un regalo?
Sylveste se preguntaba qué tipo de regalo podría ofrecer a una entidad que parecía una isla flotante de algas.
—Ya se le ocurrirá algo. Sea lo que sea, asegúrese de que sea denso en información; si no, les aburrirá. No debe aburrirlos bajo ningún concepto.
Sylveste deseaba hacerle más preguntas, pero Lascaille había vuelto a centrar su atención en los dibujos.
—Eso es todo lo que tengo que decir —concluyó.
Y resultó ser cierto.
Lascaille no volvió a hablar nunca más, ni con Sylveste ni con nadie. Un mes después encontraron su cadáver. Se había ahogado en el estanque de los peces de colores.
—¿Hola? —dijo Khouri—. ¿Hay alguien?
Había despertado… pero no de una siesta, sino de algo mucho más profundo, largo y frío. Eso era lo único que sabía. Debía de tratarse de una fuga de sueño frigorífico, pues había despertado de otra en cierta ocasión, en la órbita de Yellowstone, y no era algo que pudiera olvidarse con facilidad. Los signos fisiológicos y neuronales eran los mismos, pero no veía la arqueta por ninguna parte. Estaba tumbada en un sofá, completamente vestida, aunque alguien podría haberla movido antes de que recuperara por completo la conciencia. ¿Quién podía haberlo hecho? ¿Y dónde estaba? Se sentía como si hubieran arrojado una granada en su memoria y la hubieran roto en pedazos. El lugar en el que se encontraba sólo le resultaba ligeramente familiar.
¿Acaso estaba en el vestíbulo de alguien? Fuera lo que fuera, aquel lugar estaba repleto de esculturas horrendas. Puede que las hubiera visto hacía tan sólo unas horas o que fueran quimeras recesivas surgidas de las profundidades de su infancia; los horrores de su niñez. Sus formas curvadas, angulosas y chamuscadas surgían amenazadoras sobre ella, proyectando sombras demoníacas. Mareada, intuyó que aquellas cosas encajaban de alguna forma, o que antaño lo habían hecho, aunque puede que ahora ya estuvieran demasiado deformadas y deterioradas.
Unos pasos inseguros resonaron por el vestíbulo.
Al volver la cabeza para ver quién se aproximaba, advirtió que tenía el cuello más rígido que la madera curtida. Los años de experiencia le decían que el resto de su cuerpo tampoco estaría más ágil después de una fuga de sueño frigorífico.
El hombre se detuvo a unos pasos de su cama. A la luz de la luna resultaba difícil distinguir sus rasgos, pero sus facciones le resultaban familiares. Era alguien a quien había conocido hacía muchos años.
—Soy yo —dijo él, con una voz húmeda y flemática—. Manoukhian. La Mademoiselle pensó que te gustaría ver un rostro familiar cuando despertaras.
Aquellos nombres le resultaban conocidos, pero no sabía por qué.
—¿Qué ha ocurrido?
—Te ofreció algo que no pudiste rechazar.
—¿Cuánto tiempo llevo durmiendo?
—Veintidós años —respondió Manoukhian, tendiéndole una mano—. Ahora deberíamos ir a ver a la Mademoiselle.
Sylveste despertó mirando una pared negra que engullía medio cielo; un cielo de un color negro tan absoluto que parecía ser una anulación de la misma existencia. Por primera vez advirtió (o creyó advertir) que la oscuridad ordinaria que se extendía entre las estrellas irradiaba una luminosidad láctea. La Mortaja de Lascaille era un pozo circular de vacío en el que no había estrellas, fuentes de luz ni protones que llegaran de ninguna parte del espectro electromagnético perceptible. Tampoco había neutrinos, ni partículas exóticas ni de ningún otro tipo, ni ondas gravitatorias, ni campos magnéticos o electrostáticos, ni el menor susurro de radiación Hawking que, según las escasas teorías existentes sobre mecánica Amortajada, deberían estar apartándose de la frontera, reflejando la temperatura entrópica de la superficie.
Ninguna de estas cosas tenía cabida en ese lugar. Lo único que hacía una Mortaja (según lo que habían podido averiguar) era obstruir de forma exhaustiva todas las formas de radiación que intentaban pasar por ella. Eso y, por supuesto, lo otro: romper en pedazos cualquier objeto que osara acercarse demasiado a su frontera.
Lo habían despertado del sueño frigorífico y ahora sentía aquella enfermiza desorientación que acompañaba a toda reanimación. Sin embargo, todavía era lo bastante joven para aclimatarse a los efectos: su edad fisiológica era de treinta y tres años, a pesar de que habían transcurrido más de sesenta desde su nacimiento.
—¿Estoy… bien? —Hacía rato que intentaba hacer esta pregunta a los médicos de reanimación, pero su atención quedaba atrapada una y otra vez en la nada que se extendía al otro lado de la ventana de la estación, como si observara el homólogo oscuro de una ventisca.
—Estás prácticamente listo —respondió el médico que había junto a él, dándose golpecitos en el labio inferior con un estilete, mientras echaba un vistazo a las lecturas neuronales y asimilaba su significado—. Sin embargo, Valdez se ha desvanecido… y eso significa que Lefevre ocupará su lugar. ¿Crees que podrás trabajar con ella?
—Ya es un poco tarde para tener dudas, ¿no crees?
—Era una broma, Dan. ¿Podrías decirme qué recuerdas? Todavía no he escaneado la amnesia de la reanimación.
Le pareció una pregunta estúpida, pero en cuanto interrogó a su memoria, descubrió que ésta respondía con pereza, como el sistema de recuperación de documentos de una burocracia ineficiente.
—¿Recuerdas Giro a la Deriva? —preguntó el médico, con un tono de preocupación en su voz—. Es crucial que recuerdes Giro a la Deriva… Se acordaba, sí… pero durante unos instantes fue incapaz de relacionarlo con otros recuerdos. Lo último que recordaba con claridad era Yellowstone. Partieron doce años después de los Ochenta; doce años después de la muerte corpórea de Calvin; doce años después de que Philip Lascaille hubiera hablado con Sylveste; doce años después de que aquel hombre se hubiera ahogado tras haber cumplido con su propósito.
La expedición era pequeña pero estaba bien equipada: la tripulación de la bordeadora lumínica, parcialmente quimérica y formada por Ultranautas que apenas se relacionaban con el resto de humanos; veinte científicos procedentes, en su mayoría, del ISEA; y cuatro delegados de contacto… aunque sólo dos viajarían a la superficie de la Mortaja.
La Mortaja de Lascaille era su objetivo, pero no su primera escala. Los Malabaristas de Formas eran cruciales para el éxito de su misión. Eso era lo que Lascaille le había dicho, y él lo había creído. Lo primero que harían sería ir a visitarlos a su mundo, situado a decenas de años luz de la Mortaja. Sylveste no tenía ni idea de qué debía esperar pero, por muy temerario que pudiera parecer, confiaba por completo en el consejo de Lascaille. Era imposible que aquel hombre hubiera roto su silencio para nada.
Los Malabaristas habían sido una curiosidad durante más de un siglo. Existían en una serie de mundos, todos ellos dominados por océanos planetarios. Los Malabaristas eran una conciencia bioquímica distribuida por cada océano, compuesta de trillones de microorganismos que actuaban de forma coordinada y dispuestos en masas del tamaño de islas. Todos sus mundos estaban tectónicamente activos y se decía que captaban su energía de los conductos de salida del lecho del mar; que el calor se convertía en energía bioeléctrica y que era transferida a la superficie a través de zarcillos de superconductores orgánicos que se extendían durante kilómetros de fría oscuridad. Nadie conocía el propósito de los Malabaristas… asumiendo que lo tuvieran. Era evidente que tenían la habilidad de intervenir las biosferas de los mundos en los que habían sido sembrados, actuando como una única masa inteligente de fitoplancton, pero nadie sabía si esto era simplemente un efecto secundario de alguna función oculta superior. Lo que se sabía (aunque no acababa de entenderse) era que tenían la habilidad de almacenar y recuperar información, actuando como una única red neuronal que abarcaba el conjunto del planeta. Esta información se almacenaba a diversos niveles, desde la conectividad bruta de los modelos de zarcillos que flotaban en la superficie hasta los hilos de ácido ribonucleico que flotaban libremente. Era imposible decir dónde empezaban los océanos y dónde acababan los Malabaristas… del mismo modo que era imposible saber si cada mundo contenía a diversos Malabaristas o a un único individuo extendido de forma arbitraria, pues las islas estaban unidas por puentes orgánicos. Eran depositarios vivientes de información, enormes esponjas informativas. Unos zarcillos microscópicos y parcialmente disueltos penetraban en casi todo aquello que entraba en sus océanos hasta que sus propiedades estructurales y químicas quedaban de manifiesto; entonces, esta información pasaba al almacén bioquímico del océano. Tal y como había sugerido Lascaille, los Malabaristas podían imprimir y codificar estos modelos. Además, se suponía que podían incluir las mentalidades de otras especies que habían entrado en contacto con ellos… como los Amortajados.
Diversos equipos de investigadores humanos habían estudiado a los Malabaristas de Formas durante décadas. Los humanos que nadaban en su océano podían alcanzar estados de armonía con el organismo, porque los microzarcillos se filtraban temporalmente en el neocórtex humano estableciendo vínculos cuasi-sinápticos entre las mentes de los nadadores y el resto del océano. Decían que era como comunicarse con algas inteligentes. Los nadadores adiestrados sentían que sus conciencias se expandían hasta incluir al conjunto del océano; que sus recuerdos se hacían inmensos, frondosos y antiguos; que sus fronteras perceptivas se hacían maleables… aunque en ningún momento tenían la sensación de que el océano fuera inteligente. Era como un espejo que reflejaba la conciencia humana; el solipsismo definitivo. Los nadadores realizaban sorprendentes avances en matemáticas, como si la matriz oceánica hubiera realzado sus facultades creativas, y algunos afirmaban que estos estímulos se conservaban hasta cierto tiempo después de pisar tierra seca o regresar a la órbita. ¿Realmente era posible que en sus mentes se hubiera producido algún cambio físico?
De este modo surgió el concepto de la transformación de los Malabaristas. Con un entrenamiento adicional, los nadadores aprendieron a seleccionar formas específicas de transformación. Los neurólogos apostados en el mundo de los Malabaristas intentaron acotar las alteraciones cerebrales causadas por los alienígenas, pero sólo tuvieron un éxito parcial. Estas transformaciones eran extraordinariamente sutiles, más parecidas a volver a afinar un violín que a romperlo en pedazos y volverlo a construir partiendo de cero. Estos efectos raramente eran permanentes: días, semanas o años después (como ocurrió en algún caso aislado), la transformación desaparecía.
Así estaban las cosas cuando la expedición de Sylveste llegó a Giro a la Deriva, un mundo de Malabaristas. Ahora lo recordaba, por supuesto: los océanos, las mareas, las cadenas volcánicas y el constante y sobrecogedor hedor a algas del propio organismo. Este olor revelaba todo lo demás. Los cuatro delegados para el posible contacto con los Amortajados habían memorizado el dibujo de tiza al más profundo nivel de retentiva. Tras meses de preparación con nadadores expertos, los cuatro entraron en el océano y llenaron sus mentes con la forma que Lascaille les había mostrado.