Espacio revelación (5 page)

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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

Sluka movió la cabeza lentamente.

—¿Ellos hicieron que su sol estallara? ¿Realmente lo cree?

—En una palabra, sí.

—Entonces está más chalado de lo que creía. —Sluka le dio la espalda para dirigirse a su grupo—. Poned en marcha las orugas. Nos vamos ahora.

—¿Y qué hay del equipo? —preguntó Sylveste.

—Por lo que a mí respecta, puede quedarse aquí y oxidarse.

El grupo empezó a dispersarse hacia los dos gigantescos vehículos.

—¡Esperen! —gritó Sylveste—. Sólo necesitan una oruga… Si dejan atrás el equipo, habrá espacio suficiente para todos en una.

Sluka lo miró.

—¿Y usted?

—Me quedo… Acabaré solo el trabajo, o con quienquiera que decida quedarse.

La mujer sacudió la cabeza y se quitó la mascarilla para escupir al suelo, asqueada. Instantes después alcanzó a sus compañeros, que se dirigieron hacia la oruga más próxima, dejándole la otra, la que contenía su camarote. El grupo de Sluka se montó en el vehículo. Algunos cargaban con pequeños componentes del equipo, artefactos empaquetados o huesos hallados en la excavación, demostrando que el instinto científico prevalecía incluso durante una rebelión. Sylveste observó cómo se plegaban las rampas y se cerraban las escotillas; entonces, la oruga se alzó sobre sus patas y empezó a alejarse del yacimiento. En menos de un minuto, desapareció por completo de la vista y el ruido de sus motores quedó sofocado bajo el rugido del viento.

Miró a su alrededor para saber si estaba solo.

No le sorprendió ver a Pascale a su lado; de hecho, sospechaba que esa mujer lo seguiría hasta la tumba si creyera que allí había una buena historia. También había un puñado de estudiantes que se habían resistido a Sluka… aunque se sintió avergonzado al descubrir que ignoraba sus nombres. Quizá, con un poco de suerte, había media docena más en la cuadrícula de Wheeler.

Recobrando la compostura, chasqueó los dedos para llamar la atención de aquellos que se habían quedado.

—Empiecen a desmontar los gravitómetros de imagen; ya no los necesitamos. —Se volvió hacia otros dos—. Diríjanse a la parte posterior de la cuadrícula y empiecen a recoger todas las herramientas que hayan dejado atrás los desertores de Sluka, junto con las notas de campo y todos los artefactos empaquetados. En cuanto hayan terminado, reúnanse conmigo en la base del foso principal.

—¿Qué planeas? —preguntó Pascale, apagando la cámara y conectándola de nuevo a su compad.

—Creía que era obvio —respondió Sylveste—. Voy a ver qué pone en ese obelisco.

Ciudad Abismo, Yellowstone, Sistema Epsilon Eridani, 2524

Ana Khouri se estaba cepillando los dientes cuando el panel de control de la suite empezó a pitar. Salió del cuarto de baño con espuma en los labios.

—Buenos días, Case.

El hermético entró deslizándose en el apartamento. Su palanquín de viaje estaba decorado con adornos de voluta y una diminuta ventana oscura en la cara frontal. Cuando la iluminación era correcta sólo podía distinguir las iniciales K. C, pues el rostro mortalmente pálido de Ng quedaba escondido tras dos centímetros y medio de cristal verde.

—Oye, tienes un aspecto fabuloso —dijo una voz chirriante, que salía por la rejilla de la caja del altavoz—. ¿Dónde puedo conseguir esa sustancia que te anima tanto?

—Se llama café, Case. Creo que he tomado demasiado.

—Sólo bromeaba —comentó Ng—. La verdad es que pareces mierda reblandecida.

La mujer se pasó la mano por la boca, retirando la espuma.

—Acabo de levantarme, capullo.

—Excusas. —Al parecer, Ng consideraba que el acto de levantarse era una afectación física anticuada que él había descartado hacía largo tiempo, como poseer un apéndice. Y era algo perfectamente posible: Khouri nunca había podido ver al hombre que había dentro de la caja. Los herméticos formaban una de las castas post-plaga más peculiares que habían surgido en los últimos años. Reacios a desechar los implantes que la plaga podía haber corrompido y convencidos de que aún quedaban restos entre la relativa limpieza de la Canopia, no abandonaban nunca sus cajas a no ser que el entorno estuviera herméticamente sellado y limitaban su movilidad a unos pocos carruseles orbitales.

La voz chirrió de nuevo.

—Discúlpame pero, si no me equivoco, tenemos un asesinato programado para esta mañana. ¿Recuerdas a Taraschi, el tipo del que hemos intentado deshacernos durante los dos últimos meses? ¿Se ha iluminado alguna lucecita ahí dentro? Es muy importante que te acuerdes de él, porque da la casualidad de que eres la persona asignada para acabar con su miseria.

—No me toques los huevos, Case.

—Aunque deseara hacer algo parecido, sería anatómicamente complejo, querida Khouri. Volviendo al tema: hemos determinado una ubicación probable de asesinato y una hora de defunción estimada. ¿Tu agudeza mental está personificada?

Khouri se sirvió un poco más de café y dejó el resto en el hornillo para cuando regresara. El café era su único vicio, uno que había adquirido durante sus días como soldado en Borde del Firmamento. El truco consistía en beber lo suficiente para estar alerta, pero no tanto como para ser incapaz de manejar un arma sin que te temblara el pulso.

—Creo que he reducido la cantidad de sangre en mi sistema cafeínico hasta un nivel aceptable, si es eso a lo que te refieres.

—Entonces ha llegado el momento de discutir asuntos de naturaleza terminal, al menos en lo que concierne a Taraschi.

Ng le explicó los detalles finales del homicidio. La mayoría formaban parte del plan que ella misma había ideado, basándose en la experiencia de sus anteriores crímenes. Taraschi sería su quinto asesinato consecutivo, de modo que ya empezaba a comprender las amplias posibilidades del juego. Éste tenía sus propias reglas, que no siempre eran evidentes y se reiteraban de forma sutil en los grandes movimientos de cada crimen. La prensa le dedicaba un mayor interés, el nombre de Khouri circulaba con creciente frecuencia por los círculos del Juego de Sombras y, al parecer, Case había dispuesto unos suculentos e importantes objetivos para sus próximas cacerías. Ana tenía la impresión de estar a punto de convertirse en uno de los cien mejores asesinos del planeta, de formar parte de la élite.

—De acuerdo —dijo—. Debajo del Monumento, galería del nivel ocho, anexo oeste, una hora. No podría ser más fácil.

—¿No olvidas nada?

—Correcto. ¿Dónde está el arma homicida, Case?

La forma de Ng asintió a sus espaldas.

—Donde la dejó el ratoncito Pérez, querida.

Dicho esto, dio media vuelta a su caja y abandonó la habitación, dejando un suave aroma a lubricante. Khouri, con el ceño fruncido, se acercó a la cama y pasó la mano por debajo de la almohada. Tal y como había dicho Case, allí había algo… pero no lo había habido cuando se acostó. En la actualidad, este tipo de cosas apenas le molestaban. Los movimientos de la empresa siempre habían sido misteriosos.

Pronto estuvo preparada.

Con el arma homicida acurrucada bajo el abrigo, subió al tejado y se montó en un teleférico. El vehículo detectó el arma y la presencia de implantes en su cabeza, y se hubiera negado a transportarla si la mujer no le hubiera mostrado su identificador de Punto Omega: un diminuto símbolo holográfico injertado bajo la uña del dedo índice de la mano derecha, que parecía danzar bajo la queratina.

—Al Monumento a los Ochenta —dijo Khouri.

Sylveste caminó por la pronunciada base del foso hasta llegar a la zona iluminada que había alrededor de la punta expuesta del obelisco. Sluka y un arqueólogo habían abandonado al tercer miembro de su equipo, pero éste, ayudado por el criado, había conseguido desenterrar casi un metro del objeto y retirar las imbricadas capas del sarcófago de piedra hasta encontrar el gigantesco bloque de obsidiana en el que habían sido grabadas las gráficoformas amarantinas. La mayor parte del mensaje era textual: hileras de ideo-pictogramas. Los arqueólogos conocían los puntos fundamentales de la lengua amarantina, aunque nunca había habido ninguna piedra Roseta que les ayudara. Los amarantinos formaban la octava cultura alienígena extinta que había descubierto la humanidad en un radio de cincuenta años-luz de la Tierra, pero no había ninguna prueba que indicara que algunas de estas ocho especies hubieran entrado en contacto. Ni los Malabaristas de Formas ni los Amortajados podían ayudarlos, puesto que ninguno de ellos había desarrollado nada remotamente parecido a una lengua escrita. Sylveste había entrado en contacto con ambos grupos (o, al menos, con la tecnología de estos últimos) y era consciente de esta realidad.

Los ordenadores habían analizado la lengua amarantina. Habían tardado treinta años, correlacionando millones de artefactos, pero por fin habían logrado desarrollar un modelo coherente que permitía determinar el sentido general de la mayoría de las inscripciones. Había sido de gran ayuda que, durante los últimos días del imperio, sólo hubiera existido una lengua amarantina y que ésta hubiera evolucionado muy despacio, pues el mismo modelo podía interpretar inscripciones que se habían realizado con miles de años de diferencia. Por supuesto, los matices del significado eran algo completamente distinto, y allí era donde entraban en juego la intuición y la teoría humana.

La escritura amarantina no tenía nada que ver con la humana: todos los textos eran estereoscópicos; es decir, estaban formados por líneas entrelazadas que tenían que unirse en la corteza visual del lector. Esto se debía a que sus ancestros guardaban un gran parecido con las aves: eran dinosaurios voladores, con la inteligencia del lémur. En algún momento del pasado, sus ojos estuvieron situados en extremos contrarios de su cráneo, de modo que tenían una mente bicameral en la que cada hemisferio sintetizaba su propio modelo mental del mundo. Después se convirtieron en cazadores y desarrollaron la visión binocular, pero su mente retuvo parte de la fase anterior de desarrollo. La mayoría de los artefactos amarantinos reflejaban esta dualidad mental, con una simetría pronunciada alrededor del eje vertical.

Y el obelisco no era una excepción.

Para leer las gráficoformas amarantinas, Sylveste no necesitaba las gafas especiales que utilizaban sus colaboradores, pues sus ojos realizaban la combinación estereoscópica recurriendo a uno de los algoritmos más útiles de Calvin. De todos modos, el acto de leer resultaba tortuoso, el grado de concentración que se requería era extenuante.

—Ilumina esto un poco más —dijo.

El estudiante cogió uno de los focos portátiles y lo sostuvo a un lado del obelisco.

En algún lugar, por encima de sus cabezas, había una luz estroboscópica: era la electricidad, moviéndose entre planos de polvo en la tormenta.

—¿Puede leerlo, señor?

—Eso es lo que intento —respondió Sylveste—. No es la cosa más sencilla del mundo, ¿sabe? Sobre todo si la luz no deja de moverse.

—Lo siento, señor. Hago todo lo que puedo, pero el viento sopla con mucha fuerza.

Tenía razón. Se estaban formando remolinos, incluso dentro del foso. Pronto soplaría con tanta fuerza que el polvo empezaría a espesarse, hasta formar capas grises y opacas en el aire. No podrían seguir trabajando en esas condiciones.

—Discúlpeme. No sabe cuánto agradezco su ayuda. —Sintiendo que debía decir algo más, añadió—: Le agradezco que haya decidido quedarse conmigo, en vez de haberse ido con el grupo de Sluka.

—No fue una decisión difícil, señor. No todos estamos dispuestos a rechazar sus ideas.

Sylveste apartó la mirada del obelisco.

—¿Ninguna de ellas?

—Consideramos que al menos deberían ser investigadas. Al fin y al cabo, a la colonia le interesa comprender lo sucedido.

—¿Se refiere al Acontecimiento?

El estudiante asintió.

—Si realmente fue algo que los amarantinos provocaron, y si realmente coincidió con la época en la que desarrollaron el vuelo espacial, podría decirse que tiene mucho más que un interés académico.

—No me gustan esas palabras. Interés académico: es como si cualquier otro tipo de interés fuera, automáticamente, más valioso. Pero tienes razón. Tenemos que averiguarlo.

Pascale se acercó un poco más.

—¿Averiguar qué, exactamente?

—Qué fue lo que hicieron para que el sol los matara. —Sylveste se volvió para mirarla, enfocándola con las facetas plateadas y demasiado grandes de sus ojos artificiales—. Para que no acabemos cometiendo el mismo error.

—¿Estás diciendo que fue un accidente?

—Dudo que fuera algo deliberado, Pascale.

—Hasta ahí llegaba. —Sylveste había sido condescendiente con ella, a pesar de que sabía lo mucho que le irritaba. Se odió a sí mismo por ello—. Pero también sé que esos alienígenas de la edad de piedra carecían de los medios necesarios para incidir en el comportamiento de su astro, fuera o no de forma accidental.

—Sabemos que evolucionaron —explicó Sylveste—. Hemos descubierto que tenían la rueda y la pólvora, una óptica rudimentaria y un interés por la astronomía para propósitos agrarios. En apenas cinco siglos, la humanidad pasó de ese nivel de desarrollo al vuelo espacial, ¿así que no crees que sería tendencioso asumir que otra especie no fue capaz de hacer eso mismo?

—¿Dónde están las pruebas? —Pascale se levantó para sacudir el polvo que se había asentado en su abrigo—. Oh, ya sé qué vas a responder: que los artefactos de alta tecnología no han logrado sobrevivir a nuestros días porque, intrínsecamente, eran menos resistentes que los anteriores. De todos modos, aunque hubiera pruebas, ¿cambiarían en algo las cosas? Ni siquiera los Combinados se dedican a retocar las estrellas, y eso que están mucho más avanzados que el resto de la humanidad, incluyéndonos a nosotros.

—Lo sé. Eso es exactamente lo que me preocupa.

—¿Qué dice ese texto?

Sylveste suspiró y volvió a posar los ojos en el obelisco. Tenía la esperanza de que la distracción hubiera permitido que su subconsciente trabajara en el objeto y que el significado de la inscripción se revelara con rapidez, como la respuesta a uno de los problemas psicológicos que habían tenido que plantearse antes de la misión de la Mortaja. Sin embargo, el momento de la revelación se negaba a llegar; las gráficoformas seguían resistiéndose a mostrar su significado. O quizá, eran sus expectativas las que fallaban. Sylveste esperaba encontrar algo trascendental, algo que confirmara sus ideas, por muy aterradoras que fueran, pero aquel texto sólo parecía conmemorar algo que había sucedido en este lugar, algo que podría haber tenido una gran importancia para la historia amarantina pero que, debido a sus expectativas, prácticamente carecía de interés. Aunque sólo había sido capaz de leer la línea superior del texto y para conocer con certeza su significado sería necesario efectuar un análisis informático completo, Sylveste ya podía sentir una oleada de decepción. Fuera lo que fuera lo que representara este obelisco, había dejado de interesarle.

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