Se ruborizó, no tanto por su ingratitud como por el hecho de haber puesto de manifiesto su ignorancia, a pesar de que podría haberla ocultado perfectamente. Nunca más se permitiría algo así. Años después, el cráneo había viajado con él a Resurgam para recordarle esta promesa.
Ahora no podía fracasar.
—Si lo que dices es cierto —dijo Pascale—, tuvieron que enterrarlos así por alguna razón.
—Puede que fuera una advertencia —conjeturó Sylveste, dando media vuelta para acercarse a los tres estudiantes.
—Me temía que dijeras algo así —replicó Pascale, siguiéndolo—. ¿Y en qué podría haber consistido esa terrible amenaza?
Sylveste sabía que se trataba de una pregunta retórica, pues Pascale conocía perfectamente sus teorías sobre los amarantinos. Se las cuestionaba con tanta frecuencia que Sylveste tenía la impresión de que intentaba encontrar algún error lógico, uno que lo obligara a reconocer que sus argumentos eran erróneos.
—El Acontecimiento —dijo Sylveste, tocando la delgada línea negra que había tras la ataguía más cercana.
—Los amarantinos sufrieron el Acontecimiento —respondió Pascale—. No tuvieron ni voz ni voto en él. Además, sucedió con tanta rapidez que, aunque hubieran tenido alguna idea de lo que se les estaba echando encima, es imposible que les diera tiempo a enterrar cadáveres con terribles advertencias.
—Enfurecieron a los dioses —dijo Sylveste.
—Sí —respondió Pascale—. Creo que todos estamos de acuerdo en que interpretaron el Acontecimiento como una prueba de desaprobación teísta, dentro de los límites de su sistema de fe, pero es imposible que les diera tiempo a expresar dicha fe antes de que todos murieran, y mucho menos de enterrar los cadáveres para el bien de los futuros arqueólogos de una especie diferente. —Se cubrió la cabeza con la capucha y tiró del cordel. En el foso empezaban a asentarse delicadas plumas de polvo y soplaba un poco de aire—. ¿Tú no lo crees, verdad?
Sin esperar a oír su respuesta, se colocó unas voluminosas gafas de seguridad en los ojos, desordenando momentáneamente su flequillo, y contempló el objeto que estaban desenterrando.
Las gafas de Pascale accedían a los datos de los gravitómetros de imagen situados alrededor de la cuadrícula de Wheeler, superponiendo la imagen estereoscópica de las masas enterradas sobre la imagen normal. Sylveste no necesitaba gafas, sino que sólo tenía que ordenar a sus ojos que hicieran lo mismo. El terreno que pisaban se hizo cristalino, insustancial: una matriz borrosa en la que yacía sepultado algo grande. Era un obelisco: un enorme bloque de roca tallada, encajonada en una serie de sarcófagos de piedra. El obelisco medía veinte metros de altura, pero los trabajos de excavación sólo habían conseguido desenterrar unos centímetros de la parte superior. En uno de sus lados había indicios de escritura, realizada en una de las formas gráficas amarantinas de la fase tardía. Los gravitómetros carecían de resolución espacial para mostrar el texto, de modo que tendrían que desenterrar el obelisco antes de poder leerlo.
Sylveste ordenó a sus ojos que recuperaran la visión normal.
—Tenéis que trabajar más rápido —dijo a sus estudiantes—. No me importa que provoquéis abrasiones menores en la superficie. Antes de que acabe la noche quiero que haya, como mínimo, un metro visible.
Uno de los estudiantes se volvió hacia él, aún arrodillado.
—¿Por qué diablos íbamos a tener que abandonarlo?
—Por la tormenta, señor.
—¡A la mierda la tormenta!
Estaba dando media vuelta cuando Pascale lo cogió del brazo, con un poco de brusquedad.
—Tienen derecho a estar preocupados, Dan. —Habló en voz baja, para que sólo la oyera él—. Yo también lo he oído. Deberíamos regresar a Mantell.
—¿Y perder todo esto?
—Regresaremos.
—Es posible que no volvamos a encontrarlo jamás, aunque enterremos un transmisor.
Sabía que tenía razón: la ubicación del yacimiento era incierta y los mapas de la zona no eran demasiado detallados, pues habían sido trazados con premura cuarenta años atrás, cuando el
Lorean
entró en la órbita de Resurgam. Además, desde que los rebeldes destruyeron el cinturón de satélites de comunicación hacía veinte años (cuando la mitad de los colonizadores decidieron robar la nave y regresar a casa), no había habido ninguna forma precisa de determinar su posición. Y durante una tormenta-cuchilla, era frecuente que fallaran los transmisores.
—Las vidas humanas son más valiosas —dijo Pascale.
—Puede que incluso más —Sylveste señaló con un dedo a los estudiantes—. Más deprisa. Utilizad al criado si es necesario. Quiero ver la cúspide del obelisco al amanecer.
Sluka, una estudiante de investigación de último año, dijo algo entre dientes.
—¿Decía algo? —preguntó Sylveste.
Sluka se puso en pie por primera vez en horas. Sylveste pudo ver la tensión en sus ojos. La pequeña espátula que había estado utilizando cayó al suelo, junto a los zapatos esquimales que cubrían sus pies. Arrancó la mascarilla de su rostro y respiró el aire de Resurgam durante unos segundos, mientras hablaba.
—Tenemos que hablar.
—¿De qué, Sluka?
La mujer inhaló aire de la mascarilla antes de hablar de nuevo.
—Está tentando a la suerte, doctor Sylveste.
—Usted acaba de arrojar la suya por el precipicio.
Ella ignoró sus palabras.
—Sabe que nos importa su trabajo, que compartimos sus creencias. Por eso estamos aquí, rompiéndonos la espalda por usted. Creo que debería valorarnos más. —Sus ojos miraban a Pascale, emitiendo arcos blancos—. En estos momentos, usted necesita todos los aliados que pueda encontrar, doctor Sylveste.
—¿Es una amenaza?
—Un hecho. Si prestara más atención a lo que sucede en la colonia, sabría que Girardieau planea moverse en su contra… y tiene más probabilidades de conseguirlo de lo que usted cree.
La base de su nuca se erizó.
—¿De qué está hablando?
—De un golpe. ¿De qué si no? —Sluka pasó junto a él para llegar a la escalera. En cuanto tuvo un pie en el primer peldaño, se giró y miró a los otros dos estudiantes. Ambos tenían la cabeza agachada y estaban concentrados desenterrando el obelisco—. Podéis seguir trabajando todo el tiempo que queráis, pero luego no digáis que nadie os avisó. Y si tenéis alguna duda de qué sucede al quedar atrapado en una tormenta-cuchilla, echad un vistazo a Sylveste.
Uno de los estudiantes levantó la cabeza con timidez.
—¿Adónde vas, Sluka?
—A hablar con los demás equipos de excavación. Puede que no estén al corriente del aviso.
Empezó a subir por la escalera, pero Sylveste la sujetó por el talón del zapato. Sluka lo miró. Aunque llevaba puesta la mascarilla, Sylveste pudo ver el desprecio en su rostro.
—Está acabada, Sluka.
—No —respondió ella, subiendo los escalones—. Acabo de empezar. Es usted quien me preocupa.
Sylveste se sorprendió al descubrir lo tranquilo que estaba. Pero era como la calma que existe en los metálicos océanos de hidrógeno de los planetas de la gigante de gas que había más allá de Pavonis, mantenida tan sólo por el choque de las altas y las bajas presiones.
—¿Y bien? —preguntó Pascale.
—Tengo que hablar con alguien —respondió Sylveste.
Sylveste ascendió por la rampa con su oruga. La otra, llena a rebosar, contenía el equipo, los contenedores de muestras y las hamacas, para que sus estudiantes descansaran en los comprimidos nichos de espacio desocupado. Tenían que dormir en las máquinas porque algunas de las excavaciones de la zona (como ésta) se encontraban a más de un día de viaje de Mantell. El diseño de la oruga de Sylveste era considerablemente mejor, pues más de la tercera parte de su interior estaba destinada a su camarote y su despacho. El resto de la máquina contaba con espacio de carga útil adicional y un par de alojamientos más modestos para los trabajadores de mayor categoría o sus invitados: en estos momentos, Sluka y Pascale. Ahora tenía el conjunto de la oruga para él sólo.
La decoración del camarote no revelaba que se encontraba a bordo de una oruga. Las paredes estaban revestidas de terciopelo rojo y los estantes, salpicados de copias de instrumentos científicos y reliquias. Había grandes mapas Mercator de Resurgam, acotados con elegancia y punteados con las ubicaciones de los hallazgos amarantinos más importantes. Otras secciones de la pared estaban cubiertas por textos que se actualizaban lentamente: artículos académicos en preparación. Su simulación de nivel beta, que realizaba la mayor parte del trabajo de redacción, estaba preparada para imitar su estilo de forma más fiable que él mismo, dadas las distracciones actuales. Más adelante, si disponía de tiempo, los revisaría, pero ahora sólo les dedicó un breve vistazo mientras se dirigía hacia el escritorio, un mueble de mármol y malaquita, decorado con escenas lacadas de los inicios de la exploración espacial.
Sylveste abrió un cajón y sacó un cartucho de simulación: una tabla gris y carente de marcas, similar a un azulejo de cerámica. Para invocar a Calvin sólo tenía que insertar el cartucho en una ranura que había en la parte superior del escritorio. Vaciló. Habían pasado varios meses desde que lo había hecho regresar de la muerte, y su último encuentro había ido tan mal que se había prometido a sí mismo que sólo volvería a invocarlo en caso de crisis. Ahora tenía que juzgar si esto era realmente una crisis y si era lo bastante grave para justificar una invocación. El problema era que no siempre podía fiarse de los consejos de Calvin.
Sylveste insertó el cartucho en el escritorio.
Los duendes tejieron una figura de luz en medio de la sala: Calvin sentado en una enorme silla señorial. La aparición era más realista que cualquier holograma (incluso tenía sutiles efectos de sombreado), pues estaba siendo generada mediante la manipulación directa del campo visual de Sylveste. La simulación de nivel beta representaba a Calvin en su época de máximo esplendor, cuando apenas tenía cincuenta años y era una celebridad en Yellowstone. Sorprendentemente, parecía mayor que Sylveste, a pesar de que la imagen de Calvin era veinte años más joven en términos fisiológicos. Sylveste había rebasado en ocho años su tercer siglo, pero los tratamientos de longevidad a los que se había sometido en Yellowstone eran mucho más avanzados que los que existían en la época de Calvin.
Por todo lo demás, sus rasgos y su complexión eran idénticos, y en los labios de ambos se dibujaba una eterna curva de diversión. Calvin llevaba el cabello más corto y vestía las galas de la Belle Epoque Demarquista, en vez de la relativa austeridad del traje expedicionario de Sylveste: sayo ondulante, elegantes pantalones de cuadros ensartados en botas de bucanero y los dedos centelleantes de joyas y metales. Su barba de corte impecable era poco más que un trazo de color óxido que recorría la línea de la mandíbula. La figura estaba rodeada de pequeños entópticos, símbolos de lógica booleana y largas cascadas de binarios. Con una mano se acariciaba la barba y con la otra jugueteaba con el pergamino grabado que finalizaba el apoyabrazos del asiento.
Una oleada de animación serpenteó sobre la proyección. Sus pálidos ojos emitieron un destello de interés.
Calvin levantó los dedos a modo de perezoso saludo.
—Bueno… —dijo—. Parece que las cosas no van bien.
—Supones demasiado.
—No tengo que suponer nada, querido. Simplemente he entrado en la red y he accedido a los miles de informes nuevos —estiró el cuello para examinar el camarote—. Tienes un hogar acogedor. Por cierto, ¿qué tal van los ojos?
—Funcionan tan bien como cabría esperar.
Calvin asintió.
—La resolución no es demasiado alta, pero es lo mejor que pude hacer con las herramientas con las que me vi obligado a trabajar. Como sólo reconecté un cuarenta por ciento de los canales del nervio óptico, no tenía sentido instalar cámaras de mayor resolución. Es posible que pueda hacer algo si en este planeta hay un equipo quirúrgico medianamente bueno. Si quieres que Rafael te pinte la Capilla Sixtina, no le des un cepillo de dientes.
—Echa sal sobre las heridas.
—Jamás haría algo así —dijo Calvin, todo inocencia—. Sólo estoy diciendo que si pensabas permitirle que se llevara el
Lorean
, ¿no podrías haber persuadido a Alicia para que nos dejara material médico?
Veinte años atrás, Alicia, la mujer de Sylveste, había liderado el motín en su contra, un hecho que Calvin nunca permitiría que olvidara.
—De modo que fui una especie de sacrificio —Sylveste agitó un brazo para que la imagen guardara silencio—. Lo siento, pero no te he invocado para que mantengamos una charla alrededor del fuego, Cal.
—Preferiría que me llamaras Padre.
Sylveste lo ignoró.
—¿Sabes dónde estamos?
—En una excavación, supongo. —Calvin cerró los ojos unos instantes y se acercó los dedos a las sienes, fingiendo concentración—. Déjame ver. Sí. Dos orugas de expedición en el exterior de Mantell, cerca de las Estepas Ptero… una cuadrícula Wheeler… ¡Qué extraño! Aunque supongo que sirve bien a tu propósito. ¿Y qué es esto? Gravitómetros de alta resolución… Sismogramas… Parece que has encontrado algo, ¿verdad?
En ese mismo instante, el escritorio mostró a un duende de estado que le anunció que estaba entrando una llamada de Mantell. Sylveste mantuvo una mano en alto mientras decidía si la aceptaba o no. La persona que deseaba ponerse en contacto con él era Henry Janequin, un especialista en biología aviar y uno de los pocos aliados de Sylveste. Janequin había conocido al verdadero Calvin, pero Sylveste estaba bastante seguro de que nunca había visto su simulación de nivel beta… y mucho menos mientras su hijo buscaba su consejo. Reconocer que necesitaba la ayuda de Cal, que había invocado a la simulación para dicho propósito, sería un signo crucial de debilidad.
—¿A qué estás esperando? —dijo Cal—. Conéctalo.
—No sabe nada de ti… de nosotros.
Calvin movió la cabeza y, de repente, Janequin apareció en la sala. Sylveste se esforzó en mantener la compostura, pero era evidente que Calvin había descubierto la forma de enviar órdenes a las funciones privadas del escritorio.
Calvin siempre ha sido un tipo retorcido
, pensó Sylveste. Pero por eso le resultaba tan útil.
La proyección de cuerpo entero de Janequin era menos nítida que la de Calvin, puesto que procedía del sistema de satélites de Mantell y éste era bastante heterogéneo. Además, las cámaras que proyectaban su imagen probablemente habían conocido días mejores… como la mayoría de las cosas que había en Resurgam.