—Por fin te encuentro —dijo Janequin, que sólo había visto a Sylveste—. Llevo una hora intentando ponerme en contacto contigo. ¿No dispones de ningún sistema que te avise de las llamadas cuando estás en el pozo?
—Sí —respondió Sylveste—, pero lo he desconectado. Me distraía demasiado.
—¡Oh! —dijo Janequin, revelando ligeramente su enfado—. Muy astuto, Sylveste. Sobre todo, tal y como están las cosas. Sabes perfectamente de qué estoy hablando. Hay problemas, y quizá más graves de lo que tú… —En aquel instante, Janequin advirtió la presencia de Calvin. Tras analizar la figura que ocupaba la silla, exclamó—: ¡Jesús! ¿Eres tú, verdad?
Cal asintió sin decir nada.
—Es su simulación de nivel beta —explicó Sylveste. Era importante aclarar eso antes de que la conversación prosiguiera; las simulaciones alfas y las betas eran fundamentalmente distintas, y el protocolo Stoner era muy puntilloso a la hora de diferenciar entre ambas. Si Sylveste hubiera permitido que Janequin pensara que ésta era la grabación de nivel alfa perdida hacía tanto tiempo, habría sido culpable de metedura de pata social extrema—. Le estaba haciendo una consulta… a la simulación.
Calvin hizo una mueca.
—¿Sobre qué? —preguntó Janequin.
Era un hombre anciano. De hecho, era la persona más anciana de Resurgam y, cada año que pasaba, su aspecto parecía estar ligeramente más próximo al de algún ideal simiesco. Su cabello, su barba y su bigote blancos enmarcaban un pequeño rostro rosado, como si fuera un extraño mono tití. En Yellowstone no había habido mayores expertos en genética que los Maestros Mezcladores, pero muchos consideraban que Janequin era mucho más inteligente que cualquier otro miembro del grupo, a pesar de que no era posible demostrar su ingenio, pues no se había revelado en un momento de lucidez, sino que se había ido acumulando durante años y años de excelente trabajo. Ahora estaba bien entrado en su cuarto siglo de vida y las diversas capas de tratamientos de longevidad empezaban a desmoronarse de forma visible.
Sylveste suponía que Janequin sería la primera persona de Resurgam que, después de muchísimo tiempo, moriría de vieja. Este pensamiento lo llenó de tristeza. Ambos disentían en muchos puntos, pero siempre habían estado de acuerdo en todas las cosas importantes.
—Ha encontrado algo —anunció Cal.
Los ojos de Janequin se iluminaron, rejuvenecieron con la alegría del descubrimiento científico.
—¿Lo dices en serio?
—Sí, yo…
De pronto sucedió algo extraño. La habitación se había desvanecido y, ahora, los tres estaban de pie en un balcón, en uno de los edificios más elevados de lo que Sylveste reconoció al instante como Ciudad Abismo. Esto debía de ser obra de Calvin. El escritorio les había seguido como un perrito obediente. Si Cal podía acceder a las funciones privadas, pensó Sylveste, también podía ejecutar este tipo de trucos y activar uno de los entornos estándar del escritorio. Además, la simulación era muy buena: el viento le golpeaba en las mejillas y la ciudad tenía un olor intangible, difícil de definir, pero obvio ante su ausencia en entornos más baratos.
Era la ciudad de su infancia, durante la ilustre Belle Epoque. Impresionantes estructuras de oro se desplazaban en la distancia como nubes esculpidas, zumbando entre el tráfico aéreo. Debajo, parques y jardines nivelados descendían en una serie de perspectivas vertiginosas hacia una frondosa neblina de follaje y luz, varios kilómetros por debajo de sus pies.
—¿No es maravilloso volver a ver este lugar? —preguntó Cal—. Y pensar que, si hubiésemos querido, podría haber sido nuestro, podría haber pertenecido a nuestro clan. Si hubiéramos tomado las riendas de este lugar, ¿quién sabe si ahora las cosas serían completamente distintas?
Janequin se apoyó en la barandilla.
—Sí, es un lugar precioso, pero no he venido a contemplar el paisaje, Calvin. Dan, ¿qué ibas a decirme antes de que nos…?
—¿Interrumpieran de forma tan brusca? —preguntó Sylveste—. Iba a pedirle a Cal que extrajera del escritorio los datos de los gravitómetros, pues es evidente que dispone de los medios necesarios para acceder a mis archivos privados.
—Eso no es nada para un hombre en mi posición —dijo Cal. Tardó unos instantes en acceder a la borrosa imagen del objeto enterrado, pero pronto el obelisco pendió ante ellos al otro lado de la barandilla… al parecer, a tamaño real.
—Oh, muy interesante —dijo Janequin—. ¡Muy interesante!
—No está mal —comentó Cal.
—¿Qué no está mal? —repitió Sylveste—. Es mucho más grande y está mucho mejor conservado que cualquier otro objeto que hayamos encontrado hasta la fecha. Es una prueba evidente de una fase más avanzada de tecnología amarantina. De hecho, puede que se creara en una fase precursora a una verdadera revolución industrial.
—Supongo que podría ser un hallazgo significativo —dijo Cal, a regañadientes—. Tú… hum… supongo que tienes planeado desenterrarlo, ¿verdad?
—Hasta hace un momento, sí —Sylveste hizo una pausa—. Pero acaba de ocurrir algo. Me acaban de… Acabo de saber que Girardieau podría estar planeando actuar en mi contra antes de lo que me temía.
—No puede tocarte sin contar con la aprobación de la mayoría del consejo de expediciones —comentó Cal.
—No, no puede —respondió Janequin—. Pero no creo que sea así como piensa hacerlo. La información de Dan es correcta. Al parecer, Girardieau podría estar planeando una acción más directa.
—Y sería el equivalente de una especie de… golpe, supongo.
—Sí, creo que ése sería su nombre técnico —respondió Janequin.
—¿Estás seguro? —Entonces, Calvin volvió a fingir que intentaba concentrarse y su frente se llenó de líneas oscuras—. Sí… podrías tener razón. Durante estos últimos días, la prensa ha estado especulando sobre el próximo movimiento de Girardieau… y el hecho de que Dan se encuentre en una excavación mientras la colonia experimenta una crisis de liderazgo… y el incremento que han experimentado las comunicaciones encriptadas entre los simpatizantes de Girardieau… Me ha sido imposible acceder a los mensajes codificados pero, sin duda alguna, la razón de que se hayan incrementado de tal forma es obvia.
—Están planeando algo, ¿verdad? —preguntó Sylveste. Entonces se dio cuenta de que Sluka tenía razón… y en ese caso, aunque lo hubiera amenazado con abandonar la excavación, le había hecho un favor. Sin sus advertencias, jamás habría invocado a Cal.
—Eso parece —respondió Janequin—. Ésa es la razón por la que intentaba ponerme en contacto contigo. Lo que Cal ha dicho sobre los simpatizantes de Girardieau no ha hecho más que confirmar mis temores. —Cerró la mano con fuerza alrededor de la barandilla. El estampado del puño de su chaqueta que pendía holgadamente sobre su esquelético armazón, mostraba ojos de pavo real—. Creo que no hay ninguna razón por la que deba quedarme aquí, Dan. He intentado mantenerme en contacto contigo de una forma que no resultara sospechosa, pero tengo muchas razones para creer que esta conversación está siendo grabada. La verdad es que no debería decir nada más. —Dio la espalda al paisaje urbano y al obelisco antes de dirigirse hacia el hombre sentado—. Calvin… ha sido un placer volver a verte, después de tanto tiempo.
—Cuídate, Janequin —se despidió Cal, levantando una mano en su dirección—. Y buena suerte con los pavos reales.
La sorpresa de Janequin fue obvia.
—¿Estás al tanto de mi pequeño proyecto?
Calvin sonrió, pero no dijo nada. Al fin y al cabo, pensó Sylveste, la pregunta de Janequin había sido superflua.
El anciano agitó la mano, haciendo que el entorno se activara en interacción táctil completa, antes de abandonar los confines de aquella habitación imaginaria.
Los dos se quedaron solos en el balcón.
—¿Y bien? —preguntó Cal.
—No puedo permitirme perder el control de la colonia.
Sylveste había estado al mando de la expedición de Resurgam incluso después de la deserción de Alicia. Técnicamente, aquellos que habían decidido quedarse en el planeta en vez de regresar a casa con ella deberían haber sido sus aliados, deberían haber ayudado a que su posición cobrara fuerza, pero no había sido así, pues no todos aquellos que habían compartido los mismos ideales que Alicia habían logrado llegar al
Lorean
antes de que la nave abandonara la órbita. Además, muchos de sus simpatizantes que habían permanecido en el planeta consideraban que no había sabido manejar bien la crisis o que lo había hecho de forma delictiva. Sus enemigos afirmaban que lo que le habían hecho en la cabeza los Malabaristas de Formas antes de que visitara a los Amortajados estaba empezando a manifestarse, que Sylveste mostraba unas patologías que bordeaban la locura. Las investigaciones sobre los amarantinos habían proseguido con un dinamismo decreciente, mientras que las diferencias y las enemistades políticas habían ido aumentando hasta hacerse irreconciliables. Aquellos que mantenían cierta lealtad residual hacia Alicia (entre ellos, Girardieau) se habían unido a los Inundacionistas. Los arqueólogos de Sylveste estaban resentidos y se sentían asediados. En ambos bandos se habían producido muertes que resultaba imposible catalogar como accidentes. Ahora, las cosas habían llegado a su apogeo y Sylveste no se encontraba en la posición apropiada para resolver la crisis.
—Pero tampoco puedo dejar escapar eso —dijo, señalando el obelisco—. Necesito tu consejo, Cal. Y me lo darás porque dependes por completo de mí. Eres frágil, recuérdalo.
Calvin se removió inquieto en la silla.
—De modo que, básicamente, estás presionando a tu anciano padre. Eres encantador.
—No —respondió Sylveste, con los dientes apretados—. Lo único que estoy diciendo es que puedes caer en las manos equivocadas si no me proporcionas orientación. Hablando en plata, no eres más que otro miembro de nuestro ilustre clan.
—Aunque tú no estés de acuerdo, ¿verdad? Para ti, sólo soy un programa, una evocación. ¿Cuándo me permitirás poseer de nuevo tu cuerpo?
—Eso no volverá a repetirse.
Calvin levantó un dedo amonestador.
—No te enfades, hijo. Fuiste tú quien me invocó, no a la inversa. Si lo deseas, puedes volver a dejarme en la lámpara. Me da completamente igual.
—Lo haré, pero después de que me des tu consejo.
Calvin se inclinó hacia delante.
—Dime qué hiciste con mi simulación de nivel alfa y puede que me lo piense. —Esbozó una sonrisa traviesa—. ¡Demonios! Sí incluso podría contarte varias cosas sobre los Ochenta que ignoras.
—Lo que ocurrió —dijo Sylveste— fue que murieron setenta y nueve personas inocentes. Eso no tiene ningún misterio. Pero no te considero responsable. Sería como acusar de crímenes de guerra a un fotógrafo de dictadores.
—Te daré mi consejo, cabrón desagradecido —dijo, girando el asiento de modo que su sólida espalda estuviera delante del rostro de Sylveste—. Reconozco que tus ojos no son el último grito en tecnología, ¿pero qué esperabas? —Volvió a girar el asiento. Ahora, Calvin iba vestido como Sylveste, llevaba un corte de pelo similar y tenía su misma piel suave en el rostro—. Háblame de los Amortajados. Cuéntame tus secretos, hijo mío. Explícame qué sucedió realmente en la Mortaja de Lascaille, y no el fardo de mentiras que has estado hilando desde que regresaste.
Sylveste se acercó al escritorio, dispuesto a retirar el cartucho.
—Espera —dijo Calvin, levantando bruscamente los brazos—. ¿No querías mi consejo?
—Por fin empezamos a entendernos.
—No puedes permitir que gane Girardieau. Si el golpe es inminente, es necesario que regreses a Cuvier. Allí podrás reunir al escaso apoyo que puedas tener.
Sylveste miró por la ventanilla de la oruga, hacia la cuadrícula. Unas sombras cruzaban las vigas: eran los trabajadores que abandonaban la excavación, dirigiéndose en silencio hacia el santuario de la otra oruga.
—Puede que sea el descubrimiento más importante que hemos hecho desde nuestra llegada.
—Tienes que sacrificarlo. Si mantienes a Girardieau a raya, podrás permitirte el lujo de regresar aquí y buscarlo de nuevo, pero si gana él, nada de lo que encuentres importará.
—Lo sé —respondió Sylveste. Durante unos instantes, no hubo ningún tipo de rencor entre ambos. El razonamiento de Calvin era correcto y habría sido grosero fingir lo contrario.
—¿Entonces seguirás mi consejo?
Deslizó la mano hacia el escritorio, preparándose para retirar el cartucho.
—Lo pensaré.
A bordo de una bordeadora lumínica, espacio interestelar, 2545
El problema de los muertos es que no tienen ni idea de cuándo deben callarse
, pensaba la Triunviro Ilia Volyova.
Acababa de montarse en el ascensor, agotada tras pasar dieciocho horas en el puente conversando con diversas simulaciones de personas, antaño vivas, que formaban parte del pasado distante de la nave. Había intentado cogerlas por sorpresa, con la esperanza de que una o más de ellas desvelaran algún dato revelador sobre los orígenes de la caché. Había sido un trabajo agotador, sobre todo porque algunas de las simulaciones de nivel beta más antiguas ni siquiera sabían hablar norte moderno y, por alguna razón, el software que las ejecutaba se negaba a efectuar las traducciones. Durante toda la sesión, Volyova había fumado un cigarrillo tras otro, intentando recordar las peculiaridades gramaticales del norte medio, pero ahora no tenía ninguna intención de dejar descansar a sus pulmones. De hecho, tenía la espalda tan agarrotada por la tensión y los nervios de los intercambios que lo necesitaba más que nunca… pero como el aire acondicionado del ascensor no funcionaba bien, sólo tardó unos segundos en inundar de humo su interior.
Levantó la manga de su chaqueta de cuero forrada de vellón y acercó los labios al brazalete que rodeaba su huesuda muñeca.
—Al nivel del Capitán —dijo, dirigiéndose al
Nostalgia por el Infinito
, que asignaba un aspecto microscópico de sí mismo a la primitiva tarea de controlar el ascensor.
Instantes después, el suelo se precipitó hacia abajo.
—¿Desea acompañamiento musical durante el trayecto?
—No. De hecho, creo haberte dicho más de mil veces que lo que deseo es silencio. Cállate y déjame pensar.
Se encontraba en el tronco espinal, un eje de cuatro kilómetros de longitud que unía la nave de un extremo a otro. Había montado en algún punto situado cerca del extremo superior del eje (que ella supiera, sólo había 1050 niveles) y ahora estaba descendiendo a diez cubiertas por segundo. El ascensor era una caja colgante de paredes de cristal y, en ciertos lugares, el revestimiento del eje se hacía transparente, permitiéndole juzgar su situación sin necesidad de recurrir al mapa interno del ascensor. Ahora estaba descendiendo entre bosques, jardines escalonados de vegetación planetaria descuidados y agonizantes, puesto que las lámparas de rayos ultravioleta que antaño les habían proporcionado luz estaban rotas y nadie podía molestarse en repararlas. Debajo de los bosques recorrió los ochocientos supremos: extensas áreas de la nave que antaño habían estado a disposición de la tripulación, cuando ésta la integraban miles de personas. A continuación, el ascensor pasó por la enorme y ahora inmóvil armadura que separaba el hábitat rotativo de la nave y las secciones no rotativas, antes de descender doscientos niveles de plataformas de almacenaje criogénicas, con capacidad suficiente para cien mil durmientes… aunque no había ninguno.