Espacio revelación (52 page)

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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

Volyova se dirigió a su brazalete.


Infinito
, quiero que cotejes la voz que vas a escuchar con los registros de Sylveste que tenemos a bordo. Si no puedes confirmar su correspondencia, házmelo saber de inmediato mediante una lectura de seguridad.

La voz de Sylveste irrumpió a media frase: «… si me recibes. Repito, necesito saber si me recibes. Quiero que me lo hagas saber, zorra. ¡Quiero que me lo hagas saber de una puta vez!».

—Seguro que es él —dijo Volyova, hablando sobre la voz del hombre—. Reconocería ese tono petulante en cualquier parte. Apágalo. Supongo que aún no conocemos su localización ¿verdad?

—Lo siento. Tendrás que dirigirte al conjunto de la colonia y dar por sentado que dispone de medios para oírte.

—Estoy segura de que no habrá pasado por alto ese detalle. —Volyova consultó su brazalete y se dio cuenta de que la nave aún no podía confirmar que la voz que estaba oyendo pertenecía a Sylveste. Podían producirse errores, puesto que el Sylveste que había viajado a bordo de la nave era un homólogo mucho más joven del que estaban buscando ahora; por esta razón, nunca habían pretendido que la correspondencia de voz fuera perfecta. De todos modos, cada vez le parecía más probable que aquella voz perteneciera a Sylveste y no a un nuevo imitador que deseara «salvar» a la colonia—. De acuerdo, conéctame. ¿Sylveste? Te habla Volyova. Dime si estás oyendo esto.

Su voz ahora sonó con más claridad.

—Joder, ya era hora.

—Creo que lo tomaremos como un «sí» —dijo Hegazi.

—Debemos discutir la logística para recogerte y creo que sería más sencillo si pudiéramos hacerlo mediante un canal seguro. Si me das tu ubicación actual, podríamos efectuar un barrido detallado de la región e identificar el origen de vuestra transmisión, evitando el enlace con Cuvier.

—¿Y por qué queréis hacerlo así? ¿Acaso queréis contarme algo que no deseáis compartir con el resto de la colonia? —Sylveste hizo una pausa que Volyova aprovechó para esbozar una sonrisa mental—. Que yo sepa, no habéis tenido ningún problema en meternos a todos en este asunto. —Otra pausa—. Por cierto, me preocupa estar hablando contigo y no con Sajaki.

—Está indispuesto —respondió Volyova—. Dame tu posición.

—Lamento decirte que es imposible.

—Tendrás que colaborar un poco más.

—¿Por qué debería molestarme? Sois vosotros quienes tenéis todo ese arsenal. Buscad una solución.

Hegazi agitó la mano, indicando a Volyova que cortara la conexión de audio.

—Es posible que no pueda revelar su posición.

—¿Por qué no?

Hegazi se dio unos golpecitos en el puente de acero de la nariz con la yema de acero del dedo.

—Puede que sus secuestradores no se lo permitan. Están dispuestos a dejarlo marchar, pero no quieren revelar su posición.

Volyova asintió. Posiblemente, la sugerencia de Hegazi se aproximaba bastante a la realidad.

—De acuerdo, Sylveste —dijo, tras restablecer el vínculo—. Creo comprender tu situación. Te propongo lo siguiente, asumiendo que cuentes con los medios necesarios para desplazarte. Supongo que tus… hum… anfitriones podrán disponer de algo a corto plazo, ¿verdad?

—Tenemos transporte, si eso es lo que preguntas.

—En ese caso dispones de seis horas, tiempo más que suficiente para que llegues a un punto lo bastante alejado del lugar en donde te encuentras en estos momentos y puedas revelarnos tu nueva situación. Si en seis horas no recibimos noticias tuyas, atacaremos el siguiente objetivo. ¿Ha quedado totalmente claro?

—Oh, sí —dijo Sylveste con aspereza—. Por supuesto.

—Una cosa más.

—¿Sí?

—Tráete a Calvin contigo.

Dieciséis

Nekhebet Septentrional, 2566

Sylveste sintió que el avión despegaba, desplazándose primero en horizontal para abandonar el hangar hundido de Mantell y ganando altura con rapidez. Instantes después viró, para evitar estrellarse contra la pared de la meseta adyacente. Miró por la ventana, pero el polvo era tan espeso que sólo alcanzó a ver la base y la meseta en la que había sido excavada alejándose bajo la brillante curva del ala de plasma. Sabía, con absoluta certeza, que no regresaría. Y aunque ignoraba la razón, no sólo tenía la sensación de que estaba viendo Mantell por última vez, sino también la colonia.

El aparato en el que viajaban era el más pequeño y menos valioso del asentamiento: ligeramente más grande que los volantor en los que había volado hacía tantos años en Ciudad Abismo. De todos modos, era lo bastante rápido para dejar una distancia considerable entre ellos y la meseta en seis horas. La nave tenía capacidad para cuatro personas, pero sólo la ocupaban Pascale y él. A pesar de su libertad de movimientos, seguían siendo prisioneros de Sluka: sus hombres habían programado la ruta que seguiría la nave antes de abandonar Mantell, y sólo se desviaría de ese plan de vuelo si el piloto automático consideraba que las condiciones atmosféricas requerían un cambio de rumbo. A no ser que las condiciones del suelo fueran intolerables, el avión dejaría a Sylveste y a su esposa en un punto acordado previamente que aún no habían revelado a Volyova. Si las condiciones eran malas, buscarían otro punto de la misma zona.

El avión no permanecería en el punto de entrega. En cuanto Sylveste y Pascale lo abandonaran (con provisiones suficientes para sobrevivir en la tormenta durante unas horas), el avión regresaría de inmediato a Mantell, esquivando los escasos sistemas de radar existentes que podrían haber alertado a Ciudad Resurgam de su trayectoria. Entonces, Sylveste se pondría en contacto con Volyova para informarle de su situación… aunque, como la transmisión sería directa, la mujer no tendría ningún problema en triangular su posición. Después, todo quedaría en manos de esa mujer. Sylveste no tenía ni idea de cómo se desarrollarían los acontecimientos ni de cómo los llevarían a la nave, pero eso no era problema suyo. Lo único que sabía era que había muy pocas probabilidades de que todo esto fuera una trampa. Los Ultras querían acceder a Calvin, pero como éste no servía de nada sin él, les interesaba tratarlo bien… y aunque no podía aplicar automáticamente esta misma lógica a Pascale, Sylveste había tomado las precauciones necesarias para corregir ese defecto.

El avión empezó a descender. Estaba volando por debajo de la altura media de las mesetas, utilizándolas como camuflaje. Cada pocos segundos viraba y se deslizaba por los estrechos pasillos en forma de cañón que había entre ellas. La visibilidad era prácticamente nula. Sylveste deseaba que el mapa de terreno en el que el avión basaba sus maniobras no se hubiera visto afectado por los recientes corrimientos de tierra pues, si no, el viaje sería mucho más breve que las seis horas que Volyova les había concedido.

—¿Dónde diablos…? —Calvin, que acababa de aparecer en la cabina, miró frenético a su alrededor. Estaba, como era habitual, recostado en una enorme silla tapizada. En el fuselaje no había suficiente espacio para ella, de modo que sus extremidades se desvanecían torpemente en las paredes—. ¿Dónde diablos estoy? ¡No recibo nada! ¿Qué diablos está pasando? ¡Dímelo!

Sylveste se volvió hacía su esposa.

—Lo primero que hace, cuando despierta, es olfatear el entorno cibernético local. Eso le permite orientarse, establecer el marco temporal, etc… El único problema es que en estos momentos no hay ningún entorno cibernético local, de modo que está un poco desorientado.

—Deja de hablar de mí como si no estuviera aquí. ¡Dónde quiera que sea aquí!

—Estás en un avión —dijo Sylveste.

—¿En un avión? Eso es nuevo. —Cal asintió y recuperó parte de su compostura—. De hecho, muy nuevo. Nunca había estado en uno de estos aparatos. Supongo que no te importará proporcionar algunos datos clave a tu anciano padre.

—Ésa es exactamente la razón por la que te he despertado —Sylveste se interrumpió para cancelar las ventanas: no había ningún paisaje y el inmutable paño de polvo sólo servía para recordarle qué les esperaba cuando el avión los dejara en tierra—. No pienses ni por un momento que lo he hecho porque necesitaba que mantuviéramos una conversación junto al fuego, Cal.

—Has envejecido, hijo.

—Bueno, a algunos nos toca vivir en el universo entrópico.

—¡Huy! Eso duele, ¿sabes?

—Dejadlo ya —dijo Pascale—. No podemos perder el tiempo con tonterías.

—No sé —dijo Sylveste—. Cinco horas… a mí me parece más que suficiente. ¿Tú qué opinas, Cal?

—Que tienes razón. Además, ¿qué sabrá ella? —Cal la miró encolerizado—. Es una tradición, querida. Así es como nosotros… ¿cómo lo diría?, tanteamos el terreno. Si él mostrara el menor indicio de cordialidad hacia mí empezaría a preocuparme, pues eso significaría que iba a pedirme un favor excesivamente difícil.

—No —dijo Sylveste—. Si quisiera pedirte un favor excesivamente difícil, sólo te amenazaría con borrarte. Nunca he necesitado nada tan importante que justifique un trato amable… y dudo que alguna vez lo necesite.

Calvin le guiñó el ojo a Pascale.

—Tiene razón, por supuesto. ¡Seré estúpido!

Se había manifestado vistiendo la túnica color ceniza de cuello alto, con galones entrelazados en las mangas. Uno de sus pies, calzados con botas, descansaba sobre la rodilla de la otra pierna, y la túnica colgaba sobre la pierna levantada formando una larga cortina de tejido suavemente ondulado. Su barba y su bigote habían llegado a un terreno que iba más allá de lo meramente quisquilloso, pues habían sido esculpidos con tal complejidad que sólo podían ser mantenidos por la fastidiosa atención de un ejército de criados muy entregados. En una de sus cuencas descansaba un monóculo de datos de color ámbar (una simple afectación, puesto que Calvin tenía implantes de conexión directa desde que nació), y su cabello, ahora largo, se extendía por la parte de atrás del cráneo formando un mango aceitoso que volvía a unirse con el cuero cabelludo en algún punto situado por encima de la nuca. Sylveste intentó datar el conjunto, pero no lo consiguió. Era posible que esa imagen hiciera referencia a alguna época concreta de los días que Calvin vivió en Yellowstone, pero también era posible que la simulación la hubiera inventado a partir de cero, para matar el tiempo mientras se inicializaban todas sus rutinas.

—De todos modos…

—El avión nos lleva al lugar en donde nos reuniremos con Volyova —dijo Sylveste—. La recuerdas, ¿verdad?

—¿Cómo iba a olvidarla? —Calvin se quitó el monóculo y lo frotó contra su manga—. ¿Y cómo ha ocurrido eso?

—Es una larga historia. Volyova presionó a la colonia. No tuvieron más opción que entregarme. Y también a ti.

—¿Volyova me quería?

—No te hagas el sorprendido.

—No lo hago. Sólo estoy decepcionado. Y por supuesto, es demasiado para asimilarlo tan deprisa. —Calvin volvió a ponerse el monóculo, haciendo que uno de sus ojos brillara aumentado tras el ámbar—. ¿Crees que nos quiere a los dos como salvaguarda o porque tiene algo concreto en mente?

—Probablemente, por lo segundo. La verdad es que no se ha mostrado demasiado abierta respecto a sus intenciones.

Calvin asintió.

—De modo que sólo has hablado con Volyova, ¿verdad?

—¿No te parece muy extraño?

—Habría esperado que nuestro amigo Sajaki asomara la cabeza en algún momento.

—Yo también, pero ella no ha hecho ningún comentario sobre su ausencia —Sylveste se encogió de hombros—. ¿Realmente importa? Todos son igual de malos.

—Sin duda alguna, pero al menos con Sajaki sabríamos dónde estábamos.

—Es decir, en peligro, ¿verdad?

Calvin movió la cabeza.

—Puedes decir lo que quieras, pero Sajaki siempre cumple con su palabra. Y él… o quienquiera que esté al mando, ha tenido la decencia de no volver a molestarte hasta ahora. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que estuvimos a bordo de esa monstruosidad gótica que ellos llaman
Nostalgia por el Infinito
?

—Unos ciento treinta años. Aunque para ellos ha sido mucho menos. Sólo unas décadas.

—Supongo que tendremos que asumir lo peor.

—¿Lo peor de qué? —preguntó Pascale.

—Que tenemos cierta tarea que realizar relacionada con cierto caballero —explicó Calvin, con esforzada paciencia. Entonces, dirigiéndose a Sylveste, preguntó—: ¿Cuánto sabe ella?

—Sospecho que bastante menos de lo que creía —respondió Pascale, con cara de pocos amigos.

—Le conté lo mínimo —comentó Sylveste, deslizando la mirada entre su esposa y la simulación beta—. Por su propio bien.

—Oh, gracias.

—Por supuesto, tenía ciertas dudas…

—Dan, limítate a contarme qué quiere esa gente de tu padre y de ti.

—Ah, bueno… me temo que ésa es otra larga historia.

—Tienes cinco horas… tú mismo acabas de decirlo. Asumiendo, por supuesto, que podáis soportar interrumpir vuestra sesión de admiración mutua.

Calvin levantó una ceja.

—Nunca había oído que lo llamaran así. Pero quizá ha entendido algo, ¿verdad hijo?

—Sí —respondió Sylveste—. Una interpretación totalmente equivocada de la situación.

—De todos modos, quizá deberías contarle algo más… para que pueda hacerse una idea de lo que ocurre.

En ese instante, el avión realizó un giro especialmente brusco. Calvin fue el único que permaneció impasible ante el movimiento.

—De acuerdo —dijo Sylveste—. Aunque considero que es mejor que no sepa demasiado.

—¿Por qué no dejas que sea yo quién lo decida? —preguntó Pascale.

Calvin sonrió.

—Te aconsejo que empieces hablándole del Capitán Brannigan.

De modo que Sylveste le contó el resto de la historia. Hasta entonces, había evitado hablarle de qué quería de ellos la tripulación de Sajaki. Pascale siempre había estado en su derecho de saberlo, pero era un tema tan desagradable que Sylveste había hecho todo lo posible por evitarlo en todo momento. No se trataba de que tuviera algo en contra del Capitán Brannigan o que no sintiera compasión de él. El Capitán era un individuo excepcional con una dolencia excepcionalmente terrible. Aunque ahora no estuviera consciente en ninguno de los sentidos (eso era lo que Sylveste suponía), lo había estado en el pasado y volvería a estarlo en el futuro, en el improbable caso de que pudiera ser curado. ¿Acaso importaba que su tenebroso pasado ocultara algún crimen? En su actual estado, seguro que ya había pagado miles de veces por sus pecados. Cualquier persona querría lo mejor para el Capitán, y la mayoría estarían deseosas por dedicar cierta energía a ayudarlo, siempre y cuando no corrieran ningún peligro. Muchos incluso aceptarían asumir algún pequeño riesgo.

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