—Ahora —susurró—. Ahora…
No se sentía decepcionada. Quizá, a cierto nivel, era mejor que su arma fuera destruida en aquel momento… pero entonces le habría sido negada la emoción de verla reaccionar, y hacerlo con toda la eficacia que se le suponía. El armamento del aro circular de la cabeza de puente cobró vida, rastreando y atacando a cada uno de los destellos antes de que muchos de ellos hubieran tocado el caparazón de hiperdiamante del arma cónica.
La cabeza de puente aceleró, cubriendo los dos kilómetros finales en un tercio de minuto. La corteza que rodeaba a la herida siguió ampollándose y resplandeciendo, y la cabeza de puente siguió esquivando los ataques. En el casco del arma aparecieron cráteres allí donde habían impactado algunas de las brillantes esporas, emitiendo un breve resplandor rosáceo, pero la integridad operacional de la cabeza de puente no se había visto comprometida. La punta, afilada como una aguja, se abrió paso bajo la corteza, posicionándose con precisión en medio de la herida.
Los segundos pasaron y el arma empezó a rozar su accidentada periferia. El suelo se agrietaba y las líneas de fisura se extendían con rapidez. Seguían saliendo ampollas, pero ahora a una mayor distancia radial de la herida, como si los mecanismos subyacentes de aquella circunferencia estuvieran dañados o agotados. La cabeza de puente se encontraba a unos cientos de metros de Cerberus. Las ondas de choque resplandecían desde el punto de entrada y se extendían a lo largo del arma. Los
buffers
de cristal piezoeléctrico que Volyova había integrado en el hiperdiamante sofocarían esas ondas, convirtiendo su energía en calor que después sería canalizado hacia los armamentos defensivos.
—Decidme que estamos ganando —dijo Sylveste—. ¡Por el amor de Dios, decidme que estamos ganando!
Volyova leyó rápidamente los detallados informes de posición que mostraba su brazalete. Durante un instante no hubo antagonismo entre ellos; sólo una curiosidad compartida.
—Estamos luchando —informó—. Ya hay un kilómetro de arma introducido en la superficie. Mantiene un ritmo de descenso estable, de un kilómetro cada noventa segundos. El nivel de propulsión se ha incrementado al máximo, y eso significa que está encontrando resistencia mecánica…
—¿Qué está atravesando?
—No sabría decírtelo —respondió—. La información de Alicia decía que la falsa corteza no tenía más de medio kilómetro de profundidad, pero hay pocos sensores en la piel del arma… Supongo que habrán incrementado su vulnerabilidad a modos de ataque cibernéticos.
La imagen que mostraba la pantalla, captada por las cámaras de la nave, era como un fragmento de una escultura abstracta: un cono cortado por la mitad, cuyo extremo mas estrecho descansaba sobre la escabrosa superficie gris. Angustiados diseños se extendían por el terreno circundante y las ampollas escupían esporas por doquier, como si su selector de objetivos estuviera estropeado. El arma estaba desacelerando y, aunque la escena se desarrollaba en absoluto silencio, Volyova podía imaginar la terrible y rechinante fricción; cómo habría sonado si hubiera habido aire que transportara el sonido y oídos que pudieran quedar ensordecidos por aquel titánico estruendo. Pronto, el brazalete le informó de que la presión de la punta había caído drásticamente, como si el arma hubiera perforado por completo la corteza y ahora estuviera indagando en la relativa vacuidad de debajo: el dominio de las serpientes.
Desacelerando.
Símbolos de calaveras y huesos cruzados danzaban en su brazalete, indicando el inicio del ataque del arma molecular contra la cabeza de puente. Volyova lo había sospechado desde un principio. Los anticuerpos ya debían de estar filtrándose por el caparazón, uniéndose y analizando a sus atacantes alienígenas.
Desacelerando… y ahora deteniéndose.
Ésta era la máxima profundidad que alcanzaría. Sobre la superficie agrietada de Cerberus aún se proyectaban mil trescientos metros de cono, como una fortificación cilíndrica demasiado pesada por la parte superior. El armamento del anillo seguía atacando a las contramedidas de la corteza, pero ahora las descargas de esporas se producían a decenas de kilómetros de distancia y era evidente que no había ninguna amenaza inmediata, a no ser que la corteza fuera capaz de regenerarse de una forma improbablemente rápida.
Pronto, la cabeza de puente empezaría a anclarse, consolidando sus ganancias, analizando las formas de las armas moleculares que estaban utilizando contra ella e ideando estrategias inversas sutilmente igualadas.
No había permitido que Volyova fuera derrotada.
La mujer giró su asiento para observar a sus compañeros y advirtió, por primera vez, que su puño seguía cerrado alrededor de la pistola de agujas.
—Estamos dentro —dijo.
Era como una lección de biología para dioses… o como una imagen pornográfica del tipo que podía gustar a los planetas inteligentes.
En las horas inmediatamente posteriores al anclaje del arma, Khouri trabajó codo a codo con Volyova, revisando el estado siempre cambiante de aquella batalla que se estaba librando tan despacio. Cada vez que veía las formas geométricas de los dos protagonistas eran como un virus cónico eclipsado por la enorme célula esférica a la que estaban corrompiendo, aunque tuvo que recordarse a sí misma que aquel cono insignificante era del tamaño de una montaña, y la célula un planeta.
No parecían estar pasando muchas cosas, pero eso sólo se debía a que el conflicto estaba teniendo lugar principalmente a nivel molecular, sobre un frente invisible y casi fractal que se extendía durante decenas de kilómetros cuadrados. Al principio, y sin ningún éxito, Cerberus había intentado repeler al invasor con armas entrópicas, para degradar al enemigo en megatones de ceniza atómica. Ahora, su estrategia se había convertido en una de asimilación: seguía intentando desmantelar al enemigo átomo a átomo, pero lo hacía de forma sistemática, como un niño que en vez de romper un juguete complejo lo desmonta y guarda diligentemente todos y cada uno de los componentes en su sitio, para poder volver a utilizarlo en el futuro, en algún proyecto que aún no ha sido concebido. Esto tenía su lógica: las armas-caché habían destruido varios kilómetros cúbicos del planeta, y el artefacto de Volyova se componía de materia en las mismas proporciones elementales e isotópicas que aquellas que habían sido destruidas. El enemigo era un inmenso depósito de material de reparación, que permitía que Cerberus se ahorrara la molestia de consumir sus recursos finitos durante el proceso. Era posible que buscara recursos de este tipo para reparar el daño inevitable forjado por los milenios de caídas de meteoritos y el bombardeo de los rayos cósmicos. Quizá, no se había apoderado de la primera sonda de Sylveste para intentar preservar su secreto, sino porque estaba hambriento. Lo había hecho siguiendo el mismo estímulo irreflexivo de una planta carnívora, sin pensar en el futuro.
Pero el arma de Volyova no había sido diseñada para ser digerida sin ofrecer resistencia.
—Verás, Cerberus está aprendiendo de nosotros —explicó desde el asiento del puente, dibujando bosquejos de varias decenas de componentes distintos del arsenal molecular que el planeta estaba desplegando contra su arma.
Lo que le mostraba parecía la página de un libro de entomología: un despliegue de insectos metálicos y especializados en diferentes funciones. Algunos de ellos eran desensambladores: la primera línea del sistema de defensa amarantino. Atacarían físicamente la superficie de la cabeza de puente, desplazando átomos y moléculas con sus manipuladores y deshaciendo vínculos químicos. También iniciarían un combate mano a mano contra las fuerzas de primera línea de Volyova. Toda la materia que lograran liberar se la pasarían a otros insectos más gordos, situados tras ellos, en el frente de batalla inmediato. Como obreros infatigables, estas unidades clasificarían los fragmentos de materia que recibieran. Si su estructura era simple, como un trozo de carbón o de hierro normal y corriente, lo etiquetarían para reciclarlo y se lo pasarían a otros insectos obreros aún más gordos que fabricarían nuevos insectos basándose en sus plantillas internas. Si los fragmentos de materia habían sido organizados de modo que en su interior hubiera una verdadera estructura, no los pasarían para que fueran reciclados de inmediato, sino que se los pasarían a otros insectos que los desmontarían e intentarían averiguar si encarnaban algún principio útil. Si así era, dicho principio se aprendería, se ajustaría y pasaría a otros insectos obreros. De esta forma, la siguiente generación de insectos sería ligeramente más avanzada que la anterior.
—Aprendiendo de nosotros —repitió Volyova, como si esa idea le resultara tan fascinante como inquietante—. Analizan nuestras medidas e incorporan sus filosofías de diseño a sus propias fuerzas.
—No deberías decirlo con tanta alegría —comentó Khouri, que estaba comiendo una manzana cultivada en la nave.
—¿Por qué no? Es un sistema elegante. Puedo aprender de él, por supuesto, pero no es lo mismo. Lo que está ocurriendo allí abajo es metódico, infinito… y no hay ni el menor ápice de inteligencia detrás.
Dijo esto con genuino respeto.
—Sí, muy impresionante —contestó Khouri—. Una replica ciega… no hay nada inteligente en ello, pero como está ocurriendo de forma simultánea en millones de lugares, nos ganarán por el simple peso de los números. Eso es lo que va a ocurrir, ¿verdad? Aunque te quedes aquí sentada rompiéndote la cabeza, no habrá ninguna diferencia en los resultados. Tarde o temprano aprenderán todos tus trucos.
—Pero todavía no —Volyova dirigió su mirada hacia los gráficos—. ¿Crees que he sido tan estúpida como para atacarlos con las contramedidas más avanzadas que tenemos? En una guerra nunca se hace eso, Khouri. Contra un enemigo nunca gastas más energía ni inteligencia de la que es absolutamente apropiada para la situación, del mismo modo que nunca utilizas tu mejor carta al principio de una partida de póquer. Esperas a que llegue el momento oportuno. —Entonces le explicó que las contramedidas desplegadas por su arma eran muy viejas y no demasiado sofisticadas. Las había adaptado a partir de antiguas entradas de la base de datos holográfica del archivo de guerra—. Unos trescientos años antes del día de hoy —añadió.
—Pero Cerberus se está actualizando.
—Correcto, pero la tasa de conocimientos técnicos es bastante estable… probablemente debido a la desconsiderada forma en la que han sido utilizados nuestros secretos. No hay saltos intuitivos posibles, de modo que los sistemas amarantinos evolucionan de forma lineal. Es como si alguien intentara romper un código mediante la fuerza bruta de la computación. Por eso sé con bastante precisión cuánto tiempo les llevará alcanzar nuestro nivel actual. De momento están evolucionando una década por cada tres o cuatro horas de la nave… y eso nos concede algo menos de una semana antes de que las cosas empiecen a ponerse interesantes.
—¿Y esto no lo es? —Khouri sacudió la cabeza, sintiendo (y no por primera vez) que había muchas cosas que no comprendía sobre Volyova—. ¿Cómo se desarrollan dichas mejoras? ¿Acaso tu arma tiene una copia del archivo de guerra?
—No. Eso sería demasiado peligroso.
—Correcto; sería como enviar un soldado tras las líneas enemigas con todos nuestros secretos. ¿Cómo lo harías? ¿Transmitirías los secretos al arma sólo cuando fueran necesarios? ¿No crees que eso sería igual de arriesgado?
—Eso es lo que sucede, pero es mucho más seguro de lo que crees. Las transmisiones se codifican utilizando un pad, una cadena de dígitos generados al azar que especifica el cambio a efectuar en cada fragmento de la señal original; si hay que añadir un cero o un uno. En cuanto has codificado la señal, es imposible que el enemigo pueda recuperar el significado sin su propia copia del pad. El arma también necesita una, por supuesto… pero la copia queda almacenada en su interior, tras decenas de metros de diamante sólido, con vínculos ópticos hiper-seguros con los sistemas de control del ensamblador. Sólo si el arma fuera atacada habría algún riesgo de que el pad fuera capturado… y en ese caso, se abstendría de transmitir información alguna.
Khouri acabó la manzana, hasta llegar a su núcleo sin semillas.
—Así que hay una forma —dijo, después de meditar unos instantes.
—¿Una forma de qué?
—De acabar con todo esto. Eso es lo que queremos, ¿verdad?
—¿No crees que el daño ya está hecho?
—No podemos saberlo con certeza pero… ¿y si no es así? Al fin y al cabo, lo que hemos visto de momento es sólo un nivel de camuflaje y debajo, un nivel de defensas diseñadas para proteger dicho camuflaje. Es sorprendente, sí… y el simple hecho de que sea tecnología alienígena significa que posiblemente podríamos aprender de ella. Sin embargo, aún no sabemos qué esconde. —Dio un puñetazo a su silla para recalcar sus palabras y se complació al ver que Volyova reaccionaba con un ligero estremecimiento—. Es algo que aún no hemos conseguido; ni siquiera hemos podido echarle un vistazo. Y no lo haremos hasta que Sylveste baje a la superficie.
—Se lo impediremos. —Volyova dio una palmadita al arma que había guardado en su cinturón—. Ahora controlamos la situación.
—¿Pretendes que nos mate a todos detonando esa cosa que tiene en los ojos?
—Pascale dijo que era un farol.
—Sí, y estoy segura de que lo cree. —No fue necesario que Khouri dijera nada más; era obvio que Volyova la había entendido—. Existe un modo mejor: permitiremos que Sylveste se vaya, si eso es lo que quiere, pero nos aseguraremos de que no le resulta sencillo acceder al interior.
—Estás diciendo…
—Te lo diré aunque no quieras oírlo. Tenemos que dejarlo morir, Volyova. Tenemos que dejar que gane Cerberus.
Cerberus/Hades, Heliopausa de Delta Pavonis, 2566
—Lo único que sabemos —dijo Sylveste— es que el arma de Volyova ha traspasado la capa externa del planeta. Es posible que haya accedido al nivel ocupado por las máquinas que vi en mi primera exploración.
Habían transcurrido quince horas desde que la cabeza de puente se había anclado. Durante ese tiempo, Volyova no había hecho nada. Hasta ahora se había negado a enviar al primer grupo de espías mecánicos.
—Parece que esas máquinas se ocupan del mantenimiento de la corteza: la reparan cuando se perfora, mantienen la ilusión del realismo y almacenan materias primas cuando éstas aparecen. También se encuentran en la primera línea de defensa.