—Es imposible que sepas qué te espera allí abajo, Dan.
—Claro que lo sé: una respuesta sobre qué les ocurrió a los amarantinos. ¿No te das cuenta de que la humanidad necesita tener esa información?
Pudo ver en su rostro que lo entendía, aunque sólo fuera a nivel teórico.
—¿Y si esa misma curiosidad que sientes ahora fue lo que los llevó a la extinción? Ya viste lo que le ocurrió al
Lorean
.
Sylveste volvió a pensar en Alicia, que había muerto en aquel ataque. ¿Por qué se había negado a recuperar su cadáver de entre los escombros? Incluso ahora, el hecho de haber obligado a Alicia a descender a la superficie con la cabeza de puente le parecía horriblemente impersonal, como si no hubiera sido él quien hubiera dado esa orden, ni tampoco Calvin, sino alguien escondido tras ellos. Esta idea le hizo estremecerse, así que la apartó de su cabeza del mismo modo que alguien aplasta un insecto.
—Entonces lo sabremos, ¿verdad? —respondió—. Por fin lo sabremos. Y aunque acabe con nosotros, alguien más sabrá lo ocurrido… alguien de Resurgam o de algún otro sistema. Tienes que comprenderlo, Pascale. Creo que merece la pena correr ese riesgo.
—Es algo más que simple curiosidad, ¿verdad? —Pascale lo miró, esperando algún tipo de respuesta. Sylveste se limitó a devolverle la mirada, consciente de lo intimidante que podía resultar la falta de enfoque de sus ojos—. Khouri se unió a la tripulación para matarte. Ella misma lo ha reconocido. Según Volyova, quién la envió podría haber sido Carine Lefevre.
—Eso no es sólo imposible, sino también ultrajante.
—Pero podría ser cierto. Y podría tratarse de algo más que de una vendetta personal. Quizá, Lefevre realmente murió, pero algo asumió su forma, heredó su cuerpo o lo que fuera… algo que conoce el peligro que representas. ¿No podrías aceptar que es una posibilidad remota?
—Nada de lo sucedido en la Mortaja de Lascaille puede tener relación alguna con lo que les ocurrió a los amarantinos.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—¡Porque estuve allí! —respondió, colérico—. Porque estuve en el mismo lugar en el que estuvo Lascaille, en Espacio Revelación, y me enseñaron lo mismo que le enseñaron a él. —Intentando serenarse, cogió las manos de Pascale entre las suyas—. Eran antiguos; tan extraños que hacían que me estremeciera. Tocaron mi mente. Los vi… y no tenían nada que ver con los amarantinos.
Por primera vez desde que abandonaron Resurgam, volvió a pensar en aquel instante de comprensión, cuando su módulo de contacto averiado había rozado la Mortaja. Viejas como fósiles, las mentes de los Amortajados habían reptado por la suya en un momento de conocimiento abisal. Lo que Lascaille había dicho era cierto. Puede que fueran alienígenas en su biología y que sólo inspiraran aquella especie de revulsión visceral porque eran demasiado diferentes a lo que la mente humana consideraba la forma correcta y adecuada de inteligencia; sin embargo, en la dinámica de su pensamiento eran mucho más parecidos a las personas de lo que sus formas implicaban. Por un momento, la rareza de dicha dicotomía lo turbó… ¿pero acaso los Malabaristas de Formas podrían haber conseguido que su mente pensara como la de un Amortajado si sus modos de pensamiento básicos no hubieran sido similares? Al recordar el desasosiego de esta comunión, una avalancha de recuerdos se estrelló contra él, un atisbo de la inmensidad de la historia de los Amortajados. Durante millones de años habían viajado por una galaxia más joven que la actual, dando caza y recogiendo los juguetes descartados y peligrosos de otras civilizaciones aún más antiguas. Ahora esos objetos fabulosos estaban prácticamente a su alcance, tras la membrana de la Mortaja… y Sylveste estaba a punto de abrirse paso hacia el interior. Entonces, algo…
Algo se abrió como una cortina o como un claro entre las nubes; algo tan efímero que prácticamente lo había olvidado. Se reveló algo que debería haber permanecido escondido… escondido tras capas de identidad… la identidad y los recuerdos de una raza extinta… Y algo completamente distinto dentro de la Mortaja; y una razón completamente distinta para su existencia…
Pero el recuerdo en sí era elusivo, intentaba escapar de su alcance mental, hasta que volvió a encontrarse a solas con Pascale, con el sabor de la duda en la boca.
—Prométeme que no irás —le dijo su mujer.
—Ya hablaremos por la mañana.
Despertó en su camarote. El breve sueño no había bastado para purgar la fatiga de su cuerpo.
Algo lo había despertado, pero por un momento no vio ni oyó nada. Entonces, Sylveste advirtió que la pantalla holográfica que había junto a la cama brillaba tenuemente, como un espejo vuelto hacia la luz de la luna.
Se movió para activar la conexión, intentando no despertar a Pascale… aunque la verdad es que no habría sido sencillo, pues dormía profundamente. La discusión que habían tenido antes de acostarse parecía haberle proporcionado la calma mental que necesitaba para poder conciliar el sueño.
El rostro de Sajaki apareció en el holograma. A sus espaldas podía verse el equipo de la clínica.
—¿Estás solo? —preguntó, en voz baja.
—Mi mujer está aquí —respondió él, susurrando—. Está dormida.
—Entonces seré breve. —Levantó la mano herida para examinarla, revelando que la brillante membrana se había rellenado, devolviendo a la muñeca su perfil normal, aunque los trabajos proseguían a nivel subcutáneo—. Me encuentro lo bastante bien para abandonar este lugar, pero no tengo ninguna intención de acabar encerrado como Hegazi.
—Entonces tienes un problema. Volyova y Khouri tienen todas las armas y se han asegurado de que no podamos acceder a ninguna. —Bajó un poco más la voz—. No creo que sea demasiado difícil persuadirlas para que también me encierren a mí. Mis amenazas no parecen haberlas impresionado.
—Supongo que creen que no te atreverás a llegar tan lejos.
—¿Y si tienen razón?
Sajaki sacudió la cabeza.
—Nada de todo eso importa ya. En cuestión de días, cinco como mucho, su arma empezará a fallar. Ésa es la única ventana que te permitirá acceder al interior de ese mundo. Y no esperes que sus pequeños robots te enseñen algo.
—Eso ya lo sabía.
Pascale se agitó a su lado.
—Entonces acepta mi propuesta —continuó Sajaki—. Te conduciré al interior. Nosotros dos solos; nadie más. Ni siquiera necesitamos una nave: podemos llevarnos dos de los trajes que utilizamos para traerte desde Resurgam. Llegaremos a Cerberus en menos de un día. Eso te concede dos más para entrar, uno para examinar los alrededores y otro para irte por el mismo camino por el que llegaste. Para entonces, ya conocerás la ruta.
—¿Y qué me dices de ti?
—Te acompañaré. Ya te he dicho cómo creo que deberíamos proceder con el Capitán.
Sylveste asintió.
—Crees que encontrarás algo en Cerberus; algo que podrá curarlo.
—Por algún sitio tengo que empezar.
Sylveste miró a su alrededor. La voz de Sajaki parecía árboles agitados por el viento y la habitación estaba antinaturalmente silenciosa; más que algo real, parecía un cuadro visto con una linterna mágica. Pensó en la batalla que se estaba librando en Cerberus en aquellos instantes: la furia de máquinas en conflicto, en su mayoría más pequeñas que bacterias, y el estrépito de un combate inaudible para los sentidos humanos. Pero esa batalla era real y Sajaki tenía razón: sólo disponían de unos días antes de que las infinitas máquinas que debían su lealtad a Cerberus empezaran a erosionar la poderosa máquina asediadora de Volyova. Cada segundo que tardara en entrar en ese lugar era un segundo menos que podría permanecer en su interior, un segundo que haría que su regreso estuviera más próximo al final y fuera más peligroso pues, para entonces, el puente se estaría cerrando. Pascale se agitó de nuevo, pero Sylveste advirtió que seguía profundamente dormida. No parecía estar más presente que los pájaros entrelazados que adornaban las paredes de la habitación ni parecía ser más capaz que ellos de despertar.
—Es demasiado repentino —dijo Sylveste.
—Pero llevas toda la vida esperando este momento —respondió Sajaki, levantando la voz—. No irás a decirme que no estás preparado para bajar a la superficie. No irás a decirme que temes lo que puedas encontrar allí.
Sylveste sabía que debía darse prisa en tomar una decisión.
—¿Dónde me reúno contigo?
—En el exterior de la nave —respondió Sajaki. Entonces le explicó por qué tenía que ser de esa forma: era demasiado arriesgado que se encontraran en el interior porque Khouri, Volyova o incluso su esposa podían sorprenderlos—. Creen que sigo enfermo —añadió, frotando la membrana que envolvía su muñeca herida—. Pero si me encuentran fuera de la clínica, me harán lo mismo que a Hegazi. Desde aquí puedo hacerme con un traje en cuestión de minutos, sin entrar en ningún sector de la nave que pueda registrar mi presencia.
—¿Y yo?
—Dirígete al ascensor más cercano. Le ordenaré que te lleve hasta el traje más próximo. No es necesario que hagas nada. El traje se ocupará de todo.
—Sajaki, yo…
—Limítate a estar en el exterior dentro de diez minutos. El traje te llevará junto a mí —Sajaki esbozó una sonrisa antes de añadir—: Y te recomiendo que no despiertes a tu mujer.
Sajaki cumplió con su palabra: tanto el ascensor como el traje parecían saber exactamente adónde tenían que ir. No encontró a nadie durante el trayecto y nadie le molestó mientras el traje le tomaba las medidas, se ajustaba a él y se cerraba a su alrededor.
No había ningún indicio de que la nave hubiera advertido que la esclusa se abría ni que él salía al espacio.
Volyova despertó sobresaltada de unos sueños monocromáticos en los que aparecían furiosos ejércitos de insectos.
Khouri estaba aporreando su puerta, diciendo algo a gritos, pero estaba demasiado cansada para entenderla. Cuando abrió la puerta, se encontró de cara con el cañón del rifle de plasma. Khouri vaciló durante una fracción de segundo antes de bajarlo, como si no estuviera segura de qué había esperado encontrar al otro lado de la puerta.
—¿Qué ocurre? —preguntó Volyova.
—Es Pascale. —El sudor se deslizaba por su frente y brillaba en la empuñadura del arma—. Cuando despertó, Sylveste no estaba a su lado. —¿No estaba?
—Ha dejado esto. Está bastante disgustada, pero quería que te lo enseñara. —Khouri dejó que el arma cayera sobre su correa y sacó una hoja de papel del bolsillo.
Volyova se frotó los ojos y la cogió. El contacto táctil activó el mensaje guardado y el rostro de Sylveste apareció en él, esbozado en la penumbra contra un trasfondo de pájaros entrelazados.
—Me temo que te he mentido —dijo su voz, zumbando desde el papel—. Pascale, lo siento. Tienes todo el derecho del mundo a odiarme por esto, pero espero que no lo hagas; no después de todo por lo que hemos pasado. —Ahora hablaba en voz muy baja—. Me pediste que te prometiera que no iría a Cerberus, pero voy a hacerlo… y para cuando leas esto ya estaré de camino, demasiado lejos para que puedas detenerme. No puedo justificarme; sólo puedo decirte que es algo que tengo que hacer y creo que es algo que siempre has sabido que haría si alguna vez llegábamos a estar tan cerca de este planeta. —Hizo una pausa, bien para coger aliento o bien para pensar qué iba a decir a continuación—. Pascale, fuiste la única persona que averiguó lo que ocurrió alrededor de la Mortaja de Lascaille. Sabes que te admiro por ello. Esa fue la razón por la que no me dio miedo contarte la verdad. Te juro que lo que te conté es tal y como yo creía que ocurrió, no una mentira más. Pero ahora, esa mujer… Khouri, dice que ha sido enviada por alguien que podría ser Carine Lefevre, y que ese alguien la envió para matarme por lo que podría hacer.
De nuevo, el papel guardó silencio durante unos instantes.
—Hice ver que no me creía ni una palabra, Pascale, y puede que así fuera en un principio. Sin embargo, tengo que deshacerme de estos fantasmas, tengo que convencerme de una vez por todas de que nada de todo esto guarda relación alguna con lo que ocurrió alrededor de la Mortaja. Lo entiendes, ¿verdad? Tengo que realizar este último trayecto, porque sólo así podré silenciar a estos fantasmas. Puede que deba agradecérselo a Khouri: es ella quien me ha dado una razón para dar este paso, a pesar del miedo que me da lo que pueda encontrar allí. No creo que ella ni ninguno de los demás sean malas personas. Ni tú tampoco, Pascale. Sé que lograron persuadirte, pero no fue culpa tuya. Intentaste quitarme esta idea de la cabeza porque me amas. Y lo que estoy haciendo… lo que estoy a punto de hacer, me duele muchísimo, porque sé que estoy traicionando ese amor. ¿Entiendes lo que intento decirte? ¿Serás capaz de perdonarme cuando regrese? Pronto estaré de vuelta, Pascale. Sólo serán cinco días; puede que incluso menos. —Volvió a interrumpirse, antes de añadir una nota final—: Me llevo a Calvin conmigo. Está dentro de mí, en este mismo momento. Mentiría si no te dijera que hemos encontrado un nuevo… equilibrio. Creo que me será de gran utilidad.
Entonces, la imagen del papel se desvaneció.
—¿Sabes? —dijo Khouri—. Ha habido momentos en los que ha estado a punto de ganarse mi simpatía. Pero creo que la ha perdido por completo.
—Dijiste que Pascale se lo había tomado mal.
—¿Cómo te lo habrías tomado tú?
—Depende. Es posible que Sylveste tenga razón: quizá, ella siempre supo que esto ocurriría. Supongo que tendría que habérselo pensado dos veces antes de casarse con ese
svinoi
.
—¿Crees que se encuentra muy lejos?
Volyova miró de nuevo el papel, como si deseara extraer conocimientos frescos de sus arrugas.
—Alguien tiene que haberlo ayudado… y somos pocos los que podríamos haberlo hecho. En realidad nadie, si descartamos a Sajaki.
—Deberíamos haber sido más prudentes. Es posible que sus medimáquinas lo hayan curado más rápido de lo que imaginábamos.
—No —respondió Volyova, dando unos golpecitos a su brazalete mágico—. Sé dónde está el Triunvirato en todo momento. Hegazi continúa en la esclusa y Sajaki está en la clínica.
—¿Te importaría comprobarlo físicamente, por si acaso?
Volyova se puso otra capa de ropa lo bastante abrigada para poder entrar en cualquiera de las zonas presurizadas de la nave sin sufrir una hipotermia, deslizó la pistola en su cinturón y se colgó del hombro el pesado equipo que Khouri había pedido al archivo de guerra. Era una pistola-porra de hipervelocidad deportiva y empuñadura dual del siglo xxiii; un producto de la primera Demarquía Europea. El arma, de curvado neopreno negro, tenía dragones chinos de oro y plata, con ojos de rubí tallados a los lados.