Intentó ampliar la imagen con el zoom de sus ojos, pero el objeto parecía desafiar toda ampliación y, en todo caso, se veía más pequeño. Al espacio-tiempo le ocurría algo muy extraño en las proximidades de aquella piedra preciosa.
A continuación intentó registrar una instantánea usando el equipo de captura de imágenes de sus ojos, pero también fracasó, y lo que ésta le mostró fue paradójicamente más borroso de lo que había sido en tiempo real, como si el objeto estuviera cambiando con más rapidez y de forma más exhaustiva en distribuciones temporales pequeñas que en distribuciones temporales de unos segundos o más. Intentó retener este concepto en su mente y por un momento creyó haberlo conseguido, pero fue una ilusión efímera.
Y el otro objeto…
El otro objeto, el objeto inmóvil… era peor.
Era como una cuchillada en la realidad, un agujero del que salía una luz blanca procedente de la boca de la eternidad. La luz era intensa, más intensa y pura que cualquier cosa que hubiera conocido o imaginado… como la luz de la que hablaban quienes se encontraban en el umbral de la muerte, indicándoles el camino hacia la otra vida. También él sentía que la luz le hacía señas. Era tan brillante que debería haberlo cegado, pero cuanto más miraba sus deslumbrantes profundidades, menos brillante le resultaba; más se parecía a una palidez tranquila e insondable.
La luz era refractada por la gema que orbitaba a su alrededor, proyectando rayos multicolores y cambiantes por las paredes de la sala. Era hermoso. Intenso y en constante cambio. Seductor.
—En este punto —dijo Calvin—, creo que sería importante un poco de humildad. Estás impresionado, ¿verdad?
—Por supuesto. —Si habló, no oyó sus palabras. De todos modos, Calvin le comprendió.
—Y esto es suficiente, ¿verdad? Es decir, ahora sabes qué era lo que querían ocultarnos. Es tan extraño… Sólo Dios sabe qué es.
—Puede que sea eso: Dios.
—Viendo esa luz, te creería.
—¿Intentas decirme que tú también lo sientes?
—No estoy seguro de lo que siento. Ni tampoco estoy seguro de que me guste.
—¿Crees que hicieron esto o que fue algo que encontraron? —preguntó Calvin.
—En mi opinión… —Calvin reflexionó unos instantes, pero su respuesta no sorprendió a Sylveste—, no fueron ellos quienes lo hicieron, Dan. Eran inteligentes, quizá más que nosotros. Sin embargo, los amarantinos nunca fueron dioses.
—¿Entonces quién?
—Alguien con quien espero no tropezarme jamás.
—Entonces conten el aliento. Por lo que sé, estamos a punto de hacerlo.
Ingrávido, propulsó el traje hacia la sala, hacia la joya danzante y aquella hermosa fuente de luz abrasadora.
Cuando Volyova recuperó el sentido estaba sonando la sirena de alerta de radar, hecho que significaba que el
Infinito
se estaba preparando para un nuevo ataque. No tardaría más de unos segundos en efectuarlo, a pesar de la maniobra evasiva de movimiento aleatorio. Echó un vistazo al indicador de estado del casco y vio que sólo quedaban unos milímetros de metal que sacrificar, que los lanzadores de tamo se habían agotado y que, siendo realistas, sólo podrían resistir a un par de ataques más.
—¿Seguimos aquí? —preguntó Khouri, al parecer sorprendida por haber sido capaz de formular aquella pregunta.
Un impacto más y el casco empezaría a resquebrajarse por una docena de lugares distintos, a no ser que se evaporara de forma espontánea. Ahora estaba caliente. El calor de los primeros barridos se había disipado de forma eficaz, pero no había sido tan sencillo eliminar los siguientes y su energía letal había logrado filtrarse en el interior de la lanzadera.
—Entrad en la habitación-araña —gritó Volyova, reduciendo momentáneamente la propulsión para que pudieran desplazarse por la nave—. El asilamiento os permitirá sobrevivir a unos cuantos ataques más.
—¡No! —respondió Khouri—. ¡No podemos hacer eso! ¡Aquí, al menos, tenemos una oportunidad!
—Tiene razón —dijo Pascale.
—Seguiréis teniéndola en la habitación-araña —afirmó Volyova—. Y de hecho, será mejor, pues es un objetivo más pequeño. Estoy segura de que la nave dirigirá sus armas hacia la lanzadera, porque pensará que la habitación-araña no es más que un trasto inútil.
—¿Y tú qué vas a hacer?
Ahora estaba enfadada.
—¿Crees que soy de esas personas a las que les gustan las acciones heroicas, Khouri? Por supuesto que voy a irme, con o sin vosotras, pero antes tengo que programar una ruta de vuelo… a no ser que puedas hacerlo tú.
Khouri vaciló, como si aquella idea no fuera completamente absurda. Entonces se desabrochó los arneses, hizo un gesto a Pascale y empezó a correr como si su vida dependiera de ello.
Y, probablemente, era cierto.
Volyova hizo lo que había prometido que haría: introdujo el patrón evasivo más escalofriante que pudo imaginar, uno al que ni siquiera estaba segura de que ella o sus compañeras pudieran sobrevivir, con picos de propulsión que excedían las quince g durante segundos. ¿Pero acaso eso importaba ya? De alguna forma, la idea de morir mientras permanecía inconsciente en el cálido y húmedo letargo del desvanecimiento inducido por la aceleración era preferible a ser quemada viva en el vacío, en el calor invisible de los rayos gamma.
Cogió el casco que llevaba puesto cuando subió a bordo de la lanzadera y se preparó para unirse a sus compañeras, mientras efectuaba mentalmente la cuenta atrás.
Khouri había recorrido la mitad del camino que la separaba de la habitación-araña cuando sintió que una oleada de calor le golpeaba en la cara, seguida por el terrible sonido del casco al ceder. La bodega de carga estaba a oscuras, pues el ataque había destruido la red energética del
Melancolía
. El interior de la habitación-araña seguía iluminado y su afelpada decoración interior era visible por las ventanas de observación.
—¡Entra! —gritó a Pascale.
A pesar de que los estertores agónicos de la nave eran apoteósicos, como un concierto de instrumentos de chatarra, la esposa de Sylveste oyó sus palabras y corrió a su interior en el mismo instante en que una tremenda onda expansiva sacudía el casco (o lo que quedaba de él) y la habitación-araña se liberaba de los anclajes que le habían proporcionado los criados de Volyova.
Él aire escapaba de algún lugar de la lanzadera con un aullido tremendo y, de pronto, Khouri sintió que soplaba en su contra, impidiéndola avanzar. La habitación-araña se retorció y giró, agitando frenéticamente las patas. Podía ver a Pascale por la ventana de observación, pero sabía que no podía ayudarla, pues estaba menos familiarizada que ella con los controles de la habitación.
Miró hacia atrás, deseando e implorando ver allí a Volyova, pues ella sabría qué hacer… pero no había nada más que un pasillo de acceso vacío y aquella terrible corriente de aire que escapaba de la nave.
—Ilia…
La muy estúpida había hecho exactamente lo que se temía: se había quedado atrás.
Con la poca luz que quedaba, vio que el casco se estremecía como una caja de resonancia. De pronto, el vendaval que la estaba alejando de la habitación-araña empezó a perder fuerza, al ser contrarrestado por una descompresión igual de violenta en la bodega de carga. Miró hacia allí, con los ojos vidriosos por el frío, y entonces empezó a caer por el agujero en donde un segundo antes había habido metal…
—Dónde diablos…
Casi en el mismo instante en que abrió la boca, Khouri supo dónde estaba: en el interior de la habitación-araña. Era imposible confundirse, sobre todo después del tiempo que había pasado en ese lugar. Era un sitio cómodo, caliente, seguro y silencioso, situado a un universo de distancia del lugar al que había estado a punto de ir y donde no hubiera vuelto a recordar jamás. Le dolían mucho las manos, pero aparte de eso se sentía mejor de lo que suponía que debería sentirse, sobre todo cuando el último recuerdo que tenía era el de estar cayendo hacia el espacio, desde el vientre de una nave agonizante…
—Lo conseguimos —dijo Pascale, aunque el tono de su voz no parecía en absoluto triunfal—. No intentes moverte; todavía no. Te has quemado las manos.
—¿Quemado? —Khouri estaba acostada en uno de los sofás de terciopelo que se extendían a lo largo de las paredes de la habitación, con la cabeza apoyada en la pieza final de latón acolchado—. ¿Qué ha ocurrido?
—Te golpeaste contra la habitación-araña; la corriente te empujó hacia ella. No sé cómo, pero te las arreglaste para trepar por el exterior de la esclusa. Respiraste vacío durante cinco o seis segundos, y el metal se enfrió tan rápidamente que te quemaste las manos allí donde lo tocaste.
—No recuerdo nada de eso. —Sin embargo, sólo tenía que mirarse las palmas para saber que lo que decía Pascale era cierto.
—Te desvaneciste en cuanto estuviste a bordo. A mí me habría pasado lo mismo.
En su voz permanecía aquel tono tan poco festivo, como si todo lo que Khouri había hecho no hubiera servido de nada. Y Khouri pensó que probablemente tenía razón. Lo mejor que les podía pasar era que lograran descubrir la forma de que la habitación-araña aterrizara sobre la superficie de Cerberus y averiguaran cuánto tiempo lograban resistir a las defensas de la corteza. Al menos, sería interesante. Y si no, suponía que les aguardaba una lenta espera hasta que la bordeadora lumínica las encontrara y las destruyera, o murieran de frío o de asfixia cuando se les agotaran las reservas. Rebuscó en su memoria, intentando recordar cuánto tiempo le había dicho Volyova que la habitación-araña podía sobrevivir por su cuenta.
—Ilia…
—No logró llegar a tiempo —dijo Pascale—. Murió. Vi cómo ocurría. En el mismo instante en que llegaste a bordo, la lanzadera explotó.
—¿Crees que Volyova lo hizo deliberadamente, para que tuviéramos una oportunidad? ¿Para que la bordeadora pensara que no éramos más que chatarra, como ella misma dijo?
—Si es así, supongo que deberíamos estar agradecidas.
Khouri deslizó la chaqueta por sus brazos y, tras quitarse la camisa, volvió a ponérsela. Entonces, rompió la camisa en estrechas tiras con las que cubrió sus palmas ennegrecidas y llenas de ampollas. Le dolía muchísimo, pero no era nada comparado con el dolor que había conocido durante su adiestramiento, las quemaduras que se hacía al deslizarse por una cuerda o transportando artillería pesada. Apretó los dientes y apartó el dolor de sus preocupaciones inmediatas.
Y éstas hacían que la perspectiva de sumergirse en el dolor fuera aún más tentadora. Pero se resistió. Tenía que aceptar su situación, aunque no pudiera hacer nada para cambiarla. Tenía que saber cómo iba a ocurrir, pues estaba segura de que ocurriría.
—Vamos a morir, ¿verdad?
Pascale Sylveste asintió.
—Pero me juego lo que quieras a que no será como crees.
—¿Estás diciendo que no aterrizaremos en Cerberus?
—No, ni siquiera si supiéramos utilizar este trasto. Tampoco vamos a estrellarnos contra su superficie… y creo que nos desplazamos a demasiada velocidad para que podamos trazar algún tipo de órbita a su alrededor.
Cuando Pascale mencionó esto, Khouri miró por las ventanas de observación y advirtió que el hemisferio de Cerberus parecía mucho más lejano que antes del ataque que había sufrido la lanzadera. Al quedarse sin el patrón de aproximación de la nave, debían de haber cruzado el planeta a una velocidad de cientos de kilómetros por segundo.
—¿Y ahora qué?
—Sólo son suposiciones —respondió Pascale—, pero creo que nos estamos dirigiendo hacia Hades. —Señaló con la cabeza la ventana de observación de proa, la aguja de luz roja que había delante de ellas—. Parece encontrarse en la dirección correcta, ¿no crees?
Khouri no necesitaba que le dijeran que Hades era una estrella de neutrones, ni tampoco necesitaba que le dijeran que era imposible estar a salvo cuando te aproximabas a este tipo de estrellas. O te mantenías bien apartado de ellas o morías. Éstas eran las reglas, y no había ninguna fuerza del universo capaz de negarlas. Allí regía la gravedad… y la gravedad no tenía en cuenta las circunstancias ni la injusticia de las cosas, ni escuchaba peticiones de última hora antes de revocar de mala gana sus leyes. La gravedad era apabullante y, cerca de la superficie de una estrella de neutrones, absolutamente apabullante, capaz de hacer que el diamante fluyera como el agua o que una montaña redujera un millón de veces su tamaño. De hecho, ni siquiera era necesario acercarse para sufrir sus efectos.
Unos cientos de miles de kilómetros serían más que suficiente.
—Sí —dijo Khouri—. Creo que tienes razón. Y eso no es bueno.
—No —respondió Pascale—. En ningún momento he creído que lo fuera.
Interior de Cerberus, 2567
Sylveste consideraba que era la cámara de los milagros.
El nombre le parecía apropiado. Llevaba allí menos de una hora (o eso suponía, aunque hacía mucho que no prestaba atención al reloj) y en ese tiempo no había visto nada que fuera menos que milagroso y sí muchas cosas para las que dicho término resultaba insuficiente. Sabía que una vida entera no bastaría para englobar una fracción de lo que este lugar contenía. Se había sentido así en otras ocasiones, cuando tenía un atisbo de un posible y enorme conocimiento aún no aprendido, no codificado y no teorizado. Pero sabía que aquellas ocasiones previas habían sido pálidos presagios de lo que ahora sentía.
Sólo podría estar unas horas en este lugar, antes de que se desvanecieran todas sus posibilidades de regresar. ¿Qué podía hacer en unas horas? La verdad es que muy poco, aunque disponía de los sistemas de grabación del traje y de sus ojos, y sabía que tenía que intentarlo. Si no lo hacía, la historia no se lo perdonaría. Y lo que era más importante: tampoco él podría perdonárselo.
Propulsó su traje hacia el centro de la sala, hacia los dos objetos que llamaban su atención: el agujero de luz trascendente y el objeto en forma de joya que giraba a su alrededor. A medida que se acercaba, las paredes de la sala empezaron a moverse, como si Sylveste estuviera siendo absorbido por el marco rotacional de los objetos; como si el espacio estuviera siendo arrastrado hacia un remolino; como si la naturaleza del espacio estuviera en movimiento. Esto era lo que su traje le indicaba, mostrándole análisis detallados sobre el modo en que cambiaba el sustrato en índices cuánticos que avanzaban hacia nuevos reinos inexplorados. Recordaba que había ocurrido algo similar de camino a la Mortaja de Lascaille. Como entonces, se sentía bastante normal, como si el conjunto de su ser estuviera siendo trascrito, transliterado, a medida que se acercaba a la joya y a su brillante compañero.