Pero ninguna de ellas podía hacer nada al respecto.
La bordeadora lumínica avanzaba a una velocidad constante de seis g, lo suficiente para ir acortando gradualmente las distancias; en cinco horas, la lanzadera estaría dentro de su campo de tiro. Volyova era consciente de que Ladrón de Sol podría haber hecho que avanzara más deprisa, y eso le hacía suponer que seguía explorando cautelosamente los límites de la unidad. Suponía que no le preocupaba especialmente su propia supervivencia, sino que sabía que si la nave era destruida, la cabeza de puente no tardaría en seguirla. Sylveste ya estaba en el interior del planeta, pero quizá necesitaba saber si había logrado su objetivo y, para ello, probablemente era necesario que el agujero de la corteza permaneciera abierto, para que pudiera regresar alguna señal al espacio exterior. Volyova nunca había pensado que el regreso seguro de Sylveste entrara en los planes de Ladrón de Sol.
—¿Qué es lo que me enseñó la Mademoiselle? —preguntó Khouri. Después de varias horas soportando las g, su voz parecía la de alguien que llevaba un buen rato ingiriendo alcohol—. ¿Acaso aquello que nunca fui capaz de comprender por completo?
—No creo que nunca lo sepamos con certeza —respondió Volyova—. Sólo sé lo que ella me enseñó. Creo que era la verdad… pero dudo que alguna vez lo sepamos con seguridad.
—Podríais empezar diciéndome qué era, pues está visto que soy la única que no tiene ni idea —protestó Pascale—. Ya discutiréis los detalles después.
El panel de control pitó, tal y como había hecho en un par de ocasiones durante las últimas horas. Eso significaba que un radar dirigido por la bordeadora lumínica acababa de barrer la lanzadera desde la popa. De momento no era una información preocupante, porque la luz enviada desde la nave llegaba con unos segundos de demora a la lanzadera, tiempo más que suficiente para que ésta pudiera abandonar la posición marcada por el radar con una ráfaga de propulsión lateral. De todos modos resultaba enervante, porque confirmaba que la bordeadora lumínica les estaba dando caza y que estaba intentando situarse de modo que pudiera abrir fuego. Pasarían horas antes de que esto se hiciera realidad, pero el propósito de la máquina era muy claro.
—Empezaré por lo que sé —dijo Volyova, inhalando una generosa cantidad de aire—. Antaño, la galaxia estaba mucho más poblada que ahora. Había millones de culturas, pero sólo un puñado de peces gordos. De hecho, era tal y como los modelos de predicción dicen que debería ser hoy, según la frecuencia de aparición de estrellas de tipo G y planetas terrestres en las órbitas correctas para tener agua líquida. —Estaba divagando, pero Pascale y Khouri prefirieron no interrumpir—. Siempre ha sido una paradoja importante, ¿sabéis? Sobre el papel, la vida parece mucho más común de lo que resulta ser en la realidad. Las teorías evolucionistas sobre inteligencias que utilizan herramientas resultan mucho más difíciles de cuantificar, pero sufren este mismo problema: predicen la existencia de demasiadas culturas.
—De ahí la paradoja de Fermi —comentó Pascale.
—¿La qué? —preguntó Khouri.
—La antigua dicotomía entre la relativa facilidad del vuelo interestelar, sobre todo para envíos robóticos, y la ausencia total de dichos envíos realizados por culturas no humanas. La única conclusión lógica fue que no había nadie para enviarlos, en ningún lugar de la galaxia.
—Pero la galaxia es muy grande —señaló Khouri—. ¿No es posible que haya culturas en otros lugares y que lo único que ocurre es que todavía no sabemos nada de ellas?
—Sería ilógico —respondió Volyova, con énfasis. Pascale asintió, mostrando su aprobación—. La galaxia es grande, pero no tanto… y también es muy antigua. En cuanto una cultura decidió enviar sondas, el resto de la galaxia tuvo que saberlo en unos millones de años. Y da la casualidad de que la galaxia es miles de veces más antigua. Es cierto que tuvieron que nacer y morir varias generaciones de estrellas antes de que hubiera suficientes elementos pesados que permitieran la vida, pero aunque las culturas que construyen máquinas sólo aparezcan una vez cada millón de años, han tenido miles de oportunidades de dominar al conjunto de la galaxia.
—Y siempre ha habido dos respuestas para eso —añadió Pascale—. La primera, que están aquí pero que no hemos advertido su presencia. Puede que eso fuera concebible hace cientos de años, pero nadie puede tomárselo en serio ahora. No cuando se ha cartografiado cada centímetro cuadrado de cada cinturón de asteroides de unos cien sistemas distintos.
—¿Entonces, es posible que nunca existieran?
Pascale asintió.
—Eso era perfectamente defendible hasta que supimos más cosas de la galaxia y ésta empezó a parecer sospechosamente propicia para la vida, al menos en los puntos esenciales: las estrellas correctas y los planetas correctos en los lugares adecuados, como acaba de decir Volyova. Por otra parte, los modelos biológicos seguían defendiendo una tasa de ocurrencia mayor de culturas inteligentes.
—Entonces, los modelos estaban equivocados —dijo Khouri.
—Probablemente no —corrigió Volyova—. En cuanto accedimos al espacio, en cuanto abandonamos el Primer Sistema, empezamos a encontrar culturas muertas por todas partes. Todas habían desaparecido hacía un millón de años, y algunas mucho antes. Eso sólo significaba que la galaxia había sido mucho más fecunda en el pasado. ¿Por qué ahora no lo era? ¿Por qué, de repente, estaba tan vacía?
—La guerra —señaló Khouri.
Durante unos instantes, nadie habló.
El silencio sólo fue interrumpido cuando Volyova tomó la palabra, adoptando un tono suave y respetuoso, como si estuvieran hablando de algo sagrado.
—Sí, la Guerra del Amanecer. Así es como la llamaron, ¿verdad?
—Eso sí que lo recuerdo.
—¿Cuándo tuvo lugar? —preguntó Pascale.
Por un instante, Volyova sintió compasión de ella, pues estaba atrapada entre dos personas que, aunque habían tenido un atisbo de algo extraordinario, estaban menos interesadas en bosquejar el conjunto que en explorar la ignorancia de la otra, reforzando así sus dudas e interpretaciones equívocas. Pero Pascale no sabía nada de eso; todavía.
—Hace mil millones de años —respondió Khouri—. Engulló a todas esas culturas y las escupió en formas muy diferentes a las que tenían en un principio. No creo que podamos comprender lo ocurrido ni saber quien o qué sobrevivió a ella… excepto que eran criaturas más similares a las máquinas que a los seres vivos, aunque tan distintas como son nuestras máquinas a las herramientas de piedra. Tenían un nombre… o les fue concedido uno. La verdad es que no recuerdo los detalles, pero sí que recuerdo su nombre.
—Los Inhibidores —dijo Volyova.
Khouri asintió.
—Y merecían llamarse así.
—¿Por qué?
—Por lo que hicieron después —explicó Khouri—. No durante la guerra, sino cuando terminó. Era como si hubieran adoptado un credo, una norma de disciplina. La vida orgánica e inteligente había causado la Guerra del Amanecer, pero ahora, estas criaturas se habían convertido en algo distinto… en vida post-inteligente, supongo. Eso les facilitó en gran medida lo que hicieron a continuación.
—¿Qué hicieron?
—Inhibir, literalmente. Inhibieron la aparición de culturas inteligentes por la galaxia, para que no pudiera repetirse nunca la Guerra del Amanecer.
Volyova tomó la palabra.
—No se trataba tan sólo de aniquilar a las culturas existentes que podrían haber sobrevivido a la guerra, sino que también alteraron las condiciones que podían permitir que se volviera a dar vida inteligente. No recurrieron a la ingeniería estelar, pues supongo que eso habría sido una interferencia demasiado grande, un acto que se hubiera opuesto a su propia censura, sino que fue una inhibición a menor escala. Puede que lo hicieran sin alterar la evolución de una estrella, excepto en casos muy extremos; por ejemplo, alterando órbitas cometarias para que los episodios de bombardeo planetario duraran mucho más de lo normal. Probablemente, la vida prosperaría en ciertos lugares, como en las profundidades de la tierra o alrededor de conductos hidrotermales, pero nunca podría ser demasiado compleja, nunca lograría evolucionar de tal forma que supusiera una amenaza para los Inhibidores.
—Habéis dicho que eso ocurrió hace mil millones de años —dijo Pascale—, pero nosotros hemos evolucionado mucho desde entonces: de criaturas unicelulares a
Homo sapiens
. ¿Estáis diciendo que pudimos escapar de la red?
—Exactamente —respondió Volyova—. Porque la red se estaba rompiendo.
Khouri asintió.
—Los Inhibidores sembraron la galaxia de máquinas, diseñadas para detectar la aparición de vida y eliminarla. Durante largo tiempo pareció que funcionaban según lo planeado… y ésa es la razón por la que la galaxia está tan vacía, a pesar de que todas las condiciones previas eran favorables. —Sacudió la cabeza—. Estoy hablando como si realmente lo supiera.
—Y puede que lo sepas —dijo Pascale—. En cualquier caso, quiero oír todo lo que tengáis que decir. Todo.
—De acuerdo, de acuerdo —Khouri se removió en su asiento de aceleración, sin duda alguna intentando hacer lo que Volyova había estado haciendo durante la última hora: evitar añadir presión a las heridas que ya tenía—. Sus máquinas funcionaron bien durante cientos de milenios, pero después empezaron a fallar. Y al dejar de ser tan eficientes, empezaron a emerger culturas inteligentes que, antaño, habrían sido eliminadas nada más nacer.
La expresión de Pascale indicaba que acababa de efectuar una conexión.
—Como los amarantinos…
—Exacto. No fue la única cultura que escapó de la red, pero dio la casualidad de que se encontraban cerca de nosotros en la galaxia. Por esa razón, lo ocurrido nos impactó tanto. —Era Volyova quien hablaba ahora—. Supongo que tendría que haber habido un mecanismo de Inhibición que vigilara atentamente a Resurgam, pero o nunca existió o dejó de funcionar mucho antes de que los amarantinos se convirtieran en una especie inteligente. Por eso pudieron consolidarse como civilización y, más tarde, dar a luz a una subespecie de viajeros estelares, todo ello sin llamar la atención de los Inhibidores.
—Ladrón de Sol.
—Sí. Se llevó a los Desterrados con él al espacio y los cambió biológica y mentalmente, hasta que sólo compartieron su ancestro y su idioma con los amarantinos que se habían quedado en casa. Se dedicaron a explorar la galaxia, accediendo a su sistema solar y después, a su periferia.
—Donde encontraron… —Pascale señaló la imagen de Hades y Cerberus, asintiendo—. Esto. ¿Eso es lo que estáis diciendo?
Khouri asintió, antes de empezar a contarle el resto de la historia; lo poco que quedaba por relatar.
Sylveste siguió cayendo, sin apenas molestarse en percibir el paso del tiempo, hasta que por fin llegó a un punto en donde se alzaban más de doscientos kilómetros de eje sobre su cabeza. A sus pies brillaban unas luces centelleantes, dispuestas como si fueran constelaciones. Por un instante pensó que había viajado hasta mucho más allá de lo que parecía posible, que esas luces eran en realidad estrellas y que estaba a punto de abandonar Cerberus. Sin embargo, este pensamiento murió con la misma rapidez con la que había entrado en su mente. Había algo demasiado regular en la forma en que estaban alineadas aquellas luces; resultaba demasiado premeditada, demasiado cargada de propósito.
Pasó del eje a la nada del mismo modo que había abandonado la cabeza de puente. Como entonces, empezó a caer por un enorme espacio vacío, una cámara que parecía mucho más grande que la que estaba inmediatamente debajo de la corteza. No había troncos de árboles nudosos alzándose desde el suelo de cristal para sostener el techo sobre su cabeza, y dudaba que hubiera alguno más allá de la curvatura inmediata del horizonte. Pero había un suelo a sus pies, de modo que el techo debía carecer de soporte, debía de haber sido lanzado sobre el espacio del mundo que tenía debajo y estaba suspendido tan sólo por el ridículo contrabalance de su movimiento gravitatorio o algo que escapaba a su imaginación. Fuera como fuera, ahora estaba descendiendo hacia el suelo estrellado que se extendía decenas de metros más abajo.
En cuanto inició aquel solitario descenso, no le fue difícil encontrar a Sajaki. Su traje efectuó los movimientos necesarios: tras captar la señal de su compañero caído (hecho que significaba que una parte de él había sobrevivido), dirigió el descenso de Sylveste y lo hizo aterrizar a tan sólo unos metros del punto en el que descansaba su cuerpo. Era obvio que el Triunviro se había estrellado a gran velocidad, pero no había muchas más opciones si se aceptaba el hecho de que había sido una caída incontrolada de doscientos kilómetros. Parecía que había quedado parcialmente enterrado en el suelo metálico antes de rebotar y adoptar su posición de descanso final, cabeza abajo.
Sylveste no había esperado encontrar a Sajaki con vida, pero los magullados contornos de su traje resultaban estremecedores, pues parecía una muñeca de porcelana que hubiera sufrido la terrible rabieta de un niño malo. El traje estaba cortado, agujereado y descolorido, unos daños que probablemente se habían producido durante la batalla y la subsiguiente caída, mientras la fuerza de Coriolis hacía que se estrellara repetidas veces contra las paredes del eje.
Sylveste lo tumbó sobre su espalda, utilizando los mecanismos de su traje para facilitar el proceso. Sabía que lo que iba a ver no sería agradable, pero era algo que tenía que soportar si quería seguir adelante, si quería cerrar ese capítulo mental. Por Sajaki sólo había sentido antipatía; una antipatía mitigada por el respeto forzoso que había despertado en él su astucia y la sangrienta obstinación con la que lo había buscado durante décadas. No era nada remotamente parecido a la amistad, sino algo más similar a la apreciación artística que sientes por un aparato que realiza su trabajo de forma excepcional.
Así era Sajaki
, pensó Sylveste:
una herramienta bien afilada; modelada de forma admirable para un único objetivo
.
La cara frontal del traje estaba rasgada por una hendidura del grosor del pulgar. Algo impulsó a Sylveste a acercarse y arrodillarse, hasta que su cabeza estuvo junto a la del Triunviro muerto.
—Lamento que todo haya acabado de esta forma —dijo—. No puedo decir que fuéramos amigos, Yuuji, pero supongo que al final deseaba que vieras lo que se esconde en este lugar. Creo que te habría gustado.