Dos o tres mil millones de años después de que hubiera surgido la vida en sus mundos natales, algunas de estas culturas empezaron a viajar por el espacio. Llegados a este punto, la mayoría de ellas se expandieron con rapidez por la galaxia, aunque siempre hubo alguna más hogareña que prefirió limitarse a colonizar su sistema solar o su entorno circumplanetario. Por lo general, el ritmo de expansión fue rápido, con una tasa media de entre una décima y una centésima parte de la velocidad de la luz. Puede que pareciera lento, pero de hecho era rapidísimo, puesto que la galaxia tenía millones de años pero sólo medía unos cientos de miles de años luz. Sin restricciones, cualquiera de esos viajeros del espacio podría haber dominado el conjunto de la galaxia en unas decenas de millones de años y, quizá, si se hubiera producido una dominación claramente imperialista por parte de un único poder, todo habría sido muy diferente.
Sin embargo, la cultura dominante se encontraba en el extremo opuesto de la balanza e influyó en la ola de expansión de un segundo advenedizo. Y aunque más joven, esta segunda civilización no era tecnológicamente inferior a la primera, ni tampoco menos capaz de agredir cuando era necesario. Por querer un mundo mejor se produjo lo que podía describirse como una guerra galáctica, una repentina y chispeante fricción en la que estos dos imperios se enfrentaron entre sí, rechinando como enormes ruedas. Otras culturas ascendentes se fueron uniendo al conflicto hasta que, finalmente, hubo miles de civilizaciones enfrentadas. Surgieron diversos nombres con los que denominar esta refriega, en las miles de lenguas dominantes de los combatientes. Algunos de ellos fueron imposibles de traducir a ningún referente humano significativo pero, debido a la crudeza de la comunicación entre las especies, más de una cultura la designó como la Guerra del Amanecer.
Fue una guerra que englobó al conjunto de la galaxia… y a las dos galaxias satélite de menor tamaño que orbitaban la Vía Láctea. Una guerra que no sólo consumió planetas, sino sistemas solares enteros, sistemas estelares enteros, grupos de estrellas enteros y brazos de espiral enteros. Khouri sabía que, si se sabía dónde mirar, las pruebas de esta guerra seguían siendo visibles. En ciertas regiones de la galaxia había concentraciones anómalas de estrellas muertas y extrañas alineaciones de estrellas que seguían brillando. Había vacíos allí donde tendría que haber habido estrellas y estrellas que, según la dinámica aceptada sobre la formación de los sistemas solares, tendrían que haber tenido vida, pero carecían de ella y sólo estaban rodeadas de escombros y de frío. La Guerra del Amanecer duró muchísimo tiempo, más incluso que la distribución temporal evolutiva de las estrellas más calientes. Sin embargo, en la distribución temporal de la galaxia, la verdad es que fue piadosamente breve.
Es posible que ninguna cultura saliera ilesa de esta guerra, que ninguno de sus participantes lograra salir nunca de ella, victorioso o no. La Guerra del Amanecer, aunque breve según el tiempo galáctico, fue terriblemente larga según el tiempo de las especies. Fue lo bastante larga para que éstas evolucionaran, se fragmentaran, se combinaran con otras especies o las asimilaran, rehaciéndose hasta ser irreconocibles o saltando de una vida orgánica a una vida automatizada. Algunas convirtieron sus esencias en datos y encontraron un almacenamiento inmortal en las matrices cuidadosamente escondidas de los ordenadores. Otras se autoinmolaron.
Sin embargo, una cultura se alzó con más fuerza que las demás. Puede que participara durante un tiempo breve en la refriega principal e impusiera su supremacía sobre las ruinas. O puede que fuera el resultado de una coalición, una asociación de especies que estaban aburridas de la guerra. Pero no importaba pues, probablemente, nunca se encontrarían datos concretos y reales sobre su origen. Al menos en aquel entonces, era un híbrido de maquinaria y quimérica, con algunos rasgos vertebrados residuales. Ni siquiera se molestaron en designarse con un nombre.
—Sin embargo, recibieron uno —dijo Fazil—. Les gustara o no.
Khouri miró a su marido. Mientras le había estado relatando la historia de la Guerra del Amanecer, había alcanzado una especie de comprensión sobre dónde estaba, sobre lo irreal de todo aquello. Lo que Fazil había dicho sobre la Mademoiselle le había permitido tener un recuerdo persistente del verdadero presente. Ahora recordaba con claridad la sala de artillería y sabía que este lugar, este fragmento adulterado de su pasado, no era más que un interludio. Y sabía que su interlocutor no era propiamente Fazil, puesto que había resucitado en su recuerdo, aunque era tan real como el Fazil que recordaba.
—¿Cómo los llamaban? —preguntó.
Tardó unos instantes en responder y, cuando lo hizo, fue casi con gravedad dramática.
—Los Inhibidores. Y por una buena razón que pronto quedó patente.
Y entonces se lo explicó, y ella lo supo. Aquel conocimiento la sobrecogió. Era inmenso e impasible como un glaciar, algo que jamás podría empezar a olvidar. Y supo algo más, algo que suponía que era el verdadero objetivo de este ejercicio. Comprendió la razón por la que Sylveste tenía que morir.
Y comprendió que si era necesario destruir un planeta para asegurar que moría, ése sería un precio completamente razonable que pagar.
Los guardias llegaron justo cuando Sylveste estaba entrando en un sueño superficial, exhausto tras la última operación.
—Despierte, lirón —dijo el más alto de los dos, un hombre rechoncho con un largo bigote gris.
—¿A qué han venido?
—No queremos estropearle la sorpresa —espetó el otro guardia, un individuo con pinta de comadreja que sostenía un rifle.
Era obvio que la ruta por la que lo llevaron estaba diseñada para desorientarlo, puesto que sus curvas eran demasiado frecuentes para ser accidentales. No tardaron en conseguir su objetivo. El sector al que llegaron le resultaba desconocido; o bien era una vieja sección de Mantell extensivamente restaurada por la gente de Sluka, o bien era un conjunto completamente nuevo de túneles cavados desde la ocupación. Durante unos instantes se preguntó si iban a cambiarlo de celda, pero le parecía poco probable: habían dejado su ropa en la otra y hacía poco que le habían cambiado las sábanas. Sin embargo, Falkender había hablado de la posibilidad de que se produjera algún cambio en su situación, relacionado con la visita que había mencionado, de modo que era posible que hubiera habido un cambio de planes.
Pero pronto descubrió que eso no era lo que había sucedido.
La habitación en la que lo habían dejado era tan austera como la suya: un duplicado virtual de paredes vacías, una escotilla para la comida y la misma sensación apabullante de que las paredes eran infinitamente gruesas, de que se adentraban hasta lo más profundo de la meseta. De hecho, ambas celdas eran tan parecidas que durante unos instantes se preguntó si sus sentidos lo estaban engañando y lo único que había sucedido era que los guardias le habían hecho caminar en círculo hasta regresar a su lugar de encarcelamiento. No podría haber escapado de ellos y, al menos, habría hecho algo de ejercicio.
Sin embargo, en cuanto hubo absorbido por completo el contenido de la habitación supo que no era la suya. Pascale estaba sentada en la cama… y se sorprendió tanto como él cuando levantó la mirada.
—Tenéis una hora —dijo el guardia del bigote, dando unas palmaditas a su compañero en la espalda.
Cerró la puerta tras Sylveste, que había entrado ya en la habitación sin su permiso.
La última vez que la había visto llevaba el vestido de novia, el cabello esculpido con brillantes ondas púrpuras y cientos de entópticos que la adornaban como un ejército de hadas. Sin embargo, era posible que sólo lo hubiera soñado. Ahora vestía un guardapolvo tan pardo y carente de forma como los que llevaba Sluka, su cabello era un lacio cuenco negro y tenía los ojos enrojecidos de sueño o de llorar… posiblemente de ambas cosas. Parecía más pequeña y delgada de lo que recordaba, quizá porque estaba encorvada, con los pies descalzos bajo las pantorrillas, y porque la blancura de la habitación parecía demasiado intensa.
Sylveste fue incapaz de recordar un momento en que Pascale le hubiera parecido tan frágil y tan hermosa, un momento en que le hubiera resultado tan difícil creer que era su mujer. Recordó la noche del golpe y las pacientes e inquisitivas preguntas que le había formulado mientras permanecían escondidos en el yacimiento; preguntas que después abrirían una herida en su corazón y le obligarían a recapacitar sobre quién era, qué había hecho y qué era capaz de hacer. De hecho, parecía muy extraño que una confluencia de acontecimientos los hubiera unido en la más solitaria de las habitaciones.
—Me decían una y otra vez que estabas viva —le dijo—. Pero supongo que nunca los creí.
—A mi me dijeron que estabas herido —comentó ella en voz baja, como si le diera miedo despertar de aquel sueño si hablaba más alto—. No me dijeron qué había ocurrido… y yo no quise hacer demasiadas preguntas, por si me decían la verdad.
—Me dejaron ciego —explicó Sylveste, tocando la dura superficie de sus ojos por primera vez desde la operación. En vez de la pequeña nova de dolor a la que se había acostumbrado, sintió una vaga incomodidad que se desvaneció en cuanto apartó la mano.
—¿Y ahora puedes ver?
—Sí, y eres lo primero que veo que merece la pena.
Pascale se levantó de la cama y lo abrazó, pasando una pierna alrededor de las suyas. Sylveste sintió su levedad y su delicadeza. Le daba miedo devolverle el abrazo, por si la aplastaba, pero la acercó más a él y ella hizo lo mismo, también temerosa de hacerle daño, como si ambos fueran espectros que dudaran de la realidad del otro. Permanecieron abrazados durante lo que parecieron horas, pero no porque el tiempo avanzara lentamente, sino porque ahora el tiempo no importaba: estaba en suspenso y ambos tenían la impresión de que podrían mantenerlo así con su fuerza de voluntad. Sylveste observó extasiado el rostro de su esposa. Hubo una época en la que Pascale no se atrevía a mirarlo a la cara y mucho menos a los ojos… pero aquella época había terminado hacía largo tiempo. Y respecto a Sylveste, mirar a Pascale a los ojos nunca había sido difícil, puesto que ella nunca había sido consciente de su escrutinio. Sin embargo, ahora deseaba que supiera que la estaba mirando, que tuviera el placer indirecto de saber que le resultaba embriagadora.
Pronto se estuvieron besando y poco después se dejaron caer torpemente en la cama. En un instante se deshicieron de su ropa, dejándola en pardos montones junto a la cama. Sylveste se preguntó si los estarían observando. Parecía posible, incluso probable. Pero también parecía imposible que eso los pudiera preocupar. Durante tanto tiempo como durara esta hora, Pascale y él estarían completamente solos en esta habitación de paredes infinitas, el único recinto abierto de todo el universo. No era la primera vez que hacían el amor, aunque tampoco lo habían hecho con frecuencia; sólo en las escasas ocasiones en las que habían podido disfrutar de un poco de intimidad. Estuvo a punto de reír al pensar que ahora, a pesar de que estaban casados y no había necesidad alguna de subterfugio, ahí estaban otra vez, aprovechando aquel momento de intimidad. Sintió una punzada de culpabilidad y durante largo rato se preguntó a qué se debía. Más tarde, mientras estaban tumbados el uno al lado del otro, enterró suavemente su cabeza en el pecho de su esposa y supo por qué se sentía tan mal: porque tenían muchas cosas de que hablar y, en vez de ello, habían malgastado su tiempo en la apasionada arqueología de sus cuerpos. Pero sabía que tenía que ser así.
—Ojalá nos dejaran más tiempo —dijo, cuando su noción del tiempo recobró algo parecido a la normalidad y empezó a preguntarse cuántos minutos les quedaban.
—La última vez que hablamos me contaste algo —comentó Pascale.
—Sobre Carine Lefevre, sí. Era algo que tenía que contarte. Sé que parece ridículo, pero pensé que iba a morir. Tenía que contártelo; necesitaba que alguien lo supiera. Era algo que llevaba dentro desde hacía años.
El muslo de Pascale ejercía una agradable presión contra el suyo.
—Pasara lo que pasara, ni yo ni nadie podemos juzgarte —respondió, deslizando la mano por su pecho.
—Fue cobardía.
—No, no lo fue. Sólo fue un instinto de supervivencia. Estabas en el lugar más aterrador del universo, Dan. No lo olvides. Philip Lascaille fue allí sin haberse sometido a las transformaciones de los Malabaristas y mira qué le ocurrió. Que conservaras la cordura ya fue una hazaña. Te habría resultado mucho más sencillo volverte loco.
—Pero puede que ella sobreviviera. Diablos… incluso dejarla morir tal y como hice habría sido aceptable si hubiera tenido el valor de contar después la verdad. Me habría ayudado a expiar mis culpas. Dios sabe que merecía algo mejor que una mentira, incluso después de que la matara.
—Tú no la mataste. La mató la Mortaja.
—No lo sé.
—¿Qué?
Se tumbó sobre su costado, interrumpiéndose brevemente para observar a Pascale. Antes, sus ojos podrían haber congelado aquella imagen para la posteridad, pero ya no disponía de aquella función.
—Lo que intento decir es que ni siquiera sé si murió. Yo sobreviví, a pesar de que perdí la transformación de los Malabaristas… y eso significa que ella tuvo más posibilidades de lograrlo. ¿Y si también lo consiguió? ¿Y si encontró la forma de sobrevivir, pero fue incapaz de comunicarme su presencia? Puede que ya se encontrara a medio camino de la Mortaja cuando aparecí. No se me ocurrió buscarla hasta que no hube reparado la bordeadora lumínica. De hecho, jamás se me pasó por la cabeza que pudiera seguir con vida.
—Y por una buena razón —respondió Pascale—: no lo estaba. Ahora puedes cuestionarte lo que hiciste, pero en aquel entonces la intuición te dijo que había muerto. Además, si hubiera sobrevivido, seguro que habría encontrado la forma de ponerse en contacto contigo.
—No lo sé. Nunca lo sabré.
—Entonces, deja de darle vueltas a la cabeza. Si no, nunca podrás escapar del pasado.
—Escucha —dijo Sylveste, recordando algo que Falkender le había dicho—. ¿Has hablado alguna vez con alguien, aparte de los guardias? ¿Con Sluka o algún otro?
—¿Sluka?
—La mujer que nos tiene aquí encerrados —Sylveste descubrió que prácticamente no le habían contado nada—. Disponemos de poco tiempo, de modo que te haré un breve resumen: por lo que sé, las personas que mataron a tu padre eran Inundacionistas del Camino Verdadero, o al menos una rama del movimiento. Estamos en Mantell.