Se encontraban en el interior de Cerberus.
—Bueno —dijo Calvin, hablando por lo que parecía la primera vez en días—. ¿Era esto lo que esperabas?
—Esto no es nada —respondió Sylveste—. Sólo el preludio.
De todos modos, era la estructura artificial más extraña que había visto en su vida, el lugar más insólito en el que había sido encerrado jamás. La corteza se curvaba sobre él. Era un techo que cubría por completo el planeta, perforado por el afilado extremo de la cabeza de puente. El lugar estaba iluminado por una tenue luminiscencia, al parecer generada por las inmensas serpientes que se movían en una enrollada complejidad por lo que ahora Sylveste consideraba el suelo. Los inmensos contrafuertes del tronco, nudosos y orgánicos, se extendían hasta el techo. Ahora que la imagen obtenida por las sondas robóticas estaba realzada, parecía que los contrafuertes habían crecido del techo hacia el suelo y no a la inversa. Sus raíces se mezclaban en el suelo. El firmamento parecía menos vivo, más cristalino. En un destello de comprensión, vio que el suelo era más antiguo que el techo; que el techo había sido construido alrededor del mundo después de que el suelo estuviera terminado. Prácticamente parecían proceder de fases distintas de la ciencia amarantina.
—Comprueba la caída —dijo Sajaki—. No sería bueno que tocaras el suelo a demasiada velocidad… ni tampoco que cayeras en ningún sistema de defensa que la nave no haya neutralizado.
—¿Crees que todavía puede haber elementos hostiles?
—Puede que no en este nivel —respondió el Triunviro—. Pero más abajo creo que deberíamos darlo por supuesto. De todos modos, es muy posible que dichas defensas no se hayan utilizado en millones de años, así que deben de estar bastante… —tuvo que buscar la palabra correcta— oxidadas.
—Quizá no deberíamos dar eso por supuesto.
—No, puede que no.
La propulsión del traje se incrementó y, con ella, la sensación de gravidez. Sólo un cuarto de g, aunque el techo abovedado seguía siendo un artefacto de tamaño aterrador. Lo separaba del espacio abierto un kilómetro de techo, un kilómetro que tendría que volver a recorrer si deseaba abandonar este planeta, y había mil más a sus pies, aunque no tenía ni idea de cuánto tendría que sumergirse en las profundidades de este mundo antes de encontrar lo que buscaba. Esperaba que no fuera demasiado: los cinco días que había asignado para realizar el trayecto y regresar a la nave ahora le parecían pocos. Visto desde fuera, era fácil aceptar las ecuaciones de ganancias y pérdidas de Volyova y creer que mantenían cierta relación con la realidad. Sin embargo aquí, donde las fuerzas representadas por su ecuación se habían cristalizado en enormes y amenazadoras estructuras, Sylveste no tenía tanta confianza en su poder de predicción.
—Estás asustado, ¿verdad? —preguntó Calvin.
—¿Intentas decirme que ahora puedes leer mis emociones?
—No; sólo que tus emociones deben de ser un reflejo de las mías. Tú y yo pensamos de un modo muy similar. Y ahora más que nunca —Calvin se interrumpió—. No me importa admitirlo: estoy muy asustado, muchísimo. Probablemente más de lo que un programa de software tiene derecho a estar. ¿No te parece muy profundo, Dan?
—Guarda tus profundidades para luego… Estoy seguro de que tendrás la oportunidad.
—Supongo que te sientes insignificante —dijo Sajaki, casi como si hubiera estado escuchando la conversación—. Bien. Tienes todo el derecho del mundo a sentirte así. Eres insignificante. Ésa es la majestuosidad de este lugar. ¿Preferías que fuera de otra forma?
El suelo se precipitaba hacia él, lleno de escombros geométricos. La alarma de proximidad del traje empezó a sonar, indicando que el suelo estaba cerca. Ahora faltaba menos de un kilómetro, aunque casi parecía que podía tocarlo. Sintió que el traje empezaba a ajustarse alrededor de su cuerpo, remodelándose para el impacto contra la superficie. Cien metros. Estaban descendiendo sobre un bloque achatado de cristal: posiblemente, un trozo de techo que se había desprendido. Era del tamaño de un pequeño salón de baile y en su superficie jaspeada podía ver el reflejo cegador de sus propulsores.
—Corta la propulsión cinco segundos antes del impacto —dijo Sajaki—. No queremos que el calor desencadene una reacción defensiva.
—No —respondió Sylveste—. Eso es lo último que queremos.
Asumía que el traje lo protegería del impacto, aunque tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para seguir las instrucciones de Sajaki y entrar en caída libre cinco segundos antes de que sus pies tocaran el cristal. El traje se infló ligeramente, proyectando capas de blindaje amortiguadoras. La densidad del aire-gel aumentó y por un momento estuvo a punto de perder el conocimiento. Sin embargo, cuando se produjo el impacto, éste fue tan suave que apenas lo notó.
Pestañeó y se dio cuenta de que había aterrizado sobre su espalda.
Genial
, pensó.
Muy digno
. Entonces, el traje se enderezó y lo ayudó a incorporarse.
Estaba de pie sobre Cerberus.
Interior de Cerberus, 2567
—¿Cuánto falta ahora?
—Sólo llevamos un día. —La voz de Sajaki sonaba suave y distante, como si su traje se encontrara a unas decenas de metros de Sylveste—. Aún tenemos mucho tiempo. No te preocupes.
—Te creo —dijo Sylveste—. Al menos, una parte de mí lo hace… aunque la otra no está tan segura.
—Esa otra parte podría ser yo —comentó Calvin—. Y no, no creo que tengamos mucho tiempo. Podemos hacerlo, pero no creo que debamos darlo por supuesto. No cuando sabemos tan poco.
—Si con eso pretendes darme ánimos…
—No es eso lo que pretendo.
—Entonces cállate hasta que tengas algo constructivo que decir.
Se encontraban a varios kilómetros de la segunda capa de Cerberus. El ritmo de descenso era bueno, pues la distancia que habían recorrido superaba en tamaño la de las montañas más altas de la Tierra; sin embargo, era demasiado lento. A este paso, no lograrían regresar a tiempo, si es que lograban encontrar lo que buscaban. Además, la cabeza de puente acabaría cediendo a las infatigables energías que dirigían contra ella las defensas de la corteza y sería digerida o escupida al espacio como una pepita desechada.
La segunda capa, el lecho de roca en el que se retorcían las serpientes y en donde hundían sus raíces los árboles sobre los que se apoyaba el techo, tenía una topografía cristalina, muy diferente al aspecto prácticamente orgánico de las estructuras subyacentes. Se habían visto obligados a abrirse paso por los estrechos intersticios que había entre la densa agrupación de formas de cristal, como hormigas navegando entre caminos enladrillados. Era un trabajo lento que no tardó en agotar las reservas de reacción de los trajes, pues el movimiento descendente tenía que ser controlado constantemente por los propulsores. Al principio, Sylveste había sugerido que utilizaran las grapas de monofilamento que éstos podían desplegar (o crear, o modelar, pues no se molestó en dar detalles) pero Sajaki le había quitado esta idea de la cabeza, diciéndole que eso retrasaría en gran medida el descenso, pues aún quedaban cientos de kilómetros a sus pies. Había añadido que las grapas les obligarían a desplazarse en vertical y que eso los convertiría en blancos fáciles para los supuestos sistemas contra-insurgentes. Por lo tanto, volaron la mayor parte del tiempo, deteniéndose cuando era necesario para retirar pequeñas cantidades de material planetario. Los cristales contenían suficientes oligoelementos para llenar las reservas de los propulsores y, de momento, Cerberus no había puesto objeciones a sus actividades vampíricas.
—Es como si no supiera que estamos aquí —comentó Sylveste.
—Puede que no lo sepa —respondió Calvin—. En la memoria viva no hay muchas cosas que hayan podido llegar tan lejos. Es posible que los sistemas diseñados para detectar intrusos y defenderse de ellos se hayan atrofiado por la falta de uso… asumiendo que realmente hayan existido.
—¿Por qué tengo la impresión de que intentas animarme?
—Supongo que, en el fondo, sólo quiero lo mejor para ti. —Sylveste imaginó que Calvin sonreía, aunque no había ningún componente visual en la simulación—. En cualquier caso, estoy convencido de lo que acabo de decirte. Cuanto más abajo lleguemos, menos posibilidades tendremos de ser considerados como algo indeseable. Es como el cuerpo humano: los receptores de dolor de mayor densidad se encuentran en la piel.
Sylveste, recordando el calambre gástrico que había sufrido en cierta ocasión por haber bebido demasiada agua fría durante una excursión por la superficie de Ciudad Abismo, se preguntó si habría algo de verdad en lo que Calvin acababa de decir. De todos modos, sus palabras resultaban reconfortantes. ¿Pero eso significaba que todo lo que había allí abajo estaría en letargo? ¿Acaso las poderosas defensas de la superficie carecían de sentido, porque lo que yacía más abajo ya no funcionaba como habían pretendido los amarantinos? ¿Era posible que Cerberus fuera un cofre del tesoro que, aunque brillante y firmemente cerrado, no contenía más que trastos oxidados?
No tenía ningún sentido pensar así. Si esto significaba algo, si los últimos cincuenta años de su vida (y puede que más) no habían sido más que una obsesión ilusoria, tenía que haber algo que valiera la pena encontrar. Aunque le resultaba imposible expresar con palabras lo que sentía, era la primera vez que estaba tan seguro de algo.
Transcurrió otro día más de descenso. Durante los intervalos, Sylveste dormía y el traje sólo lo despertaba cuando ocurría algo importante o cuando la escena externa sobrepasaba alguna tolerancia innata que consideraba que debía ver. Sylveste ignoraba si Sajaki dormía o no, aunque consideraba que esto se debía a su extraña fisiología: su sangre, espesada por las medimáquinas, se purificaba constantemente y su mente, configurada por los Malabaristas, podía funcionar a la perfección sin necesidad de dormir. Cuando el camino era sencillo (por ejemplo, si se encontraban en un eje abisal muy profundo), descendían a una velocidad máxima de un kilómetro por minuto. Sylveste sabía que el regreso sería más rápido, pues los trajes ya conocerían el camino, excepto aquellas zonas en las que hubieran podido producirse cambios estructurales. Con frecuencia, después de descender varios kilómetros, llegaban a un callejón sin salida o a un eje demasiado estrecho para que fuera seguro pasar por él; entonces, tenían que retroceder hasta la última bifurcación y probar con otra ruta distinta. Seguían el método de prueba y error, porque los sensores del traje sólo tenían un alcance de unos cientos de metros, bloqueado en gran medida por la masiva solidez de los elementos de cristal. Avanzaban lentamente, kilómetro a kilómetro, bañados siempre en la enfermiza luz turquesa de los cristales.
Las características de las formaciones iban cambiando de forma gradual. En estos momentos había fragmentos de varios kilómetros de diámetro, impasibles e inmóviles como glaciares. Todos los cristales estaban unidos entre sí, pero debido a los espacios abovedados y las grietas vertiginosas que se abrían entre ellos, parecían flotar libremente, como si negaran en silencio el campo gravitacional del planeta.
¿Qué sería eso
?, se preguntó Sylveste. ¿Materia muerta, literalmente cristalina, o algo más extraño? ¿Acaso eran los componentes de algún mecanismo que era demasiado grande para que pudiera verlo o incluso imaginarlo? Si eran máquinas, debían de haber explotado algún estado confuso de realidad cuántica, donde conceptos tales como calor y energía se disolvían en la incertidumbre. Parecían fríos como el hielo (y eso era lo que le indicaban los sensores térmicos del traje), pero en ocasiones Sylveste percibía un tremendo movimiento subliminal bajo sus rostros translúcidos, como las entrañas de un reloj vistas a través de un velo de lucita. Cuando le pidió al traje que lo investigara con sus sentidos, los resultados fueron tan ambiguos que no le sirvieron de nada.
Tras cuarenta horas de tortuoso descenso realizaron un importante y útil descubrimiento: la matriz de cristal se estrechaba en una zona de transición de tan sólo un kilómetro de profundidad, dejando al descubierto ejes más anchos y profundos que cualquier otro que hubieran encontrado. Cada uno de los diez ejes que examinaron medía dos kilómetros de ancho y descendía hacia una nada convergente durante doscientos kilómetros verticales. Las paredes de los ejes emitían la misma radiación verdosa que los elementos de cristal y temblaban con el mismo movimiento contenido, hecho que sugería que formaban parte de los mismos mecanismos, aunque desarrollaban funciones muy distintas. Sylveste recordó lo que sabía de las grandes pirámides de Egipto: estaban repletas de ejes impuestos por la técnica de construcción, que no eran más que rutas de escape para los trabajadores que sellaban las tumbas. Puede que aquí ocurriera algo similar, o quizá, antaño esos ejes servían para difundir el calor de unos motores que ahora estaban apagados.
Descubrir estos ejes fue un regalo del cielo, puesto que les permitió agilizar su ritmo de descenso. De todos modos, era un presente no exento de peligro. Al quedar encerrados entre los muros longitudinales del eje, si se producía un ataque no habría ningún lugar donde buscar refugio y sólo tendrían dos direcciones posibles por donde escapar. Sin embargo, sabían que si seguían demorándose quedarían aprisionados en Cerberus cuando la cabeza de puente se viniera abajo, y ése era un destino en absoluto agradable. Por esta razón, se arriesgaron a utilizarlos.
No podían limitarse a dejarse caer. Antes había sido posible, cuando la distancia vertical era aproximadamente de un kilómetro, pero ahora el tamaño de los ejes comportaba una serie de problemas imprevistos. Se deslizaban misteriosamente hacia las paredes, de modo que tenían que aplicar constantemente ráfagas de propulsión para evitar ser arrojados contra las enfermizas paredes de jade que se deslizaban junto a ellos. Era el efecto de Coriolis: la fuerza ficticia que curva los vectores de viento en ciclones en la superficie de un planeta que rota. Aquí, la fuerza de Coriolis se oponía a un descenso estrictamente longitudinal, puesto que Cerberus estaba rotando. Por lo tanto, Sylveste y Sajaki tenían que invertir el movimiento angular excedente con cada movimiento que efectuaban para aproximarse al núcleo. De todas formas, en comparación con la lentitud de los días anteriores, el avance era gratamente rápido.
Habían descendido cien kilómetros cuando comenzó el ataque.