Espacio revelación (88 page)

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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

Pero no podían salir de las Mortajas para comprobarlo. Habría sido demasiado arriesgado, sobre todo porque las máquinas Inhibidoras tenían una gran paciencia. Su silencio aparente podía formar parte de la trampa, podía ser un juego diseñado para tentar a los amarantinos (que ahora eran los Amortajados) a salir de sus conchas y pisar la arena del espacio abierto, donde podrían destruirlos con facilidad y acabar de una vez por todas con aquella purga que había durado un millón de años.

Pero con el tiempo llegaron otros.

Puede que sólo fuera una coincidencia o que en esta región del espacio hubiera algo que favoreciera la evolución de la vida vertebrada. Los Amortajados vieron reminiscencias de lo que habían sido en los humanos que empezaban a viajar por las estrellas. Compartían las mismas psicosis: el deseo simultáneo de soledad y compañía; la necesidad de bienestar de la sociedad y las estepas abiertas del espacio; un cisma que los impulsaba hacia delante y hacia el exterior.

Philip Lascaille había sido el primero en tropezar con ellos, en los alrededores de la Mortaja que ahora llevaba su nombre.

El torturado espacio-tiempo que rodeaba a la Mortaja abrió su mente por la mitad, la retorció y la reagrupó, convirtiéndola en una babeante parodia de lo que había sido antaño. Pero era una parodia brillante, y dejaron algo en su interior: el conocimiento de que era necesario que alguien se acercara mucho más… y la mentira que lo obligaría a hacerlo.

Justo antes de morir, Lascaille había transmitido sus conocimientos al joven Dan Sylveste.

Ve junto a los Malabaristas, le había dicho.

Porque los amarantinos les habían visitado en una ocasión y habían impreso sus patrones neuronales en su océano. Dichos patrones estabilizaban el espacio-tiempo que rodeaba a la Mortaja, permitiendo que una persona se adentrara en sus espesos pliegues sin ser destruida por las tensiones. Así fue como Sylveste, tras haber aceptado la transformación de los Malabaristas, había podido acceder a las profundidades de la Mortaja.

Y había salido con vida de ese lugar.

Pero había cambiado.

Algo regresó con él. Algo que se hacía llamar Ladrón de Sol, aunque ahora sabía que no era más que un nombre legendario, pues lo que había vivido con él desde entonces era más bien un ensamblaje, una personalidad artificial urdida en el caparazón de la Mortaja y dejada allí por aquellos del interior que querían que Sylveste actuara como emisario, que extendiera su influencia más allá de la cortina del espacio-tiempo infranqueable.

Lo que querían que hiciera era muy sencillo:

Viajar a Resurgam, donde estaban enterrados los huesos de sus ancestros corpóreos.

Encontrar el mecanismo Inhibidor.

Situarse en una posición en la que, si el mecanismo seguía funcionando, se activaría y lo identificaría como miembro de una nueva cultura inteligente.

Entonces, si los Inhibidores seguían en los alrededores, la humanidad sería identificada como la siguiente especie que debía ser aniquilada.

Si no, los Amortajados podrían abandonar su escondite.

Ahora, la luz azulada que lo rodeaba parecía indescriptiblemente maligna. Sabía que desde el mismo instante en que había entrado en este lugar podía haber hecho gala de la inteligencia necesaria para que el mecanismo Inhibidor se convenciera de que representaba a una raza que merecía extinguirse.

Odiaba en lo que se habían convertido los amarantinos y se odiaba a sí mismo por haber consagrado su vida a su estudio. ¿Pero qué podía hacer ahora? Era demasiado tarde para rectificar.

El túnel se había ensanchado y Sylveste, que aún carecía del control de su traje, se encontraba en una cámara tallada en facetas y bañada en el mismo resplandor azulado. La estancia estaba repleta de extrañas formas colgantes que le recordaban a las reconstrucciones que había visto del interior de una célula humana. Todas ellas eran rectilíneas: rectángulos y cuadros y rombos interconectados que formaban esculturas colgantes que no se suscribían a ninguna tendencia estética reconocible.

—¿Qué son? —jadeó.

—Debes pensar en ellas como puzzles —respondió Ladrón de Sol—. La idea es que, como explorador inteligente, sientes el impulso curioso de completarlas, de moverlas según las configuraciones geométricas que indican las piezas.

Podía ver a qué se refería. El ensamblaje más próximo, por ejemplo: era obvio que manipulándolo ligeramente podría conseguir que las formas casaran. Resultaba tentador…

—No lo haré.

—No es necesario. —Para demostrárselo, Ladrón de Sol hizo que las extremidades del traje se extendieran hacia el ensamblaje, que estaba mucho más cerca de lo que le había parecido. Los dedos del traje cogieron la primera pieza y la dejaron sin ningún esfuerzo en su lugar correcto—. Habrá otras pruebas, otras cámaras —explicó el alienígena—. Tus procesos mentales serán sometidos a un severo escrutinio, y después, tu biología. Supongo que el último procedimiento no será demasiado agradable, pero tampoco será fatal. De este modo podrá hacerse una idea más amplia de su enemigo. —En su voz había algo que parecía humor, como si llevara en compañía humana el tiempo suficiente para conocer algunas de sus costumbres—. Por desgracia, serás el único representante humano que entre en este artefacto… pero si te sirve de consuelo, te aseguro que serás un espécimen excelente.

—Ahí es donde te equivocas —dijo Sylveste.

La voz implacable y serena de Ladrón de Sol mostró la primera señal de alarma.

—¿Podrías explicarte?

Sylveste guardó silencio unos instantes.

—Calvin, hay algo que debo decirte. —No estaba seguro de por qué estaba haciendo esto ni a quién se estaba dirigiendo—. Cuando estuvimos en la luz blanca, cuando lo compartimos todo en la matriz de Hades, descubrí algo… algo que debería haber sabido hace años.

—Sobre ti.

—Sí, sobre mí. Sobre lo que soy. —Sylveste deseaba llorar, consciente de que ésta sería su última oportunidad, pero sus ojos no se lo permitieron; nunca se lo habían permitido—. Sobre por qué no puedo odiarte… si es que realmente te he odiado alguna vez, a no ser que quiera dirigir ese odio hacia mí mismo.

—Nunca funcionó, ¿verdad? No salió como había planeado, pero no puedo decir que esté decepcionado por lo que eres. —Calvin se corrigió—. Por lo que soy.

—Me alegro de haberlo descubierto, aunque haya tenido que ser ahora.

—¿Qué vas a hacer?

—Ambos lo sabemos. Compartimos todo, ¿verdad? —Sylveste descubrió que estaba riéndose—. Ahora, tú también conoces mis secretos.

—Ah, te refieres a ese pequeño secreto, ¿verdad?

—¿Qué? —siseó Ladrón de Sol; su voz era como el crujido de las ondas de radio de un quásar distante.

—Supongo que estás al tanto de las conversaciones que mantuve en la nave —dijo, dirigiéndose al alienígena—. Cuando les hice creer que les había mentido.

—¿Mentido? —preguntó—. ¿Sobre qué?

—Sobre el polvo abrasador de mis ojos —respondió Sylveste.

Rió, ahora con más fuerza, mientras ejecutaba una serie de dispositivos neuronales, consignados desde hacía largo tiempo a su memoria, que iniciaron una cascada de acontecimientos en el sistema de circuitos de sus ojos y, finalmente, en las diminutas motas de antimateria incrustadas en ellos.

Hubo una luz más pura que cualquier otra que hubiera visto nunca, ni siquiera en el portal que conducía a Hades.

Y después no hubo nada.

Volyova fue la primera en verlo.

Estaba esperando a que el
Infinito
acabara con ella, contemplando la gigantesca forma cónica de la nave, oscura como la noche y sólo visible porque bloqueaba la luz de las estrellas, que avanzaba hacia ella con la deliberación de un tiburón. Sin duda alguna, en algún lugar de su inmensidad, los sistemas estaban sopesando cómo causarle la muerte de la forma más interesante. Eso era lo único que podía explicar por qué no la había matado ya, pues estaba dentro del alcance de todas las armas. Quizá, la presencia de Ladrón de Sol le había proporcionado un enfermizo sentido del humor, un deseo de matarla con sádica lentitud… un proceso que se había iniciado con esta espera letal. Ahora, su imaginación era su peor enemiga, pues le recordaba con suma eficiencia todos los sistemas que cumplirían a la perfección con el propósito de Ladrón de Sol: las defensas que la harían hervir durante horas; o la desmembrarían sin matarla al instante (como los láseres que estaban preparados para cauterizar la carne); o la aplastarían (como una escuadra de criados externos). Oh, los procesos de su mente eran gloriosos. Y en general, esa misma fecundidad era la que había dado a luz a tantos modos de ejecución posibles.

Pero entonces lo vio.

El destello, procedente de la superficie de Cerberus, marcó brevemente el punto en el que se encontraba la cabeza de puente. Fue como si, por un segundo, se hubiera encendido una luz demasiado intensa dentro del planeta, sólo para ser apagada al instante.

O como una explosión tremenda.

Trozos de roca y maquinaria abrasada salieron proyectados hacia el espacio.

Khouri estaba tan convencida de que iba a morir que tardó un rato en aceptar que seguía viva. Había dado por hecho que sólo recuperaría la conciencia unos instantes antes de que Hades la destruyera y su cuerpo y su alma fueran separados por las monstruosas garras de la gravedad que rodeaba a la estrella de neutrones. Y si alguna vez despertaba, había dado por hecho que lo haría con el peor dolor de cabeza que había sufrido desde que la Mademoiselle había invocado sus recuerdos enterrados sobre la Guerra del Amanecer, aunque en esta ocasión habría sido un dolor de cabeza de origen puramente químico.

Habían encontrado el minibar de la habitación-araña.

Y lo habían vaciado.

Sin embargo, su cabeza estaba dolorosamente libre de cualquier intoxicación, como los cristales recién lavados de una ventana. Además, había recuperado la conciencia con rapidez, sin sentirse aturdida en ningún momento, como si no hubiera habido existencia durante el instante anterior al que se abrieran sus ojos. Pero no había despertado en la habitación-araña. Ahora que pensaba en ello, recordaba haber despertado; recordaba el terrible inicio de aquellas ondas; cómo Pascale y ella se habían arrastrado hacia el centro de la habitación para atenuar las tensiones diferenciales. Estaba segura de que habían fracasado. Sabían que era imposible sobrevivir, que lo único que podían hacer era intentar atenuar de algún modo el dolor…

¿Dónde diablos estaba?

Había despertado con la espalda apoyada contra una superficie dura e inflexible como el hormigón. Las estrellas se desplazaban a gran velocidad por el cielo, pero había algo extraño en su forma de moverse: era como si lo viera a través de unas densas lentes que se extendían de un extremo al otro del horizonte. Advirtió que podía moverse e intentó ponerse en pie, pero al hacerlo, estuvo a punto de caer hacia atrás.

Llevaba puesto un traje.

En la habitación-araña no lo tenía. Era similar al que había utilizado para descender a la superficie de Resurgam, similar al que Sylveste había usado para viajar a Cerberus. ¿Cómo era eso posible? Si esta experiencia era un sueño, era totalmente diferente a cualquier otro que hubiera tenido en su vida, porque podía cuestionar de forma consciente sus contradicciones sin que el conjunto de la estructura se desmoronara a su alrededor.

Se encontraba en una llanura del color del metal al enfriarse. Era muy brillante, pero no lo suficiente para hacerle daño en los ojos, y tan lisa como una playa después de que se retire la marea. Al observarla con más atención advirtió que la llanura estaba estampada, pero no al azar, sino de la misma forma ordenada que una alfombra persa. Entre cada nivel de estampado había otro, hasta que la ordenación se hacía microscópica y probablemente continuaba hacía reinos más pequeños, hacia lo subnuclear y lo cuántico. Y cambiaba sin cesar, enfocándose y desenfocándose, transformándose en cuestión de segundos. Pronto, aquel movimiento continuo le hizo sentirse algo indispuesta, de modo que volvió la mirada hacia el horizonte.

Parecía muy cercano.

Empezó a caminar. Sus pasos crujían sobre el fluctuante terreno y los diseños se reconfiguraban para crear suaves piedras en las que podía apoyar los pies.

Había algo más adelante.

Asomaba sobre la cercana curva del horizonte; era un pequeño montículo, un sombrío pedestal que se alzaba contra el desordenado paisaje estrellado. Se acercó, y mientras lo hacía percibió movimiento. Parecía la entrada de un metro: tres muros bajos que encerraban una serie de peldaños descendentes que se sumergían en el planeta.

El movimiento era una figura que emergía de las profundidades. Una mujer que subió los escalones con decisión y con paciencia, como si estuviera respirando el aire de la mañana por primera vez. A diferencia de Khouri, no llevaba un traje espacial. De hecho, creía recordar que iba vestida exactamente igual que la última vez que estuvieron juntas.

Era Pascale Sylveste.

—Llevo esperando mucho tiempo. —Su voz recorrió el espacio negro y sofocante que las separaba.

—¿Pascale?

—Sí —respondió, antes de añadir—: Por decirlo de alguna forma. Oh, querida; esto no va a ser fácil de explicar… y he tenido tanto tiempo para ensayarlo…

—¿Qué ha ocurrido, Pascale? —Le parecía descortés preguntarle por qué no llevaba puesto un traje, por qué no estaba muerta—. ¿Dónde estamos?

—¿Aún no lo has adivinado?

—Lamento decepcionarte.

Pascale esbozó una sonrisa compasiva.

—Estás en Hades. ¿Lo recuerdas? La estrella de neutrones; la que nos estaba atrayendo hacia ella. Pues bien: no lo era. No era una estrella de neutrones.

—¿No lo era?

—No. Creo que esto no te lo esperabas.

—Puedes apostarte lo que quieras.

—Llevo en este lugar el mismo tiempo que tú —continuó—. Es decir, unas horas. Pero he pasado ese tiempo debajo de la corteza, donde las cosas suceden un poco más rápido. Por eso me han parecido algo más de unas horas.

—¿Cuánto más?

—Podría decir que unas décadas… aunque la verdad es que allí no pasa el tiempo.

Khouri asintió, como si todo eso tuviera sentido.

—Pascale, creo que tienes que explicarme…

—Buena idea. Lo haré mientras descendemos.

—¿Mientras descendemos adónde?

Le indicó las escaleras que se sumergían en las profundidades de la llanura de color cereza, como si estuviera invitando a un vecino a entrar a tomar una copa.

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